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Archivo de la Categoría “211”

 

 

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Capítulo 16

Al principio, mamá quedó estupefacta; después, se indignó; finalmente, se dio por vencida y se limitó a dejar la boca abierta mientras yo le contaba de los interrogatorios, de cómo me había meado encima, de la bolsa que me cubría la cabeza, de Darryl. Le mostré la nota.

—¿Por qué…?

En esas dos sílabas, todas las recriminaciones que yo mismo me había hecho por las noches, todos los momentos en que me había faltado valentía para decirle al mundo de qué se trataba todo en realidad, por qué estaba peleando en realidad, qué había inspirado la Xnet en realidad.

Tomé aire.

—Me dijeron que me meterían en la cárcel si hablaba de esto. No por unos cuantos días. Para siempre. Tenía… tenía miedo.

Mamá se quedó sentada conmigo un largo rato sin decir nada. Después:

—¿Y el padre de Darryl?

Era como si me hubiese clavado una aguja en el pecho. El padre de Darryl. Debía de pensar que Darryl estaba muerto, muerto hacía mucho.

¿Y no lo estaba? ¿Después de que el DSI te tenía encerrado ilegalmente desde hacía tres meses, alguna vez iba a dejarte ir?

Pero Zeb había escapado. Quizás Darryl escaparía. Quizás la Xnet y yo podíamos ayudarlo a salir.

—No le he dicho nada —respondí.

Ahora era mamá la que lloraba. No era fácil hacerla llorar. Cosa de británicos. Sus sollozos pequeños, como hipos, eran mucho peores de escuchar por ese mismo motivo.

—Se lo dirás —logró decir—. Eso harás.

—Lo haré.

—Pero primero debemos contárselo a tu padre.

 

 

***

 

Papá ya no tenía horario fijo para regresar a casa. Entre los clientes de la consultoría —que tenían mucho trabajo ahora que el DSI compraba empresas nuevas de data-mining en la península— y el largo viaje de ida y vuelta a Berkeley, podía llegar a cualquier hora entre las seis de la tarde y la medianoche.

Esa noche, mamá lo llamó y le dijo que volviera a casa «ahora mismo». Él le dijo algo y ella sólo repitió: «ahora mismo».

Cuando llegó, ya nos habíamos acomodado en la sala, con la nota sobre la mesa de café que estaba entre nosotros.

Fue fácil contarlo la segunda vez. El secreto se aligeraba. No exageré, no oculté nada. Me sinceré.

Antes había escuchado el término sincerarse, pero nunca comprendí lo que significaba hasta que yo mismo lo hice. Guardar el secreto me había ensuciado, me había manchado el espíritu. Me había provocado miedo y vergüenza. Me había convertido en todo lo que Ange me dijo que era.

Papá se quedó sentado todo el tiempo, duro como una estaca, con una expresión esculpida en piedra. Cuando le entregué la nota, la leyó dos veces y luego la apoyó en la mesa con cuidado.

Sacudió la cabeza, se puso de pie y se dirigió a la puerta principal.

—¿Adónde vas? —preguntó mi madre, alarmada.

—Necesito caminar —fue todo lo que logró decir con un jadeo, con la voz quebrada.

Mamá y yo nos miramos incómodamente y esperamos que regresara a casa. Traté de imaginar lo que le estaría dando vueltas en la cabeza. Se había convertido en un hombre muy distinto después del atentado y yo sabía, por mamá, que su cambio se debía a los días que había pasado pensando que yo había muerto. Llegó a creer que los terroristas casi habían matado a su hijo y eso lo había trastornado.

Estaba tan trastornado como para hacer todo lo que pidiera el DSI: formar fila como una ovejita obediente y permitir que lo controlaran, que lo manejaran.

Ahora sabía que era el DSI el que me había encarcelado, el que había tomado de rehenes a los chicos de San Francisco en Guantánamo de la Bahía. Ahora que lo pensaba, todo tenía sentido. Por supuesto que me habían encerrado en Treasure Island. ¿Qué otro sitio está a diez minutos de viaje en barco desde San Francisco?

