«Hermano menor» (CapÃtulo 16), Cory Doctorow
Agregado en 25 octubre 2010 por Edu in 211, Ficciones, tags: Novela
CapÃtulo 16
Al principio, mamá quedó estupefacta; después, se indignó; finalmente, se dio por vencida y se limitó a dejar la boca abierta mientras yo le contaba de los interrogatorios, de cómo me habÃa meado encima, de la bolsa que me cubrÃa la cabeza, de Darryl. Le mostré la nota.
—¿Por qué…?
En esas dos sÃlabas, todas las recriminaciones que yo mismo me habÃa hecho por las noches, todos los momentos en que me habÃa faltado valentÃa para decirle al mundo de qué se trataba todo en realidad, por qué estaba peleando en realidad, qué habÃa inspirado la Xnet en realidad.
Tomé aire.
—Me dijeron que me meterÃan en la cárcel si hablaba de esto. No por unos cuantos dÃas. Para siempre. TenÃa… tenÃa miedo.
Mamá se quedó sentada conmigo un largo rato sin decir nada. Después:
—¿Y el padre de Darryl?
Era como si me hubiese clavado una aguja en el pecho. El padre de Darryl. DebÃa de pensar que Darryl estaba muerto, muerto hacÃa mucho.
¿Y no lo estaba? ¿Después de que el DSI te tenÃa encerrado ilegalmente desde hacÃa tres meses, alguna vez iba a dejarte ir?
Pero Zeb habÃa escapado. Quizás Darryl escaparÃa. Quizás la Xnet y yo podÃamos ayudarlo a salir.
—No le he dicho nada —respondÃ.
Ahora era mamá la que lloraba. No era fácil hacerla llorar. Cosa de británicos. Sus sollozos pequeños, como hipos, eran mucho peores de escuchar por ese mismo motivo.
—Se lo dirás —logró decir—. Eso harás.
—Lo haré.
—Pero primero debemos contárselo a tu padre.
***
Papá ya no tenÃa horario fijo para regresar a casa. Entre los clientes de la consultorÃa —que tenÃan mucho trabajo ahora que el DSI compraba empresas nuevas de data-mining en la penÃnsula— y el largo viaje de ida y vuelta a Berkeley, podÃa llegar a cualquier hora entre las seis de la tarde y la medianoche.
Esa noche, mamá lo llamó y le dijo que volviera a casa «ahora mismo». Él le dijo algo y ella sólo repitió: «ahora mismo».
Cuando llegó, ya nos habÃamos acomodado en la sala, con la nota sobre la mesa de café que estaba entre nosotros.
Fue fácil contarlo la segunda vez. El secreto se aligeraba. No exageré, no oculté nada. Me sinceré.
Antes habÃa escuchado el término sincerarse, pero nunca comprendà lo que significaba hasta que yo mismo lo hice. Guardar el secreto me habÃa ensuciado, me habÃa manchado el espÃritu. Me habÃa provocado miedo y vergüenza. Me habÃa convertido en todo lo que Ange me dijo que era.
Papá se quedó sentado todo el tiempo, duro como una estaca, con una expresión esculpida en piedra. Cuando le entregué la nota, la leyó dos veces y luego la apoyó en la mesa con cuidado.
Sacudió la cabeza, se puso de pie y se dirigió a la puerta principal.
—¿Adónde vas? —preguntó mi madre, alarmada.
—Necesito caminar —fue todo lo que logró decir con un jadeo, con la voz quebrada.
Mamá y yo nos miramos incómodamente y esperamos que regresara a casa. Traté de imaginar lo que le estarÃa dando vueltas en la cabeza. Se habÃa convertido en un hombre muy distinto después del atentado y yo sabÃa, por mamá, que su cambio se debÃa a los dÃas que habÃa pasado pensando que yo habÃa muerto. Llegó a creer que los terroristas casi habÃan matado a su hijo y eso lo habÃa trastornado.
Estaba tan trastornado como para hacer todo lo que pidiera el DSI: formar fila como una ovejita obediente y permitir que lo controlaran, que lo manejaran.
