Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 19 – En una playa junto al mar», Juan Simeran - página principal

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. 19 .

En una playa junto al mar

 

 

En una playa junto al mar/ Pa pa paaaa / Allí me fui a enamorar/
Pa pa paaaa / Tiritando caminando por la plaia / Veo la espuma
De tu amor desvanecer / Y es por eso que he juraaaado no amarte/
Hasta tanto me devuelvas tu querer…»

 

Los tres cantan, golpean vasos con cucharitas y ríen alrededor de un par de botellas de vino junto a la lumbre de la salamandra. Afuera comienza una leve llovizna que no cae para abajo, sino hacia el costado: el viento amaga con huracanarse.

Los chicos ya se durmieron y cantar un poquito borrachos viejísimas canciones de Donald es una manera de olvidarse que el coraje ya les empieza a flaquear. Cuando Javier le explicó a Claudia que esa noche ellos iban a llevar diamantes a un lugar desconocido y desértico en una playa de dos kilómetros entre dos balnearios, ella les preguntó a los gritos si estaban locos o en qué país creían que vivían. No hubo argumento capaz de convencerla, lo máximo que pudieron sacarle fue un desganado: «Hagan lo que quieran, son grandes. Me parece una locura».

La estudiantina estaba llegando a su fin. Claudia debía presentarse en Ezeiza en dos días, Bernardo había conseguido su barco y Javier volvería a su rutina de comercializar cheques robados.

Shine on you crazy diamonds. Taran taran tara tan…

Lucy in the sky with diamonds. Lucy in the sky with diamonds…

—Sos alma de diamante. Alma de diamante…

—Vamos al mar en un buen Cadillac frutillas locas en Chapadmalal…

—¡No vale! ¡No vale! ¡Perdió Bernardo! ¡A Berlín, a Berlín!

Javier y Bernardo golpean la mesa con la palmas:

—Hay una hermosa colonia cuyo nombre es Zummerland Zummerland…

—Qué culpa tiene el tomate que está tranquilo en la mata…

Las agujas de los relojes seguían su recorrido inexorable y los tres se miran cuando marcan las doce y media.

—Se acabó. Se acabó ese. Se acabó ese juego que te hacía feliz…

—Vamos. Al Toro.

Claudia mira a Javier como queriendo fijar para siempre su imagen el fondo de sus retinas. Afuera arrecia el viento. Él la abraza fuerte. Los dos hombres suben al Torino y parten rumbo a Aguas Verdes.

El silencio en la casa es absoluto, Claudia intenta leer pero le es imposible. El viento hace temblar las tejas y los vidrios de las ventanas. Las lamparitas parpadean. Toma a sorbos un té; ni se le ocurre irse a dormir hasta que hayan vuelto.

«En tres días, estaré paseando por las calles de San José, y todo este paisaje de chalecito alpino en una calle de arena de Las Toninas me parecerá tan irreal como la foto de un cráter de las colinas de Marte. Apenas un recuerdo simpático, mis últimos cinco días en la Argentina junto a un vendedor de chequeras robadas, un próximo emigrado con melancolía adelantada y nuestros hijos. Mi vida en San José será como cuando uno se despierta de una pesadilla y no puede creer que se haya tomado en serio el peligro que representaban entidades que son menos que la sombra de una sombra», piensa. Pero la frase «mi vida en San José» le suena a hueco, no le despierta ninguna imagen, y siente en medio del estómago que «quizá estoy cometiendo un error garrafal y que éstos hayan sido los cuatro días más felices de mi vida. Que el amor de Javier y la amistad de Bernardo son un regalo hermoso, inesperado, que estoy despreciando», y le recorre un escalofrío cuando cae en la cuenta de que quizá la pesadilla pueda empezar el día que aterrice en San José.

«En algún lado leí, no recuerdo dónde, que los griegos castigaban con el destierro, pena que consideraban más severa que la muerte».

