¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

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Capítulo 11

Jolu se puso de pie.

—Así se empieza, chicos. Así es como sabemos de qué lado está cada uno. Puede que no estén dispuestos a tomar las calles y ser arrestados por sus creencias, pero si tienen creencias con esto nos enteraremos. Con esto, crearemos la red de confianza que nos dirá quién está dentro y quién fuera. Si pretendemos recuperar nuestro país alguna vez, necesitamos hacerlo. Necesitamos hacer algo así.

Alguien del público —era Ange— tenía el brazo en alto, sosteniendo una botella de cerveza.

—Considérame estúpida, pero no entiendo nada de esto. ¿Por qué quieren que lo hagamos?

Jolu me miró y yo lo miré. Nos pareció tan obvio cuando lo estábamos organizando…

—La Xnet no es solamente una forma de jugar gratis —siguió Jolu—. Es la última red de comunicaciones abiertas de los EE. UU. Es la última manera que nos queda de comunicarnos sin que nos espíe el DSI. Para que funcione, necesitamos saber que la persona con la que hablamos no es un espía. Lo que implica saber que la persona a la que le enviamos mensajes es quien pensamos que es. Es allí donde entran ustedes. Todos están aquí porque son de confianza. Es decir, porque realmente confiamos en ustedes. Les confiamos nuestra vida.

Algunos gruñeron. Sonaba melodramático y tonto.

Volví a ponerme de pie.

—Cuando explotaron las bombas… —dije, y algo me subió por el pecho, algo doloroso—. Cuando explotaron las bombas, nos atraparon a cuatro en la calle Market. Por alguna razón, el DSI decidió que eso nos convertía en sospechosos. Nos pusieron bolsas en la cabeza, nos subieron a un barco y nos interrogaron durante días. Nos humillaron. Jugaron con nuestras mentes. Después nos dejaron ir. A todos, menos a uno. Mi mejor amigo. Estaba con nosotros cuando nos llevaron. Lo habían herido y necesitaba atención médica. Nunca volvió a salir. Ellos dicen que nunca lo vieron. Dicen que si alguna vez contamos todo esto, nos arrestarán y nos harán desaparecer. Para siempre.

Estaba temblando. La vergüenza. La maldita vergüenza. Jolu me apuntaba con la luz.

—Oh, Dios —dije—. Ustedes son los primeros a los que les cuento. Si esta historia se difunde, estén seguros de que ellos sabrán quién la filtró. Estén seguros de que vendrán a golpear mi puerta. —Respiré profundamente un poco más—. Por eso me ofrecí de voluntario en la Xnet. Porque mi vida, de ahora en adelante, es pelear contra el DSI. Con todo mi aliento. Todos los días. Hasta que volvamos a ser libres. Ahora cualquiera de ustedes podría mandarme a la cárcel si quisiera.

Ange volvió a levantar la mano.

—No vamos a delatarte —dijo—. De ninguna manera. Conozco prácticamente a todos los que están aquí y puedo asegurarlo. No sé cómo decidir en quién confiar, pero sé en quién no confiar: en los mayores. En nuestros padres. En los adultos. Cuando piensan en espiar a alguien, piensan en otra persona, en un malhechor. Cuando piensan en capturar a alguien y enviarlo a una prisión secreta, piensan en otra persona: en un moreno, en un joven, en un extranjero.

»Se olvidan de cómo es tener nuestra edad. ¡Ser objeto de sospechas todo el tiempo! ¿Cuántas veces nos hemos subido al autobús y todos y cada uno de los que están allí sentados nos han mirado como si estuviéramos haciendo gárgaras con mierda y desollando perritos?

»Para colmo, se convierten en adultos a una edad cada vez menor. Hace mucho, solían decir «No confíes en nadie mayor de 30». ¡Yo digo que no confíen en ningún cabrón mayor de 25!

