Revista Axxón » «Espacios inacabados», Jairo Ramos Parra - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

COLOMBIA

 

 

1.

 

 

—La próxima vez traeré unos porros —dijo el enfermero Falcone mientras encendía un cigarrillo. Su rostro se iluminó ligeramente con una extraña mueca que podía entenderse como reflejo de una repentina epifanía o simplemente una momentánea dificultad de sonreír.

Lander miró el techo, el amplio tragaluz que alguna vez había sido de vidrio y que ahora era de algún material sintético que el sol y las inclemencias del clima habían arañado hasta darle una apariencia lechosa y estriada, y pensó que la sugerencia de algo más intenso que el tabaco no era una idea del todo descabellada.

Al final de la tarde, cuando habían terminado sus respectivos turnos, muchos de los empleados del sanatorio se reunían en el sótano para charlar y retomar fuerzas para marcharse a sus casas. Unos cigarrillos, alguna cerveza, una que otra charla, todo cobijado por un amplio espacio que a través de los años había sufrido cambios radicales: morgue, almacén de víveres, de medicamentos, depósito de combustible, taller de reparaciones locativas, y ahora club improvisado de trabajadores que se recostaban agotados en viejos sillones o se echaban en camillas y mesas desvencijadas, rodeados de estanterías y archivadores que parecían aceptar con silenciosa resignación el retiro forzoso.

Lander abrió una de las puertas de madera que daba a uno de los patios traseros, y la luz de uno de los postes que daban a los muros fue invadiendo lentamente el recinto mientras se impregnaba de humo y partículas de polvo que flotaban sin rumbo fijo. El enfermero Falcone se acercó y respiró profundamente, dejando vagar la mirada sin ganas de observar nada.

—Parece que somos los únicos sin planes para este puente festivo —dijo Lander—, todos se han ido en desbandada.

El enfermero Falcone levantó los hombros.

—Qué mierda, a veces es mejor estar así, solos, en silencio, ¿no te parece?—dijo—. El dichoso silencio…

Lander intuía que su amigo no soportaría estar callado demasiado tiempo, sus gestos y sus movimientos le delataban, tenía algo para compartir.

—Aunque déjame contarte algo… —dijo—. Anoche llegué cansado a casa, un día difícil el de ayer, tuve que cargar varios de esos zombis que están almacenando en el viejo pabellón. En fin, saqué una cerveza del frízer, me recosté en el sofá y encendí la tele para ver el noticiero deportivo. Mi novia como que había tenido un mal día, no sé, supongo, empezó a quejarse de que no le dedicaba tiempo, la canción de siempre con nuevos estribillos, que era un ser humano, no una cosa, que sólo me mostraba cariñoso con ella cuando quería aquello, que sólo la buscaba cuando quería aquello, el resto de tiempo era un objeto más, parte del decorado, etc. Dejé la cerveza a un lado, le hice un gesto para que se hiciese a mi lado, para apapacharla, esas cosas. Le dije que la quería, que si fuese por el sexo me buscaba una vagabunda, en fin, metí la pata.

Parecía querer empezar a mecerse como si escuchase el retazo de una melodía en lo más profundo de sus pensamientos. Con movimientos perezosos se recostó en la pared.

—Para tratar de arreglar las cosas le dije que había leído en una de esas viejas revistas de la recepción un artículo sobre los componentes químicos del cuerpo humano y que el periodista había hecho la cuenta de cuánto valían hoy en día y había llegado a la conclusión de que, a duras penas, se llegaba a algo más de tres euros. Así que le dije que con cuerpos tan baratos lo que realmente valía era el espíritu y que yo estaba enamorado de su alma y no de sus deliciosas curvas.

Trató de investigar con la punta del zapato el origen de una mancha oscura en el piso. Podría ser vino tinto, en los bordes la humedad ya había empezado a agruparse en algo que parecía de terciopelo y daba la impresión de estar vivo.

—Bueno, en fin —continuó el enfermero Falcone mientras encendía con manos temblorosas otro cigarrillo—, mi novia me miró entre desconcertada y divertida, y me preguntó qué tenía en cuenta para redondear las cifras cuando le pagaba a una buscona, si su alma o el cuerpo que yacía sobre la cama.

