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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “213”


ARGENTINA

Ya habían pasado más de veinte minutos desde que Martín se había sentado delante de su computadora. Veinte minutos desde que el cursor del Word había comenzado a titilar, sin avanzar un milímetro de su lugar. No había caso, no estaba inspirado. Además, estaba ese sonido que no lo dejaba concentrarse; ese sonido a rasguño sobre una superficie de cartón, que no lo dejaba pensar en otra cosa que no fuera ese sonido. Recordaba el momento en que lo oyó por primera vez: la noche posterior al velatorio de Noelia. Sí, lo recordaba con claridad, porque había sido el día en que su capacidad para escribir había desaparecido.

Martín tenía veintitrés años, y hacía apenas tres meses que se había casado con Noelia, su novia de la secundaria y de toda la vida, después de que le diera positivo un test de embarazo. Si hubiese sido por él, habrían criado a su futuro hijo sin pasar por el altar, pero Noelia había insistido y él no sabía muy bien decir que no. El casamiento se llevó a cabo tan rápidamente como las condiciones lo permitieron. Sólo una pequeña fiesta, para los íntimos. El haberlo retrasado un poco, un mes exactamente, les hubiera dado tiempo para cerciorarse del error que estaban cometiendo. Es que al mes de haberse casado, Noelia tuvo su período. Nunca supieron si el error había sido del test o si ella había perdido el embarazo, pero en realidad no importaba. Ya no. Noelia había muerto en un accidente un mes después, cuando iba en remís a la casa de sus padres. Martín estaba trabajando, no se enteró sino a las horas de ocurrido el accidente. Fue un conductor ebrio que había cruzado un semáforo en rojo. El remisero no había tenido la culpa, pero eso tampoco importaba. Tanto el remisero como el otro conductor se habían salvado. Noelia no. Ahora, técnicamente, llevaba tres meses como un hombre casado, aunque un mes como viudo. ¿Si la extrañaba? Sí, por supuesto, pero no pensaba en eso. Al menos no en ese momento. Sólo pensaba en ese sonido que no le permitía hacer lo que más le gustaba, escribir.

«¡Puede ser que siempre empiece a sonar cuando me siento a escribir!», se dijo Martín, aunque eso no era cierto. También sonaba cuando se iba a dormir, dificultándole el sueño.

Martín miraba fijamente el cursor en la pantalla de su monitor. La hoja en blanco se extendía en ella. No había nada que él pudiera hacer para modificar eso. No era la primera vez que le pasaba. Desde que Noelia había muerto, él no había podido escribir una sola línea. La aparición del sonido se había dado al mismo tiempo que la desaparición de su condición para escribir. Cosa que no era poco decir. Cuando estaba en la secundaria Martín había ganado varios concursos literarios. Algunos de sus cuentos y de sus poemas se habían publicado en revistas escolares, de distintas escuelas. Uno de sus cuentos había sido incluido en un volumen especial que había organizado el Gobierno de la Ciudad, recolectando relatos de adolescentes de toda la Argentina. Su futuro parecía estar relacionado con las Letras, aunque ahora no podía escribir ni una. Varias veces lo había intentado. Todos los días se sentaba enfrente del monitor y observaba titilar el cursor. A veces se quedaba horas en esa posición, sin que le saliera nada, con ese sonido de fondo molestándolo.

Sonó el teléfono. Era su madre, que quería saber cómo andaba. Habló poco con ella, le dijo que estaba tratando de escribir algo. Cuando volvió a la computadora, se sentó y la apagó. Al hacerlo, el sonido se extinguió.

Cenó algo rápido. No le gustaba cocinar. Además, nunca lo había hecho. Su madre siempre había cocinado en su casa. Una vez casado, Noelia se había encargado de hacerlo hasta el día del accidente. Ahora vivía a salchichas y a pizza. Prendió entonces la televisión, pero no encontró nada que le agradara. Resignado, se fue a acostar, llevándose consigo Carrie de Stephen King. Ni bien se acostó, el sonido comenzó de nuevo. No había caso, tampoco podría leer.

