ARGENTINA |
24
Hay un silencio extraño; el viento de la planicie se ha detenido. Parada en el umbral de la nave y sin poder dar un paso más, Lis se da vuelta para mirar por encima del hombro. Y de pronto, sin que medie su voluntad, está otra vez en todos los momentos que la han conducido hasta ese sitio. Son como fotogramas ordenándose, trozos sueltos de una película de la que ella es al mismo tiempo espectadora y protagonista, los percibe igual que cuentas engarzándose en un gran rosario, y sus pensamientos y emociones actuales se sobreimprimen entre los pensamientos y emociones que revive.
1
El sol se está poniendo, pero ya casi no se ve entre las nubes que se aprietan sobre el horizonte. El viento huele a agua. Bajo el toldo de la UVM (Unidad de Vivienda Móvil), desde su reposera, Lis contempla la tormenta que se avecina, que ya avanza sobre la llanura, y piensa que eso no la entusiasma como solía hacerlo. <Pero la esperanza es lo último que se pierde, se repite la Lis espectadora.> Y la Lis protagonista baja de la plataforma para alistar el equipo otra vez.
2
Es más de medianoche. Llovizna. Lis lleva horas esperando. Desde su puesto de observación, mira casi con indiferencia las redes tendidas sobre la hondonada. Antes iba lejos, estudiaba cada zona, tendía cuidadosamente las redes sobre grandes áreas, se entusiasmaba con los preparativos, invertía en equipos, en tutoriales que explicaban el uso de los equipos, en tutoriales que explicaban el uso de los tutoriales… pero fue perdiendo el interés. Ahora, sentada frente a la hondonada, a escasos cien metros de su UVM, bosteza mirándose las uñas y piensa que va siendo hora de regresar, cuando cae un último chaparrón. Ajusta el dispositivo de visión nocturna justo a tiempo para ver que algo cae en una de las redes: un hombre. Abandona el puesto de observación y baja la cuesta. Va hacia la red intentando mantener la calma. Camina rápido, al final casi corre. <Lis se avergüenza.>
3
Amanece sin prisa. Lis contempla los cambiantes colores del cielo acodada en la ventana. En la brisa fresca que le da en la cara está el último rastro de la lluvia. Casi el último rastro, piensa, y se da vuelta. En su cama todavía duerme el último hombre que cayó en su red. Un repiqueteo molesto le llega desde la cabina. Se cierra la bata de newsatén, va hacia la radio y contesta:
—Hola, Isa.
—Hola, Lis. ¿Hubo suerte anoche?
—Sí, pero no es gran cosa.
—No te quejes —gruñe ella, con un dejo de rencor—. Fuiste la única. Todas las demás pusimos las redes para nada.
Lis no responde. Después de un momento comenta:
—Mañana es sábado. Nos juntamos en el puerto como siempre, ¿no?
—¿Qué? ¿Vas a estar desocupada? —Hay sorna en la pregunta.
—Te dije que no es gran cosa.
—Vos te quejás de llena.
Lis murmura algo, pero si su interlocutora la escucha no comprende lo que dice, y si comprende lo que dice no se da por aludida.
—Bueno, nos vemos mañana —concede al final—. Chau.
—Chau, Isa. Nos vemos.
Lis vuelve al dormitorio y, recostada en la pared de duraluminio, observa al hombre que duerme. <¿Será eso?, se pregunta otra vez, ¿Seré una desagradecida? ¿Estaré pidiendo demasiado?> Sonríe al ver que él se da vuelta y con un ademán infantil aparta las sábanas símil algodón —esas que le costaron una fortuna—, se incorpora sonriendo con los ojos aún entrecerrados, se pasa la mano por el cabello despeinado y pregunta:
—¿El baño?
—Esa puerta de ahí —dice Lis, señalando sobre su hombro.
Permanece junto al umbral y cuando pasa a su lado, cuando Lis cree que la besará, él le aprieta uno de los senos, lo suelta y sigue caminando.
—Qué gomas, mamita.
Por un instante Lis es incapaz de moverse. Luego se da vuelta y lo observa yendo hacia el baño. Él se rasca el glúteo izquierdo.
—Esa puerta, no. La otra —dice ella.
—¿Esta? —pregunta él, todavía medio dormido.
—Sí —responde ella, mientras el hombre se dirige hacia la puerta principal de la UVM.
Apenas abre la puerta, la fuerte luz del sol le da de lleno, iluminando la estancia y reduciéndolo a un pequeño montón de arena.
4
El horizonte se espeja sobre el hirviente terreno pedregoso. Bajo el cielo que lastima de azul, el vehículo personal avanza como un bólido. El paisaje parece siempre el mismo, continuo, inalterable. Billones de pálidos guijarros grises relucen sobre la tierra polvorienta como escamas, como testimonio de antiguos habitantes de un mar olvidado. Hay cierta pureza en las formas, cierta economía en los colores, que Lis ha aprendido a disfrutar. Sin embargo, está segura de que esa continuidad y esa monotonía son engañosas, de que en Sidgrid casi nunca las cosas son tan simples como parecen.
Lleva mucho tiempo —ya no recuerda cuánto— trabajando como geóloga en este extraño lugar. Forma parte del tercer grupo enviado por la Compañía Minera. El primero después del Evento. Lis sonríe con una sonrisa torcida al pensar en eso. El Evento. Ese es el modo impreciso, algo despreocupado, en que los empleados de la Compañía se refieren a lo que les sucedió a las dos primeras naves enviadas a Sidgrid. Según se dice, ambas representaban el epítome de la tecnología de su época y sus tripulaciones, lo mejor que la Compañía podía reunir. Habían recorrido juntas el largo camino hasta la zona de la singularidad, un camino difícil, plagado de potenciales peligros, sin informar dificultades técnicas ni de ningún otro tipo. Todo parecía en orden al llegar al planeta. Pero, en el momento en que abandonaron la órbita e ingresaron en la atmósfera para descender a la superficie, se desintegraron.
Eso podría resultar raro, incluso inquietante, pero no era lo más extraño del caso. Lo realmente extraño, como Lis y sus compañeras descubrieron al poco tiempo de llegar, ocurría las noches de tormenta. Algo en las capas bajas de la atmósfera reaccionaba con la lluvia. O quizás con las descargas eléctricas. Y algunos hombres —las dos primeras tripulaciones estaban compuestas sólo por hombres, igual que la de ella estaba compuesta sólo por mujeres— volvían a materializarse y se precipitaban a tierra.