Ahora sabÃa que era el DSI el que me habÃa encarcelado, el que habÃa tomado de rehenes a los chicos de San Francisco en Guantánamo de la BahÃa. Ahora que lo pensaba, todo tenÃa sentido. Por supuesto que me habÃan encerrado en Treasure Island. ¿Qué otro sitio está a diez minutos de viaje en barco desde San Francisco?
Cuando papá volvió, parecÃa más irritado que nunca en su vida.
—¡Debiste decÃrmelo! —rugió.
Mamá se interpuso entre nosotros.
—Culpas a la persona equivocada —dijo—. No fue Marcus el que secuestró e intimidó.
Él sacudió la cabeza y pateó el suelo.
—No estoy culpando a Marcus. Sé exactamente de quién es la culpa. MÃa. MÃa y del estúpido DSI. Pónganse los zapatos, tomen sus abrigos.
—¿Adónde vamos?
—A ver al padre de Darryl. Después, a la casa de Barbara Stratford.
***
ConocÃa el nombre de Barbara Stratford de algún lado, pero no me acordaba de dónde. Pensé que tal vez era una vieja amiga de mis padres, pero no podÃa ubicarla con exactitud.
Mientras tanto, iba rumbo a la casa del padre de Darryl. Nunca me habÃa sentido cómodo ante la presencia del viejo, que habÃa sido operador de radio de la Armada y que manejaba su casa como un barco disciplinado. Le habÃa enseñado el código Morse a Darryl cuando era niño, cosa que siempre me pareció genial. Era una de las razones por las que sabÃa que podÃa confiar en la carta de Zeb. Pero por cada cosa genial como el código Morse, el papá de Darryl imponÃa unas reglas de disciplina militar demenciales que parecÃan existir porque sÃ, como insistir en que hiciera la cama plegando las sábanas como en un hospital o que se afeitara dos veces por dÃa. Darryl se trepaba por las paredes.
A la madre de Darryl tampoco le agradaba mucho todo eso. Volvió con su familia de Minnesota cuando Darryl tenÃa diez años; él pasaba los veranos y las navidades allá.
Estaba en el asiento trasero del coche y veÃa la nuca de papá mientras conducÃa. Los músculos de su cuello estaban tensos y no dejaban de saltar cuando él apretaba las mandÃbulas.
Mamá tenÃa una mano apoyada en su brazo, pero no habÃa nadie que me consolara a mÃ. Si pudiera llamar a Ange… O a Jolu. O a Van. Tal vez lo harÃa cuando termináramos con todo esto.
—Mentalmente, ya habrá sepultado a su hijo —comentó papá mientras doblábamos por las cerradas curvas que conducÃan a Twin Peaks y al pequeño chalet que compartÃan Darryl y su padre. En Twin Peaks habÃa niebla, como la que a menudo bajaba sobre San Francisco, haciendo que la luz de nuestros focos se reflejara de nuevo hacia nosotros. Cada vez que doblábamos una curva veÃa los valles de la ciudad extendiéndose debajo de nosotros: cuencos de luces parpadeantes que se desplazaban entre la bruma.
—¿Es esta?
—Sà —dije—. Esta es. —HacÃa meses que no venÃa a la casa de Darryl, pero habÃa pasado suficiente tiempo aquà a lo largo de los años como para reconocerla de inmediato.
Los tres nos quedamos parados cerca del auto durante un largo momento, esperando ver quién iba a tocar el timbre. Para mi sorpresa, fui yo.
Toqué y todos esperamos un minuto, callados, reteniendo la respiración. Volvà a tocar. El auto del padre de Darryl estaba en el camino de entrada y habÃamos visto una luz en la sala. Estaba a punto de tocar por tercera vez cuando se abrió la puerta.
—¿Marcus? —El padre de Darryl no se veÃa en absoluto como yo lo recordaba. Sin afeitar, en bata y descalzo, con las uñas de los pies largas y los ojos rojos. HabÃa subido de peso y un suave doble mentón se bamboleaba debajo de la firme mandÃbula de militar. Su delgado cabello estaba parado y en desorden.
—Sr. Glover —dije. Mis padres se amontonaron en el umbral, detrás de mÃ.
