Revista Axxón » «Blank 325», Alejandra Decurgez - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Tut

Me apoyo contra la pared, pongo las piernas bien juntas. El Blank 325 está en el mismo rincón de la primera vez y prefiero no mirarlo, aunque siento cómo tensa los cordeles de silicio que nos unen. Debajo de la insistencia con que tironea está esa pesadumbre que ya conozco. Me admiro una vez más de su resolución, tan atípica para los de su clase. También pienso que es un preludio adecuado y me entusiasmo como cuando la idea se coló en mi cabeza. No debería, quizá, pero sonrío.

Son las 04:32:57.

La desconcientización, me convenzo, va a ser como el plap del corcho de una botella, sonido puro, sin dolor.

Cierro los ojos.

 

 

—Estaba a punto de elevarle un apercibimiento, Dysmund.

El Phibu me esperaba al final del corredor. Como de costumbre, tapaba con su espalda la puerta de ingreso al cuartucho. Sostenía un cigarrillo de ceniza infinita, en equilibrio precario entre las orillas de su branquia derecha. Durante los últimos meses se había convertido en un fumador dedicado, supongo que habría adquirido el hábito en las noches larguísimas con los otros guardias, entre partidas de póker. Si yo pudiera generarme un set de pulmones nuevos cuando me viniera en gana, como él hacía con cualquiera de sus órganos, probablemente también fumaría.

—¿En serio? ¿Apercibimiento? —le contesté—. Son las dos de la madrugada.

Por mi cara tendría que haberse dado cuenta de que en verdad no me importunaba el llamado.

—No me quedó más remedio que contactar a su amigo Castor porque se trata de una urgencia —frunció la boca de por sí diminuta, su rostro sin ángulos se volvió sombrío.

—Si Castor está ahí adentro… —le advertí señalando la puerta a sus espaldas.

Sus ojillos superiores parpadearon divertidos, y lanzó un ronquido para que no me cupieran dudas de que se estaba haciendo el gracioso. Además de terribles lectores de la fisonomía humana, que por su versatilidad los abrumaba y confundía, los phibu tenían un pésimo sentido del humor.

—¿Qué hay? ¿Un Blank?

Movió sólo la branquia del lado izquierdo de su cuello. Una brizna del humo de su cigarrillo se estiró hacia mí.

—Es un caso peculiar —con eso quiso explicar por qué no había llamado a Castor, la última incorporación del Departamento, un imberbe blancuzco como un Phibu pero más insípido todavía, si es que eso era siquiera concebible. No tengo idea de quién nos lo mandó, o cómo logró que lo aceptaran. No hay mucho que un psicólogo recién recibido pueda hacer en lo que respecta a los blank.

Observé la información que relucía sobre la puerta, que el toque de la lengua del Phibu había activado. Saqué el frasquito del bolsillo y tragué un comprimido.

—Es un Blank modelo 300, bastante usado, además. ¿Qué tiene de peculiar y urgente?

El Phibu expulsó la última bocanada de humo por la branquia izquierda. Los ojillos de su frente y los de su mentón se abrieron al unísono en una mueca intrigante.

—Vea por usted mismo, Dysmund —dijo con toda la pomposidad que cabía esperar de él, y volvió a tocar la puerta con su lengua, equivalente a una huella. El historial médico del Blank se desplazó al recuadro superior izquierdo y el resto de la superficie se volvió traslúcida. En el rincón más distante del cuartucho tapizado de musgo, ovillado y temblando a pesar de la frazada que le habían puesto sobre los hombros, estaba el Blank 325.

—Parece un modelo mucho más nuevo —dije, azorado.

—Peculiar —confirmó el Phibu.

—¿Puedo? —me había olvidado por completo de la taza de café que necesitaba para terminar de despabilarme y de mi última discusión con Maya.

—Es suyo. A menos que quiera que llame a Castor —emitió una salva de ronquidos y parpadeó con sus ojillos superiores mientras su lengua destrababa el ingreso a la habitación.

No le respondí. Dejé el saco amarillo en el perchero, me acomodé la cantimplora al hombro. Entré.

Cuando la puerta se cerró y quedé solo con el 325, lo primero que sentí fue la humedad fangosa del cuarto en su abrazo incorpóreo pero asfixiante, una especie de ritual de bienvenida. Lo segundo, ese olor tan típico de los blank al que, después de cinco años en la profesión, todavía no me habituaba. Era un hedor a algo muy bello que está a punto de marchitarse. El tiempo tiene que oler así, pienso; cada instante que se desvanece debe despedir un aroma un poco más allá de lo dulce.

—Soy Borges Dysmund —recité por protocolo. Sabía que no entendía ni una palabra.

Me puse de cuclillas con toda la prudencia que pude. Apoyé la cantimplora en el piso y la deslicé hacia su rincón. El Blank dio un respingo. Algo se modificó en su rostro, algo casi imperceptible, como una ola muy sutil en su piel traslúcida, que distendió sus arterias. Olfateó, torciendo la cabeza un poco hacia arriba y agrandando las cavernosidades leves a ambos lados del tabique lechoso. Observó la cantimplora sin moverse.

—No te voy a hacer daño, solamente necesito saber qué te pasa —eso no era parte de ningún protocolo. Lo dije porque algo en él me dio pena.

Permanecimos un rato en puntas opuestas de la habitación. Él, envuelto en su manta. Yo, sentado contra la pared musgosa, con las piernas estiradas, muy juntas, las palmas hacia arriba.

Cuando salí, el Phibu me atajó.

—¿Para cuándo va a tener el informe, Dysmund? —había atestiguado mi primer encuentro con 325 a través de la puerta transparente, así que eso era lo único que podía preguntar que tuviera el menor sentido. Yo percibí su ansiedad, me resultó irritante.

—¿Quiere un informe? El Blank 325 no se movió en tres horas —chequeé mi reloj—. Sí, tres horas. Ni siquiera aceptó beber. Estaba aterrado. Lloró desconsoladamente. El profesional a cargo no sabe qué demonios le sucede. Firma, Borges Dysmund, Doctor en Fitología. Legajo…

—No se pase, Dysmund.