Lander miró hacia donde se hallaba el enfermero Falcone y sólo distinguió una enorme nube de humo, estancada, rehusándose a desaparecer.

—¿Cuánto crees que vale el alma de una buscona? —preguntó el enfermero Falcone, desdibujado en lo que parecían ser los primeros síntomas de la melancolía.

Lander tuvo el presentimiento, al recorrer con la mirada todo su entorno, de que la penumbra, la acumulación azarosa de objetos y mobiliario obsoleto, la humedad y el frío, amén de quién sabe qué cosas más que no pudo precisar en el momento, conspiraban para que su amigo pudiese sufrir de una momentánea invasión de trascendentalidad que amenazaba con desembocar en una memorable borrachera que él tendría que acompañar inevitablemente, por solidaridad o por la evidente ausencia de más cómplices. Pero ya empezaba a sentir los primeros síntomas del cansancio, tal vez aburrimiento, y sólo pudo decir, como posible vía de escape, algo así como que el único ser que pudo haber respondido esa pregunta había muerto hacía ya muchos años y se llamaba Enrique Santos Discépolo.

El enfermero Falcone por fin pudo reír, lanzó una sonora carcajada que duró lo suficiente como para que Lander suspirase aliviado. El enfermero tomó aire, como recuperándose de un fuerte ejercicio.

Lander comprobó la hora en su reloj y se puso de pie. Recordó, con algo de disgusto, que el doctor Greenberg le había enviado una nota informándole que deseaba verle. La próxima vez traigo unos porros, definitivamente, dijo el enfermero Falcone. Lander estuvo de acuerdo haciendo un gesto que funcionó a la vez de despedida.

 

 

2.

 

 

El doctor Greenberg revisaba unos formularios, de vez en cuando abría una de las muchas carpetas que tenía en su escritorio. Lander se había ubicado frente a la ventana y trataba de encontrar algún punto de interés en el paisaje que se extendía ante sus ojos, al parecer sin ningún éxito. Árboles, más árboles, algunas montañas a lo lejos, sobre el horizonte, y unas nubes de un color desteñido que podría interpretarse como blanco salpicado de polvo, típico del atardecer en esas fechas, o un gris mugriento que presagiaba lluvia para lo noche.

—Me disculpo por robar parte de tu tiempo —dijo el doctor Greenberg—, supongo que ya deberías estar camino a casa. Pero necesitaba hablar contigo, tengo que pedirte un favor.

Lander le dio a entender con un gesto que no importaba, que estaba a sus órdenes, el tipo de cosas que un asalariado le dice a un superior sin sentir mucha vergüenza, todo acompañado con su respectivo gesto de cortesía espontáneo, rápido y varonil. Aunque Lander no podía dejar de sentir cierto desconcierto al ver al doctor Greenberg en la oficina, tan diferente al doctor que les hacía visitas ocasionales al sótano para beber unas cervezas y charlar animadamente sobre cosas siempre importantes y banales. En las horas de trabajo era el mismo tipo joven de siempre, pero ceñido a una especie de protocolo que parecía ajustar los saludos, las charlas y las miradas a lo estrictamente necesario según una regla que debía tener sólo divisiones en milímetros y milisegundos. Como el personaje millonario de la película de Chaplin, que sólo reconocía al vagabundo, su amigo, cuando estaba borracho.

Lander recordaba que el doctor Greenberg se había aparecido una noche de improviso en el sótano cuando, por esas cosas del destino, estaban casi todos reunidos jugando cartas, escuchando música y conversando animadamente. Su presencia produjo un total, absoluto e inmediato silencio. Todos se sintieron estudiantes de secundaria sorprendidos por el rector fumando a escondidas en el patio del colegio. Petrificados, que es una forma elegante de decir cagados del susto, pues no esperaban una reprimenda, todo apuntaba a un despido masivo en la mañana, con sobre y liquidación de ley. Pero no, el doctor se acercó despacio a la mesita destartalada que fungía esa noche de bar, hizo un comentario sobre el licor, de escasa variedad pero abundante. Al rato ya estaba sentado, el saco colgando en algún lugar y las mangas de la camisa arremangadas. No es necesario añadir que todos recuperaron el aliento.

