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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “220”

ARGENTINA

 

—¿Qué tipo de árbol busca? —preguntó, displicente y con cara de pocos amigos, el dueño del vivero de Saldebagno.

Don Ignacio Cloporte se secó, con un pañuelo arrugado, el sudor de la pelada. Desde que se había desatado el conflicto territorial, cinco años atrás, no le gustaba mucho visitar pagos vecinos. Y el del vivero parecía recordarle en cada gesto que él era un perfecto forastero. Mirando hacia la fronda, don Ignacio dijo:

—En esto debo ser muy específico, señor mío. En mi pueblo, La Sal, necesitamos un árbol recto, limpio y de crecimiento rápido.

El dueño espiaba de costado a don Ignacio mientras controlaba la entrada de especies exóticas.

—Un árbol recto para La Sal… —dijo, rascándose la nuca—. Para recto, un álamo.

Don Ignacio negó con la cabeza.

—Pierde demasiado las hojas —dijo—. No va a gustar. En La Sal no hay hojas tiradas por ahí. Somos una sociedad tradicional. Los casi mil quinientos habitantes hacemos cosas importantes, y no barremos. Además, el álamo se inclina. Nosotros, rectos.

—Entiendo. Ustedes, rectos. ¿Un ciprés?

—Tarda el ciprés, mi amigo. No tenemos mucho tiempo. Queremos inaugurar la plaza lo antes posible, y en ella hemos reservado espacio para el árbol, que se erigirá en todo un símbolo. Será nuestro ejemplo, nuestra guía. Nuestra imagen, en suma: rectos, limpios y constantes.

—Uno que crece rápido es el ficus.

—Pero, m’hijo —dijo Ignacio, como si el otro estuviese burlándose—, es de maceta.

—Tiene razón, señor. Pero, bien podado y bien guiado, se transforma en un arbolazo precioso. Modosito. Digno de La Sal.

«Modosito. Digno de La Sal». A don Ignacio Cloporte no se le escapó el tono irónico con que el tipo del vivero acababa de decir esas palabras. Es que, últimamente, saleños y saldebagnenses no podían tragarse. Y todo por una cuestión de intereses económicos que ya llevaba un lustro, y en la que también participaba un tercer pueblo colindante: Salmaldón.

La Sal constituía una sociedad tradicional, recta y limpita… pero no producía bien alguno. Ergo, los otros dos pueblos, más ricos, tenían que mantener a los saleños, proveerles alimento, salud, educación y seguridad. Saldebagno, bordeada por el Río Soso, desarrollaba la agricultura y su fuerte eran las especias. Salmaldón, ubicado a los pies de la Sierra Camarga, vivía de la explotación de una mina de azufre.

Se rumoreaba que esos dos pujantes pueblos habían creado una entente para suprimir el municipio de La Sal de un momento a otro. La idea era tan simple como maquiavélica: incorporar en partes iguales ese territorio improductivo a los otros dos pueblos. En definitiva, aquella alianza estratégica devendría en una repartija de la más baja estofa. Una moderna autopista uniría ambos estados municipales, ahora con sus respectivos territorios ya engrosados.

¿Y cuál sería el destino de los habitantes de La Sal? Por de pronto, cambiarían de gentilicio. Ya no se llamarían «saleños», sino subsaldebagnenses; o bien, subsalmaldonenses, dependiendo de en qué lado de la autopista habitasen.

La gente de La Sal se había lanzado contra la anexión. Todo era válido para reforzar la identidad y el arraigo al patrio suelo, y plantar un árbol que fuese tan derecho como ellos era un símbolo sumamente bello. Confiaban en que la presión nacional —y hasta internacional— evitaría la desaparición de la tierra de sus padres. Incluso la princesa Máxima, de Holanda, había sido interesada en el asunto a través de un correo electrónico que nunca respondió por sus numerosas ocupaciones, según les había dicho el intendente Delgado.

—Mire que no puedo quedar mal con la Sociedad de Fomento —le insistía don Ignacio Cloporte al hombre del vivero—. Ellos me confiaron esta tarea.

—Lleve tranquilo el ficus —dijo el del vivero alcanzándole una tarjeta—. Cualquier cosa, ahí le dejo mi teléfono. Y recuerde estas instrucciones: muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Así se trata a un ficus en Saldebagno. No sé en La Sal…

 

 

Y don Ignacio Cloporte, con el ficus embutido en una maceta y preocupado por el trato que le habían dispensado, abordó el tren que lo devolvería a su pueblo. Llamó la atención de los otros pasajeros, pero no sólo por el árbol que cargaba: el viejo se pasó todo el viaje repitiendo en voz alta las instrucciones:

—Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Muchas podas para dejar un solo tronco…

De pronto un paisano de pocas pulgas —es un decir, porque don Ignacio ya llevaba más de diez minutos con su recitado— se atrevió a increparlo:

—¡Pero qué lo tiró, viejo, acabelá! Parece gurí en acto de escuela, buen hombre. ¡Acabelá con el recital, jue pucha! Usté ha de ser de La Sal, de tan vueltero…

—Una poda para guía… —trató de seguir don Ignacio llevándose un dedo a la boca—. Y… y mucho tronco y cielo para las hojas… No, así no era. Un tronco para la dueña del vivero… Tampoco.