No podía resoplar, ni bufar, ni nada parecido porque el Phibu se lo tomaría como una burla, de modo que me quedé callado. Recogí mi saco del perchero y revolví en los bolsillos. No encontré las laminillas autosecantes que siempre llevo para paliar el sudor cuando trato con blanks, las había olvidado. Culpa de mi discusión con Maya, por supuesto. La puta madre.

—¿Qué piensa hacer?

—Nunca vi uno así —reconocí, mientras me secaba la frente con el borde de la camisa—. Jamás vi que ninguno llorara. Voy a tener que investigar en la literatura. Tal vez tenga que consultar al Laboratorio. ¿Cree que sería posible?

—Como última medida —dijo el Phibu, muy serio.

 

 

No sé por qué, mientras iba hacia la Biblioteca recordé la cara aguachenta de Castor, las paletas que se montaban sobre su labio inferior, su cabello pinchudo. Pero la deseché, por inconducente y horrenda.

Llegué a mi celdilla del Departamento de Bienestar Blank, la última del ala septentrional. Encendí la vitrauxnela y seleccioné el motivo de serranías que mejor ayudaba a mi concentración. Extrañaba la provincia en la que había pasado toda mi infancia, tan lejos, en la tierra, tanto más lejos en el tiempo. Mientras los colores comenzaban a irradiar y las formas de los cerros adquirían un realismo aceptable, la brisa de los receptores en los rincones empezó a diseminar un delicioso olorcito a lavanda y peperina y me recordé descalzo, trepando árboles para ver el cielo estrellado. Desde chico soñé con aventurarme a la galaxia; escalé ramajes y riscos, caminé senderos de montaña en plena noche tratando de alcanzar las constelaciones; pero fue hundirme en los libros lo que, a fin de cuentas, me permitió acariciar el espacio exterior.

Me preparé un café. Sin pensar demasiado en que tal vez me arrepentiría de la dosis extra de estimulantes, metí no una sino dos balitas en la vieja máquina, esa que me obsequié el día que me notificaron que me esperaban en el Armstrong 12. Nunca imaginé que iban a aceptar mi solicitud, la presenté de puro obcecado. Todos decían que la condición cardíaca que me acompaña desde la pubertad pronosticaba un rechazo seguro.

Odiaba el escritorio de acrílico y el sillón, duro como una planchuela de clavos a pesar de su estructura ergonómica, porque quebraban un poco la ilusión. Aunque la capa holográfica que emanaba de la vitrauxnela camuflaba bastante bien las formas macizas, mi mente demasiado racional se empeñaba, casi sin mi consentimiento, en detectar los contornos del mobiliario. Si por mí fuera, dejaría la celdilla por completo despojada, varias veces había jugado con esa idea. Me senté en el piso. De un lado puse la taza de café. Al otro, el exprimido de ginko y jengibre, intragable y de efectos pobrísimos a pesar de las elogiosas palabras del farmacéutico que me lo había vendido.

Desperdigué las bolitas de información lumínica que había traído de la Biblioteca. Entre los tomos dedicados a la naturaleza y fisiología de los blank y algunos ensayos filosóficos estaba el footage de mi fallida entrevista con 325. Empecé por eso. Más que la rara lozanía de su cuerpo muy usado o su temor, algo en la forma en que el Blank lloraba me seguía fascinando.

Regresé a verlo esa misma tarde. Tenía muchas preguntas, alguna que otra hipótesis, llevaba una cantimplora con el néctar nutritivo, tibio y frutado que a los blank tanto les agradaba; lo había preparado yo mismo siguiendo las instrucciones en una de las enciclopedias.

En el corredor, además del Phibu, esperaba Castor.

—¿Es cierto que 325 puede manifestar angustia y, por lo tanto, sentirla? —el infeliz me salió al encuentro como un perro. Ni siquiera la excitación que lo hacía temblar entero parecía moderar sus tecnicismos de académico imberbe.

—¿Angustia? —reí.

El Phibu que protegía la puerta con una actitud más laxa de lo habitual, parpadeó con sus ojillos superiores mientras me observaba atentamente con los de su mentón. Los phibu tienen la expresividad de una toalla bien estirada, de allí que sean imbatibles en las partidas de póker. No sé a razón de qué se me ocurrió, quizá por el aleteo pícaro de sus branquias o la tensión en sus hombros romos, que había hecho una apuesta con alguien.

—325 es mío y todo lo que le atañe es confidencial —gruñí—. Los dos deberían saberlo. Déjenme en paz.

—Zlug me convocó pensando que quizá podría ayudar.

—¿Quién?

Castor hizo un gesto en dirección al Phibu, que ya no parpadeaba.

—No me interesa —colgué el saco del perchero y me planté frente a la puerta.

—Por favor, Borges —pidió el psicólogo. Apoyó una mano sobre mi hombro con cierta pesadez, como hacen los amigos cuando se despiden.

—No me gusta que me toquen, Castor. Ocupá tu lugar.

Creo que las palabras no habrían sido necesarias, la rigidez de mi mandíbula era tan contundente como mis puños cerrados. Castor retrocedió. Pero habló firme:

—Me llamo Oliver Anlac.

—Decíselo a tus dientes, nene.

Y con ese remate glorioso, me introduje en el cuarto.

 

 

Maya dejó tantos mensajes que cuando volví de mi segunda entrevista con Blank 325 mi celdilla estaba iluminada sólo por el fulgor del escritorio. Un resplandor demasiado rojo para mi gusto. No me molesté en responderle, ya había aprendido que replicar o, peor, emprender un contrataque no me llevaba a nada interesante, aunque sí los observé por encima, mientras los iba eliminando. El último decía «ya no sé qué hacer». Bueno, yo tampoco. Ni con ella, ni con 325.

El último mensaje no era de Maya, sino de Uhren, responsable de la mitad humana del Joint Venture en el Armstrong 12. A ése no me quedó más remedio que devolverle el llamado.

—No entiendo ni jota de su informe, Dysmund. Lo único que sé es que ese blank está reservado para mañana mismo por un senador. Deje de hacerse la estrellita y arréglelo de una buena vez, o lo que sea, no sé. Cúrelo. Lo que sea.

—Señor, Blank 325 muestra conductas no tipificadas en la literatura.

—Ya me hace acordar a Castor con esas palabras.

Bufé pero me mantuve tranquilo.

