Revista Axxón » «Un tramo de carretera de dos carriles de ancho», Sarah Pinsker - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

EE.UU.

 

 


Ilustración: Leandro Lougedo

En una noche de borrachera de su decimoséptimo año, Andy se tatuó el nombre de Lori en el antebrazo izquierdo. —Lori y Andy para siempre— era el texto completo, todo en mayúsculas, hecho por Susan, su mejor amiga, con su plataforma de tatuar casera. Susan estaba muy orgullosa de esa máquina, la había construido con unas baterías de nueve voltios, algunas partes arrancadas de un viejo reproductor de DVD y un bolígrafo. El tatuaje era feo y dolía una barbaridad. Y encima Lori no lo supo apreciar porque a las dos semanas dejó a Andy, justo antes de partir a la universidad.

Cuatro años más tarde, el otro brazo de Andy quedó destrozado por una cosechadora. El brazo entero, incluso el hombro y la clavícula derecha, y todo lo que iba unido. Sus padres tomaron la decisión mientras estaba inconsciente. Se despertó en una habitación de hospital en Saskatoon con un brazo robótico y un implante en la cabeza.

—Interfaz cerebral de computadora —dijo su madre, como si eso lo explicara todo. Y usó la misma voz que había usado cuando a los cinco años le dijo a dónde iba el ganado que cargaban en los camiones. Se paró al costado de la cama del hospital, con los brazos cruzados y los dedos tamborileando sobre sus bíceps robustos como si estuviera impaciente por volver a la granja. Las líneas de la frente y la mandíbula encajada le dijeron a Andy que las palabras no podían esconder la preocupación de su madre

—Te pusieron unos electrodos y un chip en la corteza motora —continuó—. Eres biónico.

—¿Y eso qué significa? —preguntó. Trató de mover la mano derecha para tocarse la cabeza, pero no le respondió. Usó la izquierda y se topó con unos vendajes.

Su padre le habló desde una silla junto a la ventana, con la gorra John Deere proyectando sombra sobre los ojos—. Esto significa que tienes un brazo prototipo y que hay una gran cantidad de personas interesadas en ver cómo resulta. Esto podría ayudar a mucha gente.

Andy miró hacia donde estaba su brazo. Los vendajes oscurecían los puntos de unión entre la carne y la prótesis. Más allá de las vendas, el brillo del metal nuevo y los cables negro mate. El brazo prostético parecía su gran plataforma de riego, con sus agujas, crestas y mangueras. Terminaba en una pinza, con los dedos fusionados y un pulgar. Trató de recordar los detalles de su mano derecha: las pecas en la palma, la cicatriz alrededor de los nudillos, producto de la quemadura con una soga; los callos en la palma. ¿Qué habrían hecho con su mano? ¿Estaría por ahí, en un cubo de basura para desechos médicos? Debe haber quedado muy destrozada porque, de otro modo, hubiesen intentado colocarla en su lugar.

Miró el otro brazo.

Una aguja intravenosa se hundía en el «para siempre» de su tatuaje. Pensó que le dolía algo distante, pero no lo sintió mucho más. Tal vez la aguja fuera la razón. Nuevamente trató de levantar su brazo derecho. Tampoco se movió, pero esta vez sí le dolió; bien profundo en el pecho.

—¿No podrían hacer que las prótesis se parecieran a los brazos? —preguntó.

Con el habitual pragmatismo, su madre volvió a hablar.

—Sí, pero esas son la mitad de útiles. Más tarde, quizás puedas sustituir esa mano por una más realista, si así lo deseas, pero los médicos dijeron que había que conectar la interfaz al cerebro para que el uso del brazo fuera completo. Por lo demás, no te quedaron nervios sanos que pudieran enviar impulsos a mano alguna, por más bonita que fuera.

Él entendió. —¿Cómo lo uso?

—Por un tiempo no la usas para nada. Y eso que pudieron conectar la prótesis de inmediato. Antes había que esperar a que el muñón se curara; pero en este caso nos dijeron que tenían que avanzar y hacer el implante.

—De todos modos tampoco tienes un muñón. —Su padre le palmeó el hombro como un recordatorio—. Tienes suerte de que todavía tengas cabeza.

Se preguntó cuáles habían sido las otras opciones, si es que las hubo. Tenía sentido que sus padres hubieran elegido esto. La suya siempre había sido la primera granja en Saskatchewan en implementar nuevas tecnologías. Sus padres creían en la automatización. Les gustaba trabajar la tierra con máquinas, aplicar hojas de cálculo y bases de datos, trabajando la tierra desde la comodidad de una oficina.