Como lo señalaba el tácito manual de uso de los clubes de compadres, el doctor Greenberg contó su biografía, brevemente claro está, ya que a esas horas la noche y sobre todo por las cervezas y otros licores consumidos, el cigarrillo y el sudor, la concentración del auditorio no está asegurada más allá de cinco o diez minutos. Tenía un consultorio, narró, le iba bastante bien. Recién casado, apartamento y coche nuevo, al final del año el suficiente dinero para vacacionar, cada vez más lejos, cada vez mejor. Los pacientes generalmente eran chicos de liceo que agredían a alguien o arremetían contra algo, esposas que trataban de entender por qué sus esposos se habían conseguido una o un amante, profesionales que se escapaban de sus trabajos para visitar antros donde exhibían películas pornográficas y que terminaban la jornada masturbando un perro en un callejón solitario. Es decir, cosas de rigor, pero que empiezan a acumular en ti algo que después de cierto tiempo hace que la comida no te sepa igual, que los cojines del sofá ya no sean tan mullidos, que los atardeceres impresionistas, en technicolor, se conviertan en monocromáticos, en fin, cosas tan terribles como ver junto a tus cds de los Beatles unos de Arjona y seguir tan campante, como si nada.

Todos escuchaban absortos, sólo de vez en cuando se oía la inevitable tos, el crujir de un asiento que anunciaba una caída segura, la voz de un americano cantando en voz baja mientras un saxofón rasgaba las vísceras con notas imposibles y despertaba algún recuerdo. En fin, continuó el doctor Greenberg, afortunadamente para mí un colega me comentó de una vacante en este sanatorio, me dije por qué no, qué diablos, vamos a intentarlo, y desde entonces, muchachos, no he podido estar más feliz. Levantó la copa y todos sintieron que el brindis era un abrazo edulcorado por el frío de la madrugada pero sincero y necesario, aunque se sintieron culpables, en falta, pues hicieron un rápido repaso a lo que habían contado sobre sus vidas, y tuvieron la amarga y desagradable sensación que pasaron mucho por alto.

El doctor remató su relato diciendo algo que todos asumieron como una lección, de esas cosas que no se deben olvidar pero que estaban seguros que al otro día no recordarían. Y en efecto fue así, lo olvidaron por completo.

El doctor le indicó el asiento y Lander se acercó despacio, sospechando que todo aquello tomaría más tiempo del que imaginaba. Greenberg le extendió una carpeta no muy voluminosa, con algunas fotos y fichas que parecían formar parte de un expediente. Al parecer, los hospitales de la ciudad habían estado remitiendo al sanatorio desde hacía un año, más o menos, unos pacientes que para ellos, sinceramente se habían convertido en una molestia. Eran individuos sanos, llevados a los hospitales por la comunidad o por la policía, encontrados vagando sin rumbo fijo por las calles de la ciudad, algunos desnudos, otros con batas blancas, de esas desechables que se usan en todos los centros que hacen parte del sistema de salud.

El doctor se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Lander.

—Como puedes ver en las fotos —dijo—, son todos varones, entre los dieciocho y los treinta años, en buen estado de salud. Sin embargo, si miras en las fichas, podrás notar que todos tienen algo en común: son drogadictos, habitantes de la calle, personas sin hogar.

Lander observó los rostros con detenimiento, leyó los datos en las fichas.

—¿Qué le preocupa, doctor, que sean drogadictos y estén sanos? —preguntó.

El doctor sonrió, moviendo la cabeza negativamente.

—La policía hizo ya un trabajo exhaustivo —dijo—, y hay cosas que ya están aclaradas. Para resumirte el asunto, son individuos que recién empezaban su vida en las calles, recién habían dejado sus hogares, algunos por voluntad, otros obligados, y tienen en común haber llevado una vida previa dedicada al deporte o al menos preocupados por el bienestar físico.

El doctor Greenberg se sintió algo desconcertado al observar que el rostro de Lander se había convertido en un enorme signo de interrogación. Con un movimiento decidido se dirigió a la puerta y le dijo «Acompáñame, quiero que veas algo».