—Sería muy riesgoso que, en estas circunstancias, el senador, o cualquier cliente, concientizara a este Blank. No sé todavía qué está causando sus reacciones poco convencionales. Además, el desgaste de su organismo no se condice con la frecuencia con que se lo ha colonizado. Tiene la apariencia de un modelo mucho más nuevo.

Uhren meditó mientras mordisqueaba una barra de caramelo amarillo y rojo, cómo le gustaban los dulces. Tenía unos años más que yo, cinco o seis, pero aparentaba muchos menos. Sólo las tres rayas agrisadas de su cabellera, extraordinariamente simétricas, delataban su edad, porque su rostro era juvenil y su cuerpo, firme; hasta conservaba todos sus dientes originales a pesar de esa afición por el azúcar procesada. Y para ser un burócrata, tenía ojos muy chispeantes.

—No sé, Dysmund —protestó, al final—. Los clientes no se toman a bien que se les cambie de blank cuando piden uno en particular.

—Entiendo, Señor. Y no se lo sugeriría a menos que fuera una situación de riesgo.

Uhren desvistió una segunda barra de caramelo usando sólo los colmillos.

—Riesgo —repitió.

—325 parece tener un nivel de conciencia más desarrollado que la media de los blank. Eso indica el hecho de que es capaz de sentir y expresar alguna clase de tristeza. Imagine qué podría suceder si la conciencia del senador se introduce en el cuerpo del Blank, si comparten ese mismo espacio —Uhren me miró con determinación, listo para escuchar todo lo que tuviera que decirle sin importar lo terrible que fuera, como quien espera el pinchazo de una aguja enorme o una cucharada de jarabe. Continué —una lucha de conciencias, tal vez. O algo peor.

—¿Usted sugiere que le diga esto mismo?

Ponderé su pregunta durante un momento.

—Este mismo concepto, sí. Pero evítese la confrontación —sonreí—: mande a Castor a lidiar con el cliente. Para eso se formó, ¿cierto?

Uhren se quedó perplejo. Luego, lanzó una carcajada.

—Me gusta cómo piensa, Dysmund.

 

 

El circuito cerrado tenía una nitidez extraordinaria que, sin embargo, no le hacía ninguna justicia a los colores y las texturas de la habitación del 325. Los cuartos donde se aloja a los blank en sus períodos de reposo o cuando están al borde de la compostización son bastante impresionantes. Están revestidos por una superficie musgosa verde metalizada, sólo parcialmente orgánica y con una vaga conciencia, según afirman sus creadores, los phibu. El musgo no sólo responde inequívocamente, a veces, incluso, con vehemencia, a los estímulos; también puede pedir más concentración de gases, ajustes en la humedad o la temperatura. En ocasiones, es capaz de volverse sumamente persuasivo. A los botánicos del Armstrong 12 lo primero que se nos enseña es a leer los estados de ánimo y las necesidades de esa flora mestiza, porque el musgo se parece mucho a los blank quienes, en teoría, exhiben una conciencia igual de nubosa, sólo dedicada a las actividades básicas de preservación del organismo, una conciencia que yo imaginé siempre como un tenue cortinado de fondo.

A pesar del olor repulsivo y del calor tremendo, había algo tranquilizador en esos cuartos vegetales. Aunque respirara por la boca, agitado, y mi camisa terminara hecha sopa, llegaba un momento en que nada me importunaba tanto como para pensar en retirarme y luego, simplemente quería permanecer allí cuanto me fuera posible. A los blank les sucede algo similar: entran en una especie de comunión con el ser de esas habitaciones y parecen sentirse reconfortados. No solamente hay evidencias contundentes acerca de que su recuperación es más veloz y total en ese contexto, y que la compostización arroja mejores resultados en cuanto a órganos y partes reutilizables. Es la interpretación de las variaciones de la díada que se establece entre flora y Blank lo que permite conocer en qué condiciones se encuentran los individuos como 325 y, así, operar sobre ellos. En ocasiones, para remendar a los huéspedes sólo basta intervenir sobre el musgo que los contiene como un abrazo uterino.

—Soy Borges. Borges —repetí a mi imagen.

Mientras veía el footage de la entrevista con el Blank una vez más, fui tomando notas a mano: «hablar con voz más armoniosa, 325 torció el cuello y se inclinó apenitas cuando, más por aburrimiento que por estrategia, me puse a tararear.», escribí. Abajo, agregué: «A Day in the Life of a Fool, le gustó esa canción». Taché «gustó», juicio de valor carente de sustento científico. Lo reemplacé por: «respondió positivamente». Perfecto.

Detuve la proyección porque me pareció escuchar el chirrido de la cama. Presté atención mientras lavaba una de mis píldoras para la arritmia con el chocolate con nuez moscada y canela, demasiado empalagoso, ya frío. Falsa alarma. Maya seguía durmiendo.

Retomé la filmación en el punto exacto en que la piel transparente de 325 oscilaba por efecto de los músculos de su boca, tensados en respuesta a mis palabras, muy agresivas para su oído. El primer Blank que traté en mi carrera, no bien llegué al Armstrong 12, me había impresionado tanto que tuve que salir corriendo del cuarto. Ni al baño llegué, vomité en el pasillo. Creo que lancé cada bocado que había ingerido en los últimos cinco días. El Phibu que cuidaba la habitación rio con todos los ojillos, las branquias y hasta hizo algo parecido a aplaudir. Después me explicó que era común sentirse asqueado. Ver la fisiología de un ser en todo el esplendor de su funcionamiento era difícil, llevaba tiempo acostumbrarse y no había cuarto musgoso que ayudara. Por eso, cuando un cliente acudía para concertar los detalles del proceso de concientización y elegir qué cuerpo lo serviría, al Blank de turno se lo cubría con gruesas ropas y se le pintaba las manos y el rostro con un polvillo blanco para ocultar venas, arterias, músculos. El resultado era fantasmagórico, tan irreal como el concepto mismo de blank. Pero eso ciertamente no disuadía a ningún cliente y, creo, tampoco habría logrado desalentarlos si tuvieran que ver las entrañas a cielo abierto.