 

Recién casados, Martín y Noelia se habían ido a vivir a una casa que les había facilitado el padre de ella. Ahora, Martín seguía viviendo ahí, aunque no sabía por cuánto tiempo. Él y su suegro no se llevaban bien. Tal vez nunca le había perdonado el haber tenido relaciones con Noelia antes del casamiento. Podía sonar anacrónico, pero teniendo en cuenta la personalidad conservadora de su suegro, Martín no se sorprendería de que fuera así. Aunque, a ciencia cierta, no sabía exactamente qué era lo que al hombre le molestaba de él. Lo que sí sabía era que le iba a pedir la casa en cualquier momento. No le importaba. De hecho, no le molestaría volver con su familia, sólo que no quería ser él quien lo propusiera.

Pasó una mala noche. El sonido apenas lo dejó dormir. A las siete de la mañana estaba esperando el colectivo. Trabajaba en una librería en Palermo y, desde donde él estaba, Castelar, tenía por lo menos una hora y media de viaje. Cuando volvió a su casa eran las diez de la noche.

Cenó pizza fría, que tenía en la heladera hacía varios días. Al terminar, prendió la computadora y se sentó delante de ella. Sonó el teléfono. Fue a atender. Era su madre.

Después de varios minutos de una muda conversación, Martín volvió a la computadora. La página del Word ya se veía en la pantalla. Se sentó y el sonido comenzó a oírse.

Un raspar de uñas contra un cartón. Un arrastrar los pies por el piso. Por momentos, los menos, un mover los muebles de lugar. Martín, resignado, apagó la computadora. El sonido se apagó también.

Leyó Carrie hasta las doce de la noche. Luego se fue a acostar. Ni bien lo hizo, el sonido reanudó su ritmo intolerable. Martín se tapó los oídos rodeando su cabeza con la almohada, pero era inútil. El sonido parecía provenir de su misma cabeza.

 

Esa noche tuvo un mal sueño. Era de noche e iba caminando por la vereda de su casa de soltero. En el medio de la calle estaba Noelia, vestida con su camisón blanco, tal como la había visto la última vez, antes de ir a trabajar. Lo saludaba y le hacía señas para que se acercara. Martín lo hizo. Al llegar a su lado, notó que lloraba. Tenía los ojos cerrados y su boca se contraía en una mueca. Martín le apoyó la mano en el hombro, en un gesto contención. Noelia abrió los ojos. Martín quiso gritar, pero no pudo. Sus ojos eran tan negros como gotas de petróleo. Dos lágrimas rojas cayeron de ellos, una de cada ojo, dejando un sendero de sangre por ambas mejillas. Martín quiso retirar su mano del hombro de Noelia, pero tampoco pudo hacerlo. Continuó mirando a su esposa. Su boca comenzó a descomprimirse y una sonrisa se dibujó en ella. La sonrisa dio paso a una risa y ésta a una carcajada, aguda, que lastimaba los oídos y dejaba ver sus dientes, amarillos. Entonces, Martín se despertó de un salto.

Estaba sentado en su cama matrimonial, con el rostro apoyado sobre su pecho. Se sintió aliviado al notar que todo había sido un sueño. Fue entonces cuando vio a Noelia parada al pie de la cama. Estaba vestida igual que en el sueño, con un camisón blanco. Aún reía a carcajadas, sólo que ningún sonido salía de su garganta. Su rostro estaba cubierto de sangre, que continuaba saliendo de sus ojos. Movía la cabeza de un lado al otro, de un hombro al otro, como si estuviera diciendo constantemente «Qué me importa». Martín quiso gritar y, a diferencia de antes, pudo hacerlo. Gritó con todas sus fuerzas, y la imagen de Noelia desapareció. De fondo, muy levemente, siguió oyéndose el sonido de antes, el sonido de siempre, como un raspar de uñas contra un cartón, como un arrastrar los pies por el piso.