Cuando papá volvió, parecía más irritado que nunca en su vida.

—¡Debiste decírmelo! —rugió.

Mamá se interpuso entre nosotros.

—Culpas a la persona equivocada —dijo—. No fue Marcus el que secuestró e intimidó.

Él sacudió la cabeza y pateó el suelo.

—No estoy culpando a Marcus. Sé exactamente de quién es la culpa. Mía. Mía y del estúpido DSI. Pónganse los zapatos, tomen sus abrigos.

—¿Adónde vamos?

—A ver al padre de Darryl. Después, a la casa de Barbara Stratford.

 

 

***

 

Conocía el nombre de Barbara Stratford de algún lado, pero no me acordaba de dónde. Pensé que tal vez era una vieja amiga de mis padres, pero no podía ubicarla con exactitud.

Mientras tanto, iba rumbo a la casa del padre de Darryl. Nunca me había sentido cómodo ante la presencia del viejo, que había sido operador de radio de la Armada y que manejaba su casa como un barco disciplinado. Le había enseñado el código Morse a Darryl cuando era niño, cosa que siempre me pareció genial. Era una de las razones por las que sabía que podía confiar en la carta de Zeb. Pero por cada cosa genial como el código Morse, el papá de Darryl imponía unas reglas de disciplina militar demenciales que parecían existir porque sí, como insistir en que hiciera la cama plegando las sábanas como en un hospital o que se afeitara dos veces por día. Darryl se trepaba por las paredes.

A la madre de Darryl tampoco le agradaba mucho todo eso. Volvió con su familia de Minnesota cuando Darryl tenía diez años; él pasaba los veranos y las navidades allá.

Estaba en el asiento trasero del coche y veía la nuca de papá mientras conducía. Los músculos de su cuello estaban tensos y no dejaban de saltar cuando él apretaba las mandíbulas.

Mamá tenía una mano apoyada en su brazo, pero no había nadie que me consolara a mí. Si pudiera llamar a Ange… O a Jolu. O a Van. Tal vez lo haría cuando termináramos con todo esto.

—Mentalmente, ya habrá sepultado a su hijo —comentó papá mientras doblábamos por las cerradas curvas que conducían a Twin Peaks y al pequeño chalet que compartían Darryl y su padre. En Twin Peaks había niebla, como la que a menudo bajaba sobre San Francisco, haciendo que la luz de nuestros focos se reflejara de nuevo hacia nosotros. Cada vez que doblábamos una curva veía los valles de la ciudad extendiéndose debajo de nosotros: cuencos de luces parpadeantes que se desplazaban entre la bruma.

—¿Es esta?

—Sí —dije—. Esta es. —Hacía meses que no venía a la casa de Darryl, pero había pasado suficiente tiempo aquí a lo largo de los años como para reconocerla de inmediato.

Los tres nos quedamos parados cerca del auto durante un largo momento, esperando ver quién iba a tocar el timbre. Para mi sorpresa, fui yo.

Toqué y todos esperamos un minuto, callados, reteniendo la respiración. Volví a tocar. El auto del padre de Darryl estaba en el camino de entrada y habíamos visto una luz en la sala. Estaba a punto de tocar por tercera vez cuando se abrió la puerta.

—¿Marcus? —El padre de Darryl no se veía en absoluto como yo lo recordaba. Sin afeitar, en bata y descalzo, con las uñas de los pies largas y los ojos rojos. Había subido de peso y un suave doble mentón se bamboleaba debajo de la firme mandíbula de militar. Su delgado cabello estaba parado y en desorden.

—Sr. Glover —dije. Mis padres se amontonaron en el umbral, detrás de mí.

—Hola, Ron —dijo mi madre.

—Ron —dijo mi padre.

—¿Ustedes también? ¿Qué está ocurriendo?

—¿Podemos entrar?

