COLOMBIA |
Había llegado un poco en trip con lo que me había regalado Dade el post-conceptualista (químico y bio-diseñador de un popular Acid-Escarabajo que estaba haciendo estragos en los cerebros de los artistas de la movida). Era buena la dosis, lo admití. Un poco picante en las patas, molesto por la acidez del exoesqueleto y el filo de las alas. Sin embargo, el mundo adquiría forma de carrusel mítico. Más velocidad, más técnica, más color y menos ideas. Quimeras sí, barrocas y briosas; agresivas y fuertes, pero ideas, pocas. Llevamos 20 años reciclando.
Cuando creía estar navegando dentro de la cabellera cálida de la noche, me abrazó el bullicio de la sala del Palacio de Congresos, y de un momento a otro me sentí fuera de foco y línea. Equipos de cine y video correteaban por todas partes, haciendo las tomas necesarias para los noticieros culturales. Camareros que daban los últimos toques a los mesones de licores, y electricistas que organizaban luces montadas sobre grúas robóticas; enfocaban y probaban varios programas y juegos cromáticos de lámparas sobre los tres grandes escenarios en donde se realizaría la subasta de esa noche.
En estas condiciones, no podía enterarme muy bien de lo que pasaría con este evento de arte para el que había diseñado los catálogos, editado las películas publicitarias y asesorado el casting de las modelos que exhibirían a los Art-Nimales.
Llamé por el micro-celular a Clarena, mi asistente. Era una muchacha inteligente, con cara de becaria fresca y cuerpo de secretaria madura. Me tranquilizó con su sonrisa, su libreta y sus cuatro auriculares conectados a su casco de tele-comunicaciones:
—Todo saldrá de maravillas —me dijo; luego me trajo un cóctel de mandarina y agregó—: Relájate y disfruta de la noche.
Para qué negarlo: era adorable.
Siempre sostuve una consigna muy clara y se la había dado a mi pequeño equipo de profesionales: «Yo voy hasta el día antes de la inauguración, de ahí en adelante me desconecto y dejo todo en manos de los técnicos del equipo». Asumo el punto de vista de un espectador más. Como diseñador global de espectáculos, creo, proyecto y diseño sobre bases muy sólidas, pero no puedo entrar a definir la práctica específica de una noche.
Los Art-Nimales eran criaturas bastante curiosas y los coleccionistas estaban pagando sumas importantes por ellos. Desde aquellos tiempos dorados cuando una pléyade de visionarios buscó nuevos rumbos en el arte, como Eduardo Kac, quien había inventado y patentado la conejita Alba (FCG Bunny) en el año 2000, cuando experimentó y descubrió que insertando genes de una medusa en el genoma de un conejo obtendría uno de los primeros Art-Nimales. «Alba», la coneja, era perfectamente normal la mayor parte del tiempo; sólo cuando estaba expuesta a una luz azul con un nivel máximo de excitación de 488 nanómetros, su piel emitía un resplandor verdoso y se tornaba de color verde fluorescente (debido al gen GFP de la medusa).
Años más tarde, Betila Zchuartz había lanzado el león miniatura (manipulando la genética de leones del Serengeti y gatos africanos) y Perseo Gutiérrez el Perro-Quimera-Dragón (desarrollado después de un afortunado accidente).
Por unas décadas, la cosa había estado medio quieta; pero ahora la ola se movía. Venían con nuevos bríos los de la transvanguardia genética londinense, con Dimon Hirtz a la cabeza, quien se había hecho presente a esta subasta con un ejemplar primoroso de Cerdo Dálmata alimentado con agua pesada, y un Tiburón Filosófico. Las célebres lesbianas alemanas Henrrieta y Bedka habían ganado el respeto de los connaisseurs y llamado la atención de los grandes dealers y coleccionistas con un Asno-Alado-Hermafrodita. Todos ellos esperaban comprar una de estas criaturas esa noche.
Gente de los valles de silicona; magnates del agua del sur; dueños de los parques temáticos de África y la Amazonia, con mucho dinero y mucho espacio donde poder exhibir sus costosos Art-Nimales.
Dade, el artista químico de avant garde, me vio y me hizo una seña desde el fondo del salón. Lo vi aproximarse, tambaleándose en su traje azul metálico de temperatura auto-regulada, con su pelo rojo cadmio y sus guantes plateados donde reposaba una copa de néctar-blow. Aficionado a las drogas de diseño, mantenía una delgadez extrema y elegante; sus ojeras estaban surcadas por micro-riachuelos de sangre tóxica y su boca mantenía una sonrisa cínica y seca que abrevaba con diligencia en un martini.
—¿Dónde te habías metido? Pensé que ya no llegarías —me dijo- . Vamos al fondo, quiero presentarte a unos artistas que requieren de tus servicios. Además hay una bio-expresionista que quiere conocerte. Participa en la subasta con un Gorilla Rosa de Pasarela.
Me miró a los ojos con curiosidad y mientras avanzábamos por el extenso pasillo con su brazo sobre mi hombro, me dijo:
—¿Quieres otro Acid-Beetle?
—No, gracias, ya tengo suficiente vuelo con un coleóptero por hoy —le respondí.
A regañadientes me fui al fondo. Me gusta la producción; la parte conceptual y publicitaria de estos eventos, pero la verdad no me gusta entrar en su mecánica y soy un poco tímido en el asunto de las relaciones sociales. Mi equipo es profesional y se encarga de darle una potencia visual y una coreografía compleja de cara al público y los medios, pero la parte de la realización conlleva multitudes.