Él era todo lo contrario. Le gustaba el sol en la cara. Mantuvo una tropilla de percherones para arar y utilizaba su estiércol como fertilizante. Tenía la vieja cosechadora diésel de su padre, su mayor concesión a la velocidad y la eficiencia. La que ahora le había extirpado el brazo. No sabía si eso era una discusión en favor de sus caballos y tractores, o de los equipos autoguiados de sus padres. Si programabas mal las coordenadas, una máquina podía llevarse por delante una cerca; pero a menos que fueras un desastre con las matemáticas eran capaces de convertir la cerca en una oficina. Visto el asunto mano a mano, bueno, ahora mano a pinza, meter el brazo dentro del cabezal atascado había sido su propia y estúpida culpa.

 

 

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El mundo de Andy se redujo al tamaño de la habitación del hospital. Se puso de pie junto a la ventana, miró cómo estaba el tiempo y luchó contra el impulso de llamar a sus padres, quienes durante su ausencia se habían hecho cargo de su pequeña granja que quedaba junto a la de ellos.

¿Habrán terminado la cosecha antes de la helada? ¿Movieron el gallinero más cerca de la casa? Tenía que confiar en ellos.

El médico suprimió rápidamente los calmantes.

—Eres un tipo saludable —dijo—. Es mejor hacer frente al dolor que quedar colgado de los opiáceos.

Andy asintió, pensando que podría manejarlo. Los dolores del esfuerzo físico no le resultaban ajenos. Estaba más que familiarizado con el dolor de aquellas jornadas en las que trabajaba hasta apenas mantenerse en pie, o el dolor de tener que estar al pie del cañón aunque un caballo te hubiese roto un pie el día anterior.

Ahora su cuerpo se comunicaba a través de un nuevo dialecto del dolor: dolor envuelto en dolor, palpitando en partes que ya no existían. Aprendió a distinguir entre dolores punzantes y dolores cortantes, entre dolor y sensibilidad. Cuando lo peor del dolor se abatía sobre él, como una interminable tormenta de las praderas, el médico lo autorizó a utilizar el brazo.

—Amigo, logras aprender bien rápido —le dijo su terapeuta ocupacional al ver que podía cerrar la mano alrededor de un cepillo de dientes. Brad era un miembro de la comunidad indígena Assiniboine, de porte robusto y sólo un par de años mayor que Andy. Y con un infatigable entusiasmo—. Mañana puedes intentar vestirte.

—Lo de rápido es relativo. —Andy bajó el cepillo de dientes y trató de recogerlo otra vez. Se le cayó de la mesa.

Brad sonrió, pero no hizo movimiento alguno para recoger el cepillo de dientes.

—Es un proceso, ¿eh? Los músculos tienen que aprender. Y además, cuando consigas dominar estas cosas, va a empezar la verdadera diversión con esa plataforma.

La verdadera diversión, algo digno de ver si alguna vez consigo pasar de acá. Las funciones especiales del brazo robótico. Tenía que aprender a interpretar la señal de la cámara en la muñeca que iba directamente a la cabeza. Había luces y telemetría corporal para prender y apagar. Aguardaba con expectativa a que llegara el momento de probar esas funciones: ver en los rincones oscuros de un motor, girar un ternero en una zanja. Esas eran las lecciones por las que valía la pena quedarse. Andy se inclinó y se concentró en cerrar su mano en el mango del cepillo de dientes.

 

 

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Justo antes de que fuera dado de alta, una infección hundió los colmillos en su axila. El médico le dio antibióticos y le pusieron un drenaje. Esa noche, abrasado por la fiebre, soñó que su brazo era una carretera. La sensación permaneció con él aún en la vigilia.

Andy nunca había sido muy querible. Había deseado que Lori lo quisiera para siempre, pero no lo hizo y eso fue todo. Cuando era niño, pidió a Maisie, la ternera de ojos azules, y la conservó hasta que fue lo suficientemente grande como para que la vendieran, y eso fue todo. Nunca había considerado hacer otra cosa que trabajar su propia tierra, lindante con la de sus padres, y hacerse cargo de ellos cuando se retiraran. No había razón alguna para querer mucho más.

