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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “200”

 

<<< [VIENE DE LA PARTE 1 ]

 

 

A ver, cómo era.

Treinta días tiene noviembre

con abril, junio y septiembre.

Veintiocho tiene uno,

y los demás treinta y uno.

 

Lucio sabía que el año tenía doce meses, sabía los nombres de esos meses y el orden en que llegaban. Cerró el puño y empezó a contar con los nudillos: valles y lomas. Los nudillos eran los meses más largos; los espacios entre nudillos eran los más cortos.

Enero, marzo, mayo, julio, agosto, octubre y diciembre tenían treinta y un días. Febrero no era mencionado en el verso, así que era el de veintiocho.

Ya tenía resuelto el problema del calendario.

Sólo le faltaba saber qué año era y en qué día estaba. Hora, minutos, segundos.

El tiempo se burlaba de él. Podía atrapar la cola, pero nunca sabría dónde estaba la cabeza.

Pegó un golpe en el piso de piedra. Enero, marzo y mayo sangraron.

Le dolió. La ira no era buena consejera. Se lamió la sangre.

En el hotel, las luces y las sombras se estrechaban y dilataban caprichosamente. Recordó la Danaus, el frío. Seguramente estaría en algún lugar muy al Sur. No podía recordar el nombre de ninguna ciudad, pero tenía que ser muy al Sur porque el Sur es un lugar frío.

Pero había algo más… Maguerra.

Empezó a cantar:

 

Maguerra-Maguerra, uh-uh.

Maguerra-Maguerra, uh-uh.

 

Se preguntó qué sería aquel nombre. ¿Un equipo de fútbol? ¿Dónde habría aprendido aquella canción?

Lo importante era que tenía ritmo. Las luces y las sombras determinaban el paso de los días, pero el ritmo marcaba los segundos. Y esos segundos se acumulaban en minutos y horas.

Lucio cambió la canción:

 

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

 

Cuatro segundos. Un segundo duraba lo mismo que un maguerra-uh. Ahora tenía una precaria unidad de tiempo. Muy precaria, pero eso era mejor que nada. Para saber cuánto tiempo pasaba entre comidas tenía que cantar y contar, y mantener el ritmo.

Se descalzó.

Pensó en Pitágoras, que había muerto con el nombre de Diego Armando Maradona. Oyó que le decía:

—Cinco dedos por mano, cada dedo se puede flexionar en dos posiciones. Tenemos dos manos. ¿Cuántas posiciones pueden asumir esos dedos?

—Diez en cada mano. Veinte en total.

—Correcto. Pero el sistema de numeración no funciona así. En términos prácticos, podría pensar que cada posición de los dedos de una mano equivale a correr una cuenta de un ábaco. Al correr diez, recién entonces se mueve una cuenta de la hilera que sigue. ¿Cuántas posiciones tiene, entonces?

—Más que veinte. Son muchas.

—¿Cuántas, doctor? No sume, multiplique.

—Cien.

—Perfecto. Las siguientes hileras del ábaco son sus pies. Pero éstas son de cinco.

—Dos mil quinientos.

—Perfecto. ¿Cuantos minutos son dos mil quinientos maguerra-uhs?

ésa era difícil.

—Seis por cuatro, veinticuatro —sopló el viejo.

—Es algo más de cuarenta minutos —resolvió Lucio.

—Bastante bien, doctor. ¿Le alcanza?

—No.

—¿Y qué otra cosa tenemos en el cuerpo que podamos contar, para poner en la hilera siguiente del ábaco?

—Ojos.

—Dos ojos. ¿Ochenta minutos le alcanzan?

—No, claro que no.

—Piense en otra cosa.

—Dientes.

—¡Extraordinario! Treinta y dos dientes. Puede pasear la lengua por la dentadura y así llevar la cuenta. O usar un resto de comida. ¿A cuánto llegamos ahora?

—Ochenta mil maguerra-uhs, maestro. Es demasiado. ¿Cuántas horas son?

El maestro no dijo nada. Se desvaneció.