Multitudes de las que yo prefiero estar distante.
La mujer estaba con un biólogo de unos cuarenta años, atlético, de piel bronceada, brazos velludos, extensos y manos largas; el tipo tocaba su delicado y rotundo trasero con una de ellas, mientras con la otra sostenía un cigarrillo de kish wares.
Ella brillaba dorada y etérea.
Me quedé mirándola con detenimiento. Estoy acostumbrado a los animales más exquisitos de la farándula, a las criaturas más excepcionales del tinglado del espectáculo, pero aquella mujer era el producto —estoy seguro— de media docena de talentos de la ingeniería biológica.
Conocía su creación: el gorililla metódico ése, pero ella, la diseñadora de aquel Animal-Art, era una soberbia demostración de lo que eran capaces los Neo-bio-raphaelitas, mi punto débil en estos asuntos.
La mujer se dio cuenta de la situación y se desprendió de las garras del tipo. Otros artistas del grupo trataron de retenerla, pero la diva se vino lanza en ristre como quien va a lo suyo. Mi amigo me la presentó y luego de unos instantes y ante el magnetismo solar que se irradiaba en aquel pequeño espacio, decidió ahuecar el ala e ir por otra dosis de preti-vitaminas, al fondo, con los camaleotronics (un grupo de artistas que buscaban en sus creaciones, desarrollar máquinas perfectas y superiores en miles de funciones a los seres vivos).
Ella pasó directo de su ceremonia psico-mesmérica a un gesto más emotivo: Me besó en la boca mientras me pasaba dentro de la lengua una pastillita con sabor a cocal-mint. Hay que decirlo, la tía, una rubia de unos treinta años, estaba en la flor de la edad. Alta en proporción heroica, delgada, con una piel de hielo (tratada en los laboratorios Neo-skin de Frankfurt) que brillaba en cada curva de los hombros y que exhibía un escote profundo que se precipitaba en un valle sereno dentro de su seda negra… Sonreía con una respiración acompasada y toda la luz de los reflectores estallaba difusa en su dentadura.
Estaba como para tirarse de cabeza.
—¿Conque tú eres la del Gorilla Rosa de Pasarela? —le dije, mirándola al entrecejo y aplicando algunas reglas de acercamiento y derribo establecidas en el electric-book de Priamo Faloquini.
—¿Has visto mi creación? ¿Dime, te ha gustado mi Gorilla Rosa de Pasarela?
—Claro que lo he visto. Fui el diseñador del catálogo y de toda la campaña publicitaria.
—¿Qué te gusta más de él? ¿Su perfección estética o su potencia conceptual?
—Bueno, la verdad es que me gusta mucho su faceta dramática. Cuando el peludo antropoide posó para mí, como el Gar?on ? la Pipe del viejo Picasso, no dudé por un instante que estaba ante una revelación…
Me miró con un ligero aire de encantamiento. Parpadeó media docena de veces con una sonrisa contenida de labios lubricados en un colorete de hule rojo, mientras con la mano elástica enredaba su cabellera de fuego leonado y luego… clavó sus uñas en mi antebrazo con una fuerza medida, una presión que transmitía el calor de sus manos y hacía circular una corriente eléctrica.
—… muy interesante, de verdad, es lo mejor que he visto en los circuitos de todo el este… —le dije, mientras mantenía la postura y respiraba el hielo dulce y cálido de su aliento muy cerca de mi cara y mis orejas. Hice un ademán para que nos sentáramos al lado de una familia japonesa, constructores de ciudades acuáticas. (Lo sabía, por lo de las cien invitaciones con tarjetas lacradas en oro de 18 quilates que mi compañía tuvo que enviar alrededor del mundo. Querían llevar algunos ejemplares para su museo ultramarino).
Bibiana Sthepaubben. Así se llamaba, me narró todo su background en pocos minutos:
Hija de biólogo y diseñadora genética, había comenzado a experimentar y a exponer sus criaturas desde los doce años, cuando había participado en la feria de arte escolar con una mosca coprófaga que tenía incorporado un chip de imagen digital; eso permitía a su creadora ver el recorrido de la criatura desde un computador.
Había quedado segunda.
Luego, en el Instituto de Artes Biológicas Aplicadas, había diseñado un «Gato-Globo» muy útil para monitorear plagas en los campos de cultivos transgénicos. Con esta Art-Nimal ganó sus primeros millones de solaris al vendérselo a la compañía Monte-Non-Sancto.
Había trabajado con Kurtz, ese mítico héroe militante del Bio-Arte. Su nombre había estado en el centro de una controversia que sintetizaba muchos de los potenciales riesgos de trabajar con agentes bacteriológicos de alta complejidad en aquella época. Kurtz fue el primer artista procesado por las leyes anti-terroristas de EE. UU. de principios de siglo. Se le había acusado por haber trasportando cultivos de bacteria sin permiso oficial. A la espera de la sentencia, Kurtz había señalado: «Si yo hubiera sido como cualquier otro bio-artista, haciendo fotos bonitas de microbios, nada hubiera pasado. Los problemas empiezan cuando te metes a criticar la política del sistema». Había sido sentenciado a pagar una dura condena.
Hacía quince años que estaba prófugo de la justicia. Después de filtrar una bacteria muy primitiva de cólera en la comida de la cárcel, guardias y prisioneros se infectaron. En el viaje al hospital se enfrentó a los enfermeros con una cuchara de plástico y escapó de la ambulancia. Hasta el día de hoy nada se sabe de él. Se ha convertido en una leyenda y las camisetas de los jóvenes artistas con su efigie estampada en blanco y negro le han dado la estatura de un mito libertario.