Ahora quería ser una carretera; o al menos, eso quería su brazo derecho. Y lo quería con una ferocidad que lo dejó desconcertado; un anhelo sin palabras que venía desde dentro pero también desde fuera de sí. No, era más que eso. No era que quería ser un camino. Sabía que era un camino. En concreto, un tramo de asfalto de dos carriles de ancho, noventa y siete kilómetros de longitud, en el este de Colorado. Un tramo donde podía ver toda la ruta a las montañas, aunque estaba contento de no haberlas alcanzado aún. A los lados vallas guardaganado, alambre de púas y pastizales.

Andy nunca había estado en Colorado. Nunca había estado fuera de Saskatchewan, ni siquiera había ido Calgary o Winnipeg. Nunca había visto una montaña. El hecho de que fuera capaz de describir los contornos de las montañas a la distancia y el número identificador en las orejas de las vacas de cara blanca le dijo que no estaba imaginando cosas. Era él mismo, pero también era una carretera.

—¿Listo para volver al trabajo, amigo? ¿Cómo te sientes? —le preguntó Brad.

Andy se encogió de hombros. Sabía que debía decirle a Brad el asunto de la carretera, pero no quería permanecer más tiempo en el hospital. Ya era suficientemente malo que sus padres se hubieran visto obligados a terminar el trabajo de su cosecha, quejándose todo el tiempo acerca de su maquinaria arcaica. No podía arriesgarse a una postergación.

—La infección se ha ido, pero esto se hace sentir. Aún me toma algún tiempo acostumbrarme —dijo, lo cual era cierto. La computadora le pasaba la temperatura, los niveles de los diferentes contaminantes en el aire. Le advertía cuando se estaba exigiendo demasiado en la cinta de correr. Y luego estaba el temita de la carretera.

Brad se tocó la frente. —¿Recuerdas cómo disminuir los datos si se pone demasiado intolerable?

—Sí. Estoy bien.

Brad sonrió y sacó algo de un refrigerador que había traído con él.

—Genial, hombre. En ese caso, hoy vamos a trabajar con estos huevos.

—¿Huevos?

—Eres agricultor, ¿verdad? Tienes que tomar los huevos sin romperlos. Y tienes que hacerte el almuerzo. Créeme, este es el nivel experto. Más difícil que cualquiera de esas cosas estrambóticas. Si logras dominar los huevos con esa mano, entonces te habrás graduado.

 

 

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Una semana después, Brad y los médicos le dieron el alta.

—¿Quieres conducir? —le preguntó su padre, sosteniendo las llaves de la camioneta de Andy.

Andy negó con la cabeza y se dirigió hacia el lado del pasajero. —No estoy seguro de poder meter la segunda marcha. Puede que tenga que cambiarme a una camioneta automática.

Su padre le echó un vistazo. —Tal vez. ¿O sólo practicar un poco alrededor de la granja?

—No tengo miedo. Sólo quiero ser cuidadoso.

—Está bien, me parece justo. —Su padre encendió la camioneta.

Él no tenía miedo, pero había algo más que la necesidad de ser cuidadoso. En un primer momento, la alegría de estar en su propia casa eclipsó esa sensación extraña. La sensación carretera. Se atuvo a los ejercicios que había aprendido en la terapia física. Le habían enseñado cómo afeitarse, cómo cocinar y cómo bañarse, y él mismo se había imaginado cómo preparar y arrear los caballos. Para tratar de demostrar que todo era normal, se reunió en el bar de la ciudad con sus compañeros del viejo equipo de hockey.

Poco a poco, los dolores aumentaron. ¿Cómo puedes ser una carretera, en un lugar determinado, y sin embargo no estar en ese lugar? Nada se sentía bien. Siempre le había encantado comer, pero ahora la comida le resultaba desabrida. Se obligó a cocinar, masticar, tragar. Estableció metas para la cantidad de mordidas que tenía que dar antes de detenerse.

Si bien había perdido masa muscular en el hospital, ahora había enflaquecido aún más. Su nuevo cuerpo era enjuto en lugar de sólido. Nunca había sido una persona apegada a los espejos, pero empezó a mirarse. Motivación, tal vez. Una forma de comunicarse con su propio cerebro. Se contó las costillas. En razón de la pérdida de masa muscular, la funda sintética que suavizaba la transición de los pectorales con el brazo artificial le quedaba un poco floja. Si había algo que valía la pena notificar a los médicos, era eso. Los descalces provocaban roces, le habían dicho, y de ahí derechito por la resbaladiza pendiente de la irritación a las úlceras y a la temida infección. No haces trabajar a un caballo que está lastimado por el arnés.

