«¡ARGENTINOS, A VENCER! – 13 – Camiones», Juan Simeran
Agregado en 17 julio 2016 por dany in 275, Ficciones, tags: Novela
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Camiones
Las montañas que rodean la base de Infantería de Montaña del valle de Uspallata forman parte de su paisaje familiar. Sergio ya no se sorprende cuando, en los atardeceres, lo que durante el día es un imponente paisaje de picos coronados por cúpulas de nieve se difumina, pierde contornos y finalmente desaparece. Disfruta la belleza de las montañas purpúreas recortadas como maquetas de cartulina. Livianas, como suspendidas en el aire, se podría temer que el viento zonda las barriera a su antojo.
«Mal dormir en una barraca atestada de luces, murmullos y olores. Bañarme con agua helada junto a cincuenta camaradas. Lavarme la cara y los dientes exactamente en treinta segundos a las cinco de la mañana. Desayunar un pan duro y mate cocido tibio servido de apuro con cucharones sobre los tazones de hojalata. Cualquier cosa es mejor antes que me trasladen a las Islas. Qué no darían los que están en las Islas por estar acá, mejor no me quejo». Todos los días, Sergio se esfuerza en pensar en lo peor, para soportar mejor las duras condiciones de su instrucción militar.
Es mediodía. Como todos los días está haciendo la cola de los que pueden permitirse una comida comprada en la cantina: un kiosco de mala muerte regenteado por la hermana del Mayor.
El tiempo, que durante el día se mide en segundos mediante intervalos de pitidos emitidos por los furrieles, al mediodía es el momento laxo de los civiles. Todos saben que hasta que el último de la fila no haya dejado su dinero en la rudimentaria caja de cartón de la cantina, no se dará por terminado el tiempo del almuerzo, así éste se extienda hasta las cuatro de la tarde.
La masa de menos favorecidos se resignan al rancho: un bodrio de sopa amarronada. Los platos quedan limpios, ayudados por un único pedazo de pan, y las pequeñas mandarinas ácidas que se reparten de postre se intercambian por cigarrillos, siendo el valor de uno dos mandarinas y un pan. Una única mandarina vale tres pitadas. Los que terminan la cola en la cantina, comen donde pueden, sentados en rocas, raíces de araucarias o troncos. Hoy el zonda arrecia, y los soldados se agolpan tras una de las chapas del quiosco. «Es domingo, y si el mayor Larrañaga está de humor, después del almuerzo va a haber un picadito», piensa Sergio, que detesta el fútbol.
Ruso, escuché ladrar a mi milanesa. Habría que ver si falta alguno de los perros de Larrañaga, me daría cosa estar comiéndome al Buby.
Al lado de Sergio se sienta el Colorado. Un muchacho fuerte, sanguíneo, proveniente de Entre Ríos, de una chacra.
Tranquilo, Colo, que mi milanesa relincha. Así que está todo bien, debés haber escuchado mal. Agarrala fuerte, que no se te vaya al trote.
En el cielo sobrevuelan tres cóndores. Se escuchan relinchos nerviosos del lado de las caballerizas. Los perros comienzan a ladrar frenéticos. A lo lejos, se siente el ronquido monocorde de motores.
¿Qué estará pasando? con un dejo de preocupación, el Colorado.
Cualquier signo de alteración de los animales podía ser consecuencia del ingreso de los temidos camiones de transporte de efectivos. Camiones que, en el peor de los casos, podrían transportar las tropas al aeropuerto. De ahí al sur, a las Islas.
Sobre esa temida posibilidad es que giraba toda la vida de los conscriptos, y era el tema de conversación casi excluyente de los tres años que duraba el Servicio Patriótico.
Lo más probable es que a Larrañaga se le hayan terminado los patys. Además, ya hace dos semanas que no tenemos municiones para practicar tiro, y ya no hay ni detergente para limpiar el piso del Casino, ni biromes en las oficinas, ni cordones para los borcegos. Debe ser el camión de provisiones intenta tranquilizar Sergio, pese a su propia preocupación.