Juntos abandonaron el anexo de oficinas y se dirigieron en silencio hacia el pabellón más alejado del sanatorio, un edificio demacrado, sin iluminación externa, que Lander siempre había dado por condenado, y al cual se accedía por medio de unas escaleras de cemento que conservaban aún los rastros de antiguas lozas, cicatrices que parecían negarse tercamente a sanar, pese a la intemperie.

El vestíbulo, escasamente iluminado, daba la sensación de estar vacío a propósito, como si no se quisiesen visitas. Las paredes, cubiertas con pintura blanca al aceite, empezaban a descascararse en algunas partes, parecían reflejar el frío y la humedad sobre el mobiliario que consistía tan sólo en una enfermera somnolienta, un escritorio metálico gris y unos estantes repletos de cajas de cartón sin etiquetas. El doctor Greenberg se acercó a un tablero con interruptores oculto en una de las esquinas, y luego de una serie de movimientos acompañados de sus respectivos clics, varias lámparas en un pasillo lateral se fueron encendiendo secuencialmente mientras aparecía un inmenso salón con varias hileras de camas de madera reforzadas en acero. Lander, sorprendido, pudo notar que en una de ellas yacía un hombre con los ojos abiertos, envuelto en una sábana que apenas le llegaba hasta el pecho.

El doctor Greenberg examinó las pupilas del hombre con una linterna de diagnóstico, luego procedió a palparlo como tratando de verificar sus reflejos. Lander se acercó para observarlo más detenidamente. Aquel sujeto trajo de inmediato a su memoria un episodio que creía haber ya olvidado.

Hacía ya mucho tiempo, recién empezando su trabajo en el sanatorio, había visto una paciente que permanecía siempre inmóvil en los asientos del parque, con la mirada fija en ninguna parte. Lander recordaba que, atraído por la curiosidad, una vez se le había acercado y la había mirado fijamente a los ojos. Era una mujer joven, que había sido bella en algún momento, es decir, no que hubiese podido ser bella sino que había perdido su belleza, no como las flores que se marchitan, así no, la impresión que daba era que se la habían arrebatado con un movimiento violento, algo con la fuerza de un huracán que pasa sobre un cuadro y lo redibuja, no con pinceladas, no, lo rehace con ráfagas de viento, agua y rayos ensordecedores. Pero en sus ojos, en lo más profundo de sus pupilas, si se miraba lo suficiente y con la debida atención, se alcanzaba a percibir una luz tenue pero arrebatadora, sublime, desconcertante, que te hacía erizar la piel y sentirte conmovido. Su lento parpadeo, el sutil movimiento de sus pestañas era el aleteo suave de una mariposa agonizante que exponía por última vez el esplendor de las filigranas y arabescos estampados en sus alas.

Lander sólo vio un inexplicable e insondable vacío en los ojos de aquel individuo, su expresión ausente no permitía entrever ningún intrincado y frágil mandala susceptible de ser deshecho por el viento o por la ira de su mano creadora. Se hizo a un lado y, procurando hablar lo más bajo posible, preguntó si estaba en coma profundo.

—No, no lo está —contestó el doctor—. De eso se trata todo, amigo. Hemos hecho todos los exámenes posibles, uno tras otro, y no tiene daños ni en el cerebro ni en su cuerpo.

Lander deseó poder encender un cigarrillo, un leve escalofrío en la nuca amenazaba con extenderse por todo su cuerpo.

—Se sabe que son drogadictos —dijo—. Tal vez alguna de esas drogas nuevas sintéticas que pulverizan el cerebro, demasiado reciente para que los médicos conozcan aún sus componentes y sus efectos. Usted sabe muy bien en qué se convierten, al final son como los zombis de las películas.

Lander tuvo la impresión que el doctor le observaba en silencio tratando de hacer una rápida lectura en frío para entrever su nivel emocional e intelectual, y así poder hablar con el tono y las palabras justas, como lo debía hacer habitualmente con los familiares de sus pacientes cuando debía aventurar un diagnóstico.