 

 

***

 

La sala parecía sacada de uno de esos segmentos de noticiero que muestran a chicos abandonados que pasaron un mes encerrados antes de ser rescatados por los vecinos: cajas de comida congelada, latas de cerveza vacía y botellas de jugo, cuencos con cereal mohoso y pilas de periódicos. Había olor a pis de gato y basura bajo nuestros pies. Incluso sin el pis de gato, el olor era increíble, como el del baño de una estación de autobuses.

El sofá estaba cubierto con una sábana mugrienta y un par de almohadas grasientas; los almohadones estaban aplastados, como si hubieran dormido sobre ellos mucho tiempo.

Todos nos quedamos de pie durante un largo y silencioso momento; el bochorno superaba a cualquier otra emoción. El padre de Darryl tenía cara de querer morirse.

Lentamente, hizo a un lado la sábana del sofá y retiró las bandejas apiladas de comida grasienta que estaban sobre un par de sillas, llevándolas a la cocina y, a juzgar por el sonido, arrojándolas al suelo.

Nos sentamos tímidamente en los lugares que había despejado y él regresó y también se sentó.

—Perdonen —dijo vagamente—. No tengo café para ofrecerles. Mañana me traerán más provisiones, así que tengo poco…

—Ron —dijo mi padre—. Escúchanos. Tenemos algo que decirte y no será fácil oírlo.

Se sentó como una estatua y yo hablé. Echó un vistazo a la nota, la leyó sin comprenderla, después la leyó otra vez. Me la devolvió. Estaba temblando.

—Está…

—Darryl está vivo —le dije—. Está vivo y prisionero en Treasure Island.

Se llevó un puño en la boca y emitió un horrible gemido.

—Tenemos una amiga —dijo mi padre—. Escribe en el Bay Guardian. Una periodista de investigación.

De allí conocía el nombre. El periódico semanal Guardian, que era gratuito, con frecuencia perdía sus periodistas porque se iban a otros medios más grandes, de frecuencia diaria o de Internet, pero Barbara Stratford estaba allí desde siempre. Tenía un borroso recuerdo de haber cenado con ella cuando era niño.

—Ahora vamos a verla —dijo mi madre—. ¿Quieres venir con nosotros, Ron? ¿Quieres contarle la historia de Darryl?

Ocultó el rostro entre sus manos y respiró profundamente. Papá intentó apoyar una mano sobre su hombro, pero el Sr. Glover se lo quitó de encima con un violento sacudón.

—Necesito asearme —dijo—. Denme un minuto.

El Sr. Glover regresó al piso de abajo convertido en otro hombre. Se había afeitado; se había peinado hacia atrás con gel; se había puesto un impecable uniforme militar, con una hilera de condecoraciones de campaña en el pecho. Se detuvo al pie de la escalera e hizo un gesto hacia su vestimenta.

—En este momento no tengo mucha ropa limpia y presentable. Y esto me pareció apropiado. Ya saben, por si ella quiere tomar fotos.

Se sentó delante, con papá, y yo detrás de él. De cerca, olía un poco a cerveza, como si el olor le saliera por los poros.

 

 

***

 

Ya era medianoche cuando entramos en el sendero para coches de Barbara Stratford. Vivía fuera de la ciudad, en Mountain View, y nadie dijo una palabra durante el veloz viaje por la 101. Los edificios de última tecnología que bordeaban la carretera pasaban rápidamente junto a nosotros.

Era una zona de la Bahía diferente de donde yo vivía, más parecida a la Norteamérica suburbana que a veces se veía por TV. Muchas autopistas y subdivisiones con casas idénticas, poblaciones donde no había gente sin hogar empujando carritos de supermercado por las aceras… ¡ni siquiera había aceras!

Mamá había telefoneado a Barbara Stratford mientras esperábamos que el Sr. Glover bajara. La periodista estaba durmiendo, pero mamá estaba tan exaltada que olvidó comportarse como británica y sentir vergüenza por haberla despertado. En cambio, le dijo, tensa, que tenía que hablar con ella y que debía ser en persona.

