Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 9 – La tregua», Juan Simeran - página principal

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. 9 .

La tregua

 

 

Javier lleva una hora buscando el manojo de llaves de Las Toninas. «¿Las dejé en el cajoncito de la mesa de luz? ¿O en el placard, entre las medias, o en una caja de cartón donde guardo las fotos viejas?». Hurga entre un par de escarpines de su hijo, una kippah, un caracol tornasolado que encontró en la playa con su padre, cuando niño, entre otros objetos imprescindiblemente inútiles.

Las llaves aparecen dentro de una despintada caja metálica de balines 055 de rifle de aire comprimido. Son tres llaves Yale, herrumbradas, unidas a un llavero con forma de timón de barco.

«En pocas horas me largo a la ruta con un auto agónico y una mujer que conocí ayer, perseguida vaya a saberse por qué o por quién, y si es que llego a la casa que hace dos largos años no piso, no sé si esa ruina estará habitable. La última vez que fui me tuve que ir a un hotel».

Tararea viejas melodías de La Máquina de Hacer Pájaros, sin darse cuenta. No lo desagrada, a pesar de todo, pasar unos días con una mujer como Claudia; se siente tonificado.

«A las once me veo con Bernardo en La Giralda y de ahí a buscarla». Mira nuevamente el papel: Santa Fe 1324 3 «A». «La Avenida Santa Fe se siguió llamando igual de antes de la guerra, no sea cosa que los conchetos de Barrio Norte tengan que esforzar la memoria».

En un bolsito deportivo que tiene estampado el logo de Panam pone una caja de cigarrillos, una ginebra, condones, un equipo de gimnasia rojo que no usa hace cinco años y que adquirió hace más de veinte, una bermuda de jean desflecado, dos pulóveres, una vieja máquina de fotos, algunas fotos de su hijo y hasta unas insólitas paletas playeras de madera que ni recuerda que tenía. Debajo de la cama encuentra una pelota de goma, de color verde y naranja. Presiona la tecla del contestador automático a casette y deja un mensaje grabado:

—Me fui a Las Toninas por unos días. Sergio, cuando vuelvo te llamo. Te mandé un giro.

Cierra el departamento llevando apenas el bolsito colgado del hombro. Mientras acciona inútilmente el pulsador del ascensor, y espera que suceda el milagro de algún ruido de poleas o cables, recuerda la frase de Claudia que le taladra la cabeza: «Me siguen». «Quizá fue una imprudencia dejar ese mensaje en el contestador», piensa con lucidez. Espanta los malos pensamientos como moscas molestas mientras baja resignado las escaleras. «Por ahora, lo único que me sigue es el eco de mis pasos».

Camina por Facundo Quiroga rumbo al bar La Giralda. En los pocos locales abiertos ve, como todos los días, a los comerciantes parados estáticos en las entradas, las espaldas apoyadas contra las jambas de las puertas. «Esperando al Mesías o, más difícil, a un cliente», piensa el mismo chiste de todos los días. Intocados rollos de telas, parados como una muchedumbre multicolor, juntan polvo que nadie se toma el trabajo de sacar.

Pasando Levingston, caminando ya por Soberanía Nacional, el barrio muestra más actividad que en el adormilado Once. Ésta ya es frenética acercándose a Revolución Libertadora. Elude los improvisados caballetes donde se venden bujías, hojas de afeitar, corbatas de camuflaje militar, granadas-encendedores, casettes de folklore o tango, calculadoras y cigarrillos, pomada para zapatos, videos de viejas películas de Porcel y Olmedo, cospeles telefónicos.

Llega a La Giralda. Al fondo, divisa a su amigo.

Se aprietan fuertemente las manos. Para su desagrado, Bernardo está leyendo El Caudillo. En la tapa, la tipografía enorme anuncia:

 

IMPORTANTES ACUERDOS BILATERALES

CON COREA DEL NORTE

ARGENTINA ROMPE EL EMBARGO: LLEGAN MISILES

NORCOREANOS CON ALCANCE HASTA MONTEVIDEO

 

—¿Leés El Caudillo para alegrarte la mañana? —dice, con sorna, Javier—. Lo único que nos falta: atacar a misilazos a Montevideo. Lo más probable es que esos cacareados misiles no sirvan ni para fuegos artificiales de fin de año. ¿Te acordás cuando quisieron festejar los veinte años de la recuperación de las Islas con un espectáculo de fuegos artificiales y no pudieron hacer explotar ni uno?