Los oídos de Lucio se destaparon, como si acabara de bostezar. Abrió los ojos. Negro. Nada. El pulso se le aceleró. Estaba solo, a merced de ese vacío. Extendió las manos hacia el frente, intentando frenar la nada, pero falló. Sin la voz del maestro, la represa cedió y un silencio oscuro y ominoso le inundó la mente.

Los pocos tesoros de su memoria flotaban en ese silencio. Era desesperante. Ahí estaba el nombre de su madre, Isabel Sarli, luchando por mantenerse a flote. El de su padre estaba sumergido, no podía alcanzarlo. Allá iba el último café que había tomado con el gordo Ernesto Sábato. Las trenzas de Teresa de Calcuta…

—Relájese doctor. No tiene por qué operar con números tan grandes. En términos prácticos, sólo tiene que multiplicar cuarenta por treinta y dos. El error de la estimación es grande, pero a usted no le interesa un mayor grado de precisión.

La voz de Pitágoras. Ahí estaba otra vez.

Las ideas funcionaron como bombas de desagote. El silencio fue escurriéndose.

Lucio se preguntó si Pitágoras había existido de veras, o era sólo un producto de su imaginación.

Por supuesto que había existido. Vivía en el sector uno del pabellón tres, encima de las habitaciones de los doctores.

—¿Cuántos cuasiminutos son? —insistió el viejo.

—Mil doscientos ochenta —respondió triunfalmente Lucio.

—Exacto: mil doscientos ochenta cuasiminutos. ¿Cuántas cuasihoras son?

—Son números muy grandes.

—Sáquele los ceros, después se los agrega de nuevo.

—Más de veinte horas.

—Ahora analicemos el error de cálculo. Si tenemos en cuenta que usted puede distraerse al contar los maguerra-uhs y que ya existe un error de redondeo apreciable, podríamos afirmar que, en términos prácticos, cuando cierre la cuenta de todo su cuerpo-ábaco, habrán pasado veinticuatro horas. Un día.

Pitágoras se despidió con una sonrisa. Le había dejado a Lucio algo para pensar. Ideas-represa que le permitían mantener a raya el silencio.

Lucio empezó a ejercitarse en el difícil arte de contar al ritmo de «La Maguerra».

 

 

Y fue un calvario.

Primero practicó la secuencia de movimientos de la mano derecha, hasta que se le acalambraron los dedos. Luego practicó con los pies. Una piedrita del agujero debidamente enjuagada sirvió como marcador dental.

Ordenar los movimientos exigía toda su concentración.

A veces estaba tan absorto en los movimientos que se olvidaba de cantar. O perdía el ritmo tratando de adivinar cuánto tiempo era 0PI-1PD-4MI-9MD (cero dedos flexionados en el pie izquierdo, uno en el pie derecho, cuatro en la mano izquierda y nueve en la derecha).

Y entonces volvía a cantar la letanía cronométrica:

 

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

 

Terminó por simplificar el sistema. Los diez dedos de sus pies serían una sola hilera de su cuerpo-ábaco, y entonces podría abarcar 10x10x10x32 combinaciones: 32.000 maguerra-uhs. Ocho cuasihoras. Casi nueve.

A la décima comida tenía bastante dominado el movimiento corporal. A la trigésima, el ritmo empezaba a formar parte del ruido de fondo. La música estaba allí, aún mientras hacía sus necesidades en el zambullo.

Logró medir el intervalo entre varias comidas y pronto comprendió que no seguían un patrón determinado. A veces le daban de comer dos veces por día, a veces tres, incluyendo dulces. A veces lo dejaban un día sin comer alimentos salados.

 

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

 

Cuando no contaba, pensaba en los nombres. Su padre había vuelto. César Milstein, oficinista de un pueblo chico, se dejaba caer de cuando en cuand para hablar del único tema posible: el tiempo.

—El tiempo transcurre, Lucio. Indefectiblemente. Y al transcurrir sobre tu rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, o los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, deja una marca que nadie puede borrar. Es irreversible. Y eso le da sentido al motor de la historia y del universo.