—¡Gracias a Dios! —dijo una mujer alzando los brazos—. Parece que este viejo reblandecido se trabucó y no puede seguir. ¡Saleño tenía que ser!

Don Ignacio le dirigió una mirada asesina, aunque impotente. La intervención del paisano lo había desbaratado, en efecto, y no atinaba a retomar el hilo de las instrucciones. Y fue entonces que una nena, sentada al lado de la mujer —presumiblemente, la hija—, se dio a repetir, incansable y sonriente:

—Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Muchas podas para dejar un solo tronco…

Y el vagón entero recitó con ritmo de chacarera, mientras el árbol se balanceaba de acá para allá a merced de los barquinazos del tren:

—Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo.

—Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo.

—Muchas podas para dejar un solo tronco…

Don Ignacio Cloporte, complacido, se secó la baba de confusión que le bajaba por la barbilla, sacó de un bolsillo su libreta de almacén, mojó la punta del lápiz en la lengua y anotó: «Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Muchas podas para dejar un solo tronco…». Cuando agotó las páginas de la libreta, siguió escribiendo en el rollo de papel higiénico que llevaba por las dudas, bien dobladito, cada vez que la Sociedad de Fomento lo mandaba de misión. Intuía que alcanzaría el éxito. ¡Si tan sólo estuviese su Margarita para admirarlo!

 

 

Una hora más tarde, don Ignacio ya había garabateado aquellas instrucciones en la cuerina de los asientos libres (y no tanto).

Cuando bajó del tren y pisó el andén de La Sal, todavía resonaba en el vagón el eco de los bifes recibidos por la nena.

 

A los dos días, el jardinero del pueblo plantó el arbolito enclenque en el centro de la plaza de baldosones cuadrados.

Ni una brizna de pasto crecía en esa plaza. Como en un tablero de ajedrez, se alternaban sectores de baldosas y alfombra verde. El espacio de juegos, acolchonado con guata y cubierto de alfombra color arena, presentaba cuatro hamacas, dos toboganes y dos sube y baja. Los veinte infantes que quedaban en La Sal jugarían tranquilos.

Durante semanas el jardinero podó las pequeñas ramas que afeaban el tronco principal. Y el ficus se erguía, digno, ayudado por el tutor de madera. Los vecinos aplaudían a don Ignacio. La Sociedad de Fomento le envió una carta con felicitaciones.

—Mirá, vieja —dijo don Cloporte, emocionado, mostrándole la carta a un retrato de la finada.

 

Una mañana, tres meses antes de la inauguración de la plaza, un vecino le hizo cierta observación a don Cloporte.

—La punta del árbol se torció —dijo señalando el árbol—. Vea, vea.

—¿Co…? ¿Cómo? —dijo el viejo, aturdido.

—Mire, don Ignacio, no le miento.

—¿Vieron? —dijo una vecina, encerando la vereda—, se está achicando.

—Eso no es nada —dijo otra lustrando los adoquines—, ese árbol está curvo. Si fuera petiso, no sería nada. Pero alto y doblado es grave, muy grave. Aquellos malditos de Saldebagno y Salmaldón han de estar matándose de risa a nuestra costa.

Pero don Ignacio Cloporte no dio el brazo a torcer.

—Hoy el viento sopla más fuerte —dijo, y se mojó la punta del dedo índice y lo elevó bien derechito—. No, no hay viento. Apenas una brisita, la puta que lo parió.

—A ver si le tenemos que retirar las felicitaciones —dijo el primer vecino, sonriendo—. Lo va a tener que solucionar, don Ignacio.

Y Cloporte, que había quedado traumado, no se dio cuenta de bajar el dedo.

Yendo para su casa, una barrita de pibes saleños lo siguió a escupitajos, apuntando sus disparos al erecto índice. El dedo, como enyesado, tanteaba el viento. Los chicos le gritaban de todo al pobre viejo, hasta que se cansaron de verle el índice tan paradito.

—¿A quién anda insultando, don Ignacio? —dijo desde su ventana Isolina, la del funebrero de La Sal, vecina que se pasaba las tardes con el culo pegado al sillón viendo películas norteamericanas, sin darle bola al marido—. Para putear a la gente sin decir agua va, se usa el dedo del medio. Fuck you!

«Gente insolente», pensó don Ignacio, «con todo lo que uno hace por el Bien Común. Con lo bueno que sería unirnos para enfrentar las pretensiones de nuestros codiciosos vecinos…».

Giró la cabeza en dirección a la plaza, para controlar cuánto se había doblado la punta doblada del árbol. Mucho se había doblado, me cache.

Al llegar a su casa, intentó sacar la llave del bolsillo del pantalón, pero el dedo recto y resbaloso de gargajos patinaba, negándose a bajar.

—¡Ábranme la puerta, carajo! —gritó don Ignacio. Se asomó por la ventana, golpeó el vidrio con el dedo aún levantado.

Nadie le abría.

Un vecino, que pasó por la vereda, observó al anciano balbuceante y solitario y, sin meterse en asuntos ajenos, se alejó.

Ignacio, con la otra mano, se masajeaba el índice rígido, y caminaba hacia el centro mismo de la plaza cuadrada. Se detuvo a los pies del árbol torcido, le palmeó el tronco y le dijo:

—