Bernardo contesta, levantando un dedo admonitorio:

—Ciudadano, usted debiera saber que eso fue un artero sabotaje inglés contra los festejos del heroico pueblo argentino. Además, no estaría tan mal atacar Montevideo. No te olvides que el ejército uruguayo se llama «Los Blandengues». Y, si Benedetti tiene razón, Montevideo estaría lleno de oficinistas grises y tristes, así que a lo mejor les hacemos un favor. Solamente quedaría pendiente un detalle de forma: que se cambie el título de la novela La tregua por La rendición incondicional.

—Después de esta tapa de El Caudillo deben estar todos escondidos debajo de las camas. Qué desastre, los termos volcados, la yerba tirada por cualquier parte…

Sonríen ambos sinceramente, contentos de encontrarse y divagar tonteras como en los buenos viejos tiempos. Por la única ventana se ve en el frente del café penetrar la luz de una mañana espléndida. El murmullo, adentro, es como el ruido del oleaje marino. Por el paso entre las mesas, una larga cola desemboca en el teléfono público adosado a la pared. Los abogados sostienen en una mano viejos maletines de cuero y en la otra un puñado de cospeles. Jaime rompe un silencio prolongado, ya frente a la primera ginebra con hielo, mientras Bernardo no repite el café que se enfría, sin tocar, en el pequeño pocillo.

—Bueno, tanto tiempo. Nos debíamos un café. Así que te separaste de Marita. Ustedes tienen un hijo, ¿no?

—Sí, se llama Jaime. Deberías haberlo visto, ayer en un acto escolar disfrazado de Hernán Sosa… parecía el Chavo del 8…

Con las miradas expresan mucho más de lo que dicen. A Bernardo le retumban en la cabeza las palabras «sacalo de acá» que le rogara Marita como una letanía, y las rumia lentamente para distinguir los matices posibles de ese «de acá» que no se atrevió a preguntar. Javier está por emprender un viaje con una mujer que ni conoce y que está evidentemente huyendo de algo.

—El negocio lo vendí. Mirá, Javier, para ser sincero, estoy para el carajo. Sin laburo y sin ninguna perspectiva salvo la de rajar…

Javier lo interroga con la mirada. Enarca las cejas y adelanta imperceptiblemente la mandíbula.

—Y, como muy bien adivinaste, la cuestión es llevarme o no al pibe. Ayer, en un acto escolar, como te decía, lo disfrazaron de Hernán Sosa. Un imbécil de los que nunca faltan le puso de adorno una cabeza de goma colgando, chorreando jugo de tomate.

Se detiene, escoge cuidadosamente las palabras, como si fuera un cirujano y debiera extirpar los conceptos con precisión milimétrica.

—Marita casi se desmaya, y me dijo «sacalo de acá» como… cinco o seis veces. No sé si fue un pedido, un mandato o una de esas boludeces que uno dice y después se arrepiente. Marita está enredada con un milico, y tiene un laburazo en el Ministerio de Planificación Escolar. Justo ahora que puedo ayudarla, ella ya no necesita mi ayuda. O necesita mi ayuda más que nunca… ni ella lo debe entender…

Javier revuelve pensativamente el hielo en el vaso de vidrio, como si buscara alguna respuesta en las iridiscencias que produce la luz a través de la bebida. Bernardo baja la voz, mira hacia los costados. Nadie los escucha. Están en una de las mesas del fondo, decide hablar. Susurra, adelantando el torso por encima de la mesa:

—Con la guita del local me alcanza justo para rajar y empezar de nuevo en otro lugar. Me gustaría llevarme a Jaime, sacarlo de acá. Y hasta sacar a Marita, aunque la siento en otra. No sé en qué, no la entiendo.

Javier levanta la vista. Sonríe con una sonrisa amarga.

—Bernardo, me voy en un rato con una mina que conocí, una abogada. Nos vamos a Las Toninas en un par de horas. Me parece que anda rajándole a algo. O a alguien. Las Toninas está cerca de San Clemente, que tiene un pequeño puerto pesquero —baja la voz—. Se dice que hay barcos pesqueros que llevan gente, de noche, a Montevideo.

Bernardo lo mira serio. Trasbordo, río, barco pesquero. Él se marea de sólo escuchar esas palabras. «Ese río que miro todos los días, esa inmensa taza de café con leche. Lo más parecido a una actividad náutica que hice en mi vida fue en la pileta del Club Peretz de Villa Lynch, cuando era chico».