Eso motivó risas y ella también se rió. Era extrañamente bonita, medio caballuna: rostro alargado, mandíbula alargada.

—En realidad no estoy bromeando ¿saben? Es decir, piénsenlo. ¿Quién eligió a estos payasos imbéciles? ¿Quién les permitió invadir la ciudad? ¿Quién votó a favor de poner cámaras en nuestras aulas y de seguirnos a todos lados con los asquerosos chips espías de nuestros pases de viaje y de los coches? No fueron los que tienen dieciséis años. Puede que seamos tontos, puede que seamos jóvenes, pero no somos escoria.

—Quiero poner eso en una camiseta —le dije.

—Estaría bueno —dijo ella. Intercambiamos sonrisas—. ¿Dónde voy para que me den mis claves? —dijo, sacando el celular.

—Lo haremos allá, en la zona aislada, junto a las cuevas. Te llevaré y prepararé todo; después, haces lo tuyo y circulas por aquí con la máquina para que tus amigos tomen las fotos de tu clave pública y la escriban cuando vuelvan a casa. —Levanté la voz—. ¡Ah! ¡Una cosa más! Dios, no puedo creer que me olvidé de esto. ¡Borren esas fotos ni bien terminen de escribir las claves! Lo último que queremos es una galería de Flickr llena de fotos de nosotros conspirando.

Se oyeron unas risas nerviosas, pero bien intencionadas, y después Jolu apagó la luz y, con la repentina oscuridad, quedé como ciego. Gradualmente, mis ojos se adaptaron y me dirigí a la cueva. Alguien caminaba detrás de mí. Ange. Me di vuelta, le sonreí y ella sonrió: dientes luminosos en la oscuridad.

—Gracias por aquello —le dije—. Estuviste genial.

—¿Hablas de lo que dijiste de la bolsa en la cabeza y todo lo demás?

—Fue en serio —dije—. Sucedió. Nunca se lo conté a nadie, pero sucedió. —Lo pensé un momento—. ¿Sabes? En el tiempo que pasó desde el incidente sin que yo dijera nada, comencé a sentirlo como un mal sueño. Pero fue real. —Me detuve y trepé hasta la cueva—. Me alegro de haberlo contado por fin. Si hubiese esperado más, quizás habría comenzado a dudar de mi propia cordura.

Coloqué la laptop sobre una roca seca y la encendí desde el DVD, bajo la mirada de ella.

—La voy a reiniciar con cada uno. Es un disco de ParanoidLinux estándar, aunque supongo que tendrás que confiar en mi palabra.

—Diablos —dijo ella—. Todo esto se basa en la confianza ¿no?

—Sí —dije—. Confianza.

Retrocedí a cierta distancia mientras ella hacía correr el generador de claves; la escuchaba teclear y mover el mouse para generar aleatoriedad y oía el golpe del oleaje y los ruidos de celebración que provenían del sitio donde estaba la cerveza.

Ange salió de la cueva con la laptop en las manos. Allí, en enormes letras blancas y luminosas, se leían su clave pública, su huella digital y su dirección de correo electrónico. Sostuvo la pantalla junto a su rostro y esperó a que yo sacara mi teléfono.

Cheese —dijo para sonreír.

Le tomé una foto y volví a guardarme la cámara en el bolsillo. Ella se puso a caminar entre los presentes y permitió que sacaran fotos de ella y la pantalla. Era festivo. Divertido. Realmente, ella tenía mucho carisma: no querías reírte de ella, querías reírte con ella. Y, diablos… ¡era raro! Estábamos declarándole una guerra secreta a la policía secreta. ¿Quién mierda nos creíamos que éramos?

Y así siguió durante una hora, más o menos: todos tomando fotos y haciendo claves. Llegué a conocer a todos los presentes. Ya conocía a muchos; algunos eran invitados míos y otros eran amigos de mis conocidos, o conocidos de mis amigos. Todos debíamos hacernos amigos. Cuando terminó la noche, lo éramos. Todos eran buenas personas.