—Hola, Ron —dijo mi madre.
—Ron —dijo mi padre.
—¿Ustedes también? ¿Qué está ocurriendo?
—¿Podemos entrar?
***
La sala parecÃa sacada de uno de esos segmentos de noticiero que muestran a chicos abandonados que pasaron un mes encerrados antes de ser rescatados por los vecinos: cajas de comida congelada, latas de cerveza vacÃa y botellas de jugo, cuencos con cereal mohoso y pilas de periódicos. HabÃa olor a pis de gato y basura bajo nuestros pies. Incluso sin el pis de gato, el olor era increÃble, como el del baño de una estación de autobuses.
El sofá estaba cubierto con una sábana mugrienta y un par de almohadas grasientas; los almohadones estaban aplastados, como si hubieran dormido sobre ellos mucho tiempo.
Todos nos quedamos de pie durante un largo y silencioso momento; el bochorno superaba a cualquier otra emoción. El padre de Darryl tenÃa cara de querer morirse.
Lentamente, hizo a un lado la sábana del sofá y retiró las bandejas apiladas de comida grasienta que estaban sobre un par de sillas, llevándolas a la cocina y, a juzgar por el sonido, arrojándolas al suelo.
Nos sentamos tÃmidamente en los lugares que habÃa despejado y él regresó y también se sentó.
—Perdonen —dijo vagamente—. No tengo café para ofrecerles. Mañana me traerán más provisiones, asà que tengo poco…
—Ron —dijo mi padre—. Escúchanos. Tenemos algo que decirte y no será fácil oÃrlo.
Se sentó como una estatua y yo hablé. Echó un vistazo a la nota, la leyó sin comprenderla, después la leyó otra vez. Me la devolvió. Estaba temblando.
—Está…
—Darryl está vivo —le dije—. Está vivo y prisionero en Treasure Island.
Se llevó un puño en la boca y emitió un horrible gemido.
—Tenemos una amiga —dijo mi padre—. Escribe en el Bay Guardian. Una periodista de investigación.
De allà conocÃa el nombre. El periódico semanal Guardian, que era gratuito, con frecuencia perdÃa sus periodistas porque se iban a otros medios más grandes, de frecuencia diaria o de Internet, pero Barbara Stratford estaba allà desde siempre. TenÃa un borroso recuerdo de haber cenado con ella cuando era niño.
—Ahora vamos a verla —dijo mi madre—. ¿Quieres venir con nosotros, Ron? ¿Quieres contarle la historia de Darryl?
Ocultó el rostro entre sus manos y respiró profundamente. Papá intentó apoyar una mano sobre su hombro, pero el Sr. Glover se lo quitó de encima con un violento sacudón.
—Necesito asearme —dijo—. Denme un minuto.
El Sr. Glover regresó al piso de abajo convertido en otro hombre. Se habÃa afeitado; se habÃa peinado hacia atrás con gel; se habÃa puesto un impecable uniforme militar, con una hilera de condecoraciones de campaña en el pecho. Se detuvo al pie de la escalera e hizo un gesto hacia su vestimenta.
—En este momento no tengo mucha ropa limpia y presentable. Y esto me pareció apropiado. Ya saben, por si ella quiere tomar fotos.
Se sentó delante, con papá, y yo detrás de él. De cerca, olÃa un poco a cerveza, como si el olor le saliera por los poros.
***
Ya era medianoche cuando entramos en el sendero para coches de Barbara Stratford. VivÃa fuera de la ciudad, en Mountain View, y nadie dijo una palabra durante el veloz viaje por la 101. Los edificios de última tecnologÃa que bordeaban la carretera pasaban rápidamente junto a nosotros.
Era una zona de la BahÃa diferente de donde yo vivÃa, más parecida a la Norteamérica suburbana que a veces se veÃa por TV. Muchas autopistas y subdivisiones con casas idénticas, poblaciones donde no habÃa gente sin hogar empujando carritos de supermercado por las aceras… ¡ni siquiera habÃa aceras!