En el espejo, vio su rostro demacrado, su hombro consumido, la funda. Su brazo izquierdo, con su irregular carta de amor. En el lado derecho, vio la carretera. Un truco de la mente. Un fallo en el software. Hombro, camino. Sabía que todo estaba ahí: la mano con forma de pinza, los huesos de metal, los tendones de alambre. Abrió y cerró la mano. Estaba todavía allí, pero al mismo tiempo, se había ido.

Recogió grano para los caballos con la mano carretera, pasó la izquierda sobre los peludos abrigos de invierno. Aceitó maquinaria con la mano carretera. Alzó parvas de heno y bolsas de grano con los dos brazos trabajando juntos. Reparó su camioneta en el garaje. Otras camionetas se dirigían lentamente por una carretera cubierta de nieve en Colorado que estaba unida a él por medio de cables, electrodos; por vías artificiales que de alguna manera habían encontrado el camino desde el cerebro a su corazón. Se acostó en el camino de entrada que estaba congelado, con los brazos a los costados, y sintió las camionetas retumbando a través de él.

 

 

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El deshielo llegó tarde a los dos lugares de Andy, la granja y la carretera. Había esperado que el bullicio de la primavera pudiera traerle algún alivio, pero en cambio se sentía aún más dividido.

Trató de explicarle la sensación a Susan tomando una cerveza en su pequeño porche. Ella había regresado a la ciudad mientras él estaba en el hospital, y había alquilado un pequeño apartamento en la parte superior de la tienda de tatuajes. Una estufa barrigona ocupaba la mayor parte del porche, permitiendo que la chica usara camisetas sin mangas a pesar del frío. Sus brazos eran líneas de tiempo, una progresión de las destrezas de otra persona, mientras que sus propias destrezas debían encontrarse en otros brazos, allá en Vancouver. Se había ido ni bien terminó la escuela secundaria para ser aprendiz de un peso pesado del mundo del tatuaje. Andy no podía entender por qué había vuelto, pero aquí estaba otra vez.

Las mangas de la chaqueta escondían los brazos de él. No es que estuviera escondiendo nada. Sostuvo la cerveza en la mano izquierda, pero sólo porque su mano derecha soñaba con asfalto y matas rodantes. No quería molestarla.

—A lo mejor es reciclado —dijo Susan—. Tal vez solía pertenecer a algún ranchero de Colorado.

Andy negó con la cabeza. —No está en el pasado, y no es una persona en el camino.

—¿El software, entonces? Tal vez esa es la parte reciclada, y el chip era para una de esas nuevas carreteras inteligentes cerca de Toronto; esas que conducen el coche por ti.

—Puede ser.

Apuró la cerveza, luego dejó caer la lata al porche y la aplastó con el tacón de su bota de trabajo. Recorrió sus cicatrices con la yema de los dedos: primero el cuero cabelludo, a continuación, a todo lo largo del pecho, donde el metal se unía a la carne.

—¿Se lo vas a contar a alguien más? —preguntó Susan.

Escuchó a los grillos, los matices de las ranas. Sabía que Susan también los estaba oyendo. Pero le pareció que ella no oía la carretera zumbando en su brazo. —Nah. No por ahora.

 

 

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Cada día el brazo de Andy estaba más tiempo en Colorado. Luchó para comunicarse con él. Funcionaba bien; pero estaba en otro lugar. Una vez que te acostumbras, ser una carretera no es tan malo. La gente dice que una carretera va desde un lugar a otro, pero no es así. La carretera es donde acontece cada momento del día.

Pensó en conducir al sur, recorrer hasta que pudiera demostrar si el lugar realmente existía, pero no podía justificar su ausencia después de todo el tiempo pasado en el hospital. Había que arar y sembrar la tierra. Había que alimentar y dar agua a los animales. No tenía tiempo para un viaje por la carretera, sin importar cuán trascendente fuera el viaje o la carretera.

Susan lo arrastró a una fogata en la granja Oakley. No quería ir, no había estado en una fiesta desde que había comprado su propia tierra; pero ella podía ser persuasiva.

—Tengo que volver a conectar con mi lista de clientes y no tengo ganas de ser abordada todo el tiempo —dijo.