—¿Adónde querés llegar?

—A veces, tratamos de bebernos todas las horas de una vez porque sentimos que no pertenecemos al espacio y al tiempo en que estamos. Queremos que el tiempo pase, para que sea él quien nos empuje a otro lugar, a otra circunstancia. Pero no nos damos cuenta de que el tiempo pasa sobre nosotros. Nos gasta, nos aplasta. —La voz de César Milstein fue cambiando de dirección: el hombre caminaba de una esquina a otra de la celda—. Primero te provoca ansiedad la oficina, porque no es tu lugar, nadie quiere que una oficina de mierda sea su lugar, o que las horas del trabajo sean su tiempo. Pero la ansiedad es adictiva: después sentís que tampoco pertenecés a tu propia casa, o que el tiempo que pasás con tus amigos es tiempo perdido. Nunca termina—Milstein suspiró—. El tiempo no se deja manipular, ni puede cambiar mágicamente nuestra eterna insatisfacción de Gata Flora. Intentar controlar el tiempo es una soberana estupidez.

—Eso lo decís vos, que tenés reloj.

—¿Sabés cuál es la mejor forma de pasar el tiempo en la oficina?

—No.

—Trabajar en lo tuyo, compartir una charla con tus compañeros, imaginar qué harás cuando salgas, almorzar, ir al baño las veces que haga falta, atender los llamados telefónicos, solucionar problemas… Y nunca, nunca, nunca mirar el reloj. Si pensás en el tiempo, la oficina se vuelve una prisión.

—Pero ésta es una prisión.

—Razón de más para seguir mi consejo.

—¿Y el ritmo?

—El ritmo es otra cosa. El ritmo no deja marcas, no es irreversible. El ritmo es otra cosa…

—No te entiendo, papá. Sos muy oscuro.

Vossos el oscuro. Te juntás con gente como Pitágoras, que cree que el mundo se reduce a números y formas perfectas. ¿De qué te sirvieron los consejos de Pitágoras?

—Pitágoras me dijo que nunca olvidara dónde estaba yo.

—¿De qué le sirvió el consejo? él se olvidó, se pasó de maestro ciruela y ahora está muerto.

—El que murió fue Maradona.

—¡No me vengas con subterfugios! Lucio, tenés control sobre el tiempo local, pero el tiempo absoluto te queda grande, como a todos nosotros. Sabés cuándo pasa un segundo, un minuto, que entre una comida y otra hubo más de 23.000 maguerra-uhs, pero no sabés qué edad tenés. No sabés cuánto tiempo te tendrán en este agujero. No sabés nada de nada.

Lucio no respondió.

—Ni siquiera sabés cuál es tu lugaro tu gente, o qué vas a hacer cuando las horas que te toquen en el hotelhayan pasado.¿Quién te espera? ¿Dónde? —Milstein se acercó, sus palabras sonaron como una advertencia—:Lo que sí sabés es qué pasará cuando todotu tiempo se acabe.

Lucio adivinó una sonrisa de burla en el rostro de su padre. Pero se contuvo apretando los puños.

—¿Me querés decir qué apuro tenés por llegar a ese momento? —preguntó Milstein.

Lucio se levantó y caminó por la habitación a oscuras. Mientras iba y venía sin consuelo, preparó una respuesta para su padre. Quería refregársela en la cara.

Pero César Milstein se había ido. Se había quedado con la última palabra.

Lucio lo llamó, gritó su nombre.

Cerró los puños. Ni siquiera parpadeaba.

—¡Vení! —dijo entre dientes, escupiendo saliva—. ¡Cagón! Me refregás la sal en la herida y después te vas. Si te encuentro te arranco las tripas. ¿Entendiste, viejo?

En ese momento la bandeja entró por la hendija y lo sobresaltó con su estruendo. Toda la energía contenida en el cuerpo de Lucio encontró cauce y lo desbordó. Pateó la bandeja con tanta fuerza que el plato se rompió y voló por los aires. El cajón quedó retorcido y fuera de la guía. A Lucio se le aflojó la pierna derecha.