Bibiana hablaba de él como de su primer novio o amante; y me dije que si la tía había estado enredada con ese romántico villano del Bio-Art, toda una celebridad… era de temer. No era ninguna perita en dulce la niña, como diría mi abuela.
—A los dieciocho años fui elegida Miss Universidad de Oklahoma. —Me lo dijo mirando al fondo y estirando su cuello flexible de gata dorada, como dando la posibilidad de que yo la admirara.
No lo dudé ni por un segundo, sus facciones eran una obra de arte de la ingeniería genética, matemática y geométrica. Euritmia pura y contundente, pero al mismo tiempo, algo fuera de los estándares; algo fuera del diseño de masas que estaba acostumbrado a darnos esos rostros de Bobs, Johns, Bettys y Janes blancas, con doce pecas y triángulo dorado sobre la frente. Esas de salir a comer helado y palomitas en los grandes cines de inmersión tridimensional. Esas de pulseritas de plata con código de barras. Entonces giró su cabeza donatelliana y me encontré de nuevo con sus ojos, esmeraldas líquidas y fluorescentes.
¿O serían los efectos mixturados del cocal-mint y el escarabajo?
—Tú no encajas dentro de ninguno de los modelos —me dijo de repente, estudiando las imperfecciones de mi piel, los ángulos extraños de mi cara y las cicatrices de mi pasada vida de corredor de velocípedos clásicos.
—Mis padres eran eco-expresionistas y estaban en contra del diseño in vitro —le respondí, mientras ocultaba detrás de la imperfecta sonrisa el temor al rechazo de la gran estrella. Siempre había estado seguro dentro de mi fealdad; en tiempos en que todo el mundo cuadraba dentro de los estándares de belleza masiva, yo asumía mi longitudinalidad y mi esbeltez giacomettiana con un estoicismo digno de mejores causas. Pero esta criatura, salida de un sueño de Huxley, me hacía pensar en la posibilidad de un mundo feliz.
—Eres un primor, ese salvajismo primitivo y esa dureza de tus facciones es algo… no sé… A mí me decían que yo era toda prefabricada y diseñada… Pero eran envidias de las que tuve cuidarme durante toda mi carrera —me dijo, apoyando sus hermosas piernas en contraposto, mientras mostraba su perfil sereno, delineado con la gracia de un Praxíteles (antes de su etapa de alcoholismo y amor fou).
—Después, con los hermanos Curie-Vaxton, los franceses —continuó su historia, mientras recorríamos los backstages de la subasta viendo el movimiento de poleas eléctricas y jaulas de platino; carritos con motores de hidrógeno y cajas de cartón plástico—, lancé en la Biennale Subacuática de Venecia una barracuda miniatura de pilas de algas marinas… —decía muy serena y aclimataba esa energía de calidez violeta entre los dos. Luego calló. Tomó otro sorbo de néctar-blow. Sonrió—. Tuve mala suerte. Lo dejaron al lado de un Pulpo-Pantera, obra de un célebre artista japonés, Sahito Ishagoda. El pulpo se lo tragó y no pude ver el premio.
Luego vino lo de los gorillas:
—Fueron muchos años, no creas, pruebas y fracasos, intentos fallidos y derrotas amargas —me decía, mientras sus senos dorados se agitaban dentro de su traje de seda negra acondicionado de luz iónica termofluorescente—. Los había desarrollado en formatos medianos, como una investigación exclusiva para un zoológico de Australia. Luego en miniatura para un laboratorio japonés, pero después de ver cómo se morían por los cambios de clima y los virus adquiridos por el contacto con la gente, volví a los tamaños normales, grandes, poderosos y peludos, más resistentes y tres veces más inteligentes que uno de los últimos gorillas del Congo.
Había invertido una gran fortuna en el proyecto. Las ganancias apenas habían equilibrado su economía.
Decidió conseguir inversores… uno de ellos era un magnate de las confecciones, quien le propuso convertirlo en modelos de Pasarrella.
–
Cuando una hermosa y saludable pareja de antropoides de tercera generación, salió de su Bio-atelier de Québec, se entregó de lleno a convertirlos en modelos.
En el Festival de Diseño de Modas Cibeles de Madrid y el Salón de la Moda de París causaron sensación. Se hicieron famosos en todo el mundo. Los contratos y la publicidad llegaron a hacer de estas criaturas algo así como los eslabones perdidos de la haute couture.
—Durante muchos años nosotros nos vestimos con pieles de animales… ya era hora de que ellos se vistieran con nuestras lycras —me dijo, mientras sorbía su néctar-blow. Laffergal, el gran diseñador, ya muy viejo y con un pie en su cámara de crionización, estaba dispuesto a pagar una millonada por uno de ellos.
El Guggenheim de Cartagena, provincia de la República de Batraxia, (exportadora número uno de cocal-mint), le había encargado una serie de esos gorilas fornidos y ruidosos que caminaban con elegancia de modelos. (En ese país, se había tenido toda la vida predilección por los gorilas. Algunos de ellos habían llegado a ser senadores, congresistas, embajadores y protocónsules). Ahora a todos los camioneros metalmint-coqueros de los transbordadores lunares les gustaba ponerse esos calzones de cuero y esas gorras de beisbolistas. Estaba triunfando. Sus Gorillas Rosa de Pasarela imponían la moda de las mediocracias del mundo. Las fashion victims sucumbían ante sus diseños coloridos y kitsch; y ella se estaba forrando de plata.
