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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “218”

ARGENTINA

Durante la noche, los Existentes miran al cielo. Porque saben que cuando cae una estrella fugaz es uno de ellos, alguien nuevo que está por llegar a su mundo. Entonces, la siguen, dispuestos a recibir a su flamante compañero o compañera.

En un pequeño cráter el pompón de luz revela a otro personaje con pelo de colores, ropa extravagante y algún poder que se siente, pero está oculto. Generalmente ya pueden caminar y hablar en idioma existente, porque ellos no necesitan crecer ni envejecer.

Sólo en contadas ocasiones, una estrella trae a la existencia a más de uno de estos seres. Serán hermanos, y contarán con grandes poderes, aunque entrelazados y, a veces, opuestos.

«¿Qué es esto?», pensó Andrés, mientras lo releía. A su alrededor, las impresoras de los otros oficinistas querían distraerlo con su canto monótono.

Se acercó a la pantalla del ordenador, nervioso, y buscó hasta encontrar ese texto extraño entre unos informes que había traído desde su casa. ¿Cómo había llegado hasta allí? Seguramente, lo había transferido por error. Pensó en borrarlo, pero no lo hizo.

Andrés odiaba su trabajo, odiaba lo que había estudiado para obtenerlo, y odiaba pensar solamente en el dinero. Pero todavía no lo sabía.

En su cabeza, que empezaba a perder pelo y verse lustrosa bajo las luces de neón, sólo circulaban cheques que cobrar y cuentas que pagar, ahorros que nunca alcanzaban y los garabatos rabiosos que hacía pensando en su próximo aumento. Su escritorio estaba lleno de papeles con esos garabatos. Los tomó e hizo un bollo que arrojó hacia el tacho de basura. Ni siquiera miró para apuntar, y la esfera blanca describió un arco perfecto para llegar al fondo del contenedor.

Los ojos de Andrés fueron hacia su regazo, donde descansaban las hojas impresas. Se sacó los lentes, y se refregó los ojos. Entonces, notó algo en el texto que no había visto antes.

Los Existentes

Andrés Ropou

De pronto, lo supo. Andrés Ropou era su seudónimo y él había escrito ese cuento. Sin embargo, no podía recordar cuándo lo había hecho.

Andrés se encogió de hombros y dejó las hojas a un lado. Entonces, lo vio, acercándose por el pasillo. Su presa. Caminando de prisa, vestido con una camisa de mangas cortas, corbata y pantalón de vestir y cargando una barriga, el jefe de Andrés no quiso mirarlo a los ojos.

—Disculpe, Rodríguez —Andrés ya estaba frente al pelado bigotudo—. Quería recordarle que tenemos una reunión pendiente.

—Estoy apurado, Andrés —el Jefe lo evadió, yendo hacia la máquina de café.

—Su secretaria quedó en revisar su agenda y llamarme, pero todavía no lo hizo —afirmó Andrés y observó cómo el Jefe intentaba una y otra vez que la máquina aceptara sus monedas.

—No puedo pensar, necesito un café ahora —dijo el Jefe, desesperado. Su rabia había pasado a desconsuelo y casi tenía lágrimas en los ojos.

Andrés buscó en sus bolsillos y le pasó unas monedas que la máquina engulló sin problemas. El Jefe sonrió y dio unos aplausos, mientras elegía entre las variedades de café, todas con un sabor casi igual.

—¿A qué jugaba cuando era niño? —soltó el bigotudo, de repente.

—¿Disculpe? —Andrés frunció el ceño, extrañado.

—Generalmente, los juegos de un niño influyen en la profesión que tiene cuando es un adulto. Yo jugaba a que era un gran empresario y viajaba todo el tiempo en limusina —el Jefe tomó el vasito de plástico, y revolvió el líquido amargo.

—Eh… no lo recuerdo —dijo Andrés.

—Jugaba al oficinista, ¿no? —sonrió—. Porque usted es un excelente oficinista.

—Muchas gracias. Por eso quería reunirme con usted. Quería saber si tenía posibilidades de crecer.

—Seguro —bramó el Jefe, luego de ensuciar su bigote con espuma, y empezó a caminar muy rápido, seguido por Andrés—. Te prometo que esta semana nos reunimos sin falta —antes de pronunciar la última palabra, le cerró la puerta del despacho en la cara.

Andrés volvió a su escritorio. Encontró el texto impreso por error. Volvió a leer el primer párrafo. Entonces recordó que de chico escribía cuentos y dibujaba historietas. Recordó que los Existentes eran los protagonistas de sus historias y aventuras.

Unas líneas le llamaron la atención, y lo hicieron sonreír: «en toda biblioteca hay un libro sin título, de tapa gastada, que casi todo el mundo ignora. Excepto los que están listos para entrar al Mundo de los Existentes

Se rió. Pero, segundos después, el texto le pareció algo tonto, ridículo y sin sentido.

Hizo un bollo con las hojas y las arrojó al tacho de basura. Se escuchó una pequeña explosión.

—Paco, no seas maleducado —dijo Andrés, dirigiéndose al cubículo de al lado. Una voz, que atravesó la pared finita, dijo:

—Yo no fui.

—Sí, claro —dijo Andrés, y comenzó a revisar los informes.


Ilustración: Laura Paggi

Esa noche, Andrés soñó con uno de los personajes de su historia. Un Existente de pelo azul, con un sombrero de bufón rojo. Le sonreía, pícaro, con los brazos en jarra. Vestía una remera azul y unos pantalones naranja, y a su espalda ondeaba una capa amarilla.

Supo que su nombre era Poropou y unas palabras de su texto resonaron en su cabeza:

«Lo más importante es su bolso cruzado, con parches de planetas y estrellas. Ahí es donde guarda lo que todos temen…»

Cuando despertó Andrés tenía más pelo.

En las semanas siguientes, el escritorio de Andrés cambió. Comenzó a ser invadido por libritos con naves espaciales, zombis o magos en la portada, después se sumaron las historietas, y luego pasó a ser custodiado por muñequitos de superhéroes o dibujos animados.

Andrés ya no pensaba en el trabajo, el dinero, el ascenso o las cuentas. Se la pasaba dibujando en una libreta que había comprado. Lentamente dejó de dibujar tantos garabatos furiosos y comenzó a hacer naves espaciales, estrellas, trenes voladores, grifos y castillos.

Estaba terminando de dibujar la cara de un chico con pelo violeta y nariz roja, cuando pasó el Jefe. Andrés lo vio y comenzó revisar los informes, presionando los botones del teclado, repitiendo una melodía que lo tenía harto.

Cuando se fue, abrió un cajón y sacó una copia de Los Existentes, llena de anotaciones y dibujos en los márgenes. Abrió el procesador de texto y comenzó a escribir.

Andrés terminó de dibujar un chocolate caliente (ya no bebía café) cuando decidió que iba a tomarse uno. Arrancó el dibujo de la libreta, hizo un bollo con el papel y lo arrojó al cubil de al lado. Salió corriendo, antes de escuchar las recriminaciones de Paco, y fue hasta la máquina de café.

Allí encontró a su compañero.

—Pensé que estabas en tu escritorio —le dijo, aburrido.

Paco se encogió de hombros, saboreando el café.

—¿No podés verme un minuto sin trabajar?

Andrés se rió.

—Te ves más joven —le dijo Paco—. ¿Estás haciendo algún tratamiento para el pelo?

Andrés negó con la cabeza.

—¿Estás yendo a un spa urbano?

—No.

Paco dio un sorbo a su café.

—Entonces es como dicen: trabajar te mantiene joven.

—No creo en eso.

—Deberías.

—Odio este trabajo —afirmó Andrés—. Quiero irme.

—¿Y qué vas a hacer?

—Quiero ser escritor.

Paco se burló.

—Pero con eso te vas a morir de hambre.

Andrés se encogió de hombros y sonrió.

—También quiero poner un negocio de historietas o una librería especializada. Puedo mantenerme con eso y probar suerte.

—No digas pavadas, Andrés. Tenés un buen trabajo. No lo arriesgues. —Paco le dio la espalda, concentrado en su café, y Andrés puso los ojos en blanco, molesto.

No soportaba más. Quería irse ya. ¿Y si Paco tenía razón? ¿Y si todo era un gran error?

Mientras caminaba hacia su cubículo vio a un oficinista armando un rompecabezas. Frunció el ceño, preocupado. Una vez frente a la computadora, levantó el tubo del teléfono, llevó un dedo hacia los números y se quedó paralizado, con la expresión vacía. Cortó en seguida, confundido.

Guardó la libreta y el lápiz en el bolso, también las historietas, los muñequitos y los libros, y se fue.

—¡Hey, Andrés! —gritó Paco, desde el cubículo contiguo, pero Andrés no lo escuchaba—. ¿Vos dejaste este chocolate en mi escritorio?

—¡Andrés! —le gritó el Jefe cuando se dirigía al ascensor.

—Me siento mal, Rodríguez —Andrés apretó el llamador con insistencia—. Me voy a casa.

—Quiero esos informes para el jueves. Mañana te quedás haciendo horas extra.

Las puertas se abrieron.

—Está bien —suspiró Andrés, zambulléndose en el ascensor.

Antes de que se cerraran las puertas, Andrés sonrió a su jefe. Cuando lo hicieron levantó el dedo medio.

Andrés salió del edificio y sintió un fuerte alivio. En seguida se detuvo. El miedo se arremolinaba en la boca de su estómago pero no quiso hacerle caso. Metió las manos en los bolsillos y encontró un papel con el dibujo de un puma alado. Sonrió, segundos antes de ser golpeado en la cara por un globo violeta. Su primera reacción fue apartarlo, asustado.

En seguida intentó asirlo por el piolín, pero el globo ya había escapado, y ahora rebotaba en las paredes sucias del edificio, alejándose libre hacia el cielo.

Andrés buscó rápido al niño que lo había perdido pero no lo encontró. Suspiró y miró al puma alado en su mano.