Desde todo punto de vista, parecía algo condenado al desastre. Porque ni siquiera los que se salvaban de morir a causa del impacto estaban por completo a salvo. Sus cuerpos demostraron ser muy inestables, podían colapsar en cualquier momento, y eran especialmente vulnerables a los rayos UV. Además, regresaban del no-espacio-no-tiempo sin recuerdos de lo que les había ocurrido y se mostraban inquietos, confundidos. Algunos creían soñar y lo tomaban con una alegría histérica, otros rechazaban la vida con una sensación de malsana extrañeza. Siempre amenazados por la disolución, incluso cuando se les daba la oportunidad, eran pocos los que lograban adaptarse a su nueva existencia.
Y aun así se seguían tendiendo las redes.
Al principio Lis se sintió fascinada por el fenómeno; abrazó la pesca como una misión de salvamento. Pero, a medida que aumentaba la competencia y sus motivos se hacían más egoístas, advirtió que no manejaba la decepción tan bien como otras.
El viento comienza a soplar con fuerza. Lis puede oírlo incluso a través del casco y la velocidad. Suena como un arrullo, parece tratar de confortarla, parece tratar de mostrarle el camino correcto, y ella se deja guiar.
5
El puerto no es gran cosa: apenas algunos almacenes, un par de hangares y unos cuantos edificios en torno a una explanada en la que sólo descienden indistinguibles módulos de abastecimiento. De lejos se asemeja a una maqueta, a algo fuera de escala, acechado por la inmensidad de la llanura que lo rodea. Las luces que se encienden mientras cae la noche parecen el llamado de alguien que está perdido. Quizás todos lo estamos, piensa Lis al ir acercándose.
Baja la velocidad al recorrer el último tramo del camino, atraviesa la explanada, maniobra y detiene el vehículo junto a otros VPs, frente al edificio principal. Se quita el casco, sacude el cabello, mueve los músculos de la cara entumecidos por la máscara y se inclina estirándose hasta tocarse la punta de los dedos de los pies. Ahora sí, se dice sonriendo. Toma aire e ingresa en el ruidoso edificio donde palmeras falsas contra falsos paisajes playeros pretenden imitar la decoración tropical de algunos bares de antaño.
Suena «I can’t take my eyes off you». Siempre está sonando cuando ella llega y siempre se pregunta si es el único remixado de grandes éxitos que tienen. El volumen de la música es alto, demasiado. Las mujeres en la barra y en las mesas ríen y conversan a los gritos, como si se vieran obligadas a dar prueba de su alegría. Aunque es temprano, casi todas las que Lis conoce están allí. Isa sale a su encuentro bebiendo de un vaso con forma de coco.
—Y viniste, nomás… Sola. —Hay un énfasis desagradable en la última palabra, pero Lis decide ignorarlo.
—Hola, Isa, ¿cómo estás? —responde besándola en la mejilla, mientras ve de reojo como otras cuchichean y la miran con desdén o incluso franca hostilidad.
—Vení… Las chicas están por acá —dice Isa, guiándola entre las mesas.
6
Lis ya sabe cómo son estos encuentros, los temas de conversación son siempre los mismos: chismes varios, los últimos resultados de la pesca, una que otra anécdota picante, quién está con quién haciendo qué. Está aburrida. Pensó que venir la ayudaría a distraerse, pero pasa justo lo opuesto.
Mira a los rostros sonrientes, expectantes, demasiado parecidos a máscaras, de las que comparten la mesa con ella y luego alrededor, a los otros rostros igualmente sonrientes y expectantes, igualmente parecidos a máscaras. Se fija en el lenguaje corporal, en la excitación y la competencia en torno a los muy pocos hombres presentes —la mayoría empleados de la casa—: hombres poco atractivos, poco interesantes, que en otro lugar no merecerían una segunda mirada, acá son consentidos, asediados o lucidos como trofeos. Y todo parece estancado, invariablemente anclado en el tiempo. Entonces piensa en su propia experiencia repetida: recuerda al mecánico rubio y vanidoso —el primero que expuso al sol—; recuerda al médico de voz grave y ojos oscuros —el que mencionaba a su madre cada vez con mayor frecuencia hasta que lo hizo durante un paseo y terminó en el fondo de un barranco—; recuerda al científico moreno ese que había durado un par de semanas, más que ningún otro, hasta que comenzó a sentirse demasiado cómodo en la UVM y a hacer exigencias respecto a la comida <Igual que cada vez que eso viene a su mente, Lis piensa en que tuvo cierta justicia poética haber acabado con él de un sartenazo>. Y como en una catarata los recuerda a todos: recuerda a los maleducados, a los egoístas, a los sabihondos, a los mentirosos, a los que poseían varias de esas virtudes al mismo tiempo. Recuerda cierta noche en la que soñó que todos eran, una y otra vez, el mismo hombre.
—¿No podemos hablar de otra cosa? —pregunta. Y todos los rostros en torno a la mesa se vuelven hacia ella.
—¿Y de qué tenés ganas de hablar? —Magda se echa otro maní en la boca. Parece estar haciendo un gran esfuerzo por no escupírselos en la cara.
—No sé… De otra cosa. No es el único tema en el mundo, ¿no? —Lis sonríe tímidamente, pero ya nadie la mira, ni siquiera Isa.
—Mirá, si a vos no te interesan las cosas de las que charlamos, no sé para qué viniste.
Lis sonríe otra vez, ahora con amargura.
—Tenés razón, Magda: yo tampoco sé para qué vine. —Retira la silla, toma sus cosas y se encamina hacia la puerta.
—Lis… —protesta Isa poniéndose de pie.
—Ma sí, dejala que se vaya —dice Lupe mientras ella se aleja—. Si va a venir con esa cara, mejor que no venga.
Lo dice fuerte, como para asegurarse de ser escuchada. Lis aprieta los dientes y apura el paso rodeando las mesas. La puerta no está tan lejos.
7
Ha caído la noche. Lis está tan concentrada en el viaje de regreso que no se da cuenta de la tormenta hasta que llega a casa. Ya está dentro de la UVM cuando el rugido de los truenos retumba en la planicie. Una ráfaga húmeda irrumpe por la puerta y la lluvia comienza a repiquetear sobre el techo. Sorprendida, Lis se asoma a la ventana y ve el cielo apretado de nubes que se descargan iluminándose aquí y allá con sordos estallidos de plasma.