«Oh, oráculo de Delfos», se dice a sí misma, y saca una moneda del bolsillo del jean. Es de diez patriotas, mira de un lado el relieve de las Islas y del otro el número. «Cara el chocolatero, ceca Costa Rica. Si cae de canto me voy con Pocho». Se felicita, siempre ha sido una mujer de tomar decisiones sin dudar, aún las más difíciles.

Tira la moneda.

La tira por la ventana. Prefiere quedarse con la duda de cuál ha de ser la decisión correcta, y «no meter las olímpicas narices de los dioses en mis propios aciertos o errores».

 

 

El mar es una línea de fosforescencias intermitentes sobre una gelatina negra que se mueve, más discernible por el olor y el sonido que por lo que se ve. La arena también es negra, y la línea de médanos oscuros apenas se diferencia del cielo. El viento hace bailar a la arena y cuando rota al sudeste trae ráfagas de espuma salobre. Javier y Bernardo no se ven ni a sí mismos, caminan con dificultad zarandeados por el viento.

Bernardo lleva los diamantes en el bolsillo interior de su campera, en una bolsita con olor a nafta. Para evitar el terror que le produce la cercanía del mar, recita in mente el poema de Almafuerte que tenía en un poster en su habitación de adolescente, y que no olvidara jamás:

…Trémulo de pavor, piénsate bravo / y arremete feroz, ya malherido. / Ten el tesón del clavo enmohecido / que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo / y no la cobarde intrepidez del pavo / que amaina su plumaje al primer ruido. / Procede como Dios, que nunca reza / o como Lucifer, que nunca llora / o como el robedal, cuya grandeza / necesita del agua y no la implora…

Javier es ducho en situaciones irregulares. «Pero ir a tasar diamantes de noche en la playa en medio de una tormenta para pagar un viaje clandestino es más de lo que jamás hubiera imaginado», piensa y un poco se regocija con la aventura. Siente aplomo y seguridad. Además, lleva encima su más temible arma: su lengua.

Una lucecita apenas parpadea, un pequeño faro de juguete que marca un punto donde la oscuridad cede apenas un resquicio. Bernardo y Javier se acercan hacia las dos linternas que parecen tener vida propia, a su vez ellos hacen una señal con una linterna que llevaron. Bajo una enramada, en un precario refugio de troncos, se adivinan las siluetas de dos hombres.Uno está prendiendo un quinqué a querosén. El refugio se ilumina con la llama azul que bailotea, el hombre coloca la tulipa de vidrio y la llama se estabiliza. Javier y Bernardo los observan ya a unos cuatro metros. «¿Estos son los restos de un bar, de un parador de playa?», se pregunta Bernardo.

Uno de los hombres es un gordo corpulento de barba blanca, enfundado en un pulóver a rayas con cuello alto y con un gorro de lana que apenas deja escapar algún mechón de pelo blanco, los ojos invisibles bajo cejas como cepillos. «El marinero, seguro». El otro es un muchacho joven, atildado, bien vestido con un piloto que no hubiera desentonado en Tribunales, que sostiene un paraguas cerrado en uno de sus brazos y cuyo peinado no había podido desacomodar ni el viento. «El joyero… si es un atraco, es ahora o nunca».

Bernardo tiembla, los personajes que tiene enfrente son como sombras del Aqueronte. «Quiero terminar cuanto antes esta transacción y volver a la tranquilidad de mis lecturas». Todavía no cree que haya alguna relación entre lo que está haciendo en ese momento con el hecho de atravesar el mar.

Como siempre, Javier encara la situación:

—Buenas noches, andamos medio perdidos. ¿Nos podrían indicar si nos perdimos o si nos encontramos?

La profunda voz de bajo del hombre corpulento le contesta con firmeza:

—Nos encontramos, amigo. No anda perdido, nos encontramos. Papadópulos, joyero. A ver esos diamantes, si vale la pena los pesamos. Si hay de qué hablar, conversan los detalles con el capi, mi amigo Juan Domingo.

Bernardo mira a Javier, éste le hace una seña. Bernardo se acerca, saca la bolsita de su bolsillo, se la entrega al hombretón. Este la huele.