¿Había domado la fortuna sus ansias libertarias y su rebeldía? No. Para nada. —Ahora —decía— estoy llegando a lo que quiero, y tengo dos o tres proyectos de los que quiero hacerte partícipe.
Conocía mis campañas publicitarias y mis producciones. Sabía que era experto en los efectos especiales de quinta generación y quería que sus Gorillas de Pasarela se inmortalizaran en mis video-clips y que llegasen acompañados y respaldados por ballets mecánicos a la nueva era; no le importaba cuánto iba a costar todo eso. Estábamos hablando de tele-transportación, de impresiones de rayos cósmicos sobre planetas y auroras boreales impremagnetizadas.
—Los quiero proyectar a todo el sistema solar y más allá de la galaxia…
—No te preocupes —le dije—, te quedan cien años más y doscientos millones de solaris para que puedas cumplir tus sueños. Estás en la flor de tu edad.
Ella me miró con una carita vogue clásica y se llevó a su hermosa boca de silicona erótica dos pastillas de cocal-mint.
—Bueno, todo estaría de maravilla… Si no se hubiese infiltrado la puta de Marcia Gon?alvez —dijo de repente.
—¿Quién es Marcia Gon?alvez? —le pregunté muy intrigado.
—Es una bruja parvenu que ha devenido en crítica de arte transgénico. Mira, te cuento para ponerme sofisticada… Primero arremetió contra los Preter-biologistas que querían el núcleo de la célula más expresivo y sin ataduras. Después se metió con Franki-genetistas quienes buscaban una combinación biológico-mecánica en sus criaturas y estaban más dentro de una onda ciberpunkera de movimientos fabriles de Berlín. Después, a la loca le dio por atacar a los Neo-químicos que trabajaban en la creación psicodélica conceptual. Es decir, la libertad de la obra fuera de las fronteras espacio-temporales.
?Los Neo-químicos no se quedaron quietos y alguno de ellos, muy ofendido, le envió un sobre envenenado con una bacteria alucinógena; la muy cerda duró en viaje tres semanas, caminando empelota por las calles de Vallmerniak. Casi se muere.
?Anda por ahí la zorra, es una arácnida y batraxiana de asco. Creo que fue parida en la era pre-cámbrico-digital. Cruce entre clon de escarabajo gigante de la bosta y Golem. No le arreglaron ni sus dientes. Habla por un tubo de traqueotomía en la garganta…
Deduje por la diatriba que a mi hermosa bio-artista no le caía muy simpática la tal Gon?alvez.
¡¡Ladiesss and Gentlemennn!!
¡¡Madames et Monsieurs!!
¡¡Señorasss y Señoressss!!
El martillo de la subasta comenzaba a bramar y a ronronear por el micrófono. Era un locutor de acento balear. Lucía una piel de aceituna viscosa y vestía un traje gris mareado. Sus botines —charol sintético de Malasia— estaban sin lustrar y se veía por los ademanes de rufián que le había dado duro a la botella, a la cal andina y a la jeringa.
Yo pensaba que él era uno de los especímenes más extraños de la noche. Sin proponérselo, hacía méritos para entrar en subasta con los otros Art-Nimals.
El troglodita empinaba el codo con ron de caña. Parecía que estaba en la barra de una cantina de mala muerte.
—Ahí está. Es ella —me dijo de repente Bibiana Sthepaubben señalando al fondo del salón.
La cosa que venía era una especie de araña de unos quinientos años, lucía un bigote ralo sobre el labio superior y en sus ojos de implantes de plástico brillaba una luz intermitente que le daban una apariencia de prostituta de burdel lunar. La acompañaba un maleante del valle de Arizona con una chaqueta negra, la cabeza cuadrada mongoloide, rapada, y los ojos inmersos en carbón coloidal.
El locutor pasó al escenario de cristal. Saludó a todos los magnates de las grandes transnacionales. La sinfónica de Vallmerniak tocó el Himno a la Alegría de Beethoven. Los abanicos y los monóculos digitales entraron en acción.
El martillo troglodita llamó a la araña cebada y al mongoloide del valle de Arizona para que le sirvieran como asesores en la subasta.
—¡¡Mierda, se nos metió la araña!! —dijo ofuscada y muy molesta Bibiana.
—Bueno, que yo sepa, ese trío no estaba dentro de la programación —dije, mientras llamaba a mi asistente para preguntarle por los colados e infiltrados en la subasta.
Clarena, mi secretaria, apareció a los pocos segundos y me dijo que había tenido que hacer cambios de última hora. Para ello había consultado con los de la Asociación de Dealers y estos le habían recomendado a los tres freaks que ahora dominaban la mise en sc?ne.
La crítica y el ramapithecus que la seguía subieron al proscenio con lentitud y parsimonia.
—Si quieres te los mando a la mierda —me dijo Clarena, ya muy nerviosa.
—No, deja que sigan —le dije—, ya es un poco tarde para hacer cambios. Pero si se ponen pesados… Algo habrá que hacer.
Los banqueros chinos y los magnates rusos se reían por lo bajo; los hacendados norteamericanos acicalaban sus calvas un poco intrigados y los multimillonarios sudamericanos, dueños de los parques temáticos de la Amazonia, esperaban con frialdad de jugadores de póquer mientras hacían chasquear sus mandíbulas batientes.
A pesar de todo, me dije, algo tendría que romper el curso de las artes biológicas del mundo. Y si esos mutantes urbanos lo conseguían, no me opondría.