Cuando terminaron, Jolu fue a hacerse las claves y me dio la espalda, sonriéndome como una oveja. Pero ya se me había pasado la rabia contra él. Él estaba haciendo lo que debía. Yo sabía que, dijera lo que dijese, siempre podría contar con él. Y habíamos estado juntos en la cárcel del DSI. Van también. Sin importar qué ocurriera, eso nos uniría para siempre.

Hice mis claves y desfilé entre la pandilla, dejando que todos sacaran fotos. Después, volví a subirme a la ruina desde la que había hablado antes y pedí atención.

—Muchos de ustedes han notado que hay una falla crucial en este procedimiento: ¿qué pasa si esta laptop no es confiable? ¿Qué pasa si está grabando secretamente nuestras instrucciones? ¿Qué pasa si nos está espiando? ¿Qué pasa si José Luis y yo no somos de fiar?

Más risas nerviosas bien intencionadas. Un poco más excitadas que antes, con más cerveza encima.

—Hablo en serio —dije—. Si estuviéramos en el lado equivocado, nos meteríamos… ustedes se meterían en un enorme problema. La cárcel, quizás.

Los risas se volvieron más nerviosas.

—Por esa razón voy a hacer esto —dije, y recogí un martillo que había sacado de la caja de herramientas de papá. Apoyé la laptop sobre la piedra, junto a mí, y balanceé el martillo hacia atrás, mientras Jolu seguía el movimiento con la luz de su llavero.

Crash… Siempre había soñado con destrozar una laptop a martillazos y ahora lo estaba haciendo. Era una sensación pornográficamente buena. Y mala.

¡Paf! Se cayó la tapa, convertida en millones de pedazos, dejando el teclado al descubierto. Seguí golpeando hasta que se salió el teclado, dejando al aire la placa madre y el disco duro. ¡Crash! Apunté directo al disco duro, dándole con todas mis fuerzas. Hicieron falta tres golpes para partir en dos la carcasa protectora y dejar expuesto el frágil disco de su interior. Continué golpeando hasta que no quedó nada más grande que un encendedor de cigarrillos y luego puse todo en una bolsa de basura. La gente vitoreaba enloquecida, tan fuerte que realmente me preocupó que alguien oyera desde lejos, por encima del ruido del oleaje, y llamara a la policía.

—¡Muy bien! —grité—. Ahora, si me acompañan, voy a llevar esto al mar y a sumergirlo en agua salada durante diez minutos.

Al principio, nadie se acercó, pero después Ange dio un paso adelante, me tomó del brazo con su mano tibia, me dijo «Eso fue hermoso» al oído y marchamos juntos rumbo al mar.

En la orilla había una oscuridad perfecta y traicionera, incluso con las luces de los llaveros encendidas. Había rocas resbaladizas y afiladas sobre las que ya era difícil caminar sin tratar de mantener el equilibrio llevando tres kilos de electrónica despedazada en una bolsa de plástico. Resbalé una vez y pensé que me iba a cortar, pero ella me sujetó con una fuerza sorprendente y me mantuvo de pie. Con el tirón, quedé muy cerca de ella, tan cerca como para sentir su perfume, que olía a coche nuevo. Me encanta ese olor.

—Gracias —logré decirle, mirando esos ojos grandes que sus gafas masculinas, de marco negro, magnificaban aún más. En la oscuridad, no pude percibir de qué color eran, pero supuse que serían oscuros, basándome en su cabello oscuro y cutis oliváceo. Parecía mediterránea, tal vez griega, española o italiana.

Me agaché y sumergí la bolsa en el mar, dejando que se llenara de agua salada. Me resbalé un poco y me empapé el zapato; lancé un insulto y ella rió. Casi no habíamos dicho nada en el trayecto hasta el océano. Había algo mágico en nuestro silencio sin palabras.