Sin saber por qué, hizo un bollo con el dibujo, y lo arrojó al suelo.

Una vez en su departamento se desplomó en el sillón. Sonó su celular, indicándole que tenía un mensaje, pero no quiso revisarlo. En seguida lo llamaron, pero no contestó.

Prendió la tele. Últimamente sólo veía canales de dibujos animados o series de televisión, pero esta vez se detuvo en el noticiero. Sorprendido, leyó en la pantalla: «Extraña criatura ataca una oficina en el centro».

—Estas son las fotos que los empleados sacaron de la criatura que causó los destrozos en una de las oficinas de esta importante empresa —decía la cronista, mostrando en pantalla unas imágenes borrosas de algo parecido a un felino con alas—. Ningún especialista pudo establecer qué animal puede ser, sin embargo no faltan las versiones que dicen que se trata de un evento paranormal…

Corrió hacia el celular, y lo abrió: «Andrés, un monstruo destrozó la oficina de Rodríguez. Increíble.»

Respiró aliviado, cuando escuchó en la tele que no había muertos ni heridos. Dejó el celular a un lado. No quiso revisar el resto de los mensajes ni el contestador.

Se sentó en el piso, con el corazón revolucionado, y se llevó las manos a la cabeza.

En ese momento pensó en Poropou y en lo que había en su bolso cruzado. No. Imposible.

Siguió analizando la situación, recordando el dibujo, el bollo de papel en su mano, y dándole vueltas a una idea que no se atrevía a formar del todo, hasta que se dio cuenta de que estaban tocando a la puerta.

Se levantó y, casi sin pensar, la abrió:

—¿Qué neces…?

Enmudeció. Frente a él estaba uno de los personajes de su historia. La reconoció por su sombrero rojo, de alas amplias y puntiagudo.

No era exactamente como la había descrito. El hecho de verla con los ojos y no con la imaginación le daba una solidez intimidante.

Globeley Globiña. Una existente rubia, vestida con una remera blanca y una pollera roja con volados.

—Por las estrellas… —fueron las primeras palabras de Globeley a Andrés—. Tu estado es terrible.

—Disculpe, yo…

—¡Vamos, Poropou! —Globeley lo tomó de la muñeca y tiró, sacándolo del departamento.

—¡Esperá!

Globeley se paró en seco.

—Vos… —dijo Andrés—. ¡Sos una Existente! Yo escribo acerca de ustedes. —Globeley, impaciente, se cruzó de brazos—. Yo los creé, reescribí un montón de veces la historia, la cambié, ¡te cambié! Incluso ahora, no sos del todo como te había imaginado.

—Despierta, Poropou — lo increpó Globeley—. Tu mente estaba confundida, tratando de recuperar lo que tu enemigo borró. No eres Andrés Ropou, él no existe. Eres Poropou y te necesitamos. Tenemos que volver al Mundo de los Existentes.

¿Podía ser verdad? ¿Sus personajes, el mundo que había creado, eran reales?

«Me volví loco», pensó. Pero, si llegara a ser cierto…

—Es imposible.


Ilustración: Laura Paggi

—Piénsalo bien —le dijo Globeley—. Tu trabajo, el lugar donde vives… nunca te sentiste cómodo con ellos porque no es donde perteneces. Fuiste insertado en esos lugares por los poderes cuánticos de Barabau.

—¿Barabau?

—Los recuerdos que tienes son una ilusión. Por las estrellas ¡ni siquiera tienes padres! Los Existentes no tenemos padres.

—Creo que tengo un hermano… —dijo Andrés, llevándose la mano al mentón.

—Es que lo tienes, pero no está aquí —Globeley bufó, nerviosa—. Eres Poropou, dueño de uno de los poderes más fabulosos del Mundo de los Existentes.

Andrés se miró las manos. ¿Poropou? De todos los personajes que había inventado, Poropou era el que menos le gustaba. Es cierto, tenía un poder increíble, pero a Andrés le gustaba más Golosín.

Puso los brazos en jarra y miró a Globeley.

—Si en realidad soy Poropou, ¿por qué no puedo transformarme en él?

—Pues mírate.

Andrés bajó la mirada, y vio que llevaba un pantalón naranja y una remera turquesa. Tomó la capa amarilla, y la miró más de cerca. Tenía algunos parches y manchas.

Agarró un mechón de su flequillo (¡tenía pelo, mucho pelo!) y lo estiró hasta sus ojos, que se pusieron bizcos: era celeste. Se sacó el sombrero rojo y los cascabeles sonaron antes de que lo tuviera frente a él.

Volvió a calzarse el gorro y miró su bolso cruzado. Lo tocó y sintió el poder que guardaba.

Alzó la mirada, y encontró los ojos verdes de Globeley.

—Soy Poropou —dijo.

Globeley sonrió.

—¿Recuerdas lo que pasó en la final de juguetez?

«¿Juguetez?», se preguntó. Era un pasatiempo de los Existentes que había inventado hace unos días. Ni siquiera había escrito sobre él.

Entonces, con la violencia de un globo que estalla, vino el recuerdo.

La final de juguetez se celebraba en el Castillo Naranja, en cuyo salón principal cientos de Existentes esperaban, ansiosos. El lugar estaba lleno de globos y guirnaldas, juguetes y esferas de plástico. Cada tanto, caía una lluvia de algo similar a papel picado.

Además de los humanoides con vestimenta y parches multicolores, osos de peluche y globos con forma de animales disfrutaban de la fiesta.

En las mesas había manteles con estrellas, naves y trenes dibujados. En los platos, galletitas con forma de lunas, soles y animales. Algunas estaban hechas de algo parecido a gelatina brillante. También había papas fritas y otros snacks desconocidos para la humanidad.

De pronto, se escucharon gritos y una parte de la muchedumbre se dispersó. Corrían, cubriéndose las nalgas con las manos. Algunos, se pusieron de espalda contra las columnas del castillo.

En el espacio que habían dejado esos Existentes, en medio de la muchedumbre, estaba Barabau.

Caminaba con paso lento y sereno, y miraba con los ojos entornados a un lado y a otro. Algunos Existentes temblaban o lanzaban pequeños gritos al sentir el toque de esos ojos azules.

Barabau se sonó los dedos; llevaba mitones, que se sacó con delicadeza. Los tomó uno de los Existentes que lo seguían: vestidos de negro, con gesto gris y cara blanca, los guardias-sirvientes habían sido, en otro tiempo, seres de hermosos colores, alegría y magia. Ahora llevaban un número blanco en el pecho (0, 1, 2, 3 y 4), que los anulaba y encadenaba a su amo.

Las manos pálidas de Barabau tenían piezas de rompecabezas en el dorso, indicadoras de un poder tan fantástico como peligroso.

Su pelo era negro, despeinado y enmarañado. Tenía una pieza de rompecabezas roja en la mejilla derecha. Vestía una camisa gris, cubierta de parches de todos los colores, pero gastados, y un pantalón negro con cadenas.

Miró alrededor, gozando de su intimidante presentación. Entonces sintió el golpe de un bollo de papel en la coronilla. Hubo una explosión y de pronto surgió un balde, suspendido en el aire, a unos centímetros de su cabeza. El balde giró y derramó su contenido. El salón se llenó de carcajadas.

Mojado y con el balde como sombrero, Barabau lanzó un gruñido. Lo arrojó, y miró a su enemigo: Poropou, de brazos cruzados, le sonreía desde uno de los balcones.

Barabau se pellizcó una mejilla; en un instante, un viento circular lo secó.

Cayó otra esfera de papel, y hubo otra explosión. Cuando el humo blanco se despejó, surgió una escalera naranja, por la que el Existente de pelo celeste bajaba con sobriedad.

Frente a frente, ambos se medían con gestos y miradas: Barabau, con las manos crispadas y gruñendo; Poropou, con los brazos en jarra y una amplia sonrisa.

Alguien carraspeó, y los hermanos giraron; una Existente de pelo negro enrulado, vestida con un sombrero hongo y una levita verdes, los miraba, ofendida.

Su traje hacía juego con sus ojos, verdes también, y estaba decorado con estrellas moradas.

Poropou y Barabau se pararon firmes. La Existente avanzó hasta el centro del salón y ellos la siguieron.

—Comienza la final del torneo de juguetez —dijo, en el idioma de los Existentes—. Quien se erija como campeón se hará dueño del Castillo Naranja, hogar de los Existentes de antaño, cofre de poderes y secretos legendarios. —Se sacó la galera, metió la mano en su interior, y arrojó un pañuelo morado hacia el cielo. Mientras subía el pañuelo empezó a crecer y crecer, y luego cayó con parsimonia. Una vez en el suelo parecía cubrir algo. Frente a él, la Existente volvió a ponerse la galera. Alzó las manos y los contrincantes se saludaron mostrándose la lengua. Se agachó y levantó la sábana morada—. ¡Que comience la final de juguetez!

Los existentes se alzaron en vítores y rodearon la mesa a la que se sentaron Poropou y Barabau. Entre ellos, había un damero, con pequeños muñecos y dinosaurios de plástico. Cada uno tomó un juguete. Se miraron, desafiantes, mientras los otros existentes contenían el aliento; se pararon, y con un grito exaltado, comenzaron a chocar los muñecos, mientras el público, enardecido, agitaba globos y banderas.

El existente de pelo celeste derribó el último muñeco de su contrincante y, vencedor, colocó el tiranosaurio de plástico en medio del tablero. El público estalló en gritos y silbidos, sacudiendo estandartes y banderas y soplando cornetas de plástico.

Poropou se hinchó de orgullo, mientras su hermano golpeaba la mesa y se llevaba las manos a la cabeza. Estaba feliz y tan pagado de sí mismo que olvidó todo asunto ajeno a su gloria y magnificencia.