—La trajeron en el tanque de nafta del auto. Buena idea, hay lugares peores ¿no?

—Pregúntele a Papillón, él sabe de estas cosas —le contesta Bernardo.

—¿Son brutos?

—Oiga, no me sabré de memoria la Eneida… pero como brutos… —Bernardor esponde, algo molesto.

—Te pregunta si los diamantes son brutos —replica Javier, tentado, dirigiéndose a su amigo.

—¿Origen?

—El negocio de mi primo Lito, Libertad y Facundo Quiroga. Eh, ¿qué hace, está loco? ¿Qué quiere, rayarlos?

El joyero le sonríe mientras intenta rayar los diamantes con un instrumento de hierro:

—No se preocupe, si los rayo no sirven ni de cotillón.

El joyero se calza un lente unicular y se coloca una linterna sobre la frente, afirmada en la cabeza con una correa. «Como un tefilim«, piensa Bernardo.

Abre un frasco y lanza los diamantes dentro de un líquido.

—¿Qué hace?

—Yoduro de metileno. Flotan. Bien. Pasamos a la prueba que sigue, dígale a su primo Lito que por ahora no lo engañó.

Papadópulos mira y remira las pequeñas piedras, cuyo débil resplandor es un misterio que sólo él sabe descifrar. Cambia de iluminación el haz de luz que parte de su frente; de repente están los cuatro bajo los efectos de la luz infrarroja, luego pasa a luz roja, azul y verde. También va cambiando cierta combinación de lentes de su unicular. Murmura palabras como «dodecaedro perfecto», «De Beers», «Johannesburgo».

Los dos amigos están pendientes del dictamen del joyero, y casi ni respiran esperando saber si tienen diamantes o pedazos inútiles de vidrio.

Domingo enciende un cigarrillo, le convida a Javier y Bernardo. Papadópulos gruñe, bufa, cada tanto emite un chillido de satisfacción. Sus manos gigantescas hacen girar las piedritas, que sostiene entre pinzas. Una vez finalizado el escrutinio las deposita con muchísimo cuidado en un pequeño estuche metálico. Cada piedrita es mirada y remirada, la operación tarda sus buenos veinte minutos. Finalmente, Papadópulos se saca el lente, habla con la linterna aún encendida sobre su frente.

—Son buenos. Diamantes cortados azules. Sudafricanos. Lito se ganó un asado, invítelo para Navidad, y si anda por acá dígale que me venga a ver. Ahora, a pesar. Le peso por valor de quince mil, y me separo aparte mil, que es mi tasación.

Saca de un bolso una balanza electrónica de alta precisión, no más grande que una caja de fósforos, que apoyan en una tabla. Pesa los diamantes uno por uno, luego los pega sobre un papel engomado y anota el peso de cada uno. En un papelito que quizá hubiera servido para servilleta de pizzería, van sumando los pesos. El refugio resultó ser un buen reparo, y el viento no los molesta tanto. Papadópulos saca una calculadora y recién ahí Javier y Bernardo se dan cuenta de que no tienen ni la más remota idea de cuál es el valor de lo que tienen.

—¿Sabe cuánto tarda en formarse un diamante? —pregunta Papadópulos—. Mil millones de años, como poco. Los mejores, unos siete mil millones. Los que usted tiene, los azules, sólo se producen en las canteras de Botswana. Qué raro que su primo Lito no le haya dicho.

—Me dijo, pero después nos comimos una pizza de ajo en Guerrín, me metí en una librería de viejo y me olvidé.

—¿Por qué no van arreglando detalles acá, con mi amigo Juan Domingo, mientras yo termino?

Juan Domingo, que parece cualquier cosa menos un marino, habla con voz monocorde e indiferente:

—Las condiciones son óptimas. Si tenemos suerte y mañana hay tormenta, zarpamos a las diez de la noche.

—¿Usted está loco? ¿De qué condiciones óptimas habla? ¿No ve el viento que hay? ¿Qué quiere, que naufraguemos? ¿Hay alguna isla por acá? —Bernardo increpa al marino, la frente le suda y las manos le tiemblan. Está pálido y tiene la mirada desencajada.