A esas alturas, yo había besado un total de tres chicas en mi vida, sin contar cuando regresé a la escuela y recibí la bienvenida de un héroe. No era una cantidad formidable, pero tampoco minúscula. Tengo un radar de chicas bastante razonable y creo que podría haberla besado. No estaba bu3n4 en el sentido tradicional del término, pero algo pasa cuando hay una chica, una noche y una playa; además, ella era inteligente, apasionada y comprometida.

Pero no la besé ni la tomé de la mano. En cambio, compartimos un momento que sólo puedo describir como espiritual. El oleaje, la noche, el mar, las rocas y nuestra respiración. El momento se extendió. Suspiré. Había sido toda una experiencia. Esa noche tenía mucho que escribir, tenía que poner esas claves en mi lista, firmarlas y publicar las claves firmadas. Inaugurar la red de confianza.

Ella también suspiró.

—Vamos —le dije.

—Sí —dijo ella.

Regresamos. Fue una buena noche, aquella noche.

 

 

***

 

Jolu esperó a que viniera el amigo de su hermano a recoger las hieleras. Yo me fui caminando con los demás por la carretera, hasta la parada más cercana del autobús municipal, y lo abordamos. Por supuesto, ninguno usó un pase municipal. Para ese entonces, todos los usuarios de la Xnet habitualmente clonábamos el pase de otras personas tres o cuatro veces por día, asumiendo una nueva identidad para cada viaje.

En el autobús fue difícil mantener la calma. Estábamos todos un poco borrachos y mirarnos las caras bajo las brillantes luces del autobús era bastante cómico. Nos pusimos ruidosos y el conductor nos dijo dos veces, por el intercomunicador, que bajáramos la voz; después, nos dijo que nos calláramos de inmediato o llamaría a la policía.

Eso nos hizo reír de nuevo y nos bajamos en masa antes de que llamara a la policía en serio. Ahora estábamos en North Beach y había muchos autobuses, taxis, el BART de la calle Market, discotecas con luces de neón y cafés en donde dispersar el grupo, así que nos separamos.

Llegué a casa, encendí la Xbox y comencé a copiar las claves de la pantalla del teléfono. Era un trabajo monótono, hipnótico. Como estaba algo borracho, comencé a adormilarme.

Estaba a punto de dormirme del todo cuando se abrió una ventana nueva con un mensaje instantáneo.

>¡Hola!

No reconocí el seudónimo —spexgirl—, pero tenía una idea de quién estaba detrás de él. Cautelosamente, escribí:

>Hola.

>Soy yo, la de esta noche.

Después, pegó un bloque de cripto. Yo ya había ingresado su clave pública en la lista, de modo que le dije al cliente de mensajería que intentara desencriptar el código con esa clave.

>Soy yo, la de esta noche.

¡Era ella! Escribí:

>Qué casualidad encontrarte aquí.

Después, lo encripté para mi clave pública y lo envié. Luego puse:

>Fue sensacional conocerte.

>Lo mismo digo. No conozco muchos chicos inteligentes que además son guapos y se comprometen con lo social. Por dios, hombre. No le dejas muchas opciones a una chica.

El corazón se me salía del pecho.

>¿Hola? Toc toc. ¿Esto está encendido? No nací aquí, pero seguro que moriré aquí. No te olvides de la propina para las camareras; trabajan mucho. Estoy aquí toda la semana.

Me reí muy fuerte.

>Aquí estoy, aquí estoy. Riéndome tanto que no puedo escribir.

>Bien, al menos mis pasos de comedia por mensaje instantáneo siguen siendo poderosos.

Mmm.

>Fue realmente sensacional conocerte.

>Sí, por lo general lo es. ¿Dónde vas a llevarme?

>¿Llevarte?

>En nuestra próxima aventura.

>La verdad, no tenía nada planeado.