 

Al otro día volvió a trabajar. Cuando regresó a su casa, su suegro le había dejado un mensaje en la contestadora. Tenía que hablar con él, así que, por favor, que lo llamara. Martín no lo hizo. Desde que había muerto Noelia, prácticamente no había hablado con nadie de su familia. Sólo charlas de rigor, e iba a sostener eso hasta donde pudiera.

Se hizo la comida. Iba a comer bien, la mala alimentación le estaba afectando hasta el punto de tener pesadillas. No quería que la visión que había tenido la noche anterior se repitiera. Se hizo un churrasco con una ensalada de tomate. Mejor que pizza rancia era, aunque después lo iba a lamentar cuando tuviera que lavar los cubiertos.

Su madre llamó, como todos los días. Martín la atendió parcamente, como todos los días. Más tarde, volvió a escribir sin escribir nada, con el extraño sonido de fondo. Leyó un poco de Carrie, con poca concentración y mucho sueño. Y, por último, se fue a dormir con el sonido emergiendo de nuevo de sólo Dios sabía dónde.

A diferencia de la noche anterior, esa noche no tuvo ningún mal sueño. A diferencia de la noche anterior, Martín no durmió en absoluto.

 

Un día más, un día más de trabajo. Una noche más, una noche más de una cena rápida, de un también rápido llamado telefónico de su madre, de infructuosos esfuerzos para escribir, de sonidos extraños en la casa, de un poco de Carrie, de un intento por dormir, de sonidos extraños nuevamente.

Martín decidió no insistir. ¿Para qué pasar horas acostado, si ya sabía que el sueño no lo visitaría? ¿Para qué cerrar los ojos, si sus oídos seguirían abiertos al sonido? Se levantó y fue a la cocina. El sonido desapareció inmediatamente. Prendió la luz y puso a calentar café en la hornalla. Se estaba acostumbrando a su soledad. Ella en realidad lo estaba transformando. Ya no tenía la misma relación con su madre ni con sus compañeros de trabajo. Era consciente de que se estaba volviendo huraño, pero no le importaba. Lo único que en verdad le importaba era que Noelia ya no estaba con él. La vida le había jugado una mala pasada. Mientras que otros chicos de su edad sólo se preocupaban por ir a bailar, salir con amigos y conquistar chicas en los boliches, él tenía que vivir con la carga de ser una persona viuda que vivía sola. Una existencia que nadie, en fin, envidiaría. Y ahora, a su soledad, se venía a sumar un extraño sonido primero, un horrible sueño después, y ahora el insomnio como corona de un reinado de angustia.

Mientras el café se calentaba en el fuego, Martín fue a su escritorio, ubicado en una habitación que, en teoría, iba a servir de pieza a su futuro hijo. Del primer cajón extrajo un anotador con un lápiz. Volvió a la cocina y se sentó a la mesa. Meditó por unos instantes y empezó a escribir, casi de manera automática:

 

 

La vida no parece ser justa

cuando la balanza se inclina por el dolor;

cuando llegue el Juicio Final, Señor,

me tendrás que pedir perdón.

 

 

Lo leyó varias veces, buscando detalles para pulir, pero no lo tocó. Le gustaba así como estaba, reflejaba en parte lo que sentía. Cuando él muriera, Dios, si realmente existía, tendría que pedirle perdón.

Sintió olor a quemado. Se volteó y vio que el café estaba hirviendo.

 

Daba pequeños sorbos al café para no quemarse. Antes de cada sorbo, soplaba suavemente la superficie del líquido negro. Estaba caliente y tenía gusto a quemado.

Observó el verso que acababa de escribir. Por fin había podido escribir algo sin que el sonido apareciera para interrumpirlo. Por fin había podido escribir algo, aunque más no fuera un verso que nunca le mostraría a nadie.

Miró a su alrededor, la luz provenía del techo, de una pequeña tulipa, e iluminaba toda la cocina con una claridad amarillenta. Se volteó y consultó el reloj que estaba colgado de la pared, a un lado de la puerta: eran las dos menos veinte de la madrugada. «Qué mierda», masculló, y volvió a sorber su café.