Cierra la puerta, apaga la radio y se acuesta tapándose hasta la cabeza. Está harta de aquello. Harta de esperar que algo suceda. Harta de la sensación de que nada cambia ni cambiará. Harta de ese planeta desquiciado y de la forma en que las ha afectado a todas. Harta de la naturalidad con que las demás aceptan lo extraño como normal a fuerza de convivir con ello. ¿Es que no se dan cuenta? ¿Cómo es posible que ella sea la única en no consentirlo? ¿Cómo es posible que ella sea la única que no pueda torcer, rectificar y adaptar su vida, que no pueda callar y aceptar? Pero no importa cuánto se esfuerce, al final siempre es lo mismo: todo allí le parece vacío, insípido, sin sentido. O peor: la continua y abominable reiteración de actos y cosas vacías, insípidas, sin sentido <Lis se estremece. Casi desde el principio esa impresión ha sido como una espina en su mente: una pequeña molestia que surgió un día cualquiera, que reaparecía cada tanto con algunas sensaciones o pensamientos, y que luego fue haciéndose notar cada vez con mayor frecuencia hasta convertirse en una inquietud constante e insoportable. Pero siempre aparecía algo más, algo que la distraía, y ella dejaba de pensar en eso.>
8
Lis se incorpora de pronto. Al principio no entiende por qué. Afuera llueve aún, pero sabe que no es eso. Se baja de la cama y sale cautelosamente del dormitorio. Entra en el recibidor a oscuras y los golpes en la puerta la sobresaltan. Putea por lo bajo.
—¿No podías esperar hasta mañana, Isa? —pregunta a los gritos mientras va hacia la puerta. Abre de un tirón y se queda sin aliento.
El hombre se apresura a disculparse:
—Perdone la molestia, sé que es tarde, pero ¿me permitiría usar su radio?
Está empapado y tiene un feo golpe en la frente. Lis está atónita.
—No fue un buen aterrizaje —agrega él tocándose la frente, y sonríe de un modo extraño, el modo en el que sonríe alguien a punto de desmayarse. Luego se cae.
Lis se asoma. Mira hacia un lado, mira hacia el otro. No ve ningún vehículo, nada salvo la llanura pedregosa que se ilumina con una descarga lejana. Da un paso cruzando el umbral y observa al hombre desplomado sobre la plataforma de entrada. Lo toca con la punta del pie, pero él no se mueve. Vuelve a mirar hacia uno y otro lado, piensa en Isa, en que es una broma. Tiene que serlo. Pero el hombre no se mueve. Finalmente se inclina sobre él y le aparta el cabello de la frente. El golpe es real. Se pregunta de dónde habrá venido, si habrá escapado de la red de alguna. Está sucio y maltrecho, como si hubiera caminado desde lejos, como si se hubiera caído y levantado varias veces. Si escapó, ya lo reclamarán, piensa. Pero la otra parte de ella replica: <¿Y si no fuera tan sencillo?>
—Hay que ocuparse de una cosa a la vez —murmura finalmente.
Trae la alfombra del recibidor, hace rodar al hombre sobre ella y la utiliza para arrastrarlo hacia el interior de la UVM. Es un hombre grande y pesado, pero logra moverlo con facilidad. Lo acomoda sobre el piso, apoya su cabeza en un almohadón y busca la caja de primeros auxilios. Limpia y desinfecta cuidadosamente la herida. Es un golpe fuerte, aunque no necesita sutura. Revisa el cuerpo magullado en busca de huesos rotos o lesiones internas, pero se siente súbitamente incómoda al palpar el ancho pecho y sentir la piel tibia, la respiración acompasada. Se dice que no tiene otras heridas graves y abandona el examen.
9
Él trata de incorporarse bruscamente y se marea.
—Despacio —dice Lis, dejando las muestras de roca en las que trabajaba y acercándose para ayudarlo—. Te pegaste un buen golpe. Por suerte no parece grave. ¿Tenés sed?
Él asiente. Tiene los labios resecos. Lis sirve agua en un vaso y se lo entrega.
—Gracias —murmura él. Bebe con cautela echando una mirada a su alrededor: los muebles de la pequeña sala, el complejo equipo de análisis y algunas piedras sobre el escritorio desordenado, la puerta cerrada del dormitorio, el armario que es la cocina…
—¿Dónde estoy? —pregunta finalmente.
—Anoche me golpeaste la puerta —dice Lis señalando la de entrada—. ¿Te acordás?
—Más o menos… —responde él, pero no parece muy seguro. Luego se queda mirándola y agrega: —De vos sí me acuerdo.
Lo dice de una manera extraña, como si hablara de una certeza en el borde de su memoria. Después mira detrás de ella, por la ventana.
—¿Todavía llueve?
—Sí —responde Lis, y se da vuelta para observar también. Se encoge de hombros—. Parece que va a durar un poco más esta vez.
10
Después de dos días todavía llueve. Lis no puede creerlo. Si no fuera porque sabe que tal cosa no existe en Sidgrid, pensaría que se ha iniciado la temporada de monzón. Parece algo completamente incompatible con el paisaje y sin embargo ahí está: la lluvia apenas si varió su intensidad desde que comenzó la tormenta. Es como si la planicie siempre esperara el momento en que ella estuviera más segura de saber a qué atenerse para volver a desconcertarla. No es que me esté quejando, admite al final y se vuelve hacia el armario-cocina, donde él prepara la comida dándole la espalda. Está canturreando y hace un movimiento con la cadera ante el que Lis no puede evitar sonreír.
—Acomodá la mesita que ya llevo los platos —dice sin darse vuelta.
—Hace rato que está lista. Espero que tanta demora valga la pena —se burla Lis, recargándose en la pared.
—Ya vas a ver, ya vas a ver. Lo que pasa es que vos no me tenés confianza —responde él, enarbolando el utensilio con el que revuelve.
Lis suelta una carcajada. Y su reflejo en el espejo la sorprende. No recuerda cuándo fue la última vez que rió de ese modo.
11
Lis lo observa mientras comen. Iván. Le gusta su nombre. Le parece poco frecuente y, sin embargo, familiar. Es como si ese nombre estuviera unido con largos hilos de plata a un montón de cosas que ella no llega a ver. Entonces nota que está distraído. Se pregunta en qué estará pensado y casi sin darse cuenta lo dice en voz alta.
—En mi nave —responde él.
Lis se siente incómoda.
—Lástima que la radio no funcione cuando hay tormenta… —dice lentamente, como disculpándose. Y agrega: —Pero no te preocupes, apenas pare de llover te voy a llevar al puerto. Seguro allá vas a encontrar a alguien que pueda ayudarte. <Se van a matar por un tipo como vos, piensa con rencor. Aun así, cree que es lo mejor que puede hacer. Será la primera vez que entregue a alguien y la idea no le agrada, pero está harta de los juegos sin sentido>.
—Perdoname, debés pensar que soy un malagradecido —Iván toca su mano, se ve genuinamente apenado—. Te aseguro que aprecio lo que hiciste por mí. Lo que pasa es que…
Parece no saber cómo continuar y retira la mano. Lis mira su propia mano, que se le quedó como clavada a la mesa. Sintió algo perturbador en el contacto y tiene miedo de alzar la vista y encontrarse con los ojos de él. Se da cuenta que no sabe qué le resultaría peor: hallar alguna evidencia de que a él le pasó lo mismo, o de que no le pasó.