>Oki… entonces te llevaré YO. Sábado. Parque Dolores. Concierto ilegal al aire libre. El que no va es un dodecaedro.

>Espera… ¿qué?

>¿No lees la Xnet? Está en todos lados. ¿Alguna vez has oído de las Speedwhores?

Casi me atraganto. Era la banda de Trudy Doo… Trudy Doo, la mujer que nos pagaba a Jolu y a mí por actualizar el código de la indienet.

>Sí, he oído de ellas.

>Están organizando un espectáculo enorme y ya tienen unas cincuenta bandas que se sumaron al concierto. Lo hacen en las canchas de tenis; van a llevar sus propios camiones con amplificación y a rockear toda la noche.

Me sentí como si viviera debajo de una piedra. ¿Cómo me lo había perdido? En la calle Valencia había una librería anarquista por la que pasaba, a veces, cuando iba camino a la escuela y que tenía un afiche de una vieja revolucionaria llamada Emma Goldman, con esta leyenda: «Si no puedo bailar no quiero ser parte de tu revolución». Había gastado todas mis energías pensando en cómo usar la Xnet para organizar a los dedicados luchadores de la interferencia al DSI, pero esto era muchísimo más atractivo… un gran concierto. No tenía idea de cómo organizarlo, pero me alegraba saber que otros sí.

Y, ahora que lo pensaba, me daba un tremendo orgullo que usaran la Xnet para organizarlo.

 

 

***

 

Al día siguiente era un zombi. Ange y yo habíamos chateado (coqueteado) hasta las 4:00 de la madrugada. Por suerte para mí, era sábado y pude seguir durmiendo pero, entre la resaca y la falta de sueño, apenas lograba poner dos ideas juntas.

A la hora del almuerzo, me las ingenié para levantarme y salir a la calle. Caminé a los tumbos hacia lo del turco para comprarme un café; en esos días, si estaba solo, siempre compraba café allí, como si el turco y yo formáramos parte de un club secreto.

En el camino, vi un montón de graffitis nuevos. Me gustaban los graffitis de Mission; muchas veces eran murales enormes, exquisitos, o esténciles sarcásticos de los estudiantes de arte. Me gustaba que los artistas del graffiti de Mission siguieran con su trabajo bajo las narices del DSI. Otra clase de Xnet, supongo; debían de tener mil formas de saber lo que estaba ocurriendo, dónde conseguir pintura, qué cámaras funcionaban. Noté que habían tapado algunas cámaras con pintura en aerosol.

¡Tal vez usaban la Xnet!

Pintadas con letras de tres metros de altura, en un flanco del muro de un cementerio de autos, se leían estas palabras chorreadas: NO CONFÍES EN NADIE MAYOR DE 25.

Me detuve. ¿Alguien se había ido de mi «fiesta» de anoche para venir aquí con una lata de pintura? Muchos de ellos vivían en este barrio.

Compré el café y di un pequeño paseo por la ciudad, sin rumbo fijo, pensando todo el tiempo en llamar a alguien para ver si quería que alquiláramos una película o algo. Así eran los sábados ociosos como este. ¿Pero a quién iba a llamar? Van no me hablaba. No creía estar listo para hablar con Jolu, y Darryl… Bueno, no podía llamar a Darryl.

Volví a casa con el café y navegué un poco por los blogs de la Xnet. Era imposible rastrear a los autores de esos anoniblogs (a menos que el autor fuera tan estúpido como para poner su nombre) y había muchos. Casi todos eran apolíticos, pero muchos otros no. Hablaban de las escuelas y de las injusticias que había allí. Hablaban de la policía. De los graffitis.

Resulta que había planes para hacer el concierto del parque desde hacía semanas. La noticia había saltado de blog en blog, convirtiéndose en un verdadero movimiento sin que yo lo advirtiera. Y el concierto se llamaba «No Confíes En Nadie Mayor De 25».

Bien. Eso explicaba de dónde lo había sacado Ange. Era un buen eslogan.