—Ningún daño cerebral, ningún otro órgano afectado —dijo—. Si tratase de explicarlo en términos místicos o filosóficos, para que me entiendas, es como si en alguna parte se les hubiese perdido el alma, el aliento divino, el espíritu, como lo quieras llamar, y lo que tienes frente a tus ojos aquí es una carcasa vacía, un cuerpo sin una mente que lo dirija. Pero en fin… El asunto es que esta tarde nos llamaron de varios hospitales, mañana tendremos tres pacientes más en las mismas circunstancias. La policía no ha sido de gran ayuda, hace tiempo dejaron de investigar, al parecer han llegado a la conclusión de que no hay nada que investigar. Sólo nos dan la mano para identificarlos, ubicar a los parientes para que se hagan cargo, nada más.

Lander comprobó la hora en su reloj, ya había anochecido.

—Tú fuiste policía —dijo el doctor Greenberg—. Debes tener aún amigos en la jefatura… quizás puedas pasarte por allá e indagar qué es lo que está sucediendo, tengo el presentimiento de que saben más de lo que admiten, en alguna parte tiene que estar la respuesta a todo esto.

Lander observó al hombre inmóvil en la cama y pensó que debía estar sintiendo frío, desde alguna parte estaba empezando a llegar una fuerte corriente de brisa nocturna, quizá una ventana abierta o con los vidrios rotos, había que solucionar eso, y llamar a la enfermera para que trajese una frazada de algodón.

—Sí, claro —dijo—, aún tengo amigos en ese lugar… creo que puedo hacerles una visita de cortesía.

 

 

3.

 

 

Se habían citado en el malecón, a mediodía, cuando no había visitantes ni vendedores ambulantes, sólo una brisa suave y un silencio acogedor que era perturbado de vez en cuando por las disputas de algunos pájaros en las arboledas cercanas. En esa época del año el caudal del río aumentaba, despojando de vegetación algunas secciones de la ribera y erosionando los recodos que parecían trozos de pastel de varias capas abandonados después de un picnic.

Lander se sentó en el muro al final del terraplén y se distrajo unos momentos viendo cómo los remolinos se formaban y deshacían caprichosamente, engullendo pequeñas ramas y brotes de plantas que flotaban precariamente a la deriva. El inspector Santana desabrochó su chaqueta y giró como una veleta por unos momentos tratando de ubicar la dirección del viento.

—Tú sabes muy bien cómo he sido —dijo el inspector—. Siempre cumpliendo mis horarios, obedeciendo órdenes, manteniendo el escritorio ordenado. En pocas palabras, tratando infatigablemente de evitar cualquier situación que pudiera significar un problema o poner en riesgo mi jubilación.

Lander asintió con la cabeza, según sus cuentas, le debían faltar algo así como dos años para su retiro.

—Pero, imagínate —continuó el inspector—. Hace algo más de un año mi mujer, aconsejada por una amiga, se metió en una de esas religiones tipo lavandería china… de esas que te ofrecen lavar definitivamente todos tus pecados, todas tus culpas, todos tus estornudos… el caso es que un día me recibió con dos maletas listas en la puerta, me sugirió muy religiosamente que me marchara, que ya no quería tener nada que ver conmigo. Poco después apareció un abogado, se apoderó de mis cuentas, de parte de mi salario, de la casa, y de un momento a otro ese sueño, recuerdas, de construir esa cabaña en el páramo y pasarme todo el día rascándome la barriga, pescando truchas y salmones, se fue a la mierda.

Lander se encogió de hombros y pensó que era el momento adecuado para encender un cigarrillo y escuchar con atención. La luz del sol se reflejaba tímida y oblicua sobre la espalda de los árboles, que parecían esperar ansiosos las fuertes corrientes de aire del atardecer para desentumecer sus ramas y refrescarse un poco.

—Vaya, vaya —dijo Lander—. Ni idea, mi hermano, da rabia pensar que hace tanto tiempo que no hablamos y que han pasado tantas cosas.

El inspector Santana se acercó a Lander y le revolcó el cabello, luego levantó los puños en posición de boxeo, sonriendo.

—Una tarde me visitó un militar —dijo—, el asistente de uno de esos peces gordos del ejército. Me habló de la investigación que estábamos haciendo en el Departamento sobre ese caso del que me preguntaste por teléfono, el caso de los zombis, según tú. El tipo estaba al tanto de todo, sabía qué habíamos averiguado hasta el momento.