—Está bien, no te preocupes —dice Lis cuando logra recuperarse.
Y siguen comiendo en silencio.
12
Lis despierta sobre la alfombrita. Apartando la vieja manta, estira perezosamente los miembros doloridos. Lo último que recuerda es que estaba charlando con Iván. Él le contaba algo acerca de los años que lleva en el espacio, de que este iba a ser su último viaje. Debió quedarse dormida. La ventana es un rectángulo azul brillante y el sillón está vacío. Se levanta de un salto y lo ve con la mano sobre el picaporte de la puerta principal de la UVM.
—¡No! —grita, y él aleja la mano del picaporte como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Lis se le acerca intentando suavizar su tono: —No podés salir así. Acá el sol es peligroso, te puede hacer mal.
Iván tiene los labios estirados en una semi-sonrisa perpleja. Lis lo conduce hacia el sillón y se sienta junto a él.
—No quiero que te pase nada malo —dice por fin, y se sorprende de lo cierto que es eso.
Se ruboriza y entonces él sonríe. Esta vez con una sonrisa franca y hermosa <Qué ojos que tiene, piensa Lis>.
—Voy a buscarte un traje —declara poniéndose de pie, y se dirige hacia el dormitorio procurando caminar con seguridad.
Le llama la atención este deseo de salir de Iván —todos los otros demostraron cierto temor al sol, como si de algún modo supieran del peligro que representaba y procuraran mantenerse alejados de él—. Sin embargo, para cuando descuelga el traje, ese pensamiento ha desaparecido bajo cuestiones más inmediatas.
13
Con el estómago revuelto, Lis revisa que el VP esté preparado para llevar a Iván al puerto. El poderoso motor está en condiciones y la carga de energía es más que suficiente para hacer el viaje, pero Lis no les está prestando verdadera atención. Mientras verifica los controles trata de pensar en alguna excusa, en algún modo de ganar tiempo, sin embargo tiene la desesperante sensación de avanzar por un túnel donde no hay margen para movimientos improvisados. Se dice que es tonto tomarlo de ese modo, que no lo va a llevar al matadero, además tampoco está renunciando a volver a verlo. Pero las manos le tiemblan. Entonces se pregunta por qué no puede ser como las demás, por qué no puede ser un poco más autocomplaciente, por qué se empeña en privarse de lo que desea. ¡Porque no es real!, se responde, y agarra a patadas el vehículo.
Se deja caer en el piso, profundamente abatida. No sabe cuánto más le durará la cordura en ese sitio, cuánto más podrá soportar el cotidiano, constante embate de las cosas.
Cuando levanta la cabeza, ve que Iván salió de la UVM enfundado en el traje. Es un traje Yabris. Ajustado y enterizo, fue diseñado para mantener al usuario fresco, cómodo y seguro en un ambiente como el de la planicie. El fino material microporoso y termocrómico reacciona a los cambios en el entorno y regula la temperatura del cuerpo. El sombrero de ala ancha completa el atuendo que podría protegerlo tanto del sol como de la lluvia. Lis piensa que, aunque podría verse ridículo, no luce nada mal. Especialmente porque no le dijo que podía ponerse la otra ropa encima. Maliciosa, lo observa mientras él camina unos cuantos metros y se inclina para tomar algo del suelo. Entonces tiene una inesperada certeza: ella lo ha visto antes inclinado así, pero cuándo, ¿en un sueño? Es una sensación extraña. Va hacia él como siguiendo un rastro marcado en el aire.
—¿Por qué vos no usás traje?
La pregunta la toma desprevenida y sólo atina a responder:
—Ya estoy adaptada.
—¿Cuánto tiempo toma la adaptación?
—A algunos —iba a decir «hombres» pero lo evita justo a tiempo— les toma más que a otros. Y se pone en cuclillas junto a él para preguntar: ¿Qué encontraste?
—Esto me llamó la atención —dice Iván mostrándole un guijarro oscuro que brilla sobre la palma enguantada de su mano.
Lis lo toma y lo estudia cuidadosamente a contraluz.
—Tendría que analizarla —murmura— pero creo que en todo el tiempo que llevo acá clasificando piedras, nunca encontré una de este tipo. Es muy rara, no es de esta zona.
—Esperá —dice Iván—. Se fija alrededor, mira entre los otros guijarros y, como si supiera dónde buscar, aparta una piedra más grande y agrega: —Acá hay otra igual.
Lis mira desconcertada el otro guijarro que él le ofrece.
—Te aseguro que sé de lo que estoy hablando…
—Te creo —responde él. Parece tanto o más sorprendido del descubrimiento que ella, sin embargo Lis se siente obligada a explicar:
—En serio, es muy raro. Así, a simple vista, puedo decirte que son muy distintas a todas las piedras que abundan en esta zona. Creo que podría buscar en toda la planicie y no encontrar otra igual, y estas dos estaban justo una al lado de la otra.
—¿A qué te referís? ¿A que fue necesaria alguna clase de coincidencia cósmica para que terminaran tan cerca?
Lis frunce el ceño. Es justo lo que iba a argumentar, pero le parece que, dicho así, suena tonto.
—¿Por qué? ¿No estás de acuerdo? —se defiende.
—No, al contrario. Creo que es —se pone colorado— romántico.
Sorprendida, Lis finalmente sonríe.
—Sí, supongo que tenés razón —dice.
Y observa como él, incómodo, se sacude las manos y se pone de pie. Dejándose llevar por un impulso, Lis se levanta y lo besa.
14
Lis despierta sola en la cama y tiene el repentino temor de que todo haya sido un sueño. Como buscando a qué aferrarse, intenta repasar mentalmente lo sucedido. Las imágenes y las sensaciones vuelven a ella con esa fuerza que sólo lo real puede generar: el roce, el calor y el peso del cuerpo de Iván, su sabor todavía llenándole la boca, todo es de una intensidad tal que recordarlo la deja sin aliento. Y detrás de eso, la constante impresión de que aquello debía ocurrir, de que las cosas no pudieron ser de otro modo.
Se levanta y sale del dormitorio. La puerta principal está abierta. Sentado a la sombra del toldo, en el borde de la plataforma de entrada, Iván contempla la planicie que reverbera bajo el sol. La tierra dura, polvorienta, sembrada de guijarros grises, reluce como un inmenso jardín de piedras. Es un espacio vasto, casi infinito, extendiéndose hasta las distantes montañas veteadas de azul. Es un espacio palpitante, ofreciendo todo lo que tiene para dar. La brisa tibia que se mueve con pereza parece arrastrar el indicio de una voz lejana. Da la sensación de que hubiera una pregunta en el aire a la espera de respuesta. Lis piensa que es hermoso. Y, como si lo hubiese dicho en lugar de sólo pensarlo, él se da vuelta y le sonríe.