Cuando nos acercábamos a la casa, mi primer pensamiento fue que se trataba la vivienda familiar de la serie The Brady Bunch: una finca de una sola planta, con fachada de ladrillos y un pulcro jardín de césped, perfectamente cuadrado. Tenía una especie de dibujo abstracto hecho con mosaicos sobre los ladrillos y una anticuada antena UHF que asomaba de la parte de atrás. Caminamos hasta la entrada y vimos que ya había luz en el interior.

La escritora abrió la puerta antes de tocáramos el timbre. Tenía más o menos la edad de mis padres; era una mujer alta y delgada, con nariz de halcón y ojos astutos rodeados de muchas arrugas de las que se marcan al reír. Vestía un jean lo bastante moderno como para verlo en cualquiera de las boutiques de la calle Valencia y una túnica hindú de algodón, suelta, que le llegaba a los muslos. Usaba unas pequeñas gafas redondas que brillaban bajo la luz del vestíbulo.

Nos dedicó una sonrisa tensa.

—Veo que trajiste a todo el clan —dijo.

Mamá asintió. —En un minuto entenderás por qué —dijo. El Sr. Glover, que estaba detrás de papá, dio un paso al frente.

—¿Y también llamaste a la Armada?

—En buena hora.

Nos presentó uno por uno. Barbara tenía un apretón firme y dedos largos.

Su casa estaba decorada al estilo japonés minimalista: tan solo un puñado de muebles bajos, de proporciones exactas, unos grandes jarrones con ramas de bambú que rozaban el techo y lo que parecía una pieza de motor diesel grande y oxidada, instalada sobre un pedestal de mármol pulido. Decidí que me gustaba. Los pisos eran de madera antigua, lijada y teñida, pero no reparada, de modo que se veían grietas y agujeros por debajo del barniz. De verdad me gustó eso, especialmente porque estaba en calcetines, sin zapatos.

—Tengo café —dijo ella—. ¿Quién quiere?

Todos levantamos la mano. Miré a mis padres, desafiante.

—Bien —dijo.

Desapareció en el interior de otra habitación y regresó un instante después, trayendo una rústica bandeja de bambú con una jarra térmica de litro y medio y seis tazas de diseño preciso, pero con decoraciones toscas y torpes. También me gustaron.

—Muy bien —dijo, después de haber servido el café—. Es muy bueno verlos de nuevo. Marcus, creo que la última vez que te vi tenías unos siete años. Por lo que recuerdo, estabas entusiasmado con tus nuevos videojuegos y me los mostraste.

Yo no me acordaba para nada, pero sonaba a lo que me interesaba cuando tenía siete años. Supuse que hablaba de mi Sega Dreamcast.

Sacó un grabador de cinta, un anotador amarillo y un bolígrafo, que hizo girar.

—Estoy aquí para escuchar todo lo que tengan que decirme y les prometo que conservaré la confidencialidad. Pero no puedo prometerles que voy a hacer algo con eso ni que saldrá publicado. —Por la forma en que lo dijo, me di cuenta de que le había concedido un gran favor a mamá al levantarse de la cama, fueran amigas o no. Supongo que ser un periodista de investigación importante es un fastidio. Probablemente había un millón de personas deseando que ella se hiciera eco de sus causas.

Mamá me hizo un gesto con la cabeza. Aunque esa noche ya había contado la historia tres veces, descubrí que se me trababa la lengua. Esto era diferente de contárselo a mis padres. Diferente de decírselo al padre de Darryl. Esto daría inicio a un nuevo movimiento en el juego.

Comencé con lentitud y vi que Barbara tomaba notas. Bebí una taza de café completa sólo mientras explicaba qué eran los JRA y cómo me escapaba de la escuela para jugar. Mamá, papá y el Sr. Glover escucharon atentamente esa parte. Me serví otra taza y la bebí cuando explicaba cómo nos habían secuestrado. Cuando terminé toda la historia, había vaciado la jarra y necesitaba echarme una meada de caballo.