325 apretó las piernas contra el pecho. Las yemas de sus dedos jugaron con las lágrimas que le caían sobre las rodillas, haciendo pequeños círculos hasta que su piel traslúcida las absorbía. Me miraba con atención. Supuse que repasar la escena desde un nuevo ángulo me daría otra perspectiva, pero hizo que volviera a formular exactamente la misma pregunta: ¿estaba tratando de decirme algo, o sólo observaba mis movimientos con recelo? Escribí esa pregunta, subrayé la palabra «recelo». Ningún blank, según mi experiencia, se había mostrado más que como una complacencia absoluta, una masa que espera que le impriman su forma definitiva. Ni hablar de los que estaban para pasar a retiro y compostización, con verrugas por todas partes, lastimaduras supurantes y deformaciones. A su modo tan beatífico, ésos siempre me habían dado la sensación de estar pidiendo un descanso.

—Llorar —le expliqué, señalando los gotones que seguían cayendo sobre sus rótulas. Él permanecía muy quieto. Observando, oliendo.

El historial de 325 establecía, sin especificaciones debido al blindaje de las cláusulas de confidencialidad, que era muy requerido entre la elite política, en especial, por hombres. Sólo una o dos mujeres lo habían concientizado desde su puesta en circulación. Aquello era muy atípico porque, desde su irrupción en el mercado, los blank habían sido objetos de altísima demanda entre las mujeres.

—¿Duele? —mi imagen puso cara de sufrimiento. Él parpadeó. Noté el movimiento sólo por la contracción de sus músculos, porque sus pupilas negrísimas, a pesar del aleteo de su piel transparente, jamás desaparecieron—. ¿Triste?

Anoté en mi libretita: «dolor es un concepto ambiguo, muy general. Consultar al Phibu. Sería mejor concretar una entrevista con algún responsable del Laboratorio». Porque, ¿qué es el sufrimiento para un ser con una conciencia como la de un blank, delgada como una laminilla? ¿Qué es dolor para una planta, por ejemplo? Y, más, ¿qué clase de dolor puede sentir un ser que tiene capacidad para asumir formas variadas, adaptándose según la necesidad de la mente que lo coloniza?

¿Debería consultar, también, al infeliz de Castor? Eso no lo anoté, por supuesto, y habría preferido no pensarlo. Pero sabía muy bien, no por formación, sino por experiencia, que los remolinos mentales son difíciles de contener. Mejor dejarlos pasar, que se disolvieran sin dejar rastro.

—Podríamos retomar donde dejamos anoche —la voz sugerente de Maya me llegó desde el otro lado de las imágenes del footage, que en ese momento mostraban cómo Blank 325 se tocaba su propia cara mientras trataba de imitar mis tontas expresiones de sufrimiento.

Ella estaba en el umbral del living, desnuda. El contraluz le acentuaba las sinuosidades a la vez que velaba la dura expresión de su rostro. Apretaba ese tremendo pomo gris con una mano. No quise ni ver qué tenía o qué estaba haciendo con los dedos libres.

—Necesito trabajar. Es un caso urgente —tartamudeé, mientras rogaba para mis adentros. No, otra vez no. Otra vez el mismo suplicio, no.

 

 

—Este hijo de puta Blank 325 nos acaba de costar una fortuna.

Así empezó la asamblea, ninguna formalidad y ningún rodeo, siquiera por cortesía o corrección política. La cabecera la compartían Alfa, director de la mitad Phibu del Joint Venture, con sus cuatro ojillos dispuestos de forma transversal justo debajo de dos pares de branquias, y Uhren. A la derecha estaba el CIO, un tipo de talante constipado del que nunca me interesó recordar el nombre, y el Director de Legales. Casi en la otra punta de la mesa, como preparados para defender una tesis, estábamos yo, Castor y Zlug, o como mierda se llamara el Phibu guardián, barra enfermero de 325.

—El senador que lo había reservado pidió un resarcimiento, como era de esperar. Tuvimos que ser muy generosos: tres procesos de concientización sin ningún cargo. Pero, en fin. Eso ya está hecho.

Fue un error haberme traído la infusión de rooibos; aparté la taza lo más que pude del suspicaz escrutinio de Castor, porque probablemente sabría conectar aquel remedio natural con los vergonzantes efectos de la medicación que me habían prescripto de por vida para mi condición cardíaca. Tapé la taza con la mano para amortiguar el aroma a jengibre, disonante con esa luz tan cremosa que daba la sensación de que la sala, con nosotros dentro, zozobraba en una burbuja de nata. No había ni un vaso de agua y ni siquiera Uhren mordisqueaba los caramelos que había desparramado sobre la mesa como una tirada de dados. No era momento de concitar la atención de Castor, ni de ningún otro. La cosa era muy seria. Y no es que no me diera cuenta de que mi carrera corría cierto riesgo, pero cada vez que inhalaba recordaba al 325, y al exhalar, a Maya.

—Esto no puede suceder de nuevo. Así que quiero que saquen de circulación a ese puto Blank y se pongan a trabajar para saber qué cuernos le pasa. ¿Está claro? Denlo vuelta como una media si es necesario.

Carajo. Nunca debí proponerle a Maya que viniera al Armstrong. Era una mujer demasiado temperamental, intensa. Estar en un lugar como este tenía que parecerle un instante entre el masoquismo y la claustrofobia, una excentricidad. Eso lo supe el día que la conocí, cuando mi mente la describió usando la palabra «pantera». Tal vez ella también estaría reprochándose la insensatez de haberse embarcado conmigo. Algo en mí se entusiasmó con la fantasía de que, al fin, dejara de intentar. Se cansara. Abdicara de nosotros.

—¿Existe alguna precisión? —solicitó el Phibu Alfa, muy tranquilo, y aunque no se lo dijo a nadie en particular, todos se dieron vuelta para mirarme, como en una tácita puesta en común en la búsqueda de un culpable. Quien inauguró el señalamiento, cómo no, fue Castor. La inquina que sentíamos el uno por el otro no sólo era recíproca, era casi orgánica; le poníamos palabras que servían sólo de adorno porque la verdad estaba en las vísceras. Él diría que nuestro odio era de origen «transferencial», le encantaba vanagloriarse en esa clase de nomenclaturas. A mí sólo se me ocurría una forma de zanjarlo.

—Precisiones no tengo todavía, para ser totalmente honesto. Algunas hipótesis, aunque incipientes —respondí—. Necesito más tiempo.