Se adelantó, lanzó besos a sus admiradores. Estúpidamente, dio la espalda a Barabau y se inclinó para saludar a la muchedumbre. En el instante en que sus ojos miraban al piso y su trasero quedaba expuesto, el tiempo pareció ralentizarse y Poropou se dio cuenta de su error. Los otros Existentes gritaron, aterrados, tratando de advertirle. Algunos quisieron correr a detenerlo pero Barabau había sido demasiado rápido. Su expresión era de maldad y regocijo cuando, como un rayo, dio su pellizco cuántico a Poropou en una nalga. El existente de pelo celeste se enderezó, horrorizado. Y vio cómo, frente a sus ojos, la realidad se volvía piezas de rompecabezas que se separaban y volvían a encastrar, buscando nuevas posibilidades y destinos.

El Existente, ahora consciente del engaño, miró a Globeley, con los ojos endurecidos.

Se sacó los anteojos: era el único vestigio humano que le quedaba. Pensó en tirarlos, pero los guardó en su bolso.

Giró hacia donde estaba el departamento del falso Andrés y lo encontró vacío.

Globeley lo tomó del brazo.

—Es como despertar de un sueño —dijo Poropou—. Estaba convencido de que era real, y ahora… no logro entender cómo pude creerlo.

—Vamos —dijo Globeley.

Caminaron, alejándose del departamento abandonado.

—¿Cómo me recordaste?

—Los poderes de Barabau para alterar la realidad generalmente garantizan que sólo él recuerde cómo era originalmente. Pero, por suerte, algunos de nosotros —Globeley se tocó la frente con el dedo índice— hemos evolucionado lo suficiente para captar sus ondas reformadoras del espacio-tiempo, y rechazarlas. Sólo tuve que convencer a otros Existentes de que tú existías.

—¿Y cómo te fue?

—Golosín no está muy convencido, estoy trabajando en eso. Osiña cree profundamente en ti —dijo y, por alguna razón, pareció molesta—. Desde que Barabau ganó… —Globeley captó la expresión de Poropou— es decir, desde que se apropió del Castillo Naranja, el Mundo de los Existentes es triste y gris.

—¿Cómo me encontraste?

—Envié perros-globo a buscarte, pero los guardias-sirvientes de Barabau siempre los destruían. Igual, se le vino en contra, porque tanto mis globos como sus sirvientes dejaron rastros que me guiaron hasta la Tierra, y a este país bello y largo. Entonces programé unos globos con mis recuerdos de ti, y los solté en distintos lugares. Volaron sobre ríos y montañas, sobre calles y edificios, sondeando las mentes e imaginaciones de los hombres. Hasta que, finalmente, un globo violeta se topó con tus cuentos.

—Debemos regresar.

—Sí. Vine a través de un portal en el parque. Podemos usarlo para volver.

—Perfecto.

Globeley y Poropou caminaron a paso rápido, ignorando a las personas del barrio que los miraban. Los árboles resistían el viento frío, torciendo sus ramas; sus sombras dibujaban garras que se estiraban para tomar los pies con zapatillas rojas y marrones.

Los Existentes atravesaron el parque, acercándose hacia un árbol negro, solitario y gigantesco, con huecos tan grandes entre las raíces, que parecían cuevas.

—Espera —dijo Globeley, deteniendo con el brazo a Poropou—. El lugar estaba lleno de gente cuando llegué y ahora está desolado.

Poropou sintió el silencio golpeando en sus orejas y se inquietó. Sin pensar, siguiendo una mezcla de reflejos humanos y de Existente, metió la mano en su bolso y se puso los lentes. Habían cambiado: eran como unos binoculares, que le permitían ver al árbol en detalle. Los cristales se llenaban de signos y símbolos de los Existentes, descargando información ante sus ojos.

—El árbol… está quemado. El portal fue destruido. Hay residuos de energía y materia inter-dimensional.

—¡Fueron ellos! —gritó Globeley, señalando a los Existentes de cara blanca y ropa negra que salían de los huecos del árbol—. ¡Los guardias-sirvientes de Barabau!

Poropou guardó los lentes y siguió a su amiga, que huyó hacia la entrada del parque, no sin antes echar un vistazo a los números que llevaban los guardias-sirvientes que los perseguían: cero y uno.

Globeley extendió la mano, y apareció un cayado rosa con un aro en la punta. Lo tomó, hizo un par de ademanes y apuntó hacia atrás.

¡Globiñus fecundus! —gritó.

En ese momento, Poropou se perdió bajo una ola de burbujas multicolores que envolvieron el parque. Lo rescató la mano de Globeley, que tiró de su muñeca, guiándolo entre el mar de globos, mientras unos pocos explotaban.

—¿Crees que los habrán despistado? —inquirió Poropou, mientras se adentraban en las calles del barrio.

Un coro de explosiones interrumpió a la chica.

—¡Sigue corriendo! —le gritó, tirándole de la muñeca.

Poropou miró por sobre su hombro: el suelo estaba lleno de restos de plástico, y los guardias-sirvientes sostenían algo entre las manos.

—¡Tienen armas!

Cero y Uno llevaban pistolas de caños multiformes y coloridos, que zumbaban, esperando para cargarse al máximo.

Gobeley agitó su cayado:

¡Globis transmutatio!

El rayo pegó en las armas, que se transformaron en ametralladoras-globo, y explotaron.

Sin embargo, eso no detuvo a los existentes oscuros, que aumentaron su velocidad.

Poropou soltó su muñeca de la mano de Globeley y abrió su bolso. Sacó un lápiz y una libreta.

—¿Qué estás haciendo? ¡Estamos corriendo! ¿Cómo vas a…?

—¡Cállate y dobla en esta esquina!

Hubo una pequeña explosión, y los guardias sirvientes llegaron a la esquina, donde doblaron. Pasaron de largo una pared de ladrillos con una puerta de madera nueva, que rezumaba un poco de humo blanco.

Detrás de la puerta, en un jardín, Poropou y Globeley esperaron a que Cero y Uno se alejaran.

—¿Y ahora qué? —preguntó Globeley, mientras Poropou giraba hacia la casa.

A través de la ventana de la cocina, una señora los miraba, boquiabierta. Soltó una galletita de vainilla y mermelada, y salió corriendo.

Poropou observó su libreta. Tan sólo había dibujado, a las apuradas, una puerta algo deforme, arrancado el papel y…

—¡Tenemos poco tiempo! —Globeley tomó su cayado con ambas manos, y cerró los ojos. Su pelo comenzó a flotar, el aire a su alrededor se volvió caliente y produjo un zumbido.

—¿Qué estás…?

¡Globozum aerostáticus!

Hubo un destello en el centro del aro rosa y, segundos después, el humo se despejaba frente a la existente, revelando un globo aerostático, listo para elevarse.

—¡Vamos!

Poropouy Globeley vieron, desde la barquilla, cómo el suelo del jardín se alejaba, y la casa se volvía más pequeña. Intentaron ubicar a Cero y a Uno, pero las calles ya parecían líneas de un mapa. Poropou utilizó sus lentes-binoculares, pero al cabo de unos minutos se cansó. Sonrieron, disfrutando del sol de tarde que casi desaparecía, y viendo las nubes cada vez más cerca.

Hasta que escucharon cómo la tela del globo estallaba.

—¡Un arpón! —gritó Poropou, señalando el filo negro que ahora se sumergía en el mar blanco.

Mientras la barquilla descendía a toda velocidad, Globeley invocaba su cayado y Poropou hundía la mano en su bolso. Sin embargo, detuvieron su caída sin hacer esfuerzo alguno. Ahora, la barquilla era sostenida por cientos de globos de helio, que la hicieron aterrizar gentilmente en una terraza.

Poropou y Globeley se asomaron, expectantes, buscando a su misterioso salvador. Era un Existente vestido de frac azul, con una vela roja y gastada en la copa de su galera. Llevaba guantes sin dedos y con parches; en una de sus manos, un cetro apuntaba hacia los globos.

A Poropou le asustaba no verle los ojos, ya que la sombra de la galera los tapaba. Le resultaba familiar y arcaico, al mismo tiempo.

Se sorprendió cuando Globeley saltó del cesto y fue corriendo a abrazarlo.

—¡Cumapleños! —festejó.

El existente se sacó la galera, mostrando sus ojos multicolores en un rostro anguloso. Tenía el pelo negro, lacio y largo hasta la cintura. Su piel era blanca como el azúcar. Sonrió a Poropou, apoyándose en el cetro, ahora bastón.

Había algo particular en sus ojos, que llamaban la atención de Poropou: tenían los colores del arco iris. Entonces, pudo recordarlo: era uno de los Existentes más antiguos y poderosos. La fuerza detrás de los cumpleaños.

—Pensé que tal vez necesitarías mi ayuda —Clavó su mirada cromática en Poropou—. Con sólo verte, el engaño cuántico de Barabau se esfumó.

El Existente levantó su cetro y Poropou vio que tenía un reloj de arena en la punta. Supo en aquel momento que cada grano violeta que caía representaba a una persona cumpliendo años en ese segundo. Una vez al año, la arena terminaba de caer, y el reloj se volteaba, comenzando un nuevo ciclo. Cada tanto, dejaba escapar algunos granos, pero la arena nunca se acababa.

—Tenemos que apresurarnos —dijo Cumapleños, caminando hacia una puerta—. Los guardias-sirvientes están rastreando y destruyendo todos los portales de la zona.

Poropou y Globeley lo siguieron, bajando una escalera. Ya era de noche. Atravesaron otra puerta, e irrumpieron en una galería de arte oscura y vacía. Poropou supuso que Cumapleños había desactivado las alarmas y entretenido a los guardias. La vela en la galera, que chorreaba algo de cera pero nunca se gastaba, extendió su llama, desparramando sombras por el suelo.

En una sala con muebles antiguos, detrás de unos sillones de terciopelo, había un cuadro abstracto de colores vibrantes, que parecía un torbellino a punto de avivarse.