Mamá habÃa telefoneado a Barbara Stratford mientras esperábamos que el Sr. Glover bajara. La periodista estaba durmiendo, pero mamá estaba tan exaltada que olvidó comportarse como británica y sentir vergüenza por haberla despertado. En cambio, le dijo, tensa, que tenÃa que hablar con ella y que debÃa ser en persona.
Cuando nos acercábamos a la casa, mi primer pensamiento fue que se trataba la vivienda familiar de la serie The Brady Bunch: una finca de una sola planta, con fachada de ladrillos y un pulcro jardÃn de césped, perfectamente cuadrado. TenÃa una especie de dibujo abstracto hecho con mosaicos sobre los ladrillos y una anticuada antena UHF que asomaba de la parte de atrás. Caminamos hasta la entrada y vimos que ya habÃa luz en el interior.
La escritora abrió la puerta antes de tocáramos el timbre. TenÃa más o menos la edad de mis padres; era una mujer alta y delgada, con nariz de halcón y ojos astutos rodeados de muchas arrugas de las que se marcan al reÃr. VestÃa un jean lo bastante moderno como para verlo en cualquiera de las boutiques de la calle Valencia y una túnica hindú de algodón, suelta, que le llegaba a los muslos. Usaba unas pequeñas gafas redondas que brillaban bajo la luz del vestÃbulo.
Nos dedicó una sonrisa tensa.
—Veo que trajiste a todo el clan —dijo.
Mamá asintió. —En un minuto entenderás por qué —dijo. El Sr. Glover, que estaba detrás de papá, dio un paso al frente.
—¿Y también llamaste a la Armada?
—En buena hora.
Nos presentó uno por uno. Barbara tenÃa un apretón firme y dedos largos.
Su casa estaba decorada al estilo japonés minimalista: tan solo un puñado de muebles bajos, de proporciones exactas, unos grandes jarrones con ramas de bambú que rozaban el techo y lo que parecÃa una pieza de motor diesel grande y oxidada, instalada sobre un pedestal de mármol pulido. Decidà que me gustaba. Los pisos eran de madera antigua, lijada y teñida, pero no reparada, de modo que se veÃan grietas y agujeros por debajo del barniz. De verdad me gustó eso, especialmente porque estaba en calcetines, sin zapatos.
—Tengo café —dijo ella—. ¿Quién quiere?
Todos levantamos la mano. Miré a mis padres, desafiante.
—Bien —dijo.
Desapareció en el interior de otra habitación y regresó un instante después, trayendo una rústica bandeja de bambú con una jarra térmica de litro y medio y seis tazas de diseño preciso, pero con decoraciones toscas y torpes. También me gustaron.
—Muy bien —dijo, después de haber servido el café—. Es muy bueno verlos de nuevo. Marcus, creo que la última vez que te vi tenÃas unos siete años. Por lo que recuerdo, estabas entusiasmado con tus nuevos videojuegos y me los mostraste.
Yo no me acordaba para nada, pero sonaba a lo que me interesaba cuando tenÃa siete años. Supuse que hablaba de mi Sega Dreamcast.
Sacó un grabador de cinta, un anotador amarillo y un bolÃgrafo, que hizo girar.
—Estoy aquà para escuchar todo lo que tengan que decirme y les prometo que conservaré la confidencialidad. Pero no puedo prometerles que voy a hacer algo con eso ni que saldrá publicado. —Por la forma en que lo dijo, me di cuenta de que le habÃa concedido un gran favor a mamá al levantarse de la cama, fueran amigas o no. Supongo que ser un periodista de investigación importante es un fastidio. Probablemente habÃa un millón de personas deseando que ella se hiciera eco de sus causas.
Mamá me hizo un gesto con la cabeza. Aunque esa noche ya habÃa contado la historia tres veces, descubrà que se me trababa la lengua. Esto era diferente de contárselo a mis padres. Diferente de decÃrselo al padre de Darryl. Esto darÃa inicio a un nuevo movimiento en el juego.
Comencé con lentitud y vi que Barbara tomaba notas. Bebà una taza de café completa sólo mientras explicaba qué eran los JRA y cómo me escapaba de la escuela para jugar. Mamá, papá y el Sr. Glover escucharon atentamente esa parte. Me servà otra taza y la bebà cuando explicaba cómo nos habÃan secuestrado. Cuando terminé toda la historia, habÃa vaciado la jarra y necesitaba echarme una meada de caballo.