El primer Art-Nimal en subasta —según el martillo alcohólico— era un Caballo-Elefante, obra del artista senegalés residente en Francia: Koluome Kalila. La música sonó alto. Las luces bajaron su intensidad y sobre el escenario de madera plástica apareció una criatura de líneas fuertes y elásticas, un poco dentro de la corriente de la escuela Creo-Dadaísta más radical de los últimos tiempos. Tenía sobre su lomo la palabra «Good» y en el cuarto trasero, al lado de su gran culo, grabada a fuego de hierro, «Merde».
Las modelos que lo trasportaban tenían alguna dificultad para poder controlar a la criatura que relinchaba y jalaba con fuerza; una de de ellas —la rumana— cayó desde la tarima. Salió en camilla, atendida por los servicios de emergencia. Pasaron por nuestro lado. Era una doncella de unos veinte años y dos metros de largo, que tenía tatuada sobre su ombligo una cruz mística y en su aleta derecha un diamante de la casa Philips. Se la llevaron dormida, narcotizada y dorada como a la Ophelia del gran prerrafaelita Burne Jhons.
Era el primer accidente de la noche.
Entendí que la cosa se podría deslizar hacia una onda surreal y anárquica. Le ordené a uno de los camarógrafos que filmara todo, sin perder detalle. Cuando las cosas se salen del libreto, comienza la verdadera creación.
(Recordaba en ese momento la última exposición en Madrid para la que había dirigido una campaña publicitaria: «Antropos-Mecánica». Cuando Antonín Antúnez había muerto dentro de su escafandra al recibir una descarga eléctrica de 2000 voltios. El artista duró media hora gesticulando y moviéndose dentro de su armadura a un ritmo de película de los años treinta, mientras la gente del documental grababa pensando que se trataba de su performance bio-mecánica. Cuando los cables estallaron, fundiendo la estructura de acero y aluminio, descubrieron el cadáver carbonizado del genial artista español. (Última actuación para la posteridad.)
No hubo pujas por el Caballo-Elefante y el locutor le pidió una opinión a la araña-crítica. Ésta simplemente arrimó su probóscide al micrófono de cerámica electro-acústica y dijo:
—Yo no sé qué es o significa «eso»… No encaja dentro de ninguna escuela, es un adefesio y nada más.
El locutor-martillo se mandó otro trago de aguardiente y lo paladeó con un chasquido de lengua encendida.
—¡¡A los establos con ese Equino-Paquidermo!! —gritó y soltó una grosera y áspera carcajada, que se extendió como relincho de mula retrechera por toda la sala de congresos.
Las modelos arrastraron al Caballo-Elefante hasta su jaula plateada; el animal miraba horrorizado y pateaba los barrotes.
La subasta continuó.
La música de fondo: «El lago de los cisnes» de Tchaikovsky.
Un pez danzarín, exhibido en una urna de cristal que las modelos tenían montada sobre una plataforma antigravitacional, se recortó en el centro del escenario izquierdo. Lo pasearon por todo el frente y los pasillos de los compradores. Cerca, me di cuenta que tenía los clásicos rasgos de Nureyev y bailaba con una elegancia maravillosa.
El martillo miró a Marcia Gon?alves, la araña.
La crítica arácnida dijo:
—Imitación burda del sapo-salsero-bacalao de Roberto Matamoros, el cineto-genetista cubano…
Sin embargo, la masa de coleccionistas se movió. Los botones multicolores de números que aparecían sobre una pantalla digital marcaban el ritmo de las ofertas. Hubo una puja muy reñida que partiendo de los ochenta mil llegó a los cien mil solaris.
¿Quién da más?
¿Quién da más?
¿Nadie da más?
Y el martillo descerrajó un golpe sobre la mesa de carbón-mármol. El estruendo se escuchó hasta la última fila. Los aplausos estallaron en el Palacio de los Congresos y las Artes. El comprador, un magnate árabe, criador de caballos Pegaso, se levantó cortésmente y agradeció las congratulaciones, mientras se retiraba acompañado de su séquito.
El Cerdo-Dálmata de Dimon Hirtzs ganó el cariño del público. Era una criatura realmente primorosa.
La araña-crítica dijo:
—Es una variante descafeinada de los «Cochinillos Fluctuantes» de Vanessa Lamerde —y el mongol valluno, que ejercía como su escudero, arrimó su hocico velludo a uno de los amplificadores iónicos de cerámica y dijo:
—Se trata de una criatura ya bastante conocida y vulgar; mis amigos los emergentes de Tegucigalpa tienen montones de éstos y por lo tanto no es una creación exclusiva.
—Cómo no van a tener bastantes ejemplares de éstos, si son burdas falsificaciones del mercado chino!! —dijo mi amiga Bibiana, quien se tomaba su cuarto martini extra dry y brillaba muy ofuscada.
Quise ponerla a tono y sacarla de su irritación con la conocida anécdota:
—Dorothy Parker, la escritora, dijo: «Me encantan los martinis. Dos como mucho. Con tres estoy debajo de la mesa, y con cuatro, debajo del anfitrión».
No funcionó. Estaba que se la llevaban los mil demonios. Su alicoramiento encendió los colores de su rostro. Una rosa a punto de estallar.
Perdí la esperanza, y comencé a odiar a la araña-crítica.
Dimon Hirtz, el artista, quien estaba presente, se retiró hacia el fondo del teatro; gesticulaba y discutía con uno de mis asistentes.