De a poco y casi imperceptiblemente, el sonido se dejó oír. Pronto aumentó de densidad hasta erizar los pelos de la nuca de Martín. Por primera vez, tuvo la sensación de que alguien lo estaba observando desde la puerta de la cocina. Temía darse vuelta. Nunca había sentido algo así. Sabía que ahí no podía haber nadie. Recién había mirado y estaba solo. Además, todas las puertas y las ventanas de la casa estaban cerradas y trabadas. Sin embargo…

Se volvió lentamente. No quería hacerlo, pero algo le decía que no había nada que temer, que todo era producto de una imaginación exaltada (siempre la había tenido así) y de una sobredosis de café. El sonido ya no se escuchaba. Siguió girando hasta que vio el vano de la puerta. Quiso gritar, pero el grito se le ahogó en la garganta. Allí estaba Noelia, parada y con sus ojos negros, reventados, manando sangre, y con su sonrisa también negra, también reventada y también manando sangre.

—¿Qué…que… rés? —exclamó a duras penas.

Noelia comenzó a emitir una risita que le heló la sangre. Era la misma risita que había oído en sueños. ¿Había sido un sueño? Ya no estaba tan seguro.

—Per… do… name… —dijo Martín, poniéndose de pie. Al hacerlo se enredó con la silla y cayó al suelo. Perdió de vista la figura de Noelia, y cuando volvió a mirar ya había desaparecido. Su risita tampoco se oía ya. Martín, confundido y aterrado, escondió su rostro en su antebrazo y, recostado sobre el suelo, comenzó a llorar.

 

Su reloj lo despertó. Sonaba desde su pieza. Martín se incorporó y notó que estaba acostado sobre el suelo de la cocina. Le dolían la espalda y la cintura. Miró el reloj de la pared, eran las seis de la mañana. El reloj despertador, en su habitación, seguía sonando.

Se puso de pie con dificultad, fue a su habitación y apagó el despertador. Abrió las sábanas y la frazada de su cama y se metió adentro. Cerró los ojos. Por fin podía dormir.

 

Caminaba por una calle desierta. Era de noche y el asfalto estaba húmedo. Las luces de mercurio se reflejaban en el suelo, impregnándolo todo de una claridad confusa, contradictoria. Martín avanzaba por el medio de la calle, estaba perdido. Miraba a su alrededor sin descifrar dónde se encontraba. A media cuadra, en la esquina, había un auto destrozado. Estaba viejo, oxidado, como si después de sufrir un choque, su dueño lo hubiese dejado allí para que se pudriera. Martín se acercó lentamente. Tenía frío. Miró hacia abajo, notó que estaba descalzo. Las plantas de sus pies debían estar mojadas, aunque él no lo notara.

Llegó a la esquina. El auto parecía ser un Peugeot 504, en algún momento gris. Martín se asomó al interior. La vio. Ella estaba ahí. Su esposa. Noelia. Abandonada en un auto en medio de una calle desolada, donde al parecer nunca nadie pasaba.

No podía verle el rostro, estaba sentada, inclinada hacia adelante, con la frente apoyada en el destruido asiento delantero. Sus manos, que colgaban sobre sus piernas, parecían sostener algo. Martín sabía de qué se trataba, aunque quería verlo con sus propios ojos. Para hacerlo, sujetó a Noelia de un hombro. Sintió repulsión al sentirla dura, huesuda. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Desde cuándo Noelia estaba ahí, sola, en medio de la calle? La empujó hacia atrás y sus ojos se fijaron en sus manos tiesas. Sí, era lo que Martín pensaba. Sostenía una hoja de papel, aferrada contra su abdomen.

«¿Por qué no me dijiste?», escuchó Martín que una voz ronca, cavernosa, le susurraba al oído.

Se irguió con rapidez y observó el rostro de Noelia. No era ella. En su lugar había una calavera, todavía con pedazos de carne descompuesta en el rostro.