El baño era tan austero como la sala; habÃa un jabón orgánico, parduzco, que olÃa a barro limpio. Regresé y me encontré con los adultos mirándome en silencio.
A continuación, el Sr. Glover contó su historia. No tenÃa nada que decir sobre lo ocurrido, pero explicó que era un veterano y que su hijo era un buen chico. Habló de cómo se habÃa sentido al creer que su hijo habÃa muerto, del colapso que habÃa sufrido su ex-esposa cuando se enteró y que habÃan tenido que hospitalizarla. Lloró un poco, sin pudor; las lágrimas corrÃan por su rostro arrugado y oscurecÃan el cuello del uniforme de gala.
Cuando todo acabó, Barbara fue a otra habitación y trajo una botella de whisky irlandés.
—Es un Bushmills de quince años, añejado en una cuba de ron—dijo, colocando cuatro vasos en la mesa. Ninguno para m×. Hace diez años que no está en venta. Creo que probablemente es el momento adecuado para abrirlo.
Sirvió un pequeño vaso de licor a cada uno; luego levantó el suyo y bebió, dejándolo por la mitad. El resto de los adultos la imitaron. Volvieron a beber y terminaron los vasos. Ella sirvió más.
—Muy bien —dijo Barbara—. Esto es lo que puedo decirles ahora. Les creo. No sólo porque te conozco, Lillian. La historia suena coherente y explica otros rumores que he escuchado. Pero no puedo basarme solamente en la palabra de ustedes. Voy a tener que investigar todos los aspectos de esto, y todos los elementos de sus vidas y de sus historias. Necesito saber si hay algo que no me contaron, algo que pudieran usar para desacreditarlos cuando esto salga a la luz. Necesito saber todo. PodrÃan pasar semanas antes de que esté lista para publicarlo.
»También deben pensar en su seguridad y en la de Darryl. Si realmente se ha convertido en una «no persona», la presión sobre el DSI puede motivarlos a transferirlo a otro sitio mucho más lejano. Piensen en Siria. También podrÃan hacer algo mucho peor. —Dejó la idea flotando en el aire. Yo sabÃa que se referÃa a que podÃan matarlo—. Ahora me llevaré esta carta para escanearla. Quiero fotos de ustedes dos, ahora y después. PodrÃa enviarles un fotógrafo, pero quiero documentar esto con toda la minuciosidad posible esta misma noche.
La acompañé a su oficina para hacer el escaneo. Esperaba encontrarme con una computadora elegante, de bajo consumo, que encajara con la decoración, pero, en cambio, el dormitorio adicional/oficina estaba atestado de PC último modelo, con grandes monitores planos tipo panel y un escáner lo bastante grande como para meter una hoja de periódico entera. También era rápida para manejar sus equipos. Noté, con cierta aprobación, que usaba el ParanoidLinux. Esta señora se tomaba en serio su trabajo.
Los ventiladores de las computadoras proporcionaban un efectivo escudo de ruido blanco, pero, a pesar de todo, cerré la puerta y me acerqué a ella.
—Eh… Barbara.
—¿SÃ?
—Sobre lo que dijo, sobre lo que podrÃan usar para desacreditarme…
—¿SÃ?
—No pueden obligarla a contarle a nadie lo que yo le diga ¿no?
—En teorÃa. Digámoslo asÃ: fui a la cárcel dos veces por negarme a revelar mis fuentes.
—OK, OK. Bien. Vaya. A la cárcel. Diablos. —Inspiré profundamente—. ¿Ha oÃdo hablar de la Xnet? ¿De M1k3y?
—SÃ.
—Yo soy M1k3y.
—Oh —dijo ella. Accionó el escáner y dio vuelta la nota para tomar el reverso. Escaneaba con una resolución increÃble, 10.000 puntos por pulgada o más, y la pantalla de encendido era como una imagen salida de un microscopio de electrones—. Bueno, eso le da un cariz diferente a la cosa.
—SÃ —dije—. Supongo que sÃ.