—Javier, salgamos de acá. Caminamos y me contás qué sabés. Y de paso me fumo un cigarrillo.

—No mucho. Te puedo averiguar allá. Son rumores —ya parándose, contesta Javier.

Bernardo tamborillea los dedos sobre la mesa.

—¿Hasta cuándo te quedás en Las Toninas?

—Ni idea. La verdad que voy con una mina que casi ni conozco. Es decir, sólo la conozco, hmmm… en el sentido bíblico del término.

—Anotame la dirección. A lo mejor, si no molesto, te doy una sorpresa.

Javier tiene un arranque de duda: «¿Bernardo en el medio de mi encame de días enteros con la abogada? Pero quiere rajar… y si no lo ayudo no llega ni a la esquina: lo conozco a Berni. Fue mi amigo de la secundaria ¿Cómo no lo voy a ayudar? Ma’ sí, que venga. Además, si la mina anda rajando puede venir bien que seamos dos».

—¡Berni viejo y peludo nomás! ¿Te acordás cómo nos llamaba el jefe de preceptores?

—El dúo dinámico, cómo olvidarlo.

—¿Y la de Geografía?

—Gath y Chaves.

Ríen los dos.

—¿Y tu hijo, Javier? ¿Cuánto le queda?

—Un año. Lo tienen en Uspallata, en Mendoza, hace ocho meses. Le mando la guita que puedo, las cosas no van muy bien… apenas gano para vivir. Las expensas hace dos años que no las pago y debo seis meses del Pago Extraordinario Patriótico. Pero, lo que tengo, se lo mando al pibe. Mirá, hasta me da cargo de conciencia irme un par de días con una mina, pero sé que él se va a poner contento cuando se entere. El auto lo dejé por acá, en el garaje de un amigo ¿me acompañás a buscarlo?

Se levantan, Bernardo deja dos billetes de 200 patriotas sobre la mesa. Ni bien salen del café, encienden sendos cigarrillos.

 

 

—¿Con esto pensás llegar a Las Toninas? —se sorprende Bernardo.

El Fiat 600 rojo es un cascajo. Javier suspira resignado.

—Mirá, si nos quedamos en la ruta nos volvemos… En fin, qué no hace uno por una mujer. Confío que a la altura de Quilmes mi dama entre en razones y reduzca sus pretensiones a pasar un fin de semana en Ezpeleta. Pero se va en una semana a Costa Rica, tengo que hacer denodados esfuerzos para convencerla de que se quede conmigo. Y «Rocinante», por esta vez, no me va a defraudar.

Bernardo sonríe, cómplice. «Este Javier, siempre metido en líos de polleras», piensa.

—¿Tanto te gustó la abogada?

Da, yes, ken, ouí, aiwa, iá, ió. No sé si soy claro.

—Clarísimo. Si tenés algún problema, llamame. Te rescato con mi Torino Grand Routier y llevamos el Fitito a remolque hasta la costa.

—¿Todavía tenés el Toro? ¿El mismo que tenías en la facu?

—¿Qué es eso de todavía? ¿Quiere que lo cambie por una cipaya Toyota Hilux 4×4?

—Ni loco. Eso sería atentar contra nuestra dignidad soberana nacional, ciudadano. Sólo aceptaría que lo cambie por un caballo criollo de nombre Pucará, Pampero o algo por el estilo, y lo llame «mi flete» o «mi pingo». Bueno, ¿te acerco?

—No, gracias. Vade retro. Confío más en mis piernas, sin que nuestro compañero Rocinante se ofenda. Quién te dice, te doy una sorpresa. Vos, por las dudas, comprá facturas para tres.

«Facturas. Y yo que sólo me preocupé de llevar condones. Qué no hace uno por un amigo», piensa resignado Javier, y contesta:

—Dale. Y te tomo la palabra, si tengo algún problema te llamo. Me voy a buscar a Dulcinea, avisame si ves algún molino de viento.

Bernardo saca un papel y una birome, anota algo y rasga un pedazo. Javier guarda el papel en su billetera y abraza a su amigo.

—Espero no tener que llamarte para remolque. Las facturas, sí, las compro para tres, y pongo el agua para el mate. La casa está peor que el auto, pero hay una salamandra —baja la voz—. Si hace mucho frío, levantamos el parqué. Con el parqué hacemos un asadito, compañero…

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

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