—Hola.
—Hola —responde Lis. Y va hacia él, que le abre los brazos invitándola a sentarse en su regazo.
Mientras se deja envolver, Lis piensa: Esto es una locura, ¿qué estoy haciendo? Luego él le acaricia el cabello y la besa, y todo lo demás comienza a perder importancia. Entonces lo escucha decir:
—Estaba pensando que, antes de ir al puerto, sería conveniente regresar a la nave y evaluar los daños.
Para Lis es como si se hubiera disparado la alarma de evacuación. Se aclara la voz y responde:
—Como quieras. —Y sugiere—: Podríamos ir después de comer… O cuando baje un poco el sol… ¿Qué te parece?
Intenta sonar natural, pero todos los engranajes de su mente están en desesperado funcionamiento. Se dice que debe pensar las cosas bien y debe hacerlo rápido. Tiene que prepararlo para la verdad, pero ¿cómo hacerlo? Sabe lo que esa clase de verdad hizo con la cordura de otros hombres.
<Es increíble lo miope que puede ser uno, admite Lis.>
15
Al mirar la nave que reluce en el fondo de la hondonada, Lis piensa confusamente en una ballena varada. Llevan horas recorriendo la planicie, cambiando de rumbo cada vez que Iván decía recordar algo, y durante todo este tiempo Lis estuvo con un nudo en la garganta, compadeciéndose de él y acompañándolo en una empresa que creía sin sentido, esperando el momento en que se diera por vencido para, paciente y piadosamente, hablarle de la verdad, para decirle al final que a ella no le importa su condición frente a la realidad, para decirle que ella lo acepta, que deben tener cuidado con algunas cosas pero que no es tan terrible, que juntos pueden seguir adelante, que Sidgrid es un sitio extraño pero que pueden adaptarse, que no es un mal lugar para vivir. Sin embargo, ahora lo ve bajar la cuesta exultante, casi sorprendido de encontrar la nave, como si en realidad nunca hubiera estado seguro de que lo que buscaba se hallara en sitio alguno, y no sabe qué pensar o sentir. Parece que el universo entero se hubiese detenido y ella sólo pudiera escuchar el sonido de su propia respiración.
16
Iván no deja de hablar. La guía hacia la nave casi tironeando de su mano, como si ella no pudiera encontrarla sin su ayuda. Es una nave clase Buenaventura. Es pequeña, no tiene la capacidad de carga de las clase Prosperidad ni la velocidad de las clase Galaxia, pero Lis sabe que la Compañía contrata ese tipo de naves para realizar viajes largos llevando bienes valiosos de escaso volumen. Ha oído decir que en ese tipo de naves la IA de a bordo controla todos los sistemas y que lleva a un único tripulante como respaldo.
Lis se fija en el aspecto maltrecho del casco, en que el viento y la arena le han dejado huellas, y de algún modo aquello aumenta su desconcierto. No puede entender lo que pasa, la cabeza le da vueltas. ¿Entonces no es como los otros? ¿No es tan frágil como ellos? <¿De dónde vino él en realidad? ¿Es… permanente?> La sola posibilidad le quita el aliento, le da vértigo. Con embriagante maldad se pregunta qué dirán las otras cuando se enteren. Tiene miedo de dejarse arrastrar por la alegría. Se dice que hay una forma de asegurarse, pero luego debe reconocer que él se ha vuelto demasiado precioso para ella como para ponerlo en riesgo.
Iván sigue relatando la confusa experiencia de la noche de su llegada: la falla en los sistemas, el aterrizaje de emergencia, la IA sacándolo bruscamente del criosueño, haciéndolo abandonar la nave ante el riesgo de contaminación, su errar en la oscuridad y la tormenta, la caída —las caídas— que terminaron en la contusión que ella había atendido, su aturdimiento durante los días siguientes, la sensación de no ser el mismo, de estar perdido, de repetir sus actos una y otra vez, como si caminara en círculos.
—Pero por fin estoy acá —remata comenzado a subir por la pequeña rampa, como si aquel fuera el esperado final de una odisea.
Hay algo ajeno y a la vez perentorio en su voz, y Lis se siente anegada por una súbita amargura. Se descubre observándolo con rabia, sospechando que detrás de ese entusiasmo se oculta un gran temor. Se pregunta qué le preocupa, a qué le tiene tanto miedo. ¿A no poder irse? ¿A tener que quedarse con ella? Esa última idea le molesta, y la aparta de inmediato. Pero ya es tarde. Lo que hace un momento fue deslumbrante promesa, ahora es inminente herida. Para Lis es como si la rosa que contemplaba y que por un instante había creído a su alcance, se marchitara y pudriera frente a sus ojos. Iván se da vuelta, le sonríe y la abraza, pero eso no alivia su angustia, no apaga esa especie de incendio helado que crece en su interior. Porque en medio de todo eso hay algo más, algo que Lis todavía no llega a identificar, algo que se va abriendo paso hacia su entendimiento como un gusano dentro de una fruta. Como la sombra de algo que sabe, pero no quiere recordar.
17
El sol se acerca al horizonte y empieza a hacerse sentir el descenso en la temperatura. Pronto caerá la noche, piensa vagamente Lis. Conduce su vehículo intentando entretener la mente, pensando en qué preparar de comer o en cómo llevar la comida de regreso a la nave, donde ha dejado a Iván revisando el estado de los sistemas. Está demasiado cansada. No quiere pensar en nada más. Y tiene tanto éxito que no nota el vehículo estacionado junto a la UVM hasta que se halla a sólo a unos metros de él.
<Isa.>
La encuentra recostada en su reposera.
—¿Qué hacés acá?
—Yo también te quiero —responde Isa alzando una ceja.
Lis se quita los guantes y los echa dentro del casco sin dejar de mirarla, esperando. Finalmente Isa contesta de mala gana:
—Hace varios días que no sé nada de vos. Tenés la radio apagada, así que me vine hasta acá, a ver si te había pasado algo. —Se alisa la ropa—. Por la forma en la que te venís manejando, no creí que fuera a interrumpir nada.
—Eso no es asunto tuyo —responde Lis, y al instante se arrepiente de la dureza con que habló.
Isa acusa el golpe. Pero después sonríe, como quien descubre una posibilidad insospechada.