Otro muchacho se sienta junto a ellos, alto, morocho, de sonrisa enorme, mientras mastica un alfajor:
¿Escuchan a los perros? Debe ser el micro de Gendarmería, no se van a perder de volver a golearnos cinco a cero como la semana pasada. ¡Qué bien jugaban esos culiaos!
El ruido de motores es persistente, por momentos se escucha con más nitidez y por momentos se aleja. Seguramente los vehículos deben estar caracoleando por el camino de montaña. La silueta de los cóndores se va acercando a la base; ya son cinco, volando en círculos concéntricos.
Repentinamente Sergio ve pasar a Larrañaga, a la carrera, hacia la entrada de la base. Esta actitud es tan atípica que los conscriptos lo miran boquiabiertos. «¿Y a éste qué le dio por correr así?», piensa Sergio, ya muy preocupado.
Llegan trotando los furrieles, desde el Casino, gritando a voz en cuello o haciendo bocina con las manos:
¡For-ma-ción! ¡Todos los destacamentos en diez minutos for-ma-ción!
Sergio mira al Colo. «Parece que la cosa es grave», expresan con la mirada.
Puede ser la visita de algún Teniente General murmura Sergio.
Se atragantan con lo que queda de los sandwiches, rápidamente se desarma la cola frente al quiosco y la base entra en una actividad frenética, con soldados que corren para todos lados abandonando en el camino botellas de gaseosas o apagando los cigarrillos con cuidado para guardarlos puchos en algún bolsillo del uniforme. De apuro, muchos limpian los borceguíes con lo que tienen a mano y hasta con las manos mismas y a salivazos.
Entre esa actividad hormigueante se comienza a vislumbrar un principio de orden a medida que los soldados se van deteniendo en el Patio de Armas, frente al mástil, en perfecta formación. Se plantan en posición rígida, con las manos extendidas a los costados de las caderas, los mentones apuntando ligeramente hacia adelante, los borceguíes pegados uno con otro y los pechos combados.
Pasados los exactos diez minutos que ordenaron los furrieles la totalidad de la Base se encuentra formada de acuerdo a distintos batallones, como si la Plaza de Armas fuera un escenario y estuviera marcada con tiza la ubicación exacta de cada uno de los actores. Con la habilidad que da la experiencia, los soldados conversan sin que se le mueva un músculo, utilizando apenas la comisura de la boca y hablándole a la nuca de sus compañeros.
Sergio escucha ráfagas de susurros:
¿Qué carajo pasa?
¿Otra vez vino Suárez, de la Capital, con ganas de romper las bolas?
¿Vieron camiones? ¿Camiones?
Maniobras seguro que no, si ya no tenemos municiones…
Te tiraste tremendo pedo, Domínguez, la puta que te parió…
Me tuve que meter media milanesa en el bolsillo y no saqué el tomate…
¿Camiones? ¿Camiones?
Esto partido de fútbol no es, salvo que juguemos contra la Selección de Alemania…
Y siguen ladrando los perros y esos motores…
¿Camiones? ¿Camiones?
Si nos mandan a las Islas acordate, Tano, me debés tres mil patriotas…
Padrenuestroquestasenloscieloshagasetuvoluntadasienlatierracomoenelcielo…
¿Camiones? ¿Camiones?
Ma’ sí, que nos manden a las Islas de una vez…
Y a mí me faltan dos meses para la baja y mi novia…
¿Camiones? ¿Camiones?
¿Cómo mierda le aviso a mi mamá?
¿Cómo se dice «matar» en inglés?
¿Camiones? ¿Camiones?
¿Alguien tiene un cospel?
No llorés, tucumano, no seas maricón…
¿Qué estará haciendo mi novia?
¿Camio… carajo, llegaron los camiones.