El baño era tan austero como la sala; había un jabón orgánico, parduzco, que olía a barro limpio. Regresé y me encontré con los adultos mirándome en silencio.

A continuación, el Sr. Glover contó su historia. No tenía nada que decir sobre lo ocurrido, pero explicó que era un veterano y que su hijo era un buen chico. Habló de cómo se había sentido al creer que su hijo había muerto, del colapso que había sufrido su ex-esposa cuando se enteró y que habían tenido que hospitalizarla. Lloró un poco, sin pudor; las lágrimas corrían por su rostro arrugado y oscurecían el cuello del uniforme de gala.

Cuando todo acabó, Barbara fue a otra habitación y trajo una botella de whisky irlandés.

—Es un Bushmills de quince años, añejado en una cuba de ron—dijo, colocando cuatro vasos en la mesa. Ninguno para mí—. Hace diez años que no está en venta. Creo que probablemente es el momento adecuado para abrirlo.

Sirvió un pequeño vaso de licor a cada uno; luego levantó el suyo y bebió, dejándolo por la mitad. El resto de los adultos la imitaron. Volvieron a beber y terminaron los vasos. Ella sirvió más.

—Muy bien —dijo Barbara—. Esto es lo que puedo decirles ahora. Les creo. No sólo porque te conozco, Lillian. La historia suena coherente y explica otros rumores que he escuchado. Pero no puedo basarme solamente en la palabra de ustedes. Voy a tener que investigar todos los aspectos de esto, y todos los elementos de sus vidas y de sus historias. Necesito saber si hay algo que no me contaron, algo que pudieran usar para desacreditarlos cuando esto salga a la luz. Necesito saber todo. Podrían pasar semanas antes de que esté lista para publicarlo.

»También deben pensar en su seguridad y en la de Darryl. Si realmente se ha convertido en una «no persona», la presión sobre el DSI puede motivarlos a transferirlo a otro sitio mucho más lejano. Piensen en Siria. También podrían hacer algo mucho peor. —Dejó la idea flotando en el aire. Yo sabía que se refería a que podían matarlo—. Ahora me llevaré esta carta para escanearla. Quiero fotos de ustedes dos, ahora y después. Podría enviarles un fotógrafo, pero quiero documentar esto con toda la minuciosidad posible esta misma noche.

La acompañé a su oficina para hacer el escaneo. Esperaba encontrarme con una computadora elegante, de bajo consumo, que encajara con la decoración, pero, en cambio, el dormitorio adicional/oficina estaba atestado de PC último modelo, con grandes monitores planos tipo panel y un escáner lo bastante grande como para meter una hoja de periódico entera. También era rápida para manejar sus equipos. Noté, con cierta aprobación, que usaba el ParanoidLinux. Esta señora se tomaba en serio su trabajo.

Los ventiladores de las computadoras proporcionaban un efectivo escudo de ruido blanco, pero, a pesar de todo, cerré la puerta y me acerqué a ella.

—Eh… Barbara.

—¿Sí?

—Sobre lo que dijo, sobre lo que podrían usar para desacreditarme…

—¿Sí?

—No pueden obligarla a contarle a nadie lo que yo le diga ¿no?

—En teoría. Digámoslo así: fui a la cárcel dos veces por negarme a revelar mis fuentes.

—OK, OK. Bien. Vaya. A la cárcel. Diablos. —Inspiré profundamente—. ¿Ha oído hablar de la Xnet? ¿De M1k3y?

—Sí.

—Yo soy M1k3y.

—Oh —dijo ella. Accionó el escáner y dio vuelta la nota para tomar el reverso. Escaneaba con una resolución increíble, 10.000 puntos por pulgada o más, y la pantalla de encendido era como una imagen salida de un microscopio de electrones—. Bueno, eso le da un cariz diferente a la cosa.

—Sí —dije—. Supongo que sí.

—Tus padres no lo saben.

—No. Y no sé si quiero que se enteren.