Los Existentes se acercaron. Cumapleños acarició el marco. En seguida, los colores estallaron en luz y comenzaron a girar. El viento llevó hacia atrás el cabello celeste de Poropou.

El portal esperaba y el Existente lo miraba, ansioso.

Andrés dudó. Su vida humana se había borrado de este mundo y, aunque quería terminar con aquella mentira, sintió nostalgia antes de adentrarse en esa dimensión que lo llamaba por su verdadero nombre y a la que su corazón respondía latiendo con más fuerza.

Dio un largo suspiro, dejó de pensar y se arrojó al portal.

Imágenes fantasmales, entre rayos multicolores y chispazos: globos, papel picado, carteles de payasos, galletitas, guirnaldas, platos con papas fritas.

Lo arrastraban hacia su dimensión, el Mundo de los Existentes.

Andrés Poropou vio sus zapatillas marrones y un suelo de baldosas multicolores, ajadas. Acababa de caer y estaba agachado. Levantó la cabeza, y se incorporó, sorprendido por el paisaje.

Un camino de baldosas cromáticas se extendía frente a él, atravesando unas colinas de césped, y alejándose hasta perderse de vista. Del pasto surgían flores y hongos del tamaño de una banqueta. Había árboles de los que colgaban guirnaldas multicolores, otros con globos que se desprendían para caer suavemente en la hierba o elevarse y perderse entre nubes rosas y naranjas. Sin embargo, en el cielo abundaban nimbos grises que espantaban a los globos con rayos y amenazaban con cubrir hasta el último rincón celeste.

El aroma a vainilla y fresa del lugar alejaron aquel presagio oscuro.

Giró, cuando escuchó a sus compañeros aterrizar. Estaban en un puente que formaba el camino multicolor y debajo de ellos había un río.

Globeley miró alrededor y pareció ubicarse en seguida.

Señaló hacia un punto lejano, más allá de las colinas. Poropou asintió y, en silencio, encabezó la marcha.

Luego de unos metros, el Existente divisó un pueblo en miniatura, que parecía estar recibiendo un ataque. Desde el río, que hacía una curva hasta quedar paralelo al camino multicolor, un galeón de juguete negro le disparaba cañonazos.

Poropou se salió del camino, corriendo hacia el barrio de casitas de plástico.

Una muñeca abrazaba a sus hijos, consolándolos, mientras una veintena de muñecos corrían desesperados, organizándose para contraatacar.

Poropou los miró más en detalle: sus manos eran pinzas diminutas y los hombres tenían los mechones del pelo en forma de triángulos.

—¡Ayúdennos! —gritaron los muñecos al ver a los Existentes, y Poropou asintió.

Dibujó un botón de pausa, hizo un bollo y lo arrojó al galeón endemoniado. Hubo un pequeño golpe de humo y el barco quedó congelado en el tiempo.

Poropou se acercó a la orilla y metió los pies en el agua para tomar la embarcación en sus manos. Mientras, a sus espaldas, el pueblo de muñecos lo ovacionaba.

Con el ceño fruncido escudriñó el objeto, que ahora, paralizado, era como un verdadero juguete. A la mayoría de los tripulantes les faltaba el pelo; a algunos, además, un brazo. Sus cuerpos blancos, verdes o azules habían sido pintados con símbolos rojos o negros: espirales, estrellas y rayos. Por supuesto, en un rincón del barco, Poropou la encontró; estaba en el interior del castillo de la popa. A través de una pequeña ventana, vislumbró una pieza de rompecabezas roja que titilaba.

Con cuidado, metió sus dedos índice y pulgar, y la extrajo. Se la dio a Cumapleños, que la observó con sus ojos multicolores.

—Gracias por salvar nuestra ciudad costera —dijo un muñeco rubio y barbudo, con una banda roja en la cabeza y un garfio.

Poropou lo ignoró. Acomodó el barco en la zona del río que estaba en pausa y giró hacia el pueblo costero, que dejó de vitorear.

—Los muñecos ya no están bajo el control de Barabau. Ahora son independientes. ¿Los dejarán vivir con ustedes?

La muchedumbre gritó «¡No!», enfurecida, y pareció olvidar que Poropou los había salvado. Comenzaron a silbar y le arrojaron piedras diminutas.

—Muy bien. —Poropou les dio la espalda. Tomó el galeón y se lo dio a Globeley. Se alejaron unos pasos del pueblo diminuto, que se tranquilizó.

Cumapleños tomó la pieza de rompecabezas con el pulgar y el índice de cada mano y la rompió. Dejó de titilar y los restos se volvieron polvo.

—¿Qué vamos a hacer con…? —preguntó a Poropou, y se interrumpió al ver lo que estaba dibujando.

Una esfera de papel blanco cayó y rodó hacia la entrada del pueblo. Los muñecos se asomaron, curiosos.

¡Puff!

—¡Rooooooaaaaaar!

Un dinosaurio, gigante para los muñecos pero que llegaría a la rodilla de Poropou, comenzó su ataque. Mientras el bípedo escamoso hacía gritar a los pueblerinos, los Existentes volvieron al camino multicolor.

—¿Vas a dejar que los destruya? —lo increpó Globeley.

Poropou se encogió de hombros.

—Kaiju se está divirtiendo. Pronto se cansará. Ahora tenemos que encontrar un lugar adecuado para ellos —señaló a los tripulantes del galeón—. Lo suficientemente lejos para que no tengan conflictos con las víctimas de Kaiju.

—¡No tenemos tiempo! —gritó Globeley, histérica—. ¡Los guardias-sirvientes que dejamos en la Tierra ya deben haber regresado e informado a Barabau que estás aquí! En cualquier momento…

La interrumpió el rugido de un motor. Cero conducía, a toda velocidad, una camioneta de ruedas altas hacia ellos. En la parte de atrás se veía un láser gigante que Uno les apuntaba.

El rayo blanco zigzagueó, crepitante, listo para desintegrarlos.

Cumapleños agitó su cetro, mientras Poropou garabateaba, desesperado, en la libreta. El cetro escupió un líquido brillante que formó una bandeja de plata. El rayo rebotó, y pegó en la camioneta, transformándola en polvo.

Los guardias-sirvientes cayeron de culo. Intentaron levantarse, pero un bollo de papel golpeó en la coronilla de Cero y Uno.

¡Puff!

Los existentes negros, detrás de los barrotes de una jaula, sólo pudieron observar a Poropou, Globeley y Cumapleños alejarse por el camino multicolor.

Poropou se adentró en el círculo que formaba una arboleda al costado del camino. Allí encontró un estanque y un amplio espacio con hierba y rocas.

—Perfecto —sonrió, y comenzó a dibujar en su libreta.

Cumapleños y Globeley surgieron de entre los árboles. La rubia lo miraba, sosteniendo el galeón entre sus brazos, y suspiró, fastidiada.

—¿Cuántas veces dije ya que esto es una pérdida de tiempo? Podemos solucionarlo después. Cada segundo que perdemos, Barabau lo aprovecha para…

—¡Shh! —dijo el existente de pelo celeste, y le indicó que colocara el galeón en el estanque.

El juguete flotó, pacíficamente.

Poropou arrancó el dibujo de su libreta, hizo un bollo, y lo tiró entre los pastizales.

Luego de una tímida explosión, el humo blanco reveló una ciudad en miniatura, hecha de ladrillos grises, y decorada con estrellas, espirales y rayos.

Luego dibujó un botón de play en su libreta y arrojó una esfera de papel al galeón.

¡Puff! Los muñecos volvieron a gritar y correr. En ese mismo instante, a un kilómetro de distancia, en el pueblo de muñecos que el dinosaurio Kaiju había abandonado, la zona del río que estaba paralizada se reintegró a la corriente.

En el estanque, los muñecos piratas se pararon en seco, y miraron hacia arriba. Desde allí, Poropou les sonreía, con los brazos en jarra.

—Ahora son libres de Barabau, para hacer lo que quieran. Les construí una ciudad —el Existente la señaló—, donde podrán vivir en paz.

Los muñecos piratas vitorearon, alegres.

—Si me entero de que volvieron a pelear contra el pueblo del río, volveré.

Los muñecos desembarcaron y llamaron a Poropou, que les dio la espalda.

—¡Tenemos que irnos! ¡Ahora! —les espetó Globeley, y salió corriendo tras Poropou y Cumapleños, que ya estaban atravesando los árboles.

Los muñecos piratas, contentos, se adentraron en la ciudad.

—Debemos apresurarnos —señaló Globeley, apartando unas ramas.

Estaban a pocos metros del final de la arboleda, cuando escucharon el crujir de la hierba. Miraron nerviosos a los costados.

—Vamos —dijo Poropou, empujando a Globeley y Cumapleños. Caminaron unos pasos hacia el sendero multicolor y Poropou se paró en seco. Sacó su libreta y su lápiz.

—¿Qué haces? —le preguntó Cumapleños.

—Necesitamos llegar ya al Castillo Naranja y voy a crearnos un transporte.

—Espera. Debemos ser prudentes. No podemos manifestarnos ostentosamente, Barabau podría…

—Chicos… —interrumpió Globeley y ambos Existentes la miraron.

La rubia señalaba a un conejito de peluche, que acercaba su nariz para olisquearle el dedo.

Escucharon una bocina proveniente del cielo. Cumapleños se sacó la galera y sonrió, mirando hacia lo alto.

—¡Es ella! ¡Osiña! —gritó, señalando la locomotora azul y roja que aterrizaba frente a ellos.

Poropou la miró con curiosidad. Tenía alas y neumáticos. En el vagón amarillo aguardaban los pasajeros. Eran osos de peluche, que se encaramaban en las ventanas para saludarlo con sus bracitos.

La puerta de la locomotora se abrió. Una chica saltó hacia el claro y corrió a abrazar al existente de pelo celeste.

—¡Poropou! —chilló—. ¡Sabía que eras real!

La Existente apenas le llegaba al pecho.

—¡Ejem! —dijo Globeley.