—Tiempo es lo único que no tiene, Dysmund —dijo Uhren—. Ni se moleste en pedirlo. Haga lo que tenga que hacer. Y rápido.

—Entonces, ¿puedo pedir una entrevista con el Director del Laboratorio? —no me iba a dejar amedrentar por burócratas—. ¿Y una desclasificación del historial de concientizaciones?

Uhren amagó decir algo, pero permaneció callado. Dio vueltas un caramelo, deslizándolo por la mesa con la punta del dedo según estrictas formas geométricas, mientras sus ojos sondeaban los de Alfa, aunque sin saber si enfocarse en los del centro, o los periféricos. La imagen de Uhren mirando de un lado al otro la cara del Phibu, como en una vieja partida de tenis, fue de lo más patético que atestigüé en mucho tiempo. Fue una minúscula victoria personal. Tuve muchas ganas de reírme, pero ni siquiera parpadeé.

 

 

Antes de mi reunión con el Director del Laboratorio, visité a 325 por tercera vez. Lo encontré tendido boca abajo, frotándose contra el musgo del piso en lo que me pareció un extraño encuentro onanista. Cuando me vio, se puso en alerta, aunque sólo un instante. Los músculos de sus comisuras tironearon y los repulgues traslúcidos que eran sus labios esbozaron una sonrisa. Sus dedos se tocaron la boca, luego me señalaron y volvieron a tocarse.

—Querés que cante —me fascinaba esta criatura.

Mientras hacía mi mejor esfuerzo por entonar «a day in the life of a fool, a sad and a long, lonely day. I walk the avenue and hope I’ll run into the welcome sight of you coming my way«, recordé la única colonización que vi en toda mi carrera, a instancias de mi mentor, el día que se cumplían mis primeros seis meses en el Armstrong.

Era un modelo 200, relativamente poco usado. Yo no sabía nada del cliente, si era hombre o mujer, sólo vi al Blank, su cuerpo albuginoso inyectado por cables de silicio en varios puntos de la cabeza y el timo, sereno como una hoja sobre un estanque. Estábamos en una habitación como esta; el cablerío, como un aterrador cordón umbilical, se adhería al gran seno vegetal de las paredes, abombado de turgencia. Del otro lado, en un cuarto gemelo, debía estar el cliente; su carcasa vacante pasaría horas planeando un coma controlado, sin secuelas.

Tras la sacudida instantánea de la concientización, que le arrancó apenas un quejido, la piel incolora del Blank fue adquiriendo un matiz perlado hasta llegar a una tonalidad casi bruñida, los ojos se inflaron y se ahusaron, sus iris relucieron de verde. Un largo y ondulante cabello cobrizo se derramó sobre sus hombros y su contorno informe se aguzó en la cintura. En una pubertad aceleradísima le crecieron dos pechos de suculentos pezones. Y un pene.

Si no hubiera conocido a mi mentor, un viejo demasiado cansado incluso para jugar malas pasadas, habría pensado que me estaba cargando. Pero entendí que lo que quería era desafiarme intelectual, profesionalmente, mostrándome el deseo grotesco, quizá depravado, de un cliente cualquiera. De alguna forma retorcida, era su última prueba antes de aceptarme por completo en el Departamento.

I stop just across from your door, but you’re never home anymore… —seguí cantando.

325 movía los labios, imitando los míos. Las yemas de sus dedos se asomaban al interior de su boca para sentir el airecillo tibio que emanaba de su interior. Sus pupilas estaban distendidas y su corazón latía a un ritmo acompasado con el musgo a su alrededor, que ondeaba.

No supe mucho más acerca de aquel Blank modelo 200. Las concientizaciones no suelen durar más de 48 hs y los poquísimos que pueden pagarlas se compran también el derecho a un secreto inquebrantable. En el Armstrong se cuentan todo tipo de leyendas, por supuesto: hay quienes sacian su necesidad de dolor siendo inquilinos de un cuerpo sustituto al que se puede aporrear sin consecuencias, otros experimentan las sensaciones del sexo opuesto, de otra raza u otra especie. Muchos prueban sustancias o incurren en actividades ilícitas. Algunos lo hacen con fines más pedestres, como presentarse a una reunión de ex compañeros con glúteos y bíceps tonificados sin necesidad de forzarse siquiera a una dieta. Dicen que hay quienes han logrado que al Blank de turno le crecieran dos penes, o dos vaginas. También se dice que un cliente desarrolló un par de alas, aunque creo que esto no sería físicamente posible, siquiera para un Blank modelo 500. Lo de los penes y las vaginas, por muy provocador que resulte, tampoco me parece realizable.

So back to my room, and there in the gloom I cry tears of goodbye.

Inmerso en mis propias consideraciones, no me di cuenta de que 325 se había tendido de lado, en posición fetal. Su rostro acariciaba la vegetación de un modo menos desesperado, menos excitado que antes, y parecía que el musgo lo acunaba, y que se susurraban el uno al otro. Era imposible saberlo a ciencia cierta, pero me pareció que Blank se estaba quedando dormido.

Me pregunté qué deseos habría satisfecho y sufrido su cuerpo servicial, si el de algún torturador, quizás el abrazo de un amante o muchos, la infamia de un reencuentro. Tomé nota en mi libretita: ¿cómo impactarían estas experiencias en una conciencia delicada como la seda, incapaz de elaborar nada más que el silencioso idioma del musgo? Entendí mejor por qué el desgaste de los blank era tan horrible: las purulencias, los procesos tumorales, las deformaciones óseas estaban ahí como un mapa de sus experiencias calladas, de esa confidencia material de los pecados de otro. Entendí por qué tantos parecían deslizarse hacia la compostización con la misma suavidad con que un pétalo navega la brisa, dichosos ante la perspectiva de una larga y merecida siesta. Me seguía sin gustar un carajo, pero empezaba a comprender por qué habían incorporado a Castor en el Departamento.

Y por primera vez en mi carrera me dije: por qué no.

 

 

De camino al Laboratorio atravesé el pequeño nodo comercial del Armstrong. Esta vez pasé por delante del dispensario, con su fachada de neón y sus ilustraciones de blisters, preparados homeopáticos y jeringas, superpuestos en un aquelarre kitsch. El farmacéutico calvo y con lentes emergió de detrás del mostrador con una bolsa con raíces, hierbas, ungüentos: mi pedido de la semana. Pero no me detuve. Fui al negocio de al lado y compré cigarrillos.