Mientras ella conducía, él colgó su brazo robot por la ventana para captar el viento. Viento a veintiún kilómetros por hora, le dijo el brazo. Doce grados centígrados. En otro lugar habían caído cinco centímetros de lluvia en las últimas dos horas, y habían circulado tres vehículos.

La fogata ya había empezado en un claro junto al granero, y había una multitud tiritando alrededor. Doug Oakley era un año mayor que Andy, Hugh todavía estaba en la secundaria. Ambos vivían con sus padres, lo que significaba que era una fiesta de padres fuera de la ciudad. La mayoría de las fiestas a las que Andy había ido fueron como esta, salvo que por entonces era parte del lado más joven del grupo; ahora estaba entre los mayores. Hay un punto donde eres el más divertido de los grandes, y después eres el grandulón raro que no debería estar en una fiesta con chiquillos de la secundaria. Estaba seguro de que había cruzado esa línea.

Susan había comprado un pack de cervezas Molson para hacer amigos e influir en las personas. Sacó las cervezas del asiento trasero y las pasó a una nevera portátil sobre el pasto. Tomó una para ella y le arrojó una a él, pero rebotó en su nueva mano. Miró a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. La metió profundamente en el hielo y sacó otra de la heladerita. La sostuvo en la pinza, la abrió con la izquierda y se zampó media lata de un golpe. La cerveza estaba helada y el aire estaba frío, y deseó haber traído una chaqueta más gruesa. Por lo menos podía sostener la cerveza en la mano de metal. Su propio aislante.

Las chicas de secundaria estaban reunidas en el porche. La mayoría de ellas tenían vasos de plástico en lugar de latas. Lo hacían para poder mezclar sus cervezas con jugo de tomate Clamato. Susan miró y resopló.

—Aunque llegue a vivir doscientos años, nunca voy a entender esa combinación.

Caminaron hacia el fuego. Las llamas eran altas pero el calor no llegaba mucho más allá del primer círculo de personas. Andy saltaba de un pie al otro, tratando de entrar en calor, inhalando el humo con olor a leña. Miró a la concurrencia, reconociendo a la mayoría de las caras. Los chicos Oakley, por supuesto, y sus novias. Siempre tenían novias. Doug había estado comprometido pero había roto. Andy trató de recordar detalles. Su madre lo sabría.

Se dio cuenta de que la chica tomada al brazo de Doug era Lori. No hay nada malo con eso —Doug era un buen tipo—, pero Lori siempre había hablado de ir a la universidad. Andy había reconfortado su roto corazón diciéndose que ella se merecía algo más que la vida de un granjero. Le dolía un poco verla al resplandor de las llamas, con las manos en las axilas. No le importaba que él todavía estuviera aquí, pero pensó que ella no debía estar. ¿O tal vez sólo estaba apoyada contra Doug para calentarse? Supuso que ya no era algo en lo que pudiera meter las narices.

Lori se deslizó del brazo de Doug y se perdió en la multitud. Apareció junto a Susan un momento después.

—Hey —dijo ella, levantando una mano en señal de saludo, y luego la deslizó de nuevo bajo su axila, ya sea por incomodidad o por frío. Parecía avergonzada.

—Hey —respondió, asintiendo con la cerveza en la mano robot. Trató de que el movimiento pareciera casual. Sólo se derramó un poco de cerveza.

—Me enteré de lo de tu brazo, Andy. Me sentí muy mal. Lo siento, no he llamado, pero este semestre estuve muy ocupada—. Su voz se fue apagando.

Era una pésima excusa, pero su sonrisa era genuina.

—No hay problema, te comprendo. ¿Aún estás en la universidad?

—Sí. Winnipeg. Tengo otro semestre.

—¿Qué estás estudiando? —preguntó Susan.

—Física, pero la especialización la voy a hacer en meteorología. La ciencia del clima.

—Increíble. ¿Sabes cuál sería un tatuaje genial para un meteorólogo?

Andy se disculpó y fue por otra cerveza. Cuando regresó, Susan estaba dibujando un barómetro en el dorso de la mano de Lori. Ella y Lori nunca habían sido amigas, pero se llevaban bien. A Susan le había gustado que Lori tuviera ambición, y a Lori le había gustado salir con un chico cuyo mejor amigo fuera una chica, algo bastante inusual. Si se hubieran mudado a la misma ciudad, el canal de televisión podría haber hecho alguna comedia cursi sobre la chica universitaria y la lesbiana punk de un pequeño pueblito viviendo en la gran ciudad. A él le tocaría aparecer una vez, como el muchacho que se había quedado en el pueblo.