Poropou y Osiña se separaron. La Existente lo miró con ojos grandes y azules. Mediría poco menos de un metro y medio. Tenía el pelo negro y corto, con rulos que le colgaban detrás de las orejas. Poropou también notó otras orejas, que estaban sobre su cabeza. Eran de color turquesa en el exterior, amarillo en el medio, y violeta en el centro, y parecían hechas de felpa. De algún modo, supo que Osiña podía escuchar tanto el lenguaje de los Existentes como el de los peluches que fabricaba.

—¡Vamos! —indicó Globeley, tomando a Poropou de la muñeca y dirigiéndose hacia el vagón. Miró de costado a Osiña—. Llévanos al Castillo Naranja.

Poropou se soltó, y la miró, fastidiado, mientras se frotaba la muñeca.

—Ustedes vayan en el vagón —dijo a Cumapleños y a Globeley, que cerró los puños con fuerza—. Yo quiero ver la cabina de la locomotora.

Osiña entró a los saltos y con una sonrisa radiante. Cuando le dio la espalda, Poropou vio que llevaba una mochila con forma de oso. Se sentó a su lado.

La locomotora tenía un manubrio amplio y rojo, al que las manitos de Osiña se aferraron con destreza. La Existente silbó y el conejo de peluche saltó dentro de la cabina. Giró la llave y la locomotora arrancó. Pisó el acelerador y manejó hacia el camino multicolor. El tablero de la locomotora ya marcaba una velocidad alta cuando Osiña accionó una palanca y el trencito despegó.

Uno de los indicadores del tablero se movió de tierra a cielo. Poropou miraba por la ventana, sin poder creerlo. El camino multicolor ya era una línea en el suelo, donde se veían casas y arboledas en miniatura. El Existente se asomó y giró hacia el vagón. Saludó a Cumapleños y a Globeley, que viajaban con los osos. Cumapleños le devolvió el saludo y se acomodó la galera. Globeley lo miró con los brazos cruzados.

Poropou se acomodó en su asiento y, más allá de la chimenea, vio el lugar hacia donde se dirigían: el Castillo Naranja, emplazado en una montaña. Ahora estaba cubierto por nubes negras, que parpadeaban destellos rojos.

—No te preocupes —le dijo Osiña, señalando un botón rojo y grande—. Tenemos un campo de fuerza.

Poropou asintió. Volvió a mirar el paisaje debajo de ellos: ya no se veía la hierba. Ahora la tierra era seca y negra, y el camino multicolor estaba lleno de grietas sombrías.

Prefirió concentrarse en la cabina. Miró a Osiña, tratando de volver a recordarla. Vestía una remera amarilla y una pollera violeta. Llevaba unas calzas con tiras multicolores, y zapatillas naranjas con cabecitas de osos a los costados. El conejo de peluche dormía, acurrucado, a su lado.

—Globeley tiene razón —sentenció Poropou—. Barabau nos estará esperando.

Osiña asintió y presionó el botón rojo, antes de acelerar y adentrarse en las nubes oscuras.

Los truenos golpeaban la esfera incolora que los resguardaba, y el trencito se sacudía. Ya casi estaban sobre el castillo, cuando empezaron a golpearlos unos rayos blancos. Globeley se asomó por la ventana.

—¡Son los guardias-sirvientes! ¡Tienen cañones láser! —gritó.

Poropou miró por la ventana con sus lentes-binoculares: había un Existente negro en cada una de las cuatro torres del castillo, sentado ante los controles de un arma con forma de caracol, empapada por destellos de electricidad. De alguna forma, Cero y Uno se habían liberado de la jaula y habían regresado al castillo.

—¿Puedes transformarlos en globos? —gritó Poropou.

—¡No! —dijo Osiña—. Están muy lejos y son muy grandes.

Poropou se recluyó en la cabina, pensando qué hacer. Mientras, los destellos seguían sacudiendo al tren.

—Tengo que decirte algo —dijo Osiña, nerviosa—. Golosín… —Miró a Poropou, con los ojos empapados—. Barabau lo transformó en un guardia-sirviente.

El Existente de pelo celeste se estremeció. Luego inspiró, tratando de recomponerse. Cerró los puños, y se enderezó. Con un rictus en los labios, se dirigió hacia el fondo de la locomotora y abrió de un portazo el vagón.

Frente a él Globeley, Cumapleños y los osos lo miraban expectantes.

—Vamos a vencer a ese maldito tramposo.

El campo de fuerza desapareció, y el trencito volador hizo una cabriola, esquivando los rayos. Los guardias-sirvientes respiraron agitados y comenzaron a presionar los botones con frenesí, tratando de volver a poner en la mira de sus láseres al vehículo mágico.

Entonces cuando el tren remontó una nube gris, hubo una explosión de globos. Los guardias-sirvientes dispararon a las creaciones de Osiña, frenéticos. Miraron expectantes lo que caía de la humareda, pero sólo había plástico derretido y cordeles quemados.

Entonces, algo más cayó del cielo.

—¡Confitated Mega-Tator-attack! —gritó Cumapleños, apuntando su cetro a las almenas del castillo mientras se sostenía la galera con la otra mano.

Se había lanzado del tren volador y ahora surgía de la nube gris, disparando un maremoto de tortas de cumpleaños y masas confitadas.

La crema, el chocolate, los confites y el dulce de leche embadurnaron con violencia a los láseres, introduciéndose en sus circuitos. Los cañones-caracol chispearon y reventaron.

Cumapleños sonrío. Ahora tenía que preocuparse de no estrellarse contra el piso.

Poropou vio a Cumapleños aterrizar en el patio de armas del Castillo Naranja. El existente de frac azul abrió su mano y una bandada de globos se impulsó hacia las nubes.

—Está todo bien —afirmó Poropou—. Bajemos.

Osiña apenas había tocado la palanca cuando oyeron una explosión, seguida de un rugido.

A través del parabrisas vieron a un dragón gigante y naranja, que surgía de entre las almenas. Abrió sus fauces y escupió fuego.

En seguida, Osiña activó el campo de fuerza. Mientras, en el patio de armas, Cumapleños huía hacia una columna para esconderse del dragón.

Poropou frunció el entrecejo cuando vio un cinco de gran tamaño en el pecho de la bestia. Tragó saliva.

El lagarto naranja estiró sus alas y fue tras la locomotora.

—Es un guardia-sirviente de Barabau —tartamudeó Poropou, soportando las sacudidas del trencito—. Seguramente lo pellizcó, para transformarlo.

—No podemos herirlo —gimió Globeley.

—Tengo una idea —Poropou sacó su libreta, y comenzó a dibujar una honda.

Las fauces del dragón estaban cada vez más cerca del trencito. El mar de fuego que su garganta liberaba envolvía el campo de fuerza del vehículo mágico. Apenas terminó de exhalar, la ventana trasera del vagón amarillo se abrió. La burbuja de energía desapareció y antes de que el dragón pudiera cerrar sus fauces, Poropou lanzó con su tirachinas un bollo de papel. La esfera blanca describió una curva en la ominosa caverna y se zambulló en las sombras del esófago.

El dragón se paró en seco mientras el trencito volador hacía una curva ascendente.

—¡Vamos! —chilló Osiña, empujando a Globeley por la puerta del vagón.

La Existente descendió vertiginosamente hacia el dragón, que luego de una explosión se transformó en un borrón oscuro, perdido entre el humo blanco.

¡Lazus-helius globiñus fecundus! —exclamó, apuntando su cayado hacia arriba. Surgió un tropel de globos y algunos se ajustaron a la cintura de Osiña, entrelazando sus cordeles—. ¡Cáchelus! —gritó la Existente, apuntando al borrón oscuro.

Los globos que quedaban obedecieron y volaron hacia el Existente en apuros.

Globeley y el rescatado, inconsciente, aterrizaron airosamente en el patio de armas del castillo, a unos metros de Cumapleños, que salía de su escondite. Segundos después, la locomotora voladora se posó gentilmente detrás de ellos.

Poropou sacudía al existente de pelo violeta, que estaba recostado sobre la hierba.

—¡Golosín! ¡Despierta!

Tenía una remera a rayas blancas y moradas, pantalones de color rojo-oscuro y zapatillas azules. Su piel era blanca como el yeso, menos en su nariz, que era grande y roja.

Poropou le echó un balde de agua en la cara y Golosín se despertó, tosiendo. El Existente de pelo celeste lo abrazó, seguido por los demás.

—Necesito… aire —dijo Golosín, tosiendo, y se apartó.

Logró pararse y se llevó las manos a la cara, refregándose los ojos violetas.

Luego de unos instantes, Poropou se acercó, poniéndole una mano en el hombro.

—¿Cómo se siente…? —inquirió Globeley, apretujando el cayado rosa—. Volverse un guardia-sirviente.

—Frío, negro y estúpido —contestó. Miró a Poropou con el ceño fruncido—. Así que eras real…

Poropou sonrió y su amigo le devolvió la sonrisa. Luego, giró hacia la gran puerta negra.

—¿Creen que los guardias-sirvientes nos estén esperando?

—Cuando los globos amortiguaron mi caída pude ver que la explosión los dejó inconscientes —dijo Cumapleños—. No sé cuándo volverán en sí.

—Tenemos que apresurarnos. —Poropou escribió «¡Ka-boom!» en su libreta, y arrojó el bollo de papel a la puerta de metal.

El papel explotó masivamente y los Existentes se cubrieron. Pero cuando la humareda se dispersó, la puerta de metal seguía intacta.

—¡Maldición! —Poropou cerró las manos.

Cumapleños, en cambio, se acomodó la galera y apuntó el reloj de arena hacia la cerradura. Ésta se iluminó con un fulgor violeta y las puertas se abrieron de par en par.

Poropou, Golosín y las Existentes lo siguieron, intrigados.