Mientras esperaba en la antesala de aquel sector que pisaba por primera vez en mi carrera, investigué el paquete rojo y blanco, brilloso al tacto. Cuando lo abrí, el aroma terroso y ahumado del tabaco me sopló en la cara y me cautivó como lo había hecho la conducta del 325. Me tranquilicé a mí mismo recordándome que la objetividad, la neutralidad científica, no existía. Era, como tantas otras cosas en este mundo, una especie de autoengaño.

—He aceptado de buen grado su visita porque tengo muy buenas referencias suyas, Doctor Dysmund. Su mentor fue un gran hombre y un invalorable colaborador, un investigador muy lúcido —con ese saludo protocolar, sin estrecharme la mano, el Director del Laboratorio me invitó a acompañarlo.

No se trataba, estrictamente, de una oficina; al menos, no según los estándares humanos, sino que era un espacio parecido a las habitaciones de reposo de los blank. El musgo que lo componía, verde rosado, se movía plácida pero entrecortadamente: de a ratos dejaba entrever el vacío interestelar, como si parpadeara. De su textura radiaba una luz acogedora que emitía un sonido continuo, mezcla de arroyo y viento. La temperatura era veraniega, seca.

—Le agradezco su tiempo y su buena disposición —dije, mirando discretamente a mi alrededor, porque no había dónde sentarse.

—Este asunto es muy severo, el Consejo hizo bien en derivármelo. Entenderá, sin embargo, que se le haya denegado la desclasificación del historial de concientizaciones de Blank 325. Pero puedo darle algunas generalidades, si lo necesita.

Era un Phibu más imponente que el Alfa, sobre él recaía la planificación del desarrollo futuro del Joint Venture. Tenía un par de ojos encima del otro, tan cercanos que mirarlos resultaba nauseoso. La mitad del rostro sumergido en una recia mancha amarilla y una nariz aplastada, de narinas oblicuas. Sus branquias debían estar ocultas bajo el cuello del guardapolvo. Exhibía una serenidad monacal contrastante con su anatomía rubicunda. No tenía el porte de un gladiador, tampoco de un científico, sino de alguien con la iluminación al alcance de la mano que, tras considerarlo, ha decidido posponer su acceso al Nirvana por tiempo indefinido.

—Tome asiento, por favor —invitó, tendiendo sus largos dedos moteados. No supo leer la expresión confundida de mi rostro pero notó que no me movía de mi sitio. Explicó: —el musgo responderá. Siempre responde a las necesidades de sus huéspedes.

Y así fue. Hice el gesto de sentarme pero con prudencia, porque a pesar de sus palabras temía caer de trasero y hacer el ridículo. Pero la superficie inferior del cuarto me salió al encuentro, tanteando levemente mis asentaderas hasta armar un cojín y, luego, ciñéndose alrededor mi espalda en un agarre suave y pleno. Jamás me había sentido tan cómodo. Dejé escapar un suspiro.

El Phibu parpadeó con sus cuatro ojos, satisfecho.

—¿Ha visto el footage de mis entrevistas con 325?

—Un material tan interesante como perturbador —se sentó frente a mí, en una hamaca cóncava que el musgo extendió como baba verde rosada, desde el techo—. Años después de que se estableciera la misión y visión del Joint Venture, cuando los primeros blank, los modelos 0, estaban en plena producción, surgió una controversia. Los phibu consideramos que no había razón para dotar a los blank siquiera de una conciencia rudimentaria. En cambio los humanos, algunos de ellos por cuestiones religiosas que nunca entendí del todo, insistieron. No fue una mala decisión, debo reconocer. Aunque muchos de los míos me reprochan esta opinión, considero que el hecho de portar una conciencia hace que los cuerpos de los blank se recuperen mejor después de cada proceso de colonización y que demoren más en deteriorarse.

—¿Como una tendencia hacia la salud?

El Phibu se meció en su hamaca de musgo, sus dedos reposaban, entrelazados, sobre su falda.

—Algo así. Sin embargo, ese mismo beneficio está probando ser un obstáculo de proporciones catastróficas —y tras una pausa, agregó—: me agrada su acento. Tiene como una melodía.

Asentí para mostrarle que me honraba su comentario. Mi procedencia serrana, en efecto, le imprimía a mis palabras una cierta tonalidad y los phibu, que hablaban de forma monocorde, hallaban las inflexiones de mi voz muy interesantes. Jamás perdían oportunidad de decírmelo y a mí ya no me incomodaba que lo hicieran. Me daba, por qué no, un cierto orgullo, también nostalgia de mi provincia.

—¿Cree que las manifestaciones de 325 responden a una conciencia más robusta que lo normal? Y si es así, ¿cómo es posible? ¿Es un error? ¿Una mutación?

El Phibu interrumpió de golpe el movimiento de su hamaca. Cerró sus ojos inferiores para mirarme fijamente con los de arriba.

—¿Qué cree usted, Borges?

—No sé bien qué creo, todavía. Y tampoco sé si la palabra adecuada es «creer».

—Bien. Yo me permitiría dudar de que el problema radica en la conciencia.

—¿Tiene evidencias que respalden lo que sugiere?

—Las que tengo carecen de poder explicativo, me temo.

Saqué el frasquito de píldoras del bolsillo de mi saco. El Phibu me observó tragar un comprimido. Su falta de expresividad facial me reconfortó tanto como el bondadoso calor, el cojín vegetal y el respaldo. Pero no me pasó por alto la oscilación rosada del musgo. Se me ocurrió que el cuarto sonreía para sí mismo.

—¿Puede decirme, al menos, si alguno de los clientes dio detalles relevantes?

—Puedo decirle que los clientes no han expresado otra cosa que total deleite. Aseguran que es el mejor cuerpo que han habitado.

 

 

Sobre mi escritorio no solamente esperaba el atasco de mensajes de Maya, su tono soez más descorazonador que su contenido. Lo que no supuse fue que, además de las descalificaciones de rigor, que la convivencia había terminado asentando en un inescapable script, en esta oportunidad, la superficie electrónica de la mesa estaba revestida con fotografías.