—Vos conociste a alguien… —Lis siente que el color le sube al rostro con una rapidez incendiaria e Isa aplaude: —¡Sí! Conociste a alguien. ¡Y te gusta! ¡Quiero saber todo! Cuándo, cómo, dónde…
—Ni loca.
—Pero yo te cuento todo —insiste Isa.
—Nunca te pedí que lo hicieras.
—Dale, no seas mala…
—No, no quiero quilombo, Isa. No se te puede decir nada a vos. Sos un estómago resfriado. Por qué no te vas a chusmear con tus amigas…
—No seas así, te juro que lo que me digas queda entre nosotras… Además vos sabés que las demás son conocidas, mi única amiga sos vos…
Lis la mira procurando mostrarse intransigente e Isa la abanica con sus pestañas. Al final Lis sonríe. Entonces se le ocurre preguntar:
—Isa, ¿te acordás de antes?
—¿Antes de qué?
—Antes de esto —responde Lis, abriendo los brazos en un gesto que pretende abarcar todo lo que las rodea: el paisaje árido, el cielo azul, el viento seco y caliente… Pero más que nada se refiere a esa trama íntima y vasta en la que, intuye, Sidgrid va uniendo todas las cosas y marcando todos los caminos.
Isa se encoge de hombros.
—No mucho. Ahora que lo pienso, casi nada. Pero vos sabés como soy yo: nunca me preocuparon demasiado el pasado ni el futuro…
—Sí, ya sé: «uno ya pasó y el otro no ha llegado».
—Exacto —responde Isa sonriendo—. No tiene nada de malo vivir el presente.
—¿Pero no te molesta que vivamos siempre la misma rutina? ¿No te molesta estar como empantanada? ¿No te molesta… —la voz le tiembla, hay tanto que querría decir, pero aquella perturbadora angustia le cierra la garganta. Iba a preguntar: «¿No te molesta no poder confiar en lo que ves?», pero finalmente calla.
Isa le acaricia el cabello maternalmente. Sin embargo, cuando Lis alza la vista y le sonríe, ella dice:
—No creas que te voy a dejar cambiar de tema, querida. ¿Qué está pasando acá?
Lis toma sus cosas y sube con cansancio a la plataforma.
—No tengo la menor idea —contesta. Y al llegar a la puerta agrega: —¿Hago unos mates y me ayudás a cocinar? Quiero que conozcas a alguien…
18
Iván sube la cuesta con esa última luminosidad que precede a la noche, esa luminosidad que en Sidgrid parece venir del suelo.
—Todo un espectáculo —murmura Isa, con una sonrisa maliciosa. Y no se refiere al paisaje—. Ahora entiendo por qué tenés la radio apagada…
Lis la codea y ella se ríe. Cuando Iván está apenas a unos pasos, Isa se fija en lo que hay en el fondo de la hondonada. Sonríe incrédula, comienza a decir:
—Pero esa nave…
Lis la mira, pero ella no sigue hablando.
—¿Sí? —pregunta.
—No, no me hagas caso… Déjà vu… Vos sabés cómo son las cosas acá: pasa a cada rato…
19
Isa está embobada. Al principio de la cena Iván se mostró amable pero reservado, quizás un poco tímido. Luego comenzó a hablar de la nave y de este, su último contrato, de que una vez que finalice su viaje entregando la nave en la estación de destino su período de servicio con la Compañía habrá terminado, de que entonces podrá ir a donde quiera, y de que lo que quiere es ir a cierto planeta del que ha oído hablar. El rostro se le ilumina con sólo mencionarlo. Lis escucha su voz, observa sus gestos, intenta ver debajo de la superficie, pero lo único en lo que puede pensar es que se ve impaciente. Lis piensa en retrasar su partida dañando la nave. Se ve alterando sistemas, arruinando su trabajo un poco cada día, incluso llegando a deteriorarla de modo irreparable. Para alejar esos pensamientos, termina el vaso de un solo trago.
20
Iván duerme. Su rostro se ve particularmente sereno con la primera luz de la mañana. Nada le preocupa, piensa Lis, con envidia, con rencor. Sentada en un rincón frente a la cama, parece una sombra más entre las que comienzan a diluirse en el cuarto. No logró conciliar el sueño en toda la noche; al final ni siquiera pudo permanecer entre las sábanas. La puesta en funcionamiento de la nave progresa con alarmante rapidez; Iván dijo que podría estar lista muy pronto. Y ella no puede evitar sentir que le falta el aire. Odia sentirse así. No recuerda haberlo hecho por nadie y no quiere empezar ahora; pero no puede dejar de pensar en que él se irá, no puede dejar de preguntarse cómo hará para seguir adelante una vez que se haya ido, cómo hará para regresar a la rutina ahora más ajena que nunca. Sabe que todo es demasiado extraño, que hay demasiadas preguntas sin respuesta. Pero la intensidad de lo que siente se impone sobre todo razonamiento. Contemplándolo, Lis murmura:
—No sé qué me duele más: perderte o que no te duela perderme.
Él se mueve apenas. Hay un cambio sutil en su respiración. Al final abre los ojos. Durante un momento la mira sentada en el rincón. Después, sin decir palabra, abre la manta invitándola a volver a la cama. Ella regresa y él la abraza, abrigándola con el calor de su cuerpo. Acurrucada, apretando los párpados, Lis escucha el viento que silba afuera <¿Me lo diste para quitármelo?, pregunta amargamente>. La almohada se humedece con sus lágrimas.
Cuando logra dormirse, sueña que ese viento la envuelve con ráfagas amorosas, sueña que ese viento es el aliento y la voz de Sidgrid, sueña que murmura una y otra vez: «Sos mi favorita».
<Lis se estremece.>
21
—Anoche soñé que estaba en Calac —dice Iván mientras desayunan—. Soñé que estaba por fin en el lugar al que quiero ir.
—¿Ah, sí?… —responde Lis distraídamente; está pensando en la nave en el fondo de la hondonada, y se pregunta si lo que siente al evocar la reluciente imagen será lo mismo que sienten las ballenas varadas. Pero él parece no haberla escuchado.
—Las montañas y el valle eran justo como me dijeron: los picos apenas nevados, los campos donde pastan los animales reverdecidos después de la lluvia, las granjas y los cultivos brillando bajo el sol… Y el río… el susurro del río… Fue como si me estuviera llamando. —Hay algo en la forma en que lo dice, algo que Lis encuentra íntimo y perturbador. Alza la vista y él la está mirando—. Me gustaría compartir todo eso con vos.
—¿Qué?
—Que podrías venir conmigo.
Lis se ríe. Pero después se da cuenta de que él no está bromeando.