La puja sin embargo se armó entre los magnates rusos y los potentados americanos.
Ganaron los rusos, dueños de las fábricas de muñecas escorts de nieve, quienes pagaron un millón doscientos mil solaris. Cogieron al Art-Nimal allí mismo, lo amarraron con una cadena al cuello y lo embalaron en una jaula de titanio. Se lo llevaron con una docena de robustos guardaespaldas.
El Cerdo-Dálmata ladraba y chillaba de una manera peculiar.
La araña Gon?alvez escupió y pateó el suelo. Le pegó un codazo a su escudero, el mongol valluno, y el mongol escupió y pateó el suelo mientras se tomaba una copa de vino de quimeras. El martillo y maestro de ceremonias también escupió en el suelo mientras se tomaba otra copa de aguardiente.
Hubo un descanso. Las gentes de la subasta fueron desfilando hacia el bar. El sitio se animó, algunos artistas hablaban con posibles compradores y coleccionistas, otros metían cáñamo de amapolas y helados de madame-blanche en vino tinto. La mayoría departía gustosamente con algunas de las modelos de la subasta.
Mi amiga Bibiana dijo:
—Tendremos que lidiar con la araña… déjala que juegue sus cartas, yo todavía no he soltado las mías. —Y sonrió. La maldad no estaba lejana de estas criaturas de última generación. Las cosas sólo se habían sofisticado más.
Me apretó más y me brindó sus labios con otro cocal-mint, yo aproveché la temperatura de la cosa, que se puso caliente como perro en microondas. Nos fuimos por una copa a la terraza.
Afuera, en la calle, se escuchaban gritos de manifestantes y las sirenas de los proto-Golems policiales.
—Los que protestan son los de la O.N.G. Animal-Atac, están contra la experimentación y el bio-arte —me dijo Bibiana con mucha tranquilidad.
Gritaban consignas en coro:
¡¡LOS ART-NIMALES, SÓLO SON MASCOTAS PARA LA DECADENTE BURGUESÍA DEL IMPERIO!!
¡¡NO A LA EXPERIMENTACIÓN CON ART-NIMALES!!
A ninguno de los presentes en la subasta parecía afectarle la situación.
Los proto-Golems policiales arremetieron contra los manifestantes.
Los manifestantes arremetieron contra las patrullas de los proto-Golems.
—Vámonos de aquí, cariño —me dijo Bibiana, de repente nerviosa.
Después de la cuarta copa, estábamos buscando los baños.
Entramos al transgenérico.
Abrimos una puerta; allí había varios disponibles. Comencé con lo mío. Me di cuenta a los pocos segundos que no éramos los únicos que estábamos en el asunto.
Miré alrededor y escuché que en el water vecino se estaban dando el lote de una manera ruidosa y brutal, o se estaban matando contra las paredes metálicas. Escuchamos la gangosa voz de la araña-crítica. Bibiana me susurró: «La están fornicando» y me hizo una señal. Nos asomamos por el domo de cristal que coronaba el water. El mongol del valle la tenía enculada, en cuatro patas y la estaba pistoneando con la fuerza de una locomotora.
La crítica Gon?alvez gritaba:
—¡Me piache! ¡Me piache! ¡Rómpeme el culo! ¡Rómpeme el culo! … lalailalaira… ¡¡Rómpeme el culo, más duro, mi zamuro!! —Aquel bruto le daba con una violencia rítmica y sostenida; le golpeaba la cara contra las paredes cerámicas del water mientras se agarraba para sostenerse de las puertas. Vimos extrañados y asqueados cómo la boca de la araña se anegaba en sangre. Luego, el mongol valluno la volteó y sin mediar palabra, le metió su pito grueso y deforme en la jeta para eyacular dentro de su tráquea. La araña Marcia Gon?alvez se estaba ahogando en su sangre y en la esperma de su chulo. La crítica pataleó y casi se desmaya. Vomitó cuando el mongol del valle sacó el artefacto de la llaga pulposa de su boca. Éste arqueó los ojos para ponerlos en blanco mientras estiraba su cuello rústico, tensado y cruzado de arterias; alcanzó a ver nuestras caras de asombro.
Nosotros abandonamos inmediatamente el baño de los transgenéricos. Aquella visión de anomalía sexual nos bajó el subidón.
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No sabíamos si reír o llorar.
Nos acicalamos frente a los espejos; nos lavamos las manos; conteníamos las carcajadas casi hasta las lágrimas; nos acariciamos delicadamente y después con más fuerza. Pasados los diez minutos llegó de nuevo la ola de calor, con ese toque de hielo en las sienes que es característico de la cocal-mint.
Ya nos centramos en lo nuestro. Las pieles distribuyeron la carga eléctrica de los erotómanos. La cocal-mint cumplía siempre con sus funciones. No perdimos el tiempo y nos fuimos a darle media hora al asunto. Bibiana y yo nos habíamos convertido en un par de conejos eléctricos.
Cuando salíamos, pálidos, sudorosos e iluminados, nos encontramos en el amplio pasillo con Dimon Hirtz, el artista, quien estaba acompañado de una de las modelos —núbil japonesa de cara lavada—. Trataban de armar un canuto de Ververella mística y lo combinaban con picadura dekish wares.
Nos ofreció un par de plones de la planta mágica. Después de los blows, comenzamos a brillar.
Lo felicitamos por la venta del Cerdo-Dálmata alimentado con agua pesada.
No le importaba mucho. Su gran obra era el Tiburón Filosófico.