»Tú sabes muy bien que las investigaciones necesitan a veces de una dosis de buena suerte. Después de varios meses de trabajo infructuoso, de no llegar a ninguna parte, nos topamos con un informante. Siempre hay alguien que ha escuchado algo, que ha visto algo, dispuesto a hacer un trato. Gracias a él dimos con un pequeño traficante de drogas del lado sur, que poseía una furgoneta que no se había preocupado en lavar, y que conservaba aún cabellos, huellas dactilares, prendas, en fin, pruebas definitivas de que esos pacientes de tu sanatorio habían sido transportados en ella en algún momento hacia algún lugar.

Lander levantó las cejas, no muy sorprendido. Drogas, se trata de drogas, dijo.

—Eso no lo pudimos comprobar, sólo que el tipo era un traficante insignificante que, de la noche a la mañana, apareció manejando grandes sumas de dinero, comprando trajes de marca y frecuentando sitios lujosos con prostitutas finas, dándose la gran vida.

»Al parecer, el ejército, el gobierno y el Departamento de Policía se habían reunido y habían tomado ciertas decisiones, tengo la impresión que se trataba de un asunto bastante importante, de alta seguridad. Yo no entendía muy bien qué tenía que ver yo en eso. Pues verás, el asistente de ese militar me dijo que necesitaban mi ayuda, alguien como yo, con mi experiencia, mis capacidades, etc., para neutralizar los cabos que habían quedado sueltos, pues se habían cometido muchos errores y era necesario podar los árboles, limpiar de malezas el jardín. Le dije que no entendía. El tipo sacó entonces de su portafolio un sobre gordo y me lo pasó, dejando muy bien en claro que en el futuro habrían muchos más como esos. Tú no te imaginas lo que uno siente al ver la cantidad de dinero que había en aquel sobre… pensé en mi retiro, en la cabaña en las montañas, en la revancha, no sé, tantas cosas, melodía de violines en mi cabeza.

»Entonces, en segundos logré comprender a qué se refería cuando hablaba de neutralizar. Instintivamente le dije que siempre existía la posibilidad que yo terminase siendo también un cabo suelto… el tipo se encogió de hombros, me miró fijamente y dijo que tanto el ejército como la policía jugaban en el mismo equipo, que teníamos el bienestar de la nación tatuado en nuestra piel, etc. Yo sí sonreí: me imaginé a todo un grupo de inteligencia militar examinando expedientes profesionales, buscando con rayos X y lupa el perfil del hombre que les pudiese ser útil, y creo que no es halagador llegar a la conclusión de que después de un estudio profundo te escogieron a ti… para ese tipo de cosas.

El sol había empezado a descender, el horizonte había adquirido un tono cobrizo de postal desteñida.

—En fin, qué te digo —siguió el inspector Santana—. El traficante terminó acribillado a bala, vendetta entre mafiosos se le comunicó a la prensa, la furgoneta, las prendas, las huellas dactilares y todas las pruebas de ADN desaparecieron sin dejar rastro… toda la investigación terminó en el refrigerador.

Lander escuchó ruidos provenientes del área de estacionamiento y se volteó para ver de qué se trataba. Logró distinguir una furgoneta, dos hombres en la parte delantera y otros dos que ya habían descendido y esperaban en silencio.

—Tengo el presentimiento de que un ex policía con buena formación, excelente olfato, con la capacidad de husmear en ciertos sitios y hacer las preguntas adecuadas, es susceptible de convertirse en un cabo suelto… potencialmente peligroso —dijo Lander, dejando que la suave brisa acariciase su rostro. El inspector Santana trató de decir algo pero no pudo, en momentos así todas las explicaciones disponibles debían formar un nudo en la garganta.

Lander tuvo la certeza de que en el futuro de algunas personas la amistad no tenía cabida y que el inspector seguiría alimentando su cuenta bancaria para mejorar los planos de sus anhelados sueños.

 

 

4.