—Tus padres no lo saben.
—No. Y no sé si quiero que se enteren.
—Es algo que vas a tener que resolver. Necesito pensar en esto. ¿Puedes venir a mi oficina? Me gustarÃa hablar contigo sobre el significado exacto de todo esto.
—¿Tiene una Xbox Universal? Puedo llevar un instalador.
—SÃ, seguro que puedo organizar eso. Cuando vengas, dile a la recepcionista que eres el Sr. Brown y que quieres verme. Ellos saben lo que significa. No tomarán nota de tu visita y borrarán automáticamente todo lo que filme la cámara de seguridad ese dÃa, y desactivarán las cámaras hasta que te marches.
—Vaya —dije—. Usted piensa como yo.
Sonrió y me dio un golpe en el hombro.
—Muchachito, hace un tiempo terriblemente largo que estoy en este juego. Hasta ahora, me las ingenié para pasar más tiempo en libertad que entre rejas. La paranoia es mi amiga.
***
Al dÃa siguiente, en la escuela, yo era un zombi. HabÃa dormido tres horas en total y ni siquiera las tres tazas de lodo de cafeÃna del Turco habÃan logrado poner en marcha mi cerebro. El problema de la cafeÃna consiste en que es demasiado fácil acostumbrarse a ella, de modo que hay que tomar dosis cada vez mayores para estar un poco más arriba que lo normal.
HabÃa pasado la noche reflexionando en lo que debÃa hacer. Era como correr en un laberinto de pasillos pequeños y retorcidos, todos iguales, que terminaban todos en el mismo punto sin salida. Cuando fuera a lo de Barbara todo terminarÃa para mÃ. Ese serÃa el resultado, sin importar cuánto pensara en ello.
Cuando terminó la jornada escolar, lo único que deseaba era irme a casa y meterme en la cama. Pero tenÃa una cita en el Bay Guardian, sobre la costa. Clavé la mirada en mis pies mientras me encaminaba, con paso vacilante, al portón de salida. Cuando giré por la Calle 24, otro par de pies se me pusieron a la par. Reconocà los zapatos y me detuve.
—¿Ange?
Ange se veÃa como yo me sentÃa. Mal dormida y con ojeras de mapache, con una expresión triste en las comisuras de la boca.
—Hola —dijo—. Sorpresa. Me otorgué una salida sin permiso de la escuela. De todos modos, no podÃa concentrarme.
—Mmm —dije.
—Cállate y abrázame, idiota.
Lo hice. Se sentÃa bien. Mejor que bien. Se sentÃa como si me hubiesen amputado una parte de mà y ahora me la hubieran vuelto a adosar.
—Te amo, Marcus Yallow.
—Te amo, Angela Carvelli.
—OK —dijo ella, apartándose de mis brazos—. Me gustó lo que posteaste sobre por qué no ibas a clonar. Puedo respetarlo. ¿Y qué has hecho sobre el tema de encontrar un modo de interferirlos sin que te atrapen?
—Voy camino a reunirme con una periodista de investigación que publicará la historia de cómo me mandaron a la cárcel, cómo inicié la Xnet y cómo Darryl se encuentra ilegalmente preso por el DSI en una cárcel secreta de Treasure Island.
—Oh. —Miró a todos lados un momento—. ¿No podÃas pensar en algo… ya sabes… verdaderamente ambicioso?
—¿Quieres venir?
—Voy, sÃ. Y me agradarÃa que me explicaras esto en detalle, si no te molesta.
Después de tanto contar la historia, esta vez —relatarla mientras caminábamos por la avenida Potrero y por la 16— fue la más fácil. Ella me sostenÃa de la mano y me la apretaba con frecuencia. Subimos los escalones que conducÃan a las oficinas del Bay Guardian de dos en dos. Mi corazón latÃa con fuerza. Llegué al escritorio de recepción y le dije a la chica aburrida que estaba allà sentada:
—Vengo a ver a Barbara Stratford. Soy el Sr. Green.
—Creo que quiso decir el Sr. Brown.
—Ah, sà —dije, sonrojándome—. El Sr. Brown.