 

 

***

 

El lunes por la mañana decidí que quería volver a la librería anarquista, para ver si podía comprarme un afiche de Emma Goldman. Necesitaba ese recordatorio.

Camino a la escuela, me desvié hasta la 16 y Mission; después, por Valencia y cruzando. La tienda estaba cerrada, pero miré el horario colgado en la puerta y me cercioré de que aún tuvieran el afiche.

Mientras iba por Valencia, me quedé atónito al ver cuántas cosas de NO CONFÍES EN NADIE MAYOR DE 25 había por allí. La mitad de las tiendas tenían mercadería NO CONFÍES en las vitrinas: portaviandas, camisetas de mujer, cajas para lápices, gorros de camionero. Por supuesto: las tiendas de onda reaccionan cada vez más rápido. Los nuevos memes invaden la red en el transcurso de uno o dos días y las tiendas mejoran su capacidad de exhibir mercaderías a tono en las vitrinas. Si el lunes aterriza en tu casilla de correo un video cómico de YouTube que muestra a un sujeto volando con jet-packs de agua carbonatada, el martes ya puedes comprar camisetas con fotogramas de ese video.

Pero me asombró ver que algo había saltado directamente de la Xnet a las tiendas más importantes. Gastados jeans de diseño exclusivo, con el eslogan escrito cuidadosamente en tinta de bolígrafo escolar. Parches bordados.

Las buenas noticias viajan rápido.

La frase estaba escrita en la pizarra cuando llegué al aula de Estudios Sociales de la Sra. Gálvez. Nos sentamos en los pupitres, todos sonriendo al verla. La idea de que todos podíamos confiar en todos, de que era posible identificar al enemigo, inspiraba una profunda alegría. Yo sabía que no era totalmente cierta, pero tampoco totalmente falsa.

La Sra. Gálvez entró, se acomodó el cabello dándole unas palmaditas, colocó el LibroEscolar sobre el escritorio y lo encendió. Tomó una tiza y se volvió hacia la pizarra. Todos reímos. Sin mala intención, pero reímos.

Ella se dio vuelta y también reía.

—Parece que la inflación también afecta a los escritores de slogans de la nación. ¿Cuántos de ustedes saben de dónde proviene esa frase?

Nos miramos. «¿De los hippies?», dijo alguien y nos reímos. Los hippies andan por toda San Francisco, tanto los viejos fumones de sucias barbas gigantescas y ropa batik como los de la nueva especie, más interesados en la vestimenta y tal vez en jugar a la pelota con bolsitas de hierba que en protestar contra algo.

—Bien, sí, de los hippies. Pero cuando pensamos en los hippies hoy en día sólo pensamos en la ropa y la música. La ropa y la música eran accesorias a la parte principal de todo lo que hizo importante a esa época, la de los años sesenta.

»Ya están enterados del movimiento por los derechos civiles para terminar con la segregación. Había jóvenes como ustedes, blancos y negros, que viajaban al sur en autobús para inscribir votantes negros y protestar contra el racismo oficial del estado. California fue uno de los lugares de donde salieron los principales líderes de los derechos civiles. Siempre hemos estado un poco más politizados que el resto del país y también somos la región donde los negros lograron que, en las fábricas, se les asignaran los mismos puestos de trabajo sindicalizados que a los blancos, de modo que estaban un poco mejor que sus primos sureños.

»Los estudiantes de Berkeley enviaban al sur un flujo constante de defensores de la libertad; los reclutaban poniendo mesas de información en el campus, en Bancroft y la Avenida Telegraph. Probablemente han visto que, en la actualidad, aún ponen mesas allí.