—¿En serio me lo decís? Pero no puedo irme así… Mi contrato…
—Tengo que entregar la nave en la estación Zabrinzky, ahí hay representantes de la Compañía con jurisdicción sobre todo el sector. Podrías renegociar tu contrato con ellos. —Estira la mano sobre la mesa para alcanzar la suya—. ¿Sabés el tiempo que llevo esperando? ¡Siento como si fuera lo único que he querido durante toda mi vida! Y ahora por fin está todo listo… Pero me gustaría que vinieras conmigo.
Lis piensa en los dos guijarros oscuros, juntos en medio de un mar de escamas plateadas, y casi se echa a llorar.
22
Sentada en el sillón, Lis ve a Isa caminar de un lado a otro por la pequeña sala de la UVM.
—¿Cómo que te vas?
—Sí, me voy.
—¿Ya tomaste la decisión?
—Sí.
—¿Vos sabés de lo que estás hablando? ¿Sabés lo que te va a pasar si incumplís el contrato? ¿Ya te olvidaste de que por eso la Compañía nos mandó acá?
Lis no responde.
—Lógico que el tipo te gusta, es un bombonazo… Pero tampoco es para que te pongas a hacer boludeces. Además, no entiendo… Ya sabés cómo es esto, vos misma me lo dijiste mil veces: no hay que encariñarse. Hoy están, mañana no se sabe.
—Él es diferente.
—¿Estás segura? ¿Ya lo pusiste al sol? ¿Ya le dijiste lo que le puede pasar?
Lis echa la cabeza hacia atrás y se pasa los dedos por el pelo. Al final murmura:
—¿Es tan difícil de entender, Isa?
Ahora es Isa la que no responde.
—Por ahí, si salimos de acá las cosas serían diferentes.
—O no —replica Isa.
—¡O sí! ¿Te cuesta tanto desearme buen viaje?
—Sabés que no es eso.
Isa se apoya en el armario-cocina, molesta. Lis se le acerca y la abraza. Ella tiene el cuerpo rígido, no quiere ceder, pero después de un momento la abraza también. Al final susurra:
—Tengo miedo de que esto termine mal.
—Sí, ya sé.
Y por primera vez Lis cree reconocer en la voz de Isa la misma sensación de incertidumbre que tantas veces la inquietó a ella y que ahora, ante la posibilidad de abandonar Sidgrid, se agiganta como un monstruo a sus espaldas.
<¿Qué estoy haciendo?, se pregunta.>
23
Lis tiene la garganta seca. En la continua letanía del viento le parece oír rastros de su propio nombre. Da un vistazo alrededor como para llevarse una última impresión del paisaje, como si deseara despedirse, pero ya en el fondo de la hondonada no hay mucho para ver. Lamenta no haber dado esa última mirada a la planicie y a las montañas antes de bajar la cuesta, pero ya no hay tiempo: Iván ha subido a la pequeña rampa y está solicitando acceso a la nave. Aprieta los dos guijarros oscuros que lleva en el bolsillo y apura el paso.
Para cuando se reúne con él, la compuerta se desliza ante sus ojos con un silbido y un rumor, y la luz del sol comienza a penetrar en el compartimiento de carga. Él se adelanta y Lis hace un desesperado esfuerzo por acostumbrar los ojos a la penumbra, pues más allá de la entrada reina para ella una completa oscuridad. Algunos metros más adelante llega a ver a Iván que le sonríe y quiere ir con él, pero al tratar de avanzar siente un ahogo, una presión en el pecho, la pulsación silente de un repentino vacío creciendo en el sitio donde debería estar su corazón. Es como una corriente helada que la paraliza por dentro. Está ahí, con la mano en el marco de la compuerta, pero no puede dar un paso más. Iván se le acerca, interrogante, y ella ni siquiera puede decirle qué es lo que le sucede. Aunque pudiera hablar no sabría qué decir. Sólo sabe que hay algo visceral, instintivo, que le impide seguir avanzando. Vuelve a mirar la oscuridad que llena el compartimiento y entonces, con rabia, con pudor, con tristeza, comprende. Y el viento se detiene.
24
En medio del extraño silencio, parada en el umbral de la nave, Lis se vuelve para mirar por encima de su hombro. Y de pronto está otra vez en todos los momentos que la han conducido hasta ese sitio. Son como fotogramas ordenándose, trozos sueltos de una película de la que ella es al mismo tiempo espectadora y protagonista, los percibe igual que cuentas engarzándose en un gran rosario. Comprende que este rosario es sólo uno entre muchos. Y toma conciencia de todas las demás cuentas, de todas las veces que ha estado allí, de todos los otros hechos, circunstancias y decisiones, de las pequeñas variaciones que ha tomado su camino todas las veces que, parecido pero diferente, ha recorrido el rizo de este bucle temporal.
Igual que si los rosarios se rompieran y sus cuentas rodaran, se esparcieran y se mezclaran transformándose en billones de pálidos guijarros expuestos al sol sobre una planicie infinita, Lis comienza a experimentar la existencia no como una sucesión de hechos sino como una convivencia de momentos que permanecen, que no se niegan unos a otros, que pueden compararse en sus repeticiones y en sus diferencias, que pueden ordenarse y desordenarse a gusto. Porque, para la inmensa voluntad que ella adivina, que siempre ha presentido, rigiendo todos los destinos y marcando todos los caminos en este sitio, para la inmensa voluntad que ahora le permite ver esto, la noción de línea de tiempo, de pasado o futuro, ha perdido toda importancia.
Extendida ahora hasta el límite de su entendimiento, Lis llega a percibir la verdadera naturaleza de esa voluntad, la verdadera naturaleza de Sidgrid. Lo percibe como un lugar, pero también como una entidad y también como una idea. Lo percibe como algo tan vasto y tan ajeno, tan masivo y tan complejo, tan abrumador, tan distinto a lo humano, y sin embargo tan oscuramente familiar.
Sorprendida de cómo su propia curiosidad se va imponiendo al temor, Lis se pregunta qué motivaciones tendrá esa entidad, si comprenderá cómo esa forma de existencia múltiple y reiterada ha afectado a los que viven allí. Pero luego se da cuenta. ¿Viven? No necesita volver a mirar entre todos los momentos-fotograma, entre todos los momentos-guijarro, para saber que no hallará ninguno acerca de su llegada, acerca del aterrizaje de la tercera nave enviada por la Compañía o del establecimiento del puerto. De un modo vago, le viene a la mente la sensación de estar inmersa en un elemento desconocido, un caos de almas, un no-espacio-no-tiempo. Pero todo eso está fuera de su alcance, son recuerdos ajenos, no le pertenecen. La angustia la invade. ¿Qué querés de nosotros? ¿Por qué nos reconstruiste? ¿Te divertimos?, se pregunta con amargura.