—Ésa es la que me importa. Pero la crítica que asesora al martillo está metiendo su hocico de perra en la subasta. No sé por qué se lo permiten.
Le expliqué que a esas alturas del programa no se podía hacer nada.
Nos miró de una forma extraña, la que tienen los artistas ricos cuando los enervantes psicodélicos y las drogas de diseño se hacen parte de su dieta.
Nos habló de su obra (creo que trataba de impresionar a Bibiana)
—… desde cachorro le leía «Les Chants de Maldoror». Sí, nadaba en sangre filosófica.
El tipo, me pareció, estaba bastante perturbado.
Luego nos dijo qué pasaría si su obra más importante no se vendía esa noche.
—Podría cometer alguna locura… —Ya era conocida en el mundillo del arte su irascibilidad pendenciera y su afán de protagonismo—. Esta noche alguien podría caer en la pecera —agregó, soltando una risita burlona mientras se alejaba.
Me quedé muy preocupado. Miraba cómo se retiraba aquel hippie multimillonario, con sus tenis baratos y sus bluyins raídos, en medio de una nube espesa de Ververella mística. Su melena rubia y roja parecía encendida en fuego. La japonesa semidesnuda iba amarrada a su cintura.
De nuevo en el teatro del Palacio de Congresos los compradores afilaban sus paletas digitales, metían mano a las tetas de sus acompañantes y afinaban sus corbatas de titanio. Uno que otro masticaba pasas de choco-coca servidas cerca de los pasillos por modelos semidesnudas. Las damas de compañía agitaban sus abanicos multicolores. Algunas escorts rusas exhibían las últimas tendencias en moda de cuero y disciplina.
El martillo de la noche comenzó de nuevo con su acento caribe:
—Una de las piezas más importantes de la noche, el «Asno-Alado-Hermafrodita» de las hermanas Bedka y Henrrieta.
El Art-Nimal fue sacado al escenario. Se hizo un silencio impregnado de murmullos. Los magnates y los corredores de arte consultaban sus micro-computadores de última generación; las pantallas de los teléfonos se reactivaban con las conversaciones de los cuatro puntos cardinales del planeta. El Asno-Alado-Hermafrodita daba dos brinquitos y aleteaba; se sostenía unos segundos en el aire y luego se posaba lentamente. Correteaba y miraba con sus grandes ojos expresivos a la concurrencia. Todo algodón, todo verga, todo verija, todo de lana de plata, se diría.
La crítica Marcia Gon?alvez, salió embadurnada de una sustancia similar a la silicona, gruesa y espesa sobre su cabeza, y con su andar de viuda negra se encaminó hacia el escenario. La luz de los potentes reflectores la seguía a ella y a su escudero-sombra, el mongol del valle, quien trataba de abrocharse el cinturón.
El martillo preguntó:
—¿Y quién sabe más de asnos alados y hermafroditas que Marcia Gon?alvez? Ella misma ha sido coleccionista de algunos de ellos.
—Ah, este… Hummm… —dijo la crítica— , este ejemplar no me parece muy bien logrado… le falta talla y no parece estar bien cuidado. Le falta peso. Le falta…
Sin embargo se armó la puja, y después de quince minutos la rica heredera de los hoteles Milthon se llevó el asno alado y hermafrodita para su colección, colocando el listón en dos millones de solaris.
La televisión se acercó a entrevistar a la heredera coleccionista y luego a sus creadoras, las alemanas Bedka y Henrrieta, quienes parecían muy alegres.
El Tiburón Filosófico y Agnóstico de Dimon Hirtz salió en una gigantesca pecera de cristal, iluminada por lámparas de colores fractales y tirada desde un compacto carro-grúa, que dio una vuelta completa sobre el gigantesco escenario. El tiburón blanco, de unos dos metros de largo, se movía con lentitud mientras giraba y clavaba sus fríos ojos en la concurrencia. La cabeza del animal, cómo decirlo, parecía tener un par de protuberancias que se asemejaban a un cerebro humanoide. De sus aletas, cartílagos en forma de dedos se proyectaban y traslucían bajo los reflectores. La música era relajante y contrastaba con la atmósfera de muerte líquida y helada que emanaba de aquella imagen psicodélica.
La crítica Gon?alvez arremetió contra la obra del artista inglés:
—Éste parece muy bien embalsamado y espero que no se deshaga en el formaldehído. Ya sabemos que el señor Hirtz le gusta vender animales vivos que luego deja morir inmersos en esas substancias tóxicas y que a los pocos años se desintegran, dejando a los coleccionistas con un palmo de narices.
El tiburón agnóstico detuvo sus lentos y ondulantes movimientos, y nos pareció, por unas fracciones de segundos, como si apoyara sus manos-aletas contra el cristal y mirara a la crítica. ¿Serían los efectos de la cocal-mint?
Con el rabillo del ojo vi a Dimon Hirtz, el artista, cruzar a unos veinte metros por una de las alas de la sala, gesticulando y al parecer muy ofuscado. Lo vi subir, paso largo al escenario, e ingresar al backstage para perderse tras las cortinas de acrílico.
La crítica-arácnida siguió despotricando, pero desde el fondo se escuchó la potente voz de Dimon Hisrtz, quien dijo:
—¡¡¡Ya no está en venta. El Tiburón Filosófico ya no está en venta!!!
Hubo comentarios, cuchicheos, gritos y protestas. Algunos de los coleccionistas querían pujar.