—Nadie puede evitar su cumpleaños. Y hoy, afortunadamente, es el día en que tú y tu hermano llegaron a este mundo. —Poropou se quedó sin palabras. Cumapleños le sonrió—. Parece que no somos los únicos con problemas de memoria —dijo, echando una mirada a los otros Existentes, que sonrieron.

Caminaron por los pasillos. En las paredes naranjas había cuadros de piezas de rompecabezas y ajedrez.

No tardaron en llegar al salón central, donde Poropou y Barabau se habían enfrentado en la final de juguetez. A diferencia de aquel día, ahora estaba vacío y silencioso, iluminado por una lámpara antigua y gigantesca.

Los peluches de Osiña los siguieron.

—Bien —escucharon, y alzaron las miradas hacia el balcón principal. Barabau, que ahora llevaba una corona naranja, se apoyaba con los codos en la baranda, sonándose los dedos—. Parece que mi plan no fue del todo eficiente.

—Te haremos pagar —dijo Golosín, con el puño en alto.

Poropou lo detuvo haciendo un gesto con la mano.

—¿Por qué, Barabau? —miró a su hermano, entre angustiado y furioso—. ¿Por qué me engañaste, encerrándome en ese mundo, con esa mente tan estructurada y aburrida?

—Bueno —Barabau se encogió de hombros y sonrió—, quería limitar tus posibilidades de recordar y volver a este mundo.

Barabau sonrió con malicia y alzó un cetro naranja. Los Existentes se estremecieron.

Antes de que pudieran reaccionar, el coronado agitó su vara de poder. Las arcadas que comunicaban el salón con el resto del castillo fueron cubiertas por ladrillos y el piso comenzó a estallar, escupiendo lava.

Globeley y Cumapleños gritaron. Osiña chilló, cuando los géiseres de lava arrojaron un trozo de suelo, donde estaban sus peluches, por los aires. En pocos minutos las explosiones cesaron, al quedar el suelo reducido a puro magma, con algunos restos formando islas. Las escaleras (una a la derecha y otra a la izquierda) que llevaban a la terraza estaban intactas. Golosín y Poropou se miraron y asintieron.

Saltaron de la isla principal, donde estaban con el resto de los Existentes, y fueron de islote en islote, cada uno hacia una escalera distinta.

Barabau, atento, agitó su cetro. Antes de que lograran saltar hacia los escalones, las escaleras se transformaron en dos tentáculos, naranjas y gigantes, que intentaron hacerlos caer.

Poropou y Golosín retrocedieron, de islote en islote, hasta juntarse en uno central. Mientras, Cumapleños y Globeley disparaban globos y guirnaldas hacia Barabau, pero eran destruidos por el calor intenso y el fuego.

Golosín invocó un cetro con forma de barra de caramelo, que apareció ante sus manos. Apuntó a Barabau, pero su lluvia de caramelos mágicos se derritió antes de tocarlo a él o a los tentáculos.

El villano rió a carcajadas. Se agachó y desapareció unos instantes, hundiéndose tras la baranda naranja. Luego colocó un cofre dorado sobre ésta, y lo abrió.

Los Existentes fueron cegados por un resplandor.

—Mientras sufrías en el mundo humano, tuve bastante tiempo de recorrer este castillo y descubrir sus secretos. Ya te imaginarás que este cofre no tiene nada bueno en su interior. —Barabau volvió a reírse exageradamente, mirando con ojos enloquecidos a su hermano—. Decidí que voy a probar cada una de estas nuevas y misteriosas armas con ustedes.

Poropou contrajo los puños. No había otra opción: metió la mano en su bolso mágico y sacó su lápiz y su libreta. En seguida, hubo un rayo blanco que surgió del cetro naranja.

El cuaderno y el lápiz volaron por el aire. Cayeron en la lava, que los carbonizó sin piedad.

Globeley y Osiña gritaron, Cumapleños y Golosín retuvieron el aliento.

Poropou cayó de rodillas, con la vista fija en el punto donde se habían esfumado sus instrumentos.

—¡Sí! —festejó Barabau, riendo a más no poder—. Estás perdido sin tus poderes. Ahora, ahora… ¡no eres nada! —gritó, eufórico, haciendo un pequeño baile—. ¡Eres tan patético como Andrés! —cantó.

Poropou se miró las manos, sintiéndose completamente débil e impotente. La peor de sus pesadillas se había cumplido. Estaba a merced de Barabau.

—En cuanto a ustedes… —El existente oscuro hizo un gesto con la mano—. Pueden irse. Sólo déjenme a Poropou.

—¡Jamás! —gritó Globeley.

—¡Ni lo sueñes! —amenazó Golosín.

—¡Oh! —Barabau juntó las manos y tamborileó los dedos—. No se preocupen, ya preví esto. —Levantó una esfera gris que resplandeció, y unas cadenas aparecieron alrededor de los Existentes, menos de Poropou.

El existente de pelo celeste se sintió abatido ya que no era siquiera una amenaza para su hermano.

—¡Los torturaré! —gritó Barabau, luego de guardar la esfera en el cofre—. ¡Hasta extirparles cada recuerdo de este inútil! —señaló a Poropou y luego se puso a saltar y gritar, con los brazos contraídos, riendo a carcajadas.

Todo estaba perdido. Poropou juntó las manos, llevó la mirada al cielo. Y tuvo que evitar sonreír.

Colgados de una lámpara, los peluches de Osiña (algo chamuscados) se columpiaban hacia el balcón. Antes de que Barabau terminara de agitar su cetro, la jirafa, el perro, el oso y el conejo de felpa se abalanzaron sobre él. Mientras sus compañeros se encargaban del existente oscuro, el oso y el conejo treparon a la baranda. El oso tenía el cetro de Barabau bajo uno de sus brazos. Ayudado por el conejo empujó el cofre, que cayó hacia la lava.

—¡No! —gritó Barabau, que acababa de liberarse del perro y la jirafa, y tomó el cetro naranja.

Pero ya era demasiado tarde. La lava había devorado el cofre que ahora era una esfera de luces y rayos moribundos. Las cadenas que apresaban a los Existentes habían desaparecido.

Golosín había logrado retroceder unos islotes, pero no Poropou, que estaba a menos de un metro del fenómeno. Sonreía, cubriéndose de los destellos mágicos que lo bañaban. En seguida, la tristeza invadió al Existente, porque sabía que no importaba que hubieran destruido las armas de su hermano. Sin sus poderes, le sería muy difícil vencerlo. Era un enemigo astuto: había ideado el salón de lava para que el fuego y el calor anularan sus habilidades.

Antes de que el resplandor mágico acabase y rogando por una solución, Poropou cerró los ojos e intentó pensar en positivo: todo iba a estar bien. De alguna forma iba a recuperar sus poderes. Mientras el resplandor se disipaba, Poropou abrió los ojos, recordando lo que sentía cada vez que dibujaba en su libreta. Ese pequeño cosquilleo en la palma de ambas manos que se repetía, durante un segundo, cuando la esfera de papel estallaba, materializando lo que había ideado.

Poropou levantó la mirada, y vio a su hermano acomodarse la corona y disparar con su cetro a los desgraciados peluches que saltaban por doquier. Si sólo tuviera unas zapatillas con resortes automáticos aprovecharía el momento para lanzarse sobre su enemigo y noquearlo. Durante un segundo, las vio en su mente: tenían doble suela; una que servía como plataforma, conectada a la otra por resortes mecánicos. Con sólo pensarlo, éstos se activarían para arrojarlo por los aires.

Entonces, volvió a sentirlo. Un cosquilleo, mucho más intenso que antes. Bajó la mirada, y tuvo que contener un grito: tenía un cubo transparente, que giraba sobre sí mismo, envolviendo cada mano. Las puso frente a él. En sus palmas había un bosquejo, hecho con trazos color plata, de lo que había imaginado.

Los cubos y el boceto tenían un extraño resplandor, que le recordaba al que había salido del cofre en ebullición. En ése instante, supo el nombre del fenómeno: cubo de la manifestación.

Sin pensarlo se llevó las manos a los pies. Sintió una vibración en las zapatillas marrones, y luego de una pequeña explosión de vapor blanco, Poropou estaba listo para impulsarse con sus zapatillas de resortes automáticos.

—¡No! —Barabau reaccionó demasiado tarde a la explosión.

Los resortes ya se habían activado, empujando a Poropou más allá de la baranda naranja. El puño del Existente de cabello celeste se estrelló contra la mejilla del Existente oscuro, lanzándolo hacia atrás. Poropou cayó sobre su hermano y el cetro naranja golpeó el suelo, rodando hacia abajo por uno de los tentáculos del balcón. La corona naranja también cayó, rodando hacia una esquina.

Barabau gritó y Poropou aprovechó para sostenerlo por las muñecas. Los dedos de las manos-rompecabezas intentaban pellizcarlo, infructuosamente.

Mientras tanto, abajo, el tentáculo había tomado posesión del cetro, disparando sin control hacia todas partes. El piso de lava se transformó en helado, hielo, barro y mar.

—¡Poropou, ¿estás bien?! —gritaron desde abajo.

—¡Estamos en camino!

Poropou sonrió, al escuchar cómo intentaban subirse a la lámpara colgante. Eso enfureció a su hermano, que pareció ganar fuerzas y logró soltarse. En seguida, proyectó sus dedos cuánticos, que Poropou supo esquivar rodando hacia un lado.

El Existente de pelo celeste se incorporó y amenazó a su hermano, mostrando sus manos envueltas en los cubos de la manifestación. A sus espaldas, los peluches de Osiña festejaban.

Barabau miró, tembloroso, las manos de su hermano. Estaba completamente desconcertado.

Poropou aprovechó y tomándolo de las muñecas nuevamente, lo embistió. Atravesaron una puerta de madera, entrando a una habitación alfombrada con un gran espejo ornamentado en la pared opuesta. Chocaron contra él, pero el vidrio no se rompió; se convirtió en un líquido que traspasaron.

Cayeron por una espiral de arco iris, atravesando imágenes: platos con papas fritas, guirnaldas, galletitas, carteles de payasos, papel picado, globos.