«¿Por qué?», seguía diciendo la cosa. Al hablar, su boca se abría y se cerraba, moviendo los colgajos de carne. «¿Por qué no me dijiste que no me amabas? Me hubieses salvado.»

—Pero yo te amaba —dijo Martín—. Yo te amo, Noe. Todavía te amo. Por favor, volvé.

Pero la cosa no le respondió. En cambio, dejó escapar un chillido electrónico, como una especie de alarma.

Martín abrió los ojos. Estaba acostado en su cama, rodeado de oscuridad. Reconoció el extraño sonido electrónico. Era el teléfono, que estaba a su lado, sobre la mesita de luz. Atendió.

—Hola… —dijo con voz afónica.

—¿Martín?¿Ya estás durmiendo? Soy mamá.

 

Terminó de hablar con su madre (las mismas preguntas de siempre con las mismas respuestas de siempre) y miró su reloj despertador. Eran las doce menos veinte de la noche. Había dormido casi un día entero. Se incorporó en la cama y tiró las sábanas y la frazada a un lado. Estaba vestido, incluso con las zapatillas puestas. Se levantó de la cama y fue al baño. Orinó, se lavó los dientes y se dirigió a la cocina. Una vez allí, puso el café en el fuego.

Mientras esperaba a que se calentara el café, recordó el sueño que acababa de tener. Lo recordaba con toda nitidez, pero no podía descifrar su significado. ¿Por qué había soñado eso? ¿Por qué en el sueño era de noche si Noelia había tenido el accidente a pleno día? ¿Por qué el remordimiento no lo dejaba en paz?

El remordimiento, la culpa. «¿Por qué ser tan culposo cuando no se es tan culpable?», se preguntó. Pero, ¿no era culpable? No, de la muerte de Noelia no. ¿Pero de qué era culpable entonces? Lo sabía. Él era culpable de haber hecho que Noelia muriera llorando. Él era culpable de haberle hecho pasar los peores últimos momentos de su vida. De haberle roto el corazón justo antes de morir. De haberle hecho pensar que él no la amaba. De haberla dejado morir sola, sola en su mente, pensando que nadie en el mundo la iba a extrañar, que su marido no la quería y que se había casado con ella por que ya era muy tarde para hacer otra cosa. Sí, de eso sí era culpable.

Recordó cuando le entregaron las pertenencias de Noelia. La reconocieron por su DNI, que llevaba en su cartera. Le entregaron también una hoja de papel. Le habían dicho que en el momento del accidente la tenía en sus manos. Era un poema, un poema escrito por él. Recordaba también lo que había dicho el remisero que manejaba el auto: «La chica estaba triste, iba llorando». Martín no lo dudaba. Conocía a Noelia lo suficiente como para saber que iba llorando.

No había vuelto a ver esa hoja con ese poema. Ya no quedaban rastros de ella. Él se había encargado de quemar la hoja. No había copias, pero no importaba. Aunque intentara olvidarlo, el poema subsistiría en su cabeza. Incluso en ese momento, el poema surgió en su mente, claro, exacto:

 

 

Se siente muy mal,

ver,

el mundo al revés

y a nadie para cambiarlo.

 

 

Se siente muy mal,

creer,

que no eres para mí

e igual seguir avanzando.

 

 

Se siente muy mal,

sí, la cobardía

se siente muy mal.

 

 

Se siente muy mal,

saber,

que estoy equivocado

y es tarde para remediarlo.

 

 

Se siente muy mal,

sí, la hipocresía

se siente muy mal.

 

 

Creía que ese poema ya nunca lo abandonaría, como ya nunca abandonaría a Noelia. Se odiaba por haberlo escrito. Se odiaba por ser el responsable de que Noelia se llevara esas letras a la tumba. Además, estaba la fecha que figuraba en la hoja debajo de sus iniciales: treinta de marzo de 2009. Dos semanas antes de que se casaran. Estaba seguro, Noelia murió pensando que él no la amaba, que se había casado con ella por cobarde e hipócrita.