 

 

Al descender del helicóptero y dirigirse hacia la explanada donde lo esperaba la comitiva de bienvenida, el profesor tuvo la impresión de que aquel lugar que no era una base militar común y corriente. Bastaba una rápida mirada para comprobar que había demasiadas torres de vigilancia, demasiadas garitas, demasiadas atalayas y que los soldados que las ocupaban estaban fuertemente armados y vestidos con trajes oscuros de operaciones especiales. Una enorme extensión del bosque de cipreses que dominaba la vista del lado sur había sido remplazada por una maraña de antenas metálicas de comunicación y, más hacía abajo, siguiendo una suave pendiente que se dirigía hacia el valle y se interrumpía abruptamente en un despeñadero, un tapete arenoso que delataba sin mayor esfuerzo un campo minado y un sistema de cámaras robotizadas que escudriñaban el horizonte.

—¿Profesor Lazhar, supongo? —preguntó un general de mediana edad, mientras le daba un fuerte y enérgico apretón de manos—. En realidad, no estamos muy acostumbrados a los recibimientos protocolarios, así que lo invito de una vez a que vayamos a las instalaciones para que empiece usted a familiarizarse con el entorno.

El grupo de militares se deshizo rápidamente y el general dirigió al profesor Lazhar, con una amplia sonrisa, hacia la entrada de un bunker que se encontraba a unos pocos pasos. Penetraron a un pequeño pero bien iluminado vestíbulo y se detuvieron frente a la puerta de un ascensor que el militar activó con una llave y una tarjeta de seguridad.

—Usted debe estar al tanto de que hemos cometido toda una serie de errores —dijo el general, ya en el ascensor—. Pero los hemos ido subsanando poco a poco y puedo asegurarle que en estos momentos todo está bajo control.

Una sola flecha roja de luz led indicaba que estaban descendiendo y el movimiento indicaba que lo hacían rápidamente. El profesor Lazhar trató de calcular la velocidad, quizás haciendo un esfuerzo para alejar el desasosiego que le producía penetrar tan profundamente en las entrañas de una montaña.

—Me imagino que los teóricos de la conspiración y los fabricantes de leyendas urbanas nos darán una mano y al final todo se diluirá en interpretaciones tan diversas y alocadas que no tendremos nada más de qué preocuparnos —dijo el profesor Lazhar.

El general sonrió complacido mientras consultaba la hora en su reloj de pulsera. El ascensor se detuvo y la puerta se abrió suavemente, como si fuese un telón, mientras aparecía ante sus ojos un vasto salón sumergido en una semipenumbra de suaves luces azules. El profesor Lazhar pudo distinguir, después de algunos segundos, una serie de consolas con equipos de computación, monitores de todos los tamaños, escritorios y mesas de reuniones esparcidos por todo el lugar, y un extraño zumbido apenas perceptible que provenía de alguna parte, además de un frío que calaba hasta los huesos y que hacía pensar, no en un cuarto climatizado, sino en un potente refrigerador de uso industrial.

El general se sentó en un escritorio que se encontraba frente a una enorme pared con un panel de vidrio reforzado y extrajo una laptop de uno de los gabinetes, la encendió y le hizo un gesto al profesor para que se acercara.

—Como usted bien sabe, profesor Lazhar, hemos tenido muchos problemas con los científicos que han trabajado con nosotros a través de todos estos años en el proyecto. No estamos satisfechos con los resultados, creemos firmemente que se han interpretado mal los planos suministrados y por ese motivo nos encontramos en este callejón sin salida que nos ha obligado a replantear toda la operación tomando medidas de emergencia para evitar un desastre mayor y total.

El profesor observó la pared, el panel de cristal, y notó la semejanza con las salas de interrogatorios que se veían en las películas.

El general preguntó:

—¿Usted también piensa como sus colegas, profesor, que se trata de un problema insalvable, que nuestras almas hacen imposible que seamos tele transportados en esos dispositivos?

El profesor Lazhar sonrió.

—En realidad, creo que no deberíamos hablar de alma, general, para mí es un problema más de carácter técnico, no tiene nada que ver con religión ni filosofía. Digamos que existe cierta información que por ahora no puede ser tele transportada. Digo por ahora, porque estoy seguro de que se trata básicamente de algún error en la construcción de los dispositivos o, como se dice en los últimos informes, podría ser también que empezamos mal y los planos, los diseños iniciales, tienen un error que hemos pasado por alto y que debemos descubrir.