Poropou y Barabau aterrizaron en la calle de un barrio, separados por el golpe. En cuanto recobraron el aliento, se levantaron, y se miraron durante un segundo. Unas hojas cayeron de los naranjos que los flanqueaban, cuando Poropou activó el cubo de la manifestación en su mano derecha, y su hermano, asustado, salió corriendo.

Llevó la mano hacia atrás, conteniendo el boceto de luz, y lo catapultó hacia delante. El cubo rodó por el suelo, mientras la criatura bosquejada en su interior resplandecía.

¡Puff! La columna de humo reveló un lagarto gigante, con dos cabezas de cuello largo y cuatro brazos. La bestia rugió y se lanzó tras Barabau.

Los vecinos gritaron; una señora tiró las bolsas que traía del supermercado y se fue corriendo, siguiendo al gentío. Algunos señalaron al reptil, horrorizados.

El Existente oscuro aceleró el paso, maldiciendo la afición de su hermano por esas criaturas. Esquivó los manotazos y las escupidas de fuego del monstruo y se arrojó a la vereda al ver un auto que se dirigía hacia él.

La criatura rugió al conductor azorado, antes de saltar evadiendo al vehículo, y seguir a Barabau. Se paró en seco. El Existente no estaba en ninguna parte. Empezó a olfatear, buscándolo.

Mientras, Poropou se acercaba dando largos saltos con sus zapatillas de resortes automáticos. No tuvo tiempo de avisarle a su lagarto, cuando Barabau salió de detrás de un árbol y lo pellizcó en una de sus gruesas piernas escamosas. Hubo una explosión de luz roja y piezas de rompecabezas etéreas, y el monstruo ominoso ahora era un caniche gris.

Poropou vio cómo su hermano le sacaba la lengua y escapaba. Fue tras él. No pudo alcanzarlo antes de que pellizcara con insolencia a una anciana en el brazo, para trasformarla en una serpiente alada. Arrojó un nuevo cubo transparente antes de que el reptil pudiera reaccionar, y en menos de un segundo el monstruo era una viejita confundida.

Ya no quería perder más tiempo: se detuvo y se agachó. Presionó el botón rojo que sus zapatillas tenían a la altura del tobillo. Los engranajes de cobre empezaron a girar, tensando los resortes hasta el máximo. Con un ¡crack!, lo impulsaron más allá de su hermano, a quien sobrepasó en el aire, para caer unos metros delante de él. Esta vez no quiso cometer el mismo error así que volteó con rapidez, para no darle chances.

Se encontraron frente a frente: Poropou, con los cubos de la manifestación fulgurando en cada mano; Barabau con las piezas de rompecabezas, que comenzaban a brillar. Los naranjos parecieron inclinarse para observarlos cuando chocaron nuevamente y se entrelazaron: los dedos-pinza de Barabau pellizcaban las manos de Poropou. Los cubos transparentes, teñidos de rojo por la luz de las piezas, envolvían las manos de ambos. Entonces, empezaron a destellar.

Poropou y Barabau se miraron, forcejeando. Sabían que habían desencadenado una fuerza existencial.

La energía empezó a manar de sus manos, como rayos giratorios, chispazos y humo, hasta volverse un ciclón cuántico-manifestativo que los envolvió y arrasó con todo a su alrededor. La realidad se desarmó, volviéndose una mezcla de bosquejos y palabras, que acariciaban y reformulaban las piezas de rompecabezas, para encastrarlas nuevamente.

Unos policías que se acercaban al lugar fueron alcanzados por la tormenta, y se convirtieron en un escuadrón de bomberos. El dueño de un buldog, que huía asustado, no pudo superar a un rayo que transformó a su perro en un chihuahua. Un frustrado estudiante de Sociología se volvió un feliz y talentoso estudiante de Bellas Artes.

La energía del ciclón aumentó y las manos de Poropou y Barabau empezaron a vibrar. Los Existentes se miraron, asustados, antes de estallar en luz.

Bartolomé tenía la mirada perdida frente a la pantalla de su computadora.

Pulsaba las teclas y el botón del mouse instintivamente, esperando que el reloj marcara la hora, como tantos días, semanas y meses. Era una melodía que repetía aun en su casa.

Llegó su jefe y puso una pila gigantesca de carpetas en el escritorio.

—Necesito que termines esto hoy —sonrió y se dio la vuelta, sin siquiera esperar el «Sí, señor» que solía murmurar Bartolomé.

Eso significaba más horas en ese cubículo, en esa oficina que ya no soportaba.

Bartolomé miró el rompecabezas a medio terminar a un costado de su máquina. Luego tomó una pieza de ajedrez, un caballo negro que apretó en su mano derecha.

Se levantó, tomó su abrigo, y se desanudó la corbata.

Tirado en un sillón, Bartolomé miraba el techo de su casa, y suspiraba. No quería arrepentirse de su decisión, pero sentía miedo. ¿De qué iba a vivir?

Sonó el teléfono. No quería atender. Seguro era uno de sus compañeros de la oficina.

El teléfono insistía. Bartolomé estiró el brazo y asió el tubo.

—¿Bartolomé? —escuchó, y reconoció la voz en seguida.

—¿Andrés?

—Hola, hermano. Pasó mucho tiempo.

El cielo estaba oscuro y ya era hora de cerrar. Bartolomé bajó la persiana del negocio con juegos de mesa, libros viejos, muñecos e historietas de colección en la vidriera, y esperó a que su hermano saliera para terminar de cerrarlo.

—Hoy nos fue muy bien —dijo Andrés, y Bartolomé sonrió.

—Al final, ¿mandaste el manuscrito a la editorial?

—Sí —Andrés se emocionó—. Dijeron que me contestaban en una semana.

—Genial —los hermanos caminaron, alejándose del negocio—. Acordate que prometiste comprarme un castillo cuando te vuelvas multimillonario.

Andrés asintió, riéndose, y rodeó con el brazo a su hermano.

La tormenta cuántico-manifestativa cesó con una explosión, que arrojó a Poropou y Barabau por los aires, hacia lados opuestos.

El existente de pelo celeste intentó levantarse, adolorido. ¿Qué había sido eso? Apenas lo recordaba, como uno de esos sueños extraviados al despertar de súbito.

Cuando logró sentarse vio algunos curiosos, que se acercaban. Puso una mano en la hierba y miró alrededor. Estaba en una plaza. Se frotó la cara con las manos. Una vez que las tuvo frente a él, se estremeció. En el dorso, fulguraban unas piezas de rompecabezas. Miró hacia delante. A unos metros, Barabau lo observaba, con las manos envueltas en los cubos de la manifestación. Se levantó rápidamente, justo para ver a su hermano lanzarle un cubo.

Poropou echó a correr, y escuchó la explosión a su espalda, sin atreverse a ver lo que iba tras él.

Tenía que llevarse a Barabau con él al Mundo de los Existentes y recuperar sus verdaderos poderes. Tenía que encontrar urgente un portal de regreso.

Escuchó un fuerte rugido y miró hacia atrás. Un lobo gigantesco, de pelo negro y encrespado, extendía sus fauces amarillentas hacia él. Poropou activó sus zapatillas de resortes y se alejó a los saltos de la criatura.

Entonces, mientras se desplazaba por el aire, lo recordó: «en toda biblioteca hay un libro sin título, de tapa gastada, que casi todo el mundo ignora. Excepto los que están listos para entrar al Mundo de los Existentes.»

Había sacado bastante ventaja al colmilludo, cuando vio a su salvación. Un pensamiento bastó para que las zapatillas amortiguaran la caída y el rebote. Frente a Poropou el caniche gris gemía, suplicante.

Rió, y se miró las manos, sintiendo el trote del lobo oscuro cada vez más cerca. Pellizcó con delicadeza la oreja izquierda del caniche, y en menos de un segundo, las piezas de luz roja lo transformaron.

Montado en el mega-canino, Barabau buscaba a su hermano. De pronto, sintió un fuerte golpe en la cabeza, y algo estalló, empapándolo de olor a naranja. Miró hacia arriba. Su hermano se reía, sobre un grifo dorado de ojos punzantes.

Se limpió.

—¿Sabes qué? Puedes quedarte aquí —dijo el Existente de pelo celeste—. Yo volveré a casa, a reclamar el Castillo Naranja.

Poropou le sacó la lengua y arreó al grifo, que se impulsó lejos. Barabau rugió y elevó su mano, que vibraba dentro de un cubo chispeante. La posó en el lobo, que aulló antes de que el cubo transparente lo envolviera y estallara en humo. Se convirtió en un dragón negro, que llevó a su amo tras el grifo.

Poropou miraba las casas y negocios desde las alturas, sondeando los recuerdos fabricados de Andrés. ¿Dónde había una biblioteca? Mientras, lo rozaba el aliento flamígero del dragón, al que su grifo superaba por escasos metros.

Entonces, como un destello colorido entre imágenes en blanco y negro, apareció. Poropou sacó los lentes-prismáticos, y al cabo de unos segundos, señaló, gritando:

—¡Allí!

El grifo descendió en picada, esquivando por centímetros una red que se acababa de materializar sobre ellos. Aterrizó a un lado de la puerta.

Poropou guardó los lentes en su bolso y acarició a su amigo en el pico.

—Vete, escóndete. Pronto volveré por ti.

El grifo chilló y se perdió entre las nubes. Poropou lo siguió con la mirada, justo para ver una mancha oscura aproximándose.

Entró a la biblioteca. Las personas que estaban leyendo en las mesas lo miraron con curiosidad. Se encogió de hombros.

Por suerte era una biblioteca pequeña, de una sola planta. Tenía que encontrar el libro ya. La bibliotecaria lo miró con el ceño fruncido y Poropou le sonrió. En seguida, la señora hizo el gesto de comprender.

—¿La murga está por ensayar, no?