Se desplomó.

El dolor lo sacó de la obnubilación, y detrás del dolor llegaron las lágrimas. Se había lastimado. Probablemente se había quebrado un hueso del pie. Sudó frío durante unos segundos.

—¡Hijo de puta! ¡Vení! —gritó—. Me quebré. ¡Auxilio!

Los porteros se limitaron a retirar la bandeja. Hierro contra hierro. El chirrido hubiera conmovido a una estatua.

Nadie respondió al llamado de auxilio.

El tiempo transcurrió dolorosamente.

 

 

En medio de la fiebre, alguien le habló.

—Alejáte de la puerta, Vattuone. Cerrá los ojos. Voy a entrar y van a prender la luz. Podés quedarte ciego.

Ni Pitágoras, ni Sábato, ni Milstein. Era la voz de Fleming. Era la primera vez que Fleming aparecía en sus delirios. No sería la última.

Lucio no se movió.

—Vattuone, ¿me escuchás? Soy el doctor Alexander Fleming. De carne y hueso. Ahora cerrá los ojos y dejá libre la puerta.

Se abrió la hendija de la comida y un rayo de luz hendió las tinieblas. Lucio vio y creyó.

Se apartó de la puerta. Fue un movimiento muy doloroso. Tenía el pie hinchado y le dolía todo el cuerpo.

La puerta se abrió y entraron dos personas. No las vio, no podía verlas con los ojos cerrados. Las oyó. Las olió. Fleming tenía olor a medicamentos, el portero tenía olor a cuero y a algo más que no pudo definir.

—Te voy a inyectar —dijo Fleming cautelosamente.

El doctor apoyó algo frío, probablemente una lámina rígida de metal o vidrio, en la zona afectada. Retiró la lámina. Un segundo después, Lucio sintió el pinchazo.

—¿Qué es?

—La antitetánica, antiinflamatorios, calmantes… —Fleming retiró la aguja. Lucio no podía ver qué estaba haciendo, la luz lo cegaba apenas separaba los párpados—. Después te voy a inyectar Reparador número cuatro.

—¿Qué?

—Nanopulgas amaestradas. No trates de entenderlo.

—¡Soy doctor!

Fleming bufó.

—Las pulgas secretan un hidrogel que estimula la liberación de proteínas morfogenéticas. Funciona como sustrato del tejido óseo y estimula la soldadura del hueso.

—No entiendo.

—Te lo dije: no trates de entenderlo. Igual te vas a curar. —Fleming tomó el pie con ambas manos y presionó en varios puntos. Lucio no sentía dolor—. Cuando salgas del agujero te lo explico otra vez.

—¿Y cuánto falta?

—Falta poco. No te impacientes.

Otra aguja penetró la masa amoratada que era el pie derecho de Lucio.

—Te voy a inyectar de nuevo para que duermas durante el mantenimiento.

—¿Mantenimiento? ¿Quién me va a hacer mantenimiento?

—Las pulgas, claro.

—¿Pulgas?

No oyó la respuesta.

 

 

Fleming despertaba confianza. Era bastante más bajo que Lucio. Una pelusa cobriza le cubría el cráneo. Tal vez fueran sus ojos claros los que despertaban confianza. Tal vez su andar resuelto.

Cualquiera podía pensar que Fleming era un buen tipo, pero Lucio sospechaba que esa bondad no era inocente. Algo ocultaba el doctor bajo la línea de flotación. Lucio trató de identificar qué era, pero no podía comparar a Fleming con nadie que conociera.

Bueno, Lucio conocía a Lucio. Era un buen punto de partida.

Lo primero que se le ocurrió fue que, a diferencia de Lucio, Fleming conocía el terreno. Por eso se movía con tanta seguridad. Más aún, conocía las opciones y las consecuencias de adoptar esas opciones. Podía asumirlas sin mosquearse.

¿Habría matado a alguien, como Lucio? Lucio no se creía capaz de matar, pero los porteros decían que lo había hecho. Por el contrario, la mirada de Fleming decía que era capaz de matar si la vida lo urgía a hacerlo, y que no tendría remordimientos una vez tomada esa decisión.