Ella hizo algo en la computadora y luego dijo:
—Tomen asiento. Barbara saldrá en un minuto. ¿Les sirvo algo?
—Café —respondimos al unÃsono. Otra razón para amar a Ange: éramos adictos a la misma droga.
La recepcionista (una bella mujer latina apenas unos años mayor que nosotros, vestida con ropa de Gap tan anticuada que en realidad le daban un estilo retro de vanguardia) asintió, salió y regresó con un par de tazas decoradas con el nombre del periódico.
Bebimos en silencio, observando a los visitantes y periodistas que entraban y salÃan. Finalmente, Barbara vino a buscarnos. TenÃa puesto prácticamente lo mismo que la noche anterior. Le quedaba bien. Me miró con una ceja levantada cuando vio que traÃa a una chica.
—Hola —le dije—. Eh… ella es…
—La Sra. Brown —dijo Ange, tendiéndole la mano. Ah, sÃ, claro; se suponÃa que nuestras identidades eran secretas—. Trabajo con el Sr. Green. —Me dio un ligero codazo.
—Entonces, vamos —dijo Barbara, y nos llevó a una sala de reuniones con largas paredes vidriadas y con las cortinas cerradas. Puso una bandeja de clones de Oreo orgánicas de Whole Foods, una grabadora digital y otro anotador amarillo.
—¿Quieres grabar esto también? —me preguntó.
La verdad, no lo habÃa pensado. Me daba cuenta de por qué serÃa útil grabarlo, en caso de que quisiera desmentir algo publicado por Barbara. En todo caso, aunque no confiara en su lealtad para conmigo, mi suerte ya estaba echada.
—SÃ, está bien —dije.
—Muy bien, adelante. Jovencita, me llamo Barbara Stratford y soy periodista de investigación. Supongo que sabes por qué estoy aquà y me da curiosidad saber por qué estás tú aquÃ.
—Trabajo con Marcus en la Xnet —dijo—. ¿Necesita saber mi nombre?
—Ahora no —dijo Barbara—. Puedes permanecer en el anonimato si quieres. Marcus, te pedà que me relataras esta historia porque necesito saber cómo influye en lo que me contaste sobre tu amigo Darryl y la nota que me mostraste. Veo que puede ser un buen dato adicional; podrÃa presentar el caso como lo que dio origen a la Xnet. «Ellos fabricaron a un enemigo que nunca olvidarán», algo asÃ. Pero, para ser honesta, preferirÃa no tener que contar esa historia si no es necesario.
»Prefiero una historia clara y concisa sobre la prisión secreta a un paso de nuestras casas, sin tener que discutir si los prisioneros de allà son la clase de gente que puede salir por la puerta e instalar un movimiento subterráneo dedicado a desestabilizar al gobierno federal. Seguro que entiendes eso.
EntendÃa. Si la Xnet formaba parte de la historia, algunos dirÃan: «¿Ven? Hace falta meter en la cárcel a los tipos asà para que no provoquen disturbios callejeros».
—El espectáculo es suyo —le dije—. Creo que es necesario que le cuente al mundo sobre Darryl. Cuando usted haga eso, el DSI se enterará de que he hecho pública mi historia y vendrá a buscarme. Tal vez en ese momento se percatarán de que estoy involucrado en la Xnet. Tal vez me vinculen con M1k3y. Supongo que lo que quiero decir es que, una vez que se publique lo de Darryl, todo acabó para mÃ, pase lo que pase. Ya hice las paces con eso.
—Perdido por perdido… —dijo ella—. Bien. Bueno, estamos de acuerdo. Quiero que los dos me cuenten todo lo que puedan sobre la fundación y operación de la Xnet, y luego quiero una demostración. ¿Para qué se usa? ¿Quiénes más la usan? ¿Cómo se extendió? ¿Quién escribió el software? Todo.
—Tomará un buen rato —dijo Ange.
—Tengo un buen rato —dijo Barbara. Bebió un poco de café y se comió una falsa Oreo—. Esta podrÃa ser la historia más importante de la Guerra contra el Terror. PodrÃa ser la historia que hará caer al gobierno. Cuando uno tiene una historia como esta, trabaja con mucho cuidado.