»En fin, la institución trató de callarlos. El presidente de la universidad prohibió las organizaciones políticas dentro de las instalaciones, pero los jóvenes defensores de los derechos civiles no se detuvieron. La policía intentó arrestar a un muchacho que repartía folletos en una de las mesas; lo metieron en un furgón, pero 3.000 estudiantes rodearon el vehículo e impidieron que se moviera. No iban a permitir que llevaran a la cárcel a ese chico. Se pararon sobre el furgón y lanzaron arengas sobre la Primera Enmienda y la Libertad de Opinión.

»El incidente galvanizó el Movimiento por la Libertad de Opinión. Ese fue el comienzo de los hippies, pero además surgieron movimientos estudiantiles más radicales. Grupos activistas negros como las Panteras Negras y, más tarde, grupos a favor de los derechos de los gays como las Panteras Rosas. Grupos femeninos de ideas drásticas, incluidas las «lesbianas separatistas»… ¡que, lisa y llanamente, querían prohibir a los hombres! Y los yippies. ¿Alguien ha oído hablar de los yippies?

—¿No hicieron levitar el Pentágono? —dije. Había visto un documental sobre el tema alguna vez.

Ella rió. —Me había olvidado de eso, pero sí, ¡fueron ellos! Los yippies eran hippies muy politizados, pero no eran serios como imaginamos que son los políticos de hoy. Eran muy traviesos. Bromistas. Regalaron dinero, arrojándolo al aire, en el interior de la Bolsa de Valores de Nueva York. Marcharon alrededor del Pentágono con cientos de manifestantes, pronunciando un hechizo mágico que supuestamente lo haría levitar. Inventaron un LSD ficticio que se podía rociar con pistolas de agua y se dispararon mutuamente, para luego fingir que estaban drogados. Eran cómicos y un éxito de la TV. Un yippie, un payaso llamado Wavy Gravy, solía reunir a cientos de manifestantes disfrazados de Santa Claus, con la intención de que, esa noche, las cámaras de los noticieros mostraran a los oficiales de policía arrestando a Papá Noel, llevándoselo a la rastra… Movilizaban a mucha gente.

»El gran momento de los yippies fue la Convención Democrática Nacional de 1968, cuando convocaron a organizar protestas contra la guerra de Vietnam. Miles de manifestantes invadieron Chicago, durmiendo en las plazas y montando piquetes todos los días. Aquel año hicieron muchísimas bromas bizarras, como nominar a un cerdo llamado Pigasus para candidato a presidente. La policía y los manifestantes peleaban en las calles; ya había sucedido muchas veces, pero los policías de Chicago no tuvieron la astucia de dejar en paz a los periodistas. Apalearon a los periodistas y los periodistas se tomaron revancha mostrando lo que de verdad ocurría en esas protestas, de modo que todo el país vio a la policía de Chicago golpeando salvajemente a sus jóvenes. Lo llamaron «el motín policial».

»A los yippies les encantaba decir ‘No confíes en nadie mayor de 30’. Se referían a que los nacidos antes de cierta época, cuando los EE. UU. peleaban contra enemigos como los nazis, nunca podrían entender lo que significaba amar tanto al país como para negarse a pelear contra los vietnamitas. Pensaban que, cuando llegábamos a los 30, nuestra actitud ya estaba anquilosada y que jamás podríamos comprender por qué los jóvenes de ese momento tomaban las calles, abandonaban sus estudios, perdían los estribos.

»San Francisco era el epicentro de todo esto. Aquí se fundaron ejércitos revolucionarios. Algunos volaban edificios o robaban bancos para la causa. Muchos de esos chicos crecieron y se volvieron más o menos normales, pero otros acabaron en prisión. Algunos de los que abandonaron la universidad hicieron cosas asombrosas más tarde… por ejemplo, Steve Jobs y Steve Wozniak, que fundaron Apple Computers e inventaron la PC.

Esto sí que me interesaba. Algo sabía, pero nunca me lo habían contado así. O tal vez nunca me había importado tanto como me importaba ahora. De pronto, esas marchas de protesta de los adultos, apáticas, solemnes, no me parecían tan apáticas. Quizás había espacio para esa clase de actividad en el movimiento Xnet.