Lucio abrió los ojos y guardó estas reflexiones en su memoria.

El sueño narcótico que le había proporcionado Fleming se prolongaba en la forma de un sopor lleno de laberintos mentales.

Fleming le había quitado los vendajes rígidos, dejándole sólo una venda osmótica ajustada. El pie estaba menos inflamado. Podía mover algunos dedos, pero era imposible contar. El cuerpo-ábaco estaba roto.

Recordó las palabras de su padre. No importaba la cuenta de los maguerra-uhs, lo importante era el ritmo.

Bastó ese único pensamiento para que la canción de Maguerra regresara: profunda, palpitante, idéntica a sí misma en cada resurrección.

 

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

Maguerra-uh.

 

Si embargo, la canción no llegó a su garganta ni a sus labios, como las otras veces. Ahora latía en su cabeza, como si alguien la susurrase y sólo hiciera falta prestar atención.

Después de un tiempo, Lucio fue capaz de ver aquellas pulsaciones como un tren de luces y sombras. La luz surgía en las sílabas gue y uh.El resto eran sombras, pero no sombras vacías. Tanto las luces como las sombras tenían significado.

Maguerra era un faro.

Se preguntó dónde estaría ese bendito faro.

 

 

Antes de que lo liberaran, Lucio contó quince comidas más y otras tantas visitas para retirar el zambullo. Fleming volvió tres veces. Cada vez, al retirarse, repetía el consejo:

—No te impacientes.

El pie terminó por curarse con asombrosa rapidez. Lucio no sabía cuánto duraba la curación en circunstancias normales, pero sospechaba que no podía ser tan rápida. Más aún, estaba seguro de que no era la primera vez que se quebraba, luxaba o torcía. Y aunque no podía recordar los detalles, intuía que había dolor, hastío e infinitas molestias en el proceso de volver a caminar.

Ellos no lo habían curado, lo habían reparado. Reparar y curar no eran lo mismo. Cuando volviera a ser médico, tendría que preguntar la diferencia.

La memoria y el tiempo seguían siendo temas de preocupación para Lucio, pero el ritmo de la canción de Maguerra actuaba como sedante. A veces, Lucio entraba en una especie de trance y veía cosas. Soñaba mientras estaba sentado en la oscuridad del agujero. Soñaba mientras se alimentaba, mientras defecaba. Oía esa canción mientras dormía y cuando estaba en vela.

Veía el faro con prístina claridad. No un edificio de ladrillos o piedra, sino una secuencia ondulatoria de luces y sombras. Profunda, palpitante, idéntica a sí misma.

Sólo en raras ocasiones abandonaba la canción, y entonces se sentía solo y miserable. Quedaba a merced de los recuerdos ausentes y los fantasmas.

Durante la penúltima cena, oyó voces.

Una voz masculina, en realidad.

Al principio Lucio creyó que era Pitágoras o su padre, pero esta voz era distinta. Discurseaba, o tal vez recitaba, como el alumno que aprende la lección de memoria. Aun durante las reflexiones conservaba esa monotonía maquinal. Quienquiera estuviese del otro lado de la puerta hablaba en voz baja. Había partes del monólogo que Lucio no podía entender.

La comida podía esperar. Pegó el oído a la puerta.

—A las seis de la mañana nos venían a buscar a la celda para que vaciáramos el zambullo. El celador abría la puerta y nos acompañaba al baño. A las siete teníamos que formarnos para ir a la rotonda. Nos volvían a formar ahí. Uno por uno nos iban metiendo
en un cuartito, nos revisaban y hacían un parte…

—¿Quién habla? —susurró Lucio—. ¿Quién?

—Nos daban las asignaciones de trabajo, a veces nos tocaba el pueblo, a veces teníamos que ir al monte Susana para hachar árboles…

—¿Portero o huésped? Oiga, ¡conteste!