De repente, Martín comenzó a oír el sonido. Ahora ya sabía a qué pertenecía. O mejor dicho a quién. Miró hacia el vano de la puerta de la cocina. Allí apareció Noelia, caminando de manera extraña, con los movimientos recortados, rápidos, eléctricos. Por cada paso, se dejaba oír el extraño sonido. «Un arrastrar los pies por el piso», pensó Martín, «sus pies».

Noelia se detuvo en el vano de la puerta. Observó directamente a Martín. Sus ojos, como en los sueños, estaban reventados, de tanto llorar sangre. En su boca la mueca, y en ella los dientes amarillos.

Martín la observó, sorprendido por su sangre fría.

—¿Qué querés que haga? —dijo— ¿Querés que te pida disculpas? Ya lo hice. ¿Querés que deshaga lo hecho? Lo haría si pudiera, pero no puedo. ¿Qué querés que haga? Decime.

Por toda respuesta, Noelia comenzó a reír.

—¡Dejame en paz! —gritó Martín, al tiempo que se tapaba los oídos con ambas manos y se abalanzaba sobre Noelia. La atravesó, como un avión atraviesa una nube.

Caminó por la casa con sus manos sobre los lados del rostro, intentando, por todos los medios, no oír la risa de Noelia y el sonido de sus pasos. Sin que él lo notara, todas las fotos de la casa en las que estaba Noelia comenzaron a temblar. Los portarretratos se cayeron de su lugar, las fotos que colgaban de la pared temblaron como si se estuviese produciendo un terremoto. La foto de Noelia de su billetera, que estaba en el cajón de su escritorio, vibró. Pero él no lo veía. Sólo estaba atento a un pensamiento: «Terminar con ese sonido de una vez por todas».

Volvió entonces a la cocina. Sentía detrás de él a Noelia que lo seguía, con su risa y sus pasos perforándole los oídos. Se acercó a la cajonera, abrió el primer cajón y de él sacó un cuchillo para cortar carne. Se volteó. Noelia seguía ahí, riendo.

—¡¿Es esto lo que querés?! —gritó Martín—. ¡¿Es esto?! ¡Entonces, tomá esto!

De un solo movimiento, Martín se rebanó su muñeca izquierda. Al hacerlo comenzó a reír. Rió tan fuerte que ya no pudo oír la risa de Noelia. Rió hasta que se desmayó. Hacía mucho que no reía.

 


Ilustración: Pedro Belushi

Lo último que vio fueron los pies de Noelia. Los vio mientras estaba desplomado sobre el piso, segundos antes de perder el conocimiento, cuando de su risa quedaba apenas un leve quejido.

Lo que no vio fueron las fotos de Noelia, dispersas por toda la casa. No vio cómo, en el momento mismo en que se cortó la muñeca, de los ojos de la Noelia de las fotos habían brotado lágrimas. Ninguna foto había sido la excepción. Era lo único que esa Noelia había podido hacer, pero no había sido suficiente. No había podido contra la otra Noelia, creada por su marido. No desde donde estaba. Desde allí, sólo había podido llorar.

 

 

Lucas Berruezo (Buenos Aires, 1982) es estudiante avanzado de la carrera de Letras de la UBA y escritor. Escribió los prólogos para las antologías de cuentos fantásticos y de horror Mundos en tinieblas (años 2008 y 2009), publicadas por Ediciones Galmort. Además, es codirector de la revista de literatura argentina contemporánea Sudor de tinta y gestiona el blog El lugar de lo fantástico, un espacio dedicado a la literatura y el cine fantásticos, pero en el que también se reflexiona sobre diversos temas teóricos, filosóficos y de actualidad.

Este es su primer relato en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con FANTASMAS, de Carlos Gardini; MUJER NO RESIGNADA, de Daniel Avechuco Cabrera y FANTASMAS INCOMPRENDIDOS, de Jaime Palacios.

Axxón 213 – diciembre de 2010

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror psicológico : Espectros : Culpa : Argentina : Argentino).