—Es algo que vas a tener que resolver. Necesito pensar en esto. ¿Puedes venir a mi oficina? Me gustaría hablar contigo sobre el significado exacto de todo esto.

—¿Tiene una Xbox Universal? Puedo llevar un instalador.

—Sí, seguro que puedo organizar eso. Cuando vengas, dile a la recepcionista que eres el Sr. Brown y que quieres verme. Ellos saben lo que significa. No tomarán nota de tu visita y borrarán automáticamente todo lo que filme la cámara de seguridad ese día, y desactivarán las cámaras hasta que te marches.

—Vaya —dije—. Usted piensa como yo.

Sonrió y me dio un golpe en el hombro.

—Muchachito, hace un tiempo terriblemente largo que estoy en este juego. Hasta ahora, me las ingenié para pasar más tiempo en libertad que entre rejas. La paranoia es mi amiga.

 

 

***

 

Al día siguiente, en la escuela, yo era un zombi. Había dormido tres horas en total y ni siquiera las tres tazas de lodo de cafeína del Turco habían logrado poner en marcha mi cerebro. El problema de la cafeína consiste en que es demasiado fácil acostumbrarse a ella, de modo que hay que tomar dosis cada vez mayores para estar un poco más arriba que lo normal.

Había pasado la noche reflexionando en lo que debía hacer. Era como correr en un laberinto de pasillos pequeños y retorcidos, todos iguales, que terminaban todos en el mismo punto sin salida. Cuando fuera a lo de Barbara todo terminaría para mí. Ese sería el resultado, sin importar cuánto pensara en ello.

Cuando terminó la jornada escolar, lo único que deseaba era irme a casa y meterme en la cama. Pero tenía una cita en el Bay Guardian, sobre la costa. Clavé la mirada en mis pies mientras me encaminaba, con paso vacilante, al portón de salida. Cuando giré por la Calle 24, otro par de pies se me pusieron a la par. Reconocí los zapatos y me detuve.

—¿Ange?

Ange se veía como yo me sentía. Mal dormida y con ojeras de mapache, con una expresión triste en las comisuras de la boca.

—Hola —dijo—. Sorpresa. Me otorgué una salida sin permiso de la escuela. De todos modos, no podía concentrarme.

—Mmm —dije.

—Cállate y abrázame, idiota.

Lo hice. Se sentía bien. Mejor que bien. Se sentía como si me hubiesen amputado una parte de mí y ahora me la hubieran vuelto a adosar.

—Te amo, Marcus Yallow.

—Te amo, Angela Carvelli.

—OK —dijo ella, apartándose de mis brazos—. Me gustó lo que posteaste sobre por qué no ibas a clonar. Puedo respetarlo. ¿Y qué has hecho sobre el tema de encontrar un modo de interferirlos sin que te atrapen?

—Voy camino a reunirme con una periodista de investigación que publicará la historia de cómo me mandaron a la cárcel, cómo inicié la Xnet y cómo Darryl se encuentra ilegalmente preso por el DSI en una cárcel secreta de Treasure Island.

—Oh. —Miró a todos lados un momento—. ¿No podías pensar en algo… ya sabes… verdaderamente ambicioso?

—¿Quieres venir?

—Voy, sí. Y me agradaría que me explicaras esto en detalle, si no te molesta.

Después de tanto contar la historia, esta vez —relatarla mientras caminábamos por la avenida Potrero y por la 16— fue la más fácil. Ella me sostenía de la mano y me la apretaba con frecuencia. Subimos los escalones que conducían a las oficinas del Bay Guardian de dos en dos. Mi corazón latía con fuerza. Llegué al escritorio de recepción y le dije a la chica aburrida que estaba allí sentada:

—Vengo a ver a Barbara Stratford. Soy el Sr. Green.

—Creo que quiso decir el Sr. Brown.

—Ah, sí —dije, sonrojándome—. El Sr. Brown.

Ella hizo algo en la computadora y luego dijo:

—Tomen asiento. Barbara saldrá en un minuto. ¿Les sirvo algo?