Levanté la mano.

—¿Ganaron? ¿Los yippies ganaron?

La Sra. Gálvez me miró largamente, como si lo estuviera pensando. Nadie dijo una palabra. Todos queríamos oír la respuesta.

—No perdieron —dijo—. Digamos que implotaron un poco. Algunos fueron a la cárcel por drogas y otras cosas. Algunos cambiaron de rumbo, se volvieron yuppies y entraron en el circuito de las conferencias para contarles a todos lo estúpidos que habían sido, para hablar de las bondades de la ambición y de la tontería que habían cometido.

»Pero sí cambiaron el mundo. La guerra de Vietnam terminó y el conformismo y la obediencia sin cuestionamientos que la gente llamaba «patriotismo» pasaron de moda muy notoriamente. Se avanzó muchísimo con los derechos de los negros, los derechos de las mujeres y los derechos de los homosexuales. Los derechos de los chicanos, de los discapacitados… toda nuestra tradición a favor de las libertades civiles surgió o se fortaleció gracias a esa gente. El movimiento de protesta de hoy es descendiente directo de aquellas luchas.

—No puedo creer que hable así de ellos —dijo Charles desde su silla, tan inclinado hacia delante que ya casi estaba de pie; su rostro afilado, delgado, se había puesto rojo. Tenía ojos grandes y húmedos, labios carnosos, y cuando se exaltaba se parecía levemente a un pez.

La Sra. Gálvez se envaró un poco y dijo:

—Continúa, Charles.

—Acaba de describir a unos terroristas. Verdaderos terroristas. Volaban edificios, dijo usted. Trataron de destruir la Bolsa de Valores. Le pegaban a la policía y le impedían arrestar a los que violaban la ley. ¡Nos atacaban!

La Sra. Gálvez asintió lentamente. Advertí que estaba tratando de resolver cómo manejar a Charles, que realmente parecía a punto de reventar.

—Charles nos presenta un buen argumento. Los yippies no eran agentes extranjeros; eran ciudadanos norteamericanos. Cuando dices «nos atacaban», debes determinar quiénes son «ellos» y quiénes «nosotros». Cuando se trata de tus compatriotas…

—¡Sandeces! —gritó él. Ahora estaba de pie—. En aquel momento estábamos en guerra. Esos tipos le daban apoyo y consuelo al enemigo. Es fácil determinar quiénes son ellos y quiénes nosotros: si apoyas a los EE. UU., eres nosotros. Si apoyas a los que balean a los norteamericanos, eres ellos.

—¿Alguien más quiere hacer comentarios sobre esto?

Se alzaron rápidamente varias manos. La Sra. Gálvez los hizo hablar. Algunos señalaron que el motivo de que los vietnamitas balearan a los norteamericanos era que los norteamericanos habían viajado hasta Vietnam para ponerse a correr por toda la jungla con armas en la mano. Otros pensaban que Charles estaba en lo cierto, que no debía permitirse que la gente cometiera actos ilegales.

Todos debatían muy bien, salvo Charles, que sólo les gritaba a todos y los interrumpía cuando trataban de exponer sus ideas. La Sra. Gálvez trató de obligarlo a esperar su turno un par de veces, pero él hizo oídos sordos.

Yo estaba buscando algo en el LibroEscolar, algo que sabía que había leído.

Lo encontré. Me puse de pie. La Sra. Gálvez me miró, expectante. Los demás siguieron su mirada y se callaron. Hasta Charles me miró después de un momento, con sus grandes ojos húmedos que ardían de odio hacia mí.

—Quería leer algo —dije—. Es corto. «Los gobiernos se instituyen entre los hombres, derivando sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; cuando una forma de gobierno se vuelve destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que, a su juicio, ofrezca las mayores probabilidades de hacer efectiva su seguridad y felicidad».

 

 

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