Y algo la hace revivir el sueño en que el viento la envolvía entre ráfagas amorosas y Sidgrid le decía: «Sos mi favorita». Lis se estremece.
Entonces mira el rostro inquisitivo de Iván, detenido en este instante infinito, y tiene miedo de preguntar de dónde vino él en realidad. Sabe en el fondo de su ser que hay algo en él, algo demasiado extraño, demasiado conocido, demasiado perfecto para ser verdad. Piensa en Sidgrid reconstruyéndola a ella, una indistinguible copia de la Lis original. Piensa en el viento dándole forma al polvo, fabricándola a base de su propia sustancia y de la información atrapada en lo que antes había creído la atmósfera, en lo que probablemente era el horizonte de sucesos. Y luego piensa en el viento haciéndolo a él, dotándolo átomo a átomo de todo lo que ella podría desear. Tiene miedo de preguntar si existió alguna vez otro Iván o este es el original, un auténtico hijo de Sidgrid. ¿Por qué? ¿Para qué?
Escucha a Iván diciendo: «¿Sabés el tiempo que llevo deseando este viaje?» Lo escucha decir: «Me gustaría que vinieras conmigo.» Y se queda sin aliento.
Para disimular su turbación, quizás intentando ganar tiempo, mira detrás de él, hacia el interior del compartimiento, hacia la poderosa oscuridad que aguarda como una bestia inmensa, como un anuncio de la oscuridad del espacio, como un recordatorio de la oscuridad final antes de la nada, y siente otra vez la punzada, el dolor en el pecho, el temor instintivo atenazándola. Se lleva la mano al sitio en el que debería estar su corazón, pensando que ha sido un buen sistema de alarma. Y sonríe, con rabia, con pudor, con tristeza, asombrada de lo bien que lo está tomando esta vez. ¿Para eso me traés hasta acá?, piensa Lis tratando de parecer despectiva, ¿para mostrarme que no soy más real que los hombres que se hicieron polvo cuando les dio el sol? Sin embargo, sabe que no es por eso.
Escucha a Isa preguntando: «¿Ya tomaste la decisión?». Pero detrás de la voz de Isa hay otra voz.
¿Qué decisión?, piensa Lis, aunque conoce la respuesta.
Y después está en todos los momentos en que, terminada la pausa en el viento y sin poder seguir avanzando, miró el rostro inquisitivo de Iván, y le dijo la verdad. O le mintió. O guardó silencio. Y él no le creyó. O insistió en llevársela y por eso discutieron. O se quedó. O se fue y nunca regresó. O regresó para no irse jamás. Para desintegrarse y quedar atrapado, pero también para vivir para siempre.
Al menos hasta dar con algo de afuera, algo que no pueda ser engañado, reflexiona Lis mirando lo que aguarda en el interior del compartimiento de carga.
Pero, casi sin darse cuenta, apenas teniendo conocimiento de su deseo de hacerlo, está otra vez en la puerta de su UVM viendo a Iván sentado en el borde de la plataforma. La planicie reverbera bajo el sol. La tierra dura, polvorienta, sembrada de guijarros grises, reluce como un inmenso jardín de piedras. Es un espacio vasto, casi infinito, extendiéndose hasta las distantes montañas veteadas de azul. Es un espacio palpitante, ofreciendo todo lo que tiene para dar. Lis piensa en que es hermoso. Y, como si lo hubiese dicho en voz alta, él se da vuelta y le sonríe.
—Hola.
—Hola —contestaLis. Y va hacia él, que le abre los brazos invitándola a sentarse en su regazo.
Hay un cambio de frecuencia, una especie de sutil temblor en las cosas, y de pronto la pausa en el viento ha terminado.
25
Lis tiene miedo, no es que no lo tenga. Parada en el umbral de la nave, observa la indescifrable negrura que se halla frente a ella y sabe lo que está en juego: la existencia que ahora experimenta puede no ser verdadera, puede ser sólo una sombra de lo que experimentaba la Lis que viajó a Sidgrid, pero es la única que tiene y desea aferrarse a ella. Sin embargo, no le agrada ninguna de las otras opciones ni le parece que valga la pena volver a recorrer ninguno de los otros caminos.
Mira a Iván, que se acerca a ella, sabiendo que lo ha conocido innumerables veces y que innumerables veces, a pesar de sus reservas, se ha enamorado de él. Sabiendo que todas las versiones de su vida que no lo incluyen son terriblemente pobres. Forzada a admitir que la idea de renunciar a él le molesta más que la de arriesgarse a la disolución o al olvido.
Mira a Iván, que se acerca a ella, y lo percibe como un abismo insondable del que no sabe nada. Sin embargo, estira los labios en una trémula sonrisa y, deseando creer que hay una oportunidad, una pequeña oportunidad de abandonar este ciclo de repeticiones, por primera vez toma la mano que él le tiende, da un paso y luego otro, hasta que finalmente, siguiéndolo, entra en las sombras.
Laura Ponce nació en Buenos Aires, Argentina, en 1972. Lee y escribe literatura fantástica desde su adolescencia. En el 2005 se unió a la lista de correo del Grupo Axxón y posteriormente a PórticoCF. Participó en los talleres on-line «Taller 7» y «Forjadores» y ha colaborado con diferentes publicaciones electrónicas y de papel. Sus cuentos han aparecido en revistas y antologías de Argentina, Perú, Cuba y España. Su cuento «La tormenta» fue incluido en la antología ALUCINADAS – Ciencia Ficción escrita por Mujeres (Palabaristas 2014, Sportula 2015, Ayarmanot 2016, próximamente publicada en inglés como Spanish Women of Wonder). Formó parte del equipo de dirección editorial de Revista Axxón, y actualmente dirige Revista Próxima y Ediciones Ayarmanot. En 2015, Ediciones Outsider publicó su primer libro de cuentos: Cosmografía general, que ahora puede conseguirse en papel y también para descarga gratuita.
Ha publicado en Axxón sus cuentos ROMPIENDO EL SILENCIO, EN EL BORDE DEL MUNDO, LA LEALTAD, BAJO UN CIELO ESTRELLADO, AVATAR y PRESAGIOS, además de tres historias en Urbys.
Este cuento se vincula temáticamente con MENSAJE EN EL VIENTO, de Claudio Biondino.
Axxón 281
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Colonización espacial, Aberraciones en el espaciotiempo : Argentina : Argentino).
[…] Y en Axxon disfrutamos de Sidgrid de Laura Ponce, entre otros textos. Sidgrid, de Laura Ponce. […]
Fantástico y escalofriante. Abre un portal en mi entendimiento de la existencia. Espacio-tiempo deslumbrante.