—Café —respondimos al unísono. Otra razón para amar a Ange: éramos adictos a la misma droga.

La recepcionista (una bella mujer latina apenas unos años mayor que nosotros, vestida con ropa de Gap tan anticuada que en realidad le daban un estilo retro de vanguardia) asintió, salió y regresó con un par de tazas decoradas con el nombre del periódico.

Bebimos en silencio, observando a los visitantes y periodistas que entraban y salían. Finalmente, Barbara vino a buscarnos. Tenía puesto prácticamente lo mismo que la noche anterior. Le quedaba bien. Me miró con una ceja levantada cuando vio que traía a una chica.

—Hola —le dije—. Eh… ella es…

—La Sra. Brown —dijo Ange, tendiéndole la mano. Ah, sí, claro; se suponía que nuestras identidades eran secretas—. Trabajo con el Sr. Green. —Me dio un ligero codazo.

—Entonces, vamos —dijo Barbara, y nos llevó a una sala de reuniones con largas paredes vidriadas y con las cortinas cerradas. Puso una bandeja de clones de Oreo orgánicas de Whole Foods, una grabadora digital y otro anotador amarillo.

—¿Quieres grabar esto también? —me preguntó.

La verdad, no lo había pensado. Me daba cuenta de por qué sería útil grabarlo, en caso de que quisiera desmentir algo publicado por Barbara. En todo caso, aunque no confiara en su lealtad para conmigo, mi suerte ya estaba echada.

—Sí, está bien —dije.

—Muy bien, adelante. Jovencita, me llamo Barbara Stratford y soy periodista de investigación. Supongo que sabes por qué estoy aquí y me da curiosidad saber por qué estás tú aquí.

—Trabajo con Marcus en la Xnet —dijo—. ¿Necesita saber mi nombre?

—Ahora no —dijo Barbara—. Puedes permanecer en el anonimato si quieres. Marcus, te pedí que me relataras esta historia porque necesito saber cómo influye en lo que me contaste sobre tu amigo Darryl y la nota que me mostraste. Veo que puede ser un buen dato adicional; podría presentar el caso como lo que dio origen a la Xnet. «Ellos fabricaron a un enemigo que nunca olvidarán», algo así. Pero, para ser honesta, preferiría no tener que contar esa historia si no es necesario.

»Prefiero una historia clara y concisa sobre la prisión secreta a un paso de nuestras casas, sin tener que discutir si los prisioneros de allí son la clase de gente que puede salir por la puerta e instalar un movimiento subterráneo dedicado a desestabilizar al gobierno federal. Seguro que entiendes eso.

Entendía. Si la Xnet formaba parte de la historia, algunos dirían: «¿Ven? Hace falta meter en la cárcel a los tipos así para que no provoquen disturbios callejeros».

—El espectáculo es suyo —le dije—. Creo que es necesario que le cuente al mundo sobre Darryl. Cuando usted haga eso, el DSI se enterará de que he hecho pública mi historia y vendrá a buscarme. Tal vez en ese momento se percatarán de que estoy involucrado en la Xnet. Tal vez me vinculen con M1k3y. Supongo que lo que quiero decir es que, una vez que se publique lo de Darryl, todo acabó para mí, pase lo que pase. Ya hice las paces con eso.

—Perdido por perdido… —dijo ella—. Bien. Bueno, estamos de acuerdo. Quiero que los dos me cuenten todo lo que puedan sobre la fundación y operación de la Xnet, y luego quiero una demostración. ¿Para qué se usa? ¿Quiénes más la usan? ¿Cómo se extendió? ¿Quién escribió el software? Todo.

—Tomará un buen rato —dijo Ange.

—Tengo un buen rato —dijo Barbara. Bebió un poco de café y se comió una falsa Oreo—. Esta podría ser la historia más importante de la Guerra contra el Terror. Podría ser la historia que hará caer al gobierno. Cuando uno tiene una historia como esta, trabaja con mucho cuidado.

 

 

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