Después de la quinta cerveza ya no podía sentir otra cosa que la carretera en la manga. El aire en Colorado olía a ozono, tal vez estaba a punto de llegar una tormenta. Esa noche, después de que Susan dibujara tatuajes con un marcador de fibra en varios de sus antiguos compañeros de clase y los invitara a pasar por su tienda, después de intercambiar promesas de correo electrónico con Lori, después de un nebuloso regreso a casa, soñaba que la carretera había asumido el control total de su cuerpo. En la pesadilla, la carretera se iba deslizando hasta pasar el brazo y el hombro. Pavimentó su corazón, aplastó sus miembros, alquitranó la boca y los ojos. Se despertó jadeando antes del amanecer.

 

 

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Hizo una cita con una terapeuta. La doctora Bird tenía el rostro ancho pero joven, aunque tenía el cabello completamente plateado. Iba asintiendo con simpatía mientras lo escuchaba.

—No estoy realmente aquí para dar mi opinión, pero creo que tal vez se apresuraron un poco al injertarle la prótesis robótica. Según entiendo, la decisión se tomó sin consultarlo y no tuvo tiempo para acostumbrarse a la idea de no tener brazo.

—¿Acaso tengo que acostumbrarme a eso?

—Hay gente que sí. Y algunas personas no tienen opción, porque sus cuerpos necesitan sanar antes de que se les pueda implantar una prótesis.

Lo que decía la doctora sonaba por demás de razonable, pero no explicaba nada. Habría explicado dolores fantasmas, o sueños en los que su brazo lo ahorcaba: había leído acerca de esas cosas. ¿Pero una carretera? Ninguna de sus teorías cuadraba. Condujo a casa a través de una autopista que atravesaba una pradera plana, luego una ruta de dos carriles, entre los campos de barbecho y las tierras de pastoreo. El camino a la granja de sus padres, y su propia parcela de tierra, detrás de la de ellos. Su nueva camioneta tenía pésimos amortiguadores y los baches lo sacudían en el asiento.

Había vivido ahí toda su vida, pero su brazo estaba convencido de que pertenecía a otro lugar. De camino a casa el brazo le habló sin palabras. Lo empujó. Da la vuelta, dijo. Sur, sur, oeste. Estoy aquí y no estoy aquí, pensó, o algo así. Me encanta mi casa, intentó convencerse. Incluso mientras lo decía, anhelaba la realización de estar donde fuera, tanto en Saskatchewan como en Colorado. Esto no era una forma sana de ser. Nadie puede vivir en dos lugares a la vez. Era un dilema. No podía abandonar su finca, no a menos que la vendiera, y la única parte de él que estaba de acuerdo con ese plan no era en absoluto parte de él.

Esa noche soñó que estaba conduciendo la cosechadora a través del campo de canola y ésta se atascaba. Bajó para solucionarlo y esta vez el cabezal le tragó la prótesis. Mascaba el metal y el alambre, y se encontró a sí mismo deseando que le arrancara esa maldita cosa de su cuerpo, que lo limpiara hasta el cerebro, para que pudiera empezar de nuevo. Pero entonces el cabezal siguió. No se detuvo con el brazo. Desgarró y arrancó, y sintió un tirón en su cabeza que se convirtió en algo palpitante, luego en un dolor agudo y cortante, y más cortante aún.

El dolor no desapareció al despertarse. Pensó que era la resaca, pero ninguna resaca se siente así. Llegó como pudo al baño para vomitar; a continuación se arrastró de vuelta hasta la cama para llamar a su madre por el teléfono celular. Lo último que pensó antes de desmayarse fue que Brad nunca le había enseñado a arrastrarse con el brazo protésico. Pero lo había hecho bastante bien.

 

 

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Se despertó de nuevo en el hospital. Lo primero que hizo fue mirar sus manos. La izquierda seguía ahí, la derecha todavía robótica. Con la izquierda, palpó todo a lo largo los bordes familiares de la prótesis y la funda. Todo estaba todavía allí. Su mano subió a la cabeza, donde se encontró con vendajes. Trató de levantar la prótesis, pero no se movió.

Una enfermera entró en la habitación.