Los enormes transportes del Ejército parecen una fila de animales antediluvianos. Avanzan, morosos, sus trompas por frente a la formación, uno detrás del otro, hasta estacionar en el playón contiguo a las barracas. Maniobran haciendo temblar el piso de cemento, chirriando al frenar y llenando el aire de olor a combustible y aceite quemado. Las lonas que los recubren reflejan el sol en sus tonos de camuflaje militar como destellos de piel escamada de alguna bestia mitológica. Las varillas semicirculares que sostienen las lonas se marcan como las costillas del vientre. Los viejos motores quedan regulando con los vehículos detenidos, gruñendo.
Sergio mira las montañas, «quizá las estoy viendo por última vez». En posición de firmes, toca disimuladamente un jai de plata que tiene en el bolsillo, recuerdo de su bisabuelo que éste trajo de Odessa y que en los duros años de Servicio Patriótico le sirvió de talismán de la suerte. Observa cómo se van abriendo las lonas que cubren los camiones, su mente divaga por las playas de Las Toninas donde sus padres lo llevaban de pequeño, en la que su abuelo se lucía en el truco, el dominó y el asado y donde las sonrisas luminosas de su padre y su madre le parecían parte del orden natural del Universo. No siente miedo, más bien lo que vive le parece como la caída al vacío que uno tiene en las pesadillas, que nunca se termina de caer. Siente la certeza ineludible del seguro traslado a las Islas; ni escucha los cuchicheos, ni le importan. Larrañaga, el Colorado, las montañas, los cóndores, lo que hasta hace un momento era su realidad tangible, posiblemente mañana sea parte de su pasado más remoto, como esos fugaces recuerdos de Las Toninas o de los vecinos de la avenida Constituyentes de su infancia. Mientras escucha las voces de mando (vamos tagarnas vamos a pelear de una vez a ver las señoritas si aprendieron algo) se esfuerza por recordar: «Estaba el médico con su hija bailarina y bonita, los Tropeano, tan cultos y tranquilos que no parecían goi, en esa casa con consultorio adelante y comedor que a veces era sala de espera y no se podía hacer ruido» (vamos a las Islas o qué se pensaban que íbamos a estar acá como bacanes mientras que otros pelean con los ingleses). «Estaban los Minujín, que tenían piano y sabían inglés y daban clases particulares; eran tres hermanas y un hermano y una ya era profesora» (subiendo a los camiones por batallón que no vamos al cine vamo’ vamo’). «En la esquina estaba la Loca de la Esquina, al lado de la zapatería, la Loca tenía una hermana que también estaba loca pero un poco menos y una vez intentaron hablarme y me aterrorizó el brillo demencial y lascivo de sus ojos» (no quiero que quede un solo soldado en esta base aunque viajen tres por asiento). «Enfrente estaba la Vieja del Quiosco, que era apenas una ventana pero tenía todo lo que tiene que tener un quiosco» (los bolsos van en otro camión en el aeropuerto los retiran que no estamos haciendo turismo y no vamos a sacarnos fotos con los pingüinos). «Estaban los Piterman que tenían un hijo rubio, gordito y fofo de mi edad que le robaba dinero a su vieja para darse banquetes de chocolates» (¡a vencer!¡a vencer! vos también subí Larrañaga o qué te pensabas que el quiosquito era gratis). «Estaban los Sabaj, con un hijo negro como el carbón que maltrataba a su madre y terminó de taxista; una vez hubo un temblor y salieron todos en pijama». Un temblor como el traqueteo del camión que se confunde con el temblor de sus dientes, sus manos y su cuerpo mientras las montañas se ponen en movimiento hacia atrás y sólo puede sentir unas tremendas, tremendas ganas de llorar (¡viva la patria! ¡morir por la patria! ¡vamos a jugar al fulbo con la cabeza de los ingleses! ¡VIVA HERNÁN SOSA CARAJO!).
Axxón 275
Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).