Las imágenes mostraban diversos ángulos de nuestra cama. Sobre el cobertor con motivos de animal print, un vibrador carnoso, demasiado real para mi gusto. Enorme, nervudo, negro. A su lado, un strap-on dildo, más ancho y corto que el otro, y el pomo gris, ese menjunje de hierbas y raíces de uso externo, que jamás había surtido el menor efecto. Una nota escrita por el puño y letra de Maya amenazaba: Esta noche.

Me deshice de todos los mensajes, de cada una de las terribles fotos que me ponían la piel de gallina. Conocía esos adminículos tanto mejor que a ella, aunque no sé todavía a cuál y a quién odiaba más, a cuál deseaba y a cuál temía.

Puse el cielorraso en modo traslúcido y me tendí de espaldas en el centro de la celdilla para admirar el espacio colosal directo a la cara, con todas sus galaxias titilando al unísono, y para dejarme sostener por su inmensidad oceánica. El Armstrong giraba lentamente, podía sentirlo en el latido irregular de mi pecho.

Encendí un cigarrillo.

 

 

Lo vi venir. Pero se arrepintió a mitad del movimiento, justo antes de aferrar la manga de mi saco, milímetros antes. Luego vi cómo replegaba los brazos. Los adhirió contra el costado de su cuerpo, como una momia, y suplicó:

—Por favor, Doctor Dysmund, necesito que me escuche.

Le arrojé una exhalación de humo, deseando que con eso bastara, y aceleré el paso pero Castor me siguió, ágil, a pesar de los kilos que se había echado desde su arribo al Armstrong.

—Este caso es complejo, ¿por qué no me deja colaborar? ¿Observar desde afuera? Como un observador neutral, más distante —apenas distinguía su bla bla entre mis pensamientos—. Las técnicas que usan los sistémicos para casos como este incluyen un segundo terapeuta y son muy efectivas.

—No me interesa tu seudociencia, Castor.

—Oliver —corrigió—. Doctor Dysmund, temo que esté perdiendo la distancia óptima, temo que se esté involucrando demasiado —continuó tras una pausa, con una chorrera que, de seguro, había ensayado frente al espejo—. En su biografía debe haber motivos para que eso ocurra.

Y ahí sí me paré en seco.

—Mantené tu distancia, si no querés que te baje todos los dientes —a pesar de la crudeza, no estoy seguro de que hayan sido mis palabras las que lo disuadieron. Tal vez fueron mis puños alzados, que prometían un jab seguido de un gancho, o mi cara, que ardía de furia.

Él sostuvo la mirada sólo un instante y juro que no sé qué intentaba decirme, si me increpaba, si era pura socarronería o consternación; su rostro tenía la impasibilidad de un phibu. De todos modos, me importaba un bledo. Ya estaba decidido.

Al final del corredor, Zlug me recibió con los ojillos abiertos, alarmado por mi encontronazo con Castor. Sólo pareció calmarse cuando le ofrecí el paquete blanco y rojo.

—No sabía que fumaba, Dysmund.

—Culpa de nuestro bien amado Blank.

Distendió las branquias en un gesto de duda y apetencia. Pero cuando estiró los dedos hacia el único de los cigarrillos de la hilera que estaba dado vuelta, retiré el paquete.

—Cualquiera de los otros —indiqué—. Siempre hay que tener un cigarro de la suerte y ése es el mío.

Parpadeó con sus ojillos superiores, me pareció que procesaba ese comentario con intenciones de replicarlo cuando los otros quisieran que les convidase, entre partida y partida de póker insomne. Se inclinó para que encendiera su cigarrillo con la incandescencia del mío, en un gesto de superioridad tonta pero inconfundible, y pitó dos, tres veces por su diminuta boca. Luego colgó el cigarrillo entre las orillas de su branquia derecha.

Pensé en Maya mientras el Phibu destrababa el ingreso al cuarto. Y cuando se cerró la puerta a mis espaldas, decreté que del lado de afuera, en el corredor, dejaba el recuerdo y la amargura de su último mensaje: «no me vas a coger, ¿no? Impotente de mierda, pito blando. Impotente.»

 

 

Tardo en descubrirlo, el instante de incertidumbre es inmenso, miro hacia abajo y hacia arriba mientras siento el retumbo de mis oídos, enorme, rítmico con mi corazón imperfecto. A ras del techo, con la frazada que lo envolvía la primera vez, el musgo le tejió un capullo al Blank. Dentro, 325 está sumido en el mecimiento de esa cuna y puedo admirar sus sueños, una sucesión de gotones sutiles que se plasma en las paredes vegetales con cada una de sus exhalaciones. Suelto una risa de alivio y el musgo se alegra conmigo. Él siente mi presencia, se libera de inmediato de la crisálida. Da un salto y se acerca corriendo. Sus dedos tamborilean sobre mis labios como en un código.

—Está bien, está bien.

Lanza un gemidito de gozo, se frota contra mi cuerpo igual que lo hizo la última vez contra el piso. Percibo el funcionamiento de cada recóndito mecanismo de su anatomía a través de mi camisa, es algo horrendo, inquietante. Me distancio, lo tomo de los brazos lo más amablemente que puedo. Su piel tiene una textura lisa, entre el hule y la seda.

Canto a su oído mientras lo siento en el rincón.

—Quieto, ¿sí? Tranquilo —le beso la frente para sellar nuestro secreto.

Me repliego en la punta opuesta del cuarto porque su aroma a jazmines pasados me abruma. Apoyo la espalda contra la pared, pongo las piernas bien juntas, las palmas hacia arriba. Al otro lado de la puerta, Zlug, el phibu guardián ya debe estar profundamente dormido. Inyecté todos los cigarrillos, menos uno, el de la buena suerte, con una dosis mínima de compuesto organofosforado. Cuando Zlug despierte ya habrá terminado todo y ninguno de los dos tendremos el menor problema.

Inspiro, convoco las palabras del Director del Laboratorio: el musgo responde a las necesidades de su huésped. Entonces, la vegetación reverbera por todo el cuarto, mullida y fértil, como en una germinación mágica se extiende hasta barrar el ingreso. El perímetro se ha vuelto inexpugnable. Castor tampoco va a ser una molestia.