—Es satisfactorio escucharle hablar así, profesor —dijo el general—. El Estado Mayor está seguro de que con usted saldremos adelante, de que con usted y su equipo de colaboradores lograremos lo que hemos buscado tanto tiempo. Por esa razón estamos aquí, se me ha ordenado que antes que nada lo ponga en contacto con los diseñadores de los dispositivos, los creadores de los planos… para que comprenda usted, por fin y de una vez por todas, la magnitud de la empresa que tenemos en nuestras manos.

El profesor Lazhar escuchó con más claridad el zumbido, parecía que se hacía más fuerte. El cuarto tras el panel de cristal reforzado se iluminó y fueron apareciendo poco a poco unos nichos con unas pequeñas ventanillas. El profesor no lograba distinguir muy bien de qué se trataba, se aproximó a la pared y apoyó las manos sobre el cristal, pero retrocedió casi inmediatamente. Hubiese querido gritar pero no pudo, todo su cuerpo temblaba de terror y se le hacía difícil la respiración.

El general se apresuró y lo sostuvo con firmeza, evitando que se desplomara sobre el piso. Una enorme mancha oscura en la entrepierna del profesor le despertó un sentimiento de solidaridad al recordarle que él también había experimentado lo mismo. Un fuerte abrazo era tal vez lo que necesitaba en ese momento.

—No se avergüence usted —dijo el general—. Los seres humanos no estamos preparados para este tipo de experiencias.

«Sí, humanos«, pensó el profesor Lazhar, «somos demasiado humanos…». Comprendió con amargura que todo aquel proyecto estaba destinado irremediablemente al fracaso. Aún sentía náuseas, un fuerte deseo de vomitar.

 

 

5.

 

 


Ilustración: Fraga

El enfermero Falcone trató de ubicar a Lander lo más cerca que pudo de la puerta, pero unos estantes de madera desarmados se lo impedían, así que desistió y giró la silla de ruedas asegurándose de que pudiese recibir el aire fresco de la noche sin ninguna interferencia. Le ajustó la bufanda, se cercioró de que la chaqueta estuviese bien abotonada —»laenfermera debió ponerle mejor un pulóver», pensó—, y aseguró la manta que cubría sus piernas para que no se deslizase. Luego se hizo a un lado y esperó que sus compañeros diesen su aprobación por lo menos con un gesto o un comentario.

No obstante, todos permanecieron en silencio, incómodos, como si pensasen que todo aquello era, si no un sacrilegio, por lo menos algo inapropiado, aunque al enfermero Falcone le parecieron más un montón de paisanos perplejos en un museo tratando de entender una pieza de arte moderno.

—Ayer en la tarde recorrí con él casi todo el parque —dijo— y puedo asegurarles, muchachos, que en cierto momento me hizo un guiño, como tratando de decir «Eh, amigo, soy yo, el Lander de siempre, estoy aquí contigo». Él sigue siendo uno de los nuestros, dejen esa cara de funeral.

Pasaron unos minutos, hasta que por fin todos parecieron decir al unísono, bueno, ya basta, como saliendo de un trance, y empezaron a acomodar la mesa para el juego de cartas, entusiasmados. El enfermero se alejó, encendió un porro y buscó en el dispositivo de mp3 alguna melodía apropiada para el momento. Un americano empezó a cantar en voz baja mientras un saxofón rasgaba el aire con notas imposibles, aunque esta vez no despertó ningún recuerdo en el enfermero Falcone, sólo logró que sintiera, al contemplar a Lander, que todo aquello era un insoportable disparo a quemarropa, un injusto nocaut directo al corazón.

 

 

Jairo Ramos Parra nació en Cali, Colombia. Es comunicador social y trabaja en fundaciones educativas. Además, es escritor aficionado.

Ha publicado en Axxón NORTE PROFUNDO.


Este cuento se vincula temáticamente con EL QUE GUARDA SIEMPRE TIENE O LOS BENEFICIOS DE LA REENCARNACIÓN, de Ian Watson; LA PORTADORA DE ALMAS, de Javier F. Bilbao y EL GRAN EXPERIMENTO DE KLEINPLATZ, de Arthur Conan Doyle.


Axxón 236 – noviembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Experimentos : Alma, espíritu : Colombia : Colombiano).

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