Pero el martillo de una vez aceptó la voz autoritaria del artista y anotó:
—El señor Hirtz es el dueño de su obra y como tal no se puede hacer nada. Señores, no pierdan su dinero… Señoritas —dirigiéndose a las modelos presentadoras—, ¡¡llévense ese escuálido escualo al fondo del mar!!
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El martillo sonrió y envió hacia el fondo del escenario a las modelos con la gigantesca pecera. Y para superar el impasse, se fue directo a la subasta de los Gorillas Rosa de Pasarela.
La música de rock-industrial estalló sobre el escenario y la pareja de portentosos gorilas salió marcando el paso de un ritmo fabril mientras iba ataviada con ropas pesadas de lycras industriales. Los gorilas saludaron al público e hicieron una rutina de malabares y gimnasia rítmica que me recordó a las de los neo-fisiculturistas.
El martillo llamó a la arácnida-crítica y le preguntó:
—¿Qué opina, estimada Marcia Gon?alvez, sobre esta pareja de antropoides?
La crítica temblaba. Soltó una opinión mientras se retorcía sobre el atril:
—¿Y qué es esto? —preguntó la Goncalvez con la voz gangosa y chillona con la que nos había martirizado toda la noche—. A estos mejor dónelos al zoológico de Berlín. ¿Dónde se pueden meter unas cosas como éstas sino en una jaula? Esto es una aberración de pasarela, no tienen nada que hacer aquí… y ¡¡bájenle volumen a esa música endemoniada ya de una vez!!
Todos asombrados vimos cómo la crítica se paró frente a la gorila.
—¡¡Aunque la mona se vista de seda mona se queda!! —gritó y le arrancó la blusa rosada que había llevado primorosamente la criatura. El Art-Nimal miraba hacia el escenario, como preguntando algo.
Bibiana Sthepaubben sonrió. Luego me dijo temblando de ira:
—Ya se me acabó la paciencia y la urbanidad… dejemos que mis queridas criaturas recuerden sus viejos instintos. —Sacó de su cartera un control minisatélite de impulsos sónicos. Lo orientó hacia el escenario y apretó un botón.
Yo miré extrañado al fondo, la pareja de gorilas se paró por unos instantes, como si hubiese recibido una descarga eléctrica fortísima.
La gorila hembra tambaleó. Miró a la crítica que ahora trataba de abofetearla.
Se le fue encima a la arácnida. El guardaespaldas y amante de la crítica —el mongol del valle—, reaccionó y se interpuso tratando de agarrar a la gorila por el cuello; pero el gorila macho le rompió la crisma con un golpe brutal sobre la cara, y luego lo arrojó sobre los asistentes a la subasta, como quien arroja una bolsa de basura al estercolero.
Mientras tanto la gorila hembra empelotaba a aquella mujer, que la naturaleza había engendrado —como si hubiese jugado borracha, y perdido, en la ruleta de los genes— y le daba como a bacalao en Semana Santa.
Uno de los policías proto-Golems, armado con un rifle, había disparado varios dardos somníferos que hicieron blanco en el pecho de la gorila hembra, que se derrumbó lanzando manotazos y mordiscos.
Vimos a la crítica salir verde, pálida, arañada y golpeada, salvándose de milagro de la paliza le había propinando la gorila. Se levantó con dificultad, sangrando se fue hacia el fondo, y desapareció detrás de las cortinas de acrílico del gigantesco escenario.
El gorila macho, furioso se enfrentó a los proto-Golems policiales, quienes se le fueron encima con porras y picanas, hasta dejarlo herido de muerte.
Dade, el postconceptualista, reía nervioso.
Bibiana se desmayaba en mis brazos.
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Escuchamos entonces alaridos y gritos, y chapoteo de agua, y más gritos desgarradores.
Las cortinas mecánicas del backstage se levantaron. Los reflectores de luces fractales enfocaron el fondo, recortando la macabra escena. Vimos horrorizados cómo flotaba el cuerpo destrozado de la crítica dentro de la gran pecera del Tiburón Filosófico. La sangre se derramaba en hilos densos y se mezclaba con el agua, mientras la música industrial seguía en crescendo. El Tiburón Filosófico se estaba dando una zampada. La bestia acuática desgarraba más de aquella cosa. Los policías proto-Golems trataban de utilizar una picana eléctrica sobre el lomo del Art-Nimal, y éste, en vez de neutralizado, parecía más excitado.
La última imagen captada por las cámaras fotográficas, de video y televisión, fue la de la cabeza de la crítica Marcia Gon?alvez aplastada y deformada contra el cristal de la pecera, en una mueca brutal, sanguinolenta y dolorosa.
Del libro inédito CEREMONIAS DEL ARTE
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Omar García Ramírez es escritor y artista colombiano. Realizó estudios de Bellas Artes en la Universidad Nacional de Colombia, de cinematografía de animación en el ICAIC de la Habana, Cuba, Dise?o Gráfico y Multimedia en el CICE de Madrid, Espa?a. Es ganador de varios certamenes regionales y nacionales. Ha publicado Sobre el Jardín de las Delicias y otros textos Terrenales (poesía) 1995, Urbana geografía fraterna (Poesía) 1998, La Dama de los Cabellos Ardientes (Comic) 1998, y Altamira 2001 (novela) 2001. Posee un blog literario GRIFFOS DE NNEONN
Este cuento se vincula temáticamente con EL PERFORMANCE DE LA MUERTE, de Yoss (110), LA HÉLICE, de José Altamirano (166) y PRESIÓN, de Jeff Carlson (185)
Axxón 198 – julio de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Artes : Ingeniería Genética : Colombiano : Colombia).