Poropou asintió, nervioso. De pronto, el edificio tembló y cayó material del techo. Se escuchó un rugido espantoso y una cola negra y escamosa destrozó una ventana. La bibliotecaria lanzó un grito y escapó por la puerta trasera, seguida por el resto de las personas.

El Existente de pelo celeste suspiró, y empezó a buscar entre los estantes. Apenas tenía unos segundos. Se dejó guiar por su intuición, siguiendo los olores y el tacto. De pronto, sintió un cosquilleo en los dedos y se detuvo. Extrajo un libro de tapa azul, aterciopelada, sin título.

El piso de madera crujió detrás de él. Giró y encontró a su hermano, que lo miraba con los ojos entrecerrados y las manos crispadas.

Poropou le sonrió. Abrió el libro y un viento refulgente hizo girar a las páginas en blanco, que comenzaban a escribirse.

Los Existentes desaparecieron, llevados por un tornado de luz que entró en el libro. Las tapas se cerraron, y el volumen azul quedó olvidado en el piso de la biblioteca.

Globos, cornetas, papel picado.

Caían por la espiral multicolor, atravesando las imágenes espectrales.

Carteles de payasos, guirnaldas.

Poropou vio a Barabau, con los cubos refulgentes en las manos. Tenía que recuperarlos.

Velas de cumpleaños, porciones de torta.

Ambos hermanos se miraron a los ojos y se impulsaron, en la corriente dimensional, aproximándose.

Vasos de gaseosa.

Chocaron, y entrelazaron sus poderes: las manos con piezas de rompecabezas de Poropou pellizcaban las manos con los cubos de la manifestación de Barabau.

La tormenta cuántico-manifestativa estalló, envolviendo a los Existentes. Ya no había arriba ni abajo, sino un remolino de bocetos, piezas y letras. El ciclón titiló, liberando algunas imágenes: garabatos, un manuscrito, dos niños jugando, una oficina, una libreta, un negocio de historietas, piezas de rompecabezas, una corbata.

Platos con papas fritas.

Poropou y Barabau terminaron de atravesar el portal, cayendo hacia el Mundo de los Existentes, envueltos en plena ebullición de reescritura.

La nube cuántico-manifestativa se sacudió y estalló en luz.

Andrés y Bartolomé caminaban por el barrio, disfrutando de la sombra de los naranjos. De pronto, escucharon gritos. Corrieron unos metros, y alcanzaron a ver un lagarto bípedo gigante, atacando el centro comercial.

Se miraron y asintieron. Corrieron hasta un callejón, alejándose de las miradas curiosas.

Una espiral multicolor envolvió de la coronilla a los pies a cada uno, transformándolos.

Celeste, amarillo, naranja.

Negro, gris, pieza roja.

Los Existentes salieron corriendo del callejón, hacia la criatura furiosa. Unos cubos transparentes brillaban en las manos de Poropou y unas piezas de rompecabezas fulguraban en las de Barabau.

Estaban listos para enfrentar al monstruo.


Ilustración: Laura Paggi

En una de las torres del Castillo Naranja, Globeley y Osiña, sentadas entre las almenas, esperaban. A un costado, amontonados, había tres guardias sirvientes atados con guirnaldas, embadurnados en repostería e inconscientes.

De la mochila-osito, a los pies de Osiña, asomaba un mango amarillo. Mirando a su creadora estaban la jirafa, el oso y el perro, con parches nuevos.

—Estoy segura de que se fueron a través del espejo —dijo Osiña, mientras terminaba de coser un parche al conejo, que descansaba en su regazo.

—Estaba sellado cuando llegamos. No podemos ir tras ellos —dijo Globeley.

—Ya sé. —Osiña acarició a su peluche.

—Tenemos que regresar a la Tierra —suspiró Globeley, mirándose los pies, que le colgaban.

—¿Estás segura de que fueron allí?

Globeley se encogió de hombros.

—Ustedes se quedarán —dijo Cumapleños, arrojando a un guardia-sirviente desmayado y atado a través de la abertura de la puerta. Lo arrastró hacia donde estaban sus compañeros—. Nosotros iremos a buscarlos.

Antes de que las chicas comenzaran a protestar, Golosín las interrumpió:

—Alguien tiene que quedarse a cuidar el castillo.

—Y debemos asegurarnos de que no dejamos ningún enemigo suelto.

—Cero, Uno, Dos, Tres… —contó Osiña—. Si Golosín era Cinco, me parece que falta uno de los guardias-sirvientes.

Escucharon un zumbido y, al unísono, los cuatro Existentes se arrojaron al suelo, esquivando el rayo del láser multiforme que cargaba Cuatro.

Globeley apuntó su cayado hacia la abertura de la puerta donde estaba el guardia-sirviente.

¡Globis transmutatio!

El arma se volvió un globo, que estalló.

Cumapleños apuntó su cetro al Existente oscuro, del que surgieron unas guirnaldas multicolores y ultra-resistentes que lo ataron. Lo último que vio Cuatro fue el martillo rojo de Osiña y su mango amarillo, descendiendo hacia su cabeza.

Los cuatro Existentes miraron el paisaje más allá del Castillo Naranja. El suelo seco, negro y rajado tenía algunas plantas sombrías y cascotes desperdigados. Más allá, el estropeado camino multicolor volvía a la vida, entre una vegetación plena y radiante.

—¡Miren! —gritó Globeley, señalando hacia el cielo.

Contuvieron la respiración, al ver un destello, a través del cual algo caía hacia su mundo. Las nubes oscuras desaparecieron en un segundo.

—¡Chicos! —gritó Osiña, al ver cómo el suelo era cubierto por un fulgor de piezas y garabatos, que lo volvía un hermoso jardín de colores oscuros y brillantes.

La bola de luz plateada y roja se acercaba, escupiendo destellos con forma de bocetos y piezas de rompecabezas.

Un fulgor carmesí golpeó las espaldas de los cuatro Existentes que giraron, alarmados, hacia los guardias-sirvientes. Cabello verde, negro, yoyó, pelota de plástico, capas. Ahora eran cinco personajes con pelo de colores, ropa extravagante y poderes ocultos.

Globeley se volvió hacia el paisaje y gritó. El resto de los Existentes la imitó, justo para ver a Poropou y Barabau cayendo, tomados de las manos, cada vez más cerca, envueltos en una esfera de energía roja y plateada, que vibraba cambiando de color.

Antes de tocar el suelo, ambos Existentes se desvanecieron en una explosión violeta.

Andrés leyó la última frase de Los Existentes. Por fin, estaba conforme con su historia. Sonrió y dio la orden de imprimir. Se reclinó sobre el asiento y dio una mirada al departamento. En una pared, había cuadros hechos con rompecabezas prolijamente enmarcados y protegidos con un vidrio: castillos, mansiones y piezas de ajedrez. En otra, dibujos de superhéroes, personajes y paisajes con caminos multicolores y castillos.

A un lado de la computadora, estaba el gigantesco baúl de madera donde él y su hermano guardaban los juguetes viejos.

De pronto, Bartolomé interrumpió.

—¿Puedo verlo? —le preguntó, y Andrés le alcanzó el manuscrito que tenía en las manos.

Bartolomé se rió.

—¿Poropou? ¿Barabau? ¿No jugábamos a esto cuando éramos chicos?

Andrés asintió.

—Pensé que podía ser una buena historia.

—¿Yo era el malo, no? —dijo Bartolomé, riéndose.

—Pero después te volvías bueno.

Bartolomé estaba por contestarle, pero lo interrumpió un golpe. Andrés se estremeció.

Parecía haber salido del baúl. Quisieron restarle importancia, pero volvieron a escucharlo.

El baúl comenzó a sacudirse, recibiendo un golpe tras otro.

—¡Poropou! ¡Barabau! —gritaron unas voces, casi sofocadas.

Andrés y Bartolomé se miraron, y algo comenzó a abrirse paso, desde el fondo de sus mentes.

—¡Abran! —gritó una nueva voz, desde el interior del baúl.

Andrés tomó el manuscrito de las manos de Bartolomé y lo dejó a un lado del monitor. Con una mirada, le indicó a su hermano lo que tenían que hacer. Se colocaron frente al baúl, que insistía con los golpes y las voces. Andrés giró la llave dos veces. Y la tapa salió impulsada hacia atrás.

Entre dinosaurios, muñecos y autos de plástico, emergieron Globeley, Osiña, Cumapleños y Golosín.

—Esta vez fue difícil encontrarlos —suspiró la rubia.

—Dicen que ahora eres bueno —dijo Osiña, de brazos cruzados—. Tendremos que comprobarlo.

Andrés y Bartolomé los miraron boquiabiertos.

—¿No me digan que todavía siguen creyendo en esto? —preguntó Golosín, mirando el cuarto con una sonrisa incrédula.

—Vengan —dijo Globeley, tomando a Andrés de las muñecas.

Golosín hizo lo mismo con Bartolomé.

En un segundo, una pequeña explosión cambió sus ropas; Andrés y Bartolomé volvieron a ser Poropou y Barabau.

—Volvamos a casa —dijo Globeley.

Y todos desaparecieron, zambulléndose en el baúl de los juguetes.

Matías Alberto D’Angelo es locutor nacional. Es fanático de las historietas, el cine, y la literatura de temática fantástica y de ciencia ficción. Ha producido integralmente un radioteatro basado en dos de sus novelas inéditas: Arcanos (www.arcanosradio.blogspot.com). En la actualidad, realiza la columna «Otros Mundos» (sobre literatura fantástica, cine bizarro e historieta nacional) en el programa Ciudad de Libros y Rock, por Radio de la Ciudad.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con BRAZO FUERTE, MAGIA PODEROSA de Angel Eduardo Milana, ÚLTIMO ACTO de Julio Carabelli y EL MÁS GRANDE TRUCO DEL GRAN CAVALINI de Daniel González Chaves.


Axxón 218 – mayo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Seres fantásticos : Magia : Infancia : Argentina : Argentino).