—¡Estás despierto! —dijo con una cadencia antillana—. Tus padres se fueron a casa, pero van a estar de vuelta después de la hora de comer, dijeron.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Un infección bastante dañina afectó el chip de la cabeza, así que tuvieron que removerlo. La buena noticia es que todos los electrodos dan bien en el escáner. Te darán un nuevo chip cuando baje la hinchazón, y en muy poco tiempo vas a estar usando otra vez esa magnífica pieza de ingeniería.

La enfermera corrió las cortinas de la ventana. Desde la cama, lo que Andy vio fue un cielo azul y sereno. El mejor cielo para trabajar. Se miró de nuevo el brazo de metal y advirtió que, por primera vez en meses, sólo veía el brazo y no Colorado. Aún podía traer la carretera —su carretera— a la mente, pero ya no estaba allí. Sintió una punzada por la pérdida. Eso fue todo, entonces.

Cuando bajó la hinchazón, le instalaron un nuevo chip. Esperó que se hiciera notar y empezara a decirle a su brazo que era una lancha o un satélite o la trompa de un elefante, pero nada de nada. Estaba él solo en su cabeza otra vez. Su mano siguió sus instrucciones, como si fuera una mano. Abrir, cerrar. Sin vacas, ni polvo, ni carretera.

Le pidió a Susan que lo sacara del hospital. Un poco para no interrumpir de nuevo la agenda de sus padres y otro poco porque tenía algo que preguntarle.

Ya en el auto y conduciendo de regreso a casa, se arremangó la manga izquierda. —¿Recuerdas esto? —preguntó.

Ella lo miró y se sonrojó. —¿Cómo podría olvidarlo? Lo siento, Andy. Nadie debería ir por la vida con un tatuaje así de horrible.

—Está bien. Me preguntaba, bueno, si quisieras solucionarlo. Cambiarlo.

—¡Dios, me encantaría! Eres el peor anuncio que mi negocio pudiera tener. ¿Tienes algo en mente?

Lo hizo. Miró a las letras irregulares. La «I» de «Lori» podría convertirse fácilmente en una A, el nombre entero desaparecía dentro de «COLORADO». Recordar sólo dependía de él. En algún lugar, en algún cubo de la basura para desechos médicos en Saskatoon, había un chip de computadora que sabía que era una carretera. Un chip que fue un brazo, que fue Andy, que fue un tramo de asfalto de dos carriles de ancho y noventa y siete kilómetros de longitud, en el este de Colorado. Un tramo donde podía ver toda la ruta a las montañas, aunque estaba contento de no haberlas alcanzado. Por siempre y para siempre.

 

 

Título original: A Stretch of Highway Two Lanes Wide. Traducido por Pablo Martínez Burkett. Publicado en The Magazine of Fantasy & Science Fiction, marzo/abril 2014. Historia nominada en la categoría cuento al premio Nebula.

 

 


Sarah Pinsker es autora de la novela corta «In Joy, Knowing the Abyss Behind», ganadora del Premio Sturgeon (2014), finalista del Premio Nebula (2013), y que hemos publicado en español en Axxón #262: CON ALEGRÍA, CONOCIENDO EL ABISMO QUE HAY DETRÁS. Sus obras han sido publicadas en revistas como Asimov’s, Strange Horizons, Fantasy & Science Fiction, Lightspeed, Daily Science Fiction, the Journal of Unlikely Cartography, Fireside, Stupefying Stories, y PULP Literature, y en diversas antologías, incluyendo Long Hidden, Fierce Family y Accessing the Future. Este es el segundo trabajo de Sarah Pinsker que —con gran orgullo por haber sido elegidos por ella para esto— publicamos en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con SIN NOMBRE, de Eduardo Carletti y BORGEANO, de Alejandro Alonso y Carlos Daniel J. Vázquez.


Axxón 266

Cuento de autor norteamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Biónica, Implantes : Estados Unidos : Estadounidense).

Una Respuesta a “«Un tramo de carretera de dos carriles de ancho», Sarah Pinsker”
  1. Una genia la Sarah ¡Qué pedazo de cuento! Ese final te estremece y te pone la piel de gallina. Me encantó.
    ¡Y bien el trabajo del traductor!
    Siempre voy sumando nuevos favoritos gracias a estas publicaciones (mi último gran descubrimiento fue «Conversaciones con un Caballo Mecánico», impecable también).
    ¡Saludos!
    Luciano
    http://www.viajarleyendo451.blogspot.com.ar/

  2.  
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