—Salimos sólo con mal tiempo. Cuando hay mal tiempo los milicos se chupan todo, no queda nadie patrullando el puerto. ¿Usted navegó alguna vez?

Bernardo se contiene para no mandarlo al carajo.

«¿Si navegué? Me sé pasajes de memoria de Moby Dick, me leí las Narraciones de Arthur Gordon Pym traducidas por Cortázar, los Relatos de los Mares del Sur de Jack London y El corazón de las tinieblas de Conrad. Los cuentos navales de Bernardo Kordon. Palabras como ‘bauprés’, ‘berlinga’ y ‘sotavento’ me son familiares sin que haya tenido nunca la más mínima noción de qué significan. Ahora, lo que es navegar de verdad… de verdad-verdad… mmh«.

—Ehhh… digamos que no… Bueno, algunas veces en el Tigre… Una vez, cuando era chico… en la pileta del Peretz… hice como diez largos… sin flota-flota, eh…

Juan Domingo lo interrumpe, hablando con autoridad:

—Mire, consígase mañana un buen antivomitivo, pero en alguna farmacia lejos del puerto, y ojo si le hacen muchas preguntas. ¿Trae documentos?

Bernardo lo mira alelado: «¿Me está cargando?».

—Traiga documento. Se lo va a pedir la embarcación enlace de Memoria Argentina. Ya hubo muchos casos de infiltrados que siembran equipos de GPS en las lanchas. No venga con equipaje, si nos agarran vamos a decir que me acompañó a pescar. Nadie lo va a creer, pero por lo menos nos podemos tirar el lance. Si nos agarran con equipaje estamos sonados. El menor, ¿cuántos años tiene?

—Diez.

—Va a ser un poco desagradable, pero va a tener que ir escondido en la escotilla del barco. Otra cosa, ¿A usted le gusta el pescado?

Mssomeno.

—Más vale que le guste. No va a poder sacarse el olor en unos cuantos días.

Papadópulos cierra la caja metálica, habían hecho las cuentas con Javier.

—Mañana a las once zarpamos. Traigan la caja… Coman poco o nada. Traigan agua caliente para el mate, si pueden más de un termo.

Bernardo está parado, mira la fosforescencia de la espuma del mar y no puede creer que todo haya sucedido tan rápido.» ¿Hace cuánto tiempo que Marita me dijo… me pidió… o me ordenó ‘sacalo de acá’ en ese ridículo acto escolar? Por primera vez voy a cumplir uno de esos difíciles deseos de Marita, por primera vez soy el hombre que Marita necesita que sea».

Papadópulos se saca la linterna de la cabeza:

—Saludos a Lito. Le doy la llave a Domingo. Vayan tranquilos y que tenga buen viaje. Cánselo mañana al pibe, así cuando lo embarca se duerme.

Javier y Bernardo vuelven por entre la misma oscuridad absoluta que cuando llegaron.

«Berni no parece muy satisfecho», sospecha Javier. —¿Estás contento? —le pregunta.

—No.¿Cómo era eso de que la Junta no dura ni una semana? Te queda un día, Javier. Mi abuelo, que era rabino en Lituania, hubiera rezado toda la noche.

—¿Para tener buen viaje?

—No. Para que suceda un milagro. Para que la Junta caiga mañana. A ver si me acuerdo algo… shmá Israel Adonoi Eloheinu Anonoi Ejad.

Un trueno terrible responde al rezo de Bernardo y comienza a llover. Apuran el paso.

—¿Qué era eso, la danza de la lluvia en hebreo? ¿No sabés otra más divertida?

—¿Querés que pruebe con el rezo de los rayos que caen en las playas bonaerenses?

—No, el territorio de la provincia de Buenos Aires es jurisdicción exclusiva del Gauchito Gil. Jahvé, acá, ni pincha ni corta.

Empapados se suben al Torino que, luego de patinar, finalmente se afirma en la arena mojada y parten de regreso.

 

 


 

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Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

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