—Borges Dysmund a Blank 325, transferencia desde las 04:33 am a n, tiempo universal. Por favor —solicito con los ojos cerrados, imprimiendo en mi memoria la imagen que quiero: no me importa conservar mi rostro pecoso, la barba entrecana y los rizos caóticos, volcados al costado. Quiero un corazón intacto, pero lo que más necesito es un pito funcional y, ya que estamos, también más grueso.

Una de las paredes se hincha, repleta de una savia fragante, y los cordeles de silicio emergen del musgo como apéndices. Las valvas en sus extremos se adhieren a mis temporales, al frontal, occipital, al timo, con una caricia de estática que me eriza el pelo. Un segundo set de cordeles se tiende hacia el Blank 325 quien, espantado, intenta alejarlo manoteando desesperadamente. Pero los tentáculos lo amarran por los pies y lo inmovilizan. Serpentean y ascienden y lo conectan. Poco importa que llore con desconsuelo.

Prefiero no mirarlo, aunque siento cómo se tensan los cordones que nos unen. Me admiro de su resolución, atípica y fascinante. También pienso que es un preludio muy adecuado y me entusiasmo como cuando la idea se coló en mi cabeza. No debería, quizá, pero sonrío.

Son las 04:32:57. Cierro los ojos.

La desconcientización es como el plap del corcho de una botella; sonido puro, sin dolor.

Luego de un instante de vastedad cósmica, el cuerpo de 325, mi nueva anatomía, me recibe con renuencia líquida. Me sumerjo en un mar de chisporroteos. No puedo describir el placer que siento con las explicaciones de un científico, yermas, ceñidas como una escafandra. Pero resulta vivificante que lo único defectuoso en mí se reduzca al léxico.

Disimulada tras una cortina de gasa, aguarda la conciencia sufriente del Blank, su fragilidad pulsátil. Siento que sus bordes irradian hacia mí con un fulgor que sabe rancio. «Ya no más. Dolía. Muy feo. No quería. Sólo quería», no es de una coordenada identificable ni de una boca de la que sale eso que no pertenece a ningún idioma, esa garúa sombría que se deletrea en el fondo de mi espíritu. Y tampoco necesito detalles porque todo él se empieza a frotar conmigo, compartiéndose, mostrándome las secuencias insoportables de cada una de sus concientizaciones y cada uno de sus colonos: martirio, amor, abandono, anhelo. Igual se confiesa: «Quería descansar. La siesta eterna. No me iba a dejar. El musgo. A cambio de nada, no. Es la única manera.»

Me horrorizo.

«Triste. Melodioso, lo siento.»

Quiero ponerme de pie, ya no para inaugurar este ciclo fumándome el cigarrillo de la suerte y cogiéndome a la arpía de Maya sin ayuda de ningún adminículo. Para huir. Pero los cordeles del musgo me envuelven, me aprisionan, me amordazan. Con una vehemencia tierna me arrastran hacia el seno rebosante de la pared. Despojados de la apariencia de tentáculos, se han convertido en delgadas lenguas bífidas. La vegetación me succiona lentamente, me hunde en su esencia que huele a lavanda y peperina. Su absorción me corroe la carne y desintegra las coyunturas pero tiene un dejo a éxtasis que me impregna de un dorado intenso. Así es la compostización, entonces: una siesta de verano bajo el sol, en el pueblo de mi infancia.

La carcasa de lo que fui sigue tendida en la otra punta del cuarto. En trueque por mi conciencia, como un vaivén en donde ni un ápice de materia o energía puede escurrirse, a Borges Dysmund ahora lo coloniza un pequeño brote de musgo, desprendimiento de esa matriz a la que estoy por amalgamarme con mis modelos teóricos y mis deseos inconclusos. La tristeza perenne de 325, su fascinación sobre mí, lo hizo posible.

No sé bien de dónde sale la voz, ni puedo identificar a quién pertenece. Es un susurro reconfortante, hecho de jirones de recuerdos: «a day in the life of a fool, a sad and a long, lonely day«, canta.

Entiendo que el musgo, al copar mi viejo esqueleto, ha conquistado un continente totalmente orgánico, independiente de las paredes rígidas, y que es su intención germinar en cada individuo del Armstrong hasta que la estación entera se convierta en un magnífico gametofito.

Borges Dysmund se pone de pie, lo veo tambalearse. Cómo extraño sus pequeños defectos, sus imposibilidades, su corazón arrítmico, sus ritos inútiles de hierbas y ungüentos para atizar la virilidad. Me embarga un desconsuelo infinito.

La vegetación se ha replegado, consagrada al proceso de digerir mi cuerpo de 325 y de succionar mi conciencia como deliciosa apostilla y Borges atraviesa la puerta liberada y sale al corredor. Allí lo espera Castor, que no se atreve a retenerlo y que nada entiende. Más por automatismo, quizá, que por un impulso propio, Borges Musgo lo insulta, le da un empellón, lo escupe. Luego, se aleja. Va en busca de Maya para inseminarla.

No tengo la menor idea de dónde sale la voz que sigue cantando: «so, back to my room, and there, in the gloom…». Pero esa risa, la última risa, sé que es mía.

 

 


Alejandra Decurgez nació en Argentina en enero de 1977. Vive en Vicente López, Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología por la Universidad del Salvador y se formó como guionista en el Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina. Su guión The Dive, adaptación de un microrrelato, recibió mención honorífica en el Fantasmagorical Film Festival de Kentucky y fue runner-up en el Miami International Science Fiction Film Festival. Algunos de sus relatos han sido publicados en Próxima, Axxón, Skeimbol y SuperSonic. Su cuento «Wirik Es» está incluido en la antología internacional Alucinadas, ciencia ficción escrita por mujeres, disponible a través de Palabaristas y Sportula. Su cuento «I due Foscari» forma parte de Lista Negra, tomo once de la colección Pelos de Punta, de pronta publicación.

Blank 325 fue publicado por primera vez en en número 28 de la Revista Próxima.

En Axxón ya hemos publicado su cuento OCHO.


Este cuento se vincula temáticamente con ENSEÑANDO A LEER A PIE GRANDE, de Geoffrey W. Cole.


Axxón 276

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con Extraterrestres, Relación Interespecies, Genética : Argentina : Argentino).

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