—Salíamos por el frente de la rotonda. Nos subían al xilocarril. Un centenar de presos, treinta guardias con fusiles y la misma cantidad de celadores desarmados. Era como estar en libertad, pero no estás en libertad. Toda la isla es una cárcel. No hay salida. Por eso te mandan a «La Tierra». No hay salida…

—¡Oiga!

Lucio dio un golpe a la puerta para llamar la atención del monologuista, pero el efecto fue otro. Al instante retiraron el cajón con comida.

La voz también se fue.

Lucio se quedó sin comer.

 

 

Después de la última visita de Fleming, durante la cena que precedió a la liberación, la voz regresó.

—Quinientos sesenta y tres reportándose para el trabajo.

Lucio se cuidó de no hablar.

Fue un largo silencio.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó al final Lucio.

—Quinientos sesenta y tres reportándose para el trabajo —repitió la voz—. ¿Qué nos toca hoy, señor? ¿Monte o pueblo? ¿O me toca trabajar en los talleres?

—Monte —arriesgó Lucio.

—Salíamos por el frente de la rotonda —dijo la voz—. Nos subían al xilocarril. Un centenar de presos, treinta guardias con fusiles y la misma cantidad de celadores desarmados. Era como estar en libertad, pero…

—Perdón —improvisó Lucio—. Hubo un error. Repítame su nombre, tengo que verificar en la…

¿En la qué? Las palabras no surgían con facilidad. Las mentiras eran difíciles de sostener.

—En la nómina figuro como 563 —admitió la voz—. Yo no…

El desconocido dudaba.

—¿Usted no qué cosa? —apuró Lucio.

—No recuerdo mi nombre. Siempre fui 563.

—¿Y recuerda dónde está? ¿Por qué está acá?

—Era como estar en libertad, pero no estás en libertad. Toda la isla es una cárcel. No hay salida. Por eso te mandan a «La Tierra». No hay salida.

Lucio entendió. El tipo estaba loco, pero el juego era sencillo. Simplemente había que andarse con pie de plomo, no presionar.

—¿Usted es portero o huésped?

—A las seis de la mañana nos venían a buscar a la celda para que vaciáramos el zambullo. El celador abría la puerta y nos acompañaba al baño…

—¿Huésped? —insistió Lucio.

—A las seis de la mañana…

Lucio se impacientaba. Iba a dar un golpe en la puerta para llamar la atención, pero se arrepintió.

Buscó la bandeja a tientas y se apresuró a deglutir lo que había en ella. Separó el agua y la puso en un rincón.

Golpeó la puerta y la bandeja se alejó con un chirrido metálico.

Oyó que el loco cantaba:

¡Maguerra-uh! ¡Maguerra-uh! ¡Maguerra-uh!

 

 

Lucio estaba paralizado por el terror. Fuera huésped o portero, el loco estaba desparramando su mantra por todas partes.

Su mantra.

Lo embargaba la urgencia de quien sabe que lo han sorprendido en falta.

Tanteó la hendija de la puerta, pero la bandeja no estaba. Se preguntó si se habría quedado dormido, si no habría perdido una oportunidad de confrontar al loco. No recordaba haberse dormido, pero en la oscuridad absoluta del agujero era frecuente que el sueño y la vigilia terminaran fundiéndose.

Los calambres de la espalda le decían que había estado demasiado tiempo en esa postura: el cuerpo pegado a la puerta, atento a cualquier sonido, como si fuera una sanguijuela que en lugar de sangre buscara vibraciones.

No podía regresar al centro de la habitación. La puerta drenaba su voluntad. Peor aún: la enfocaba en un solo objetivo, a fuerza de angustiarlo más allá del límite del dolor físico. Tenía que confrontar al loco.

Y el loco no aparecía.

Una eternidad después, oyó pasos.

Iba a gritar, pero se dio cuenta de que eran varias personas.

Golpearon la puerta dos veces.

—¡Vattuone! —gritó Fleming—. Te dije que no faltaba mucho. Apartáte de la puerta y cerrá los ojos. Volvés a la habitación.

Parecía feliz de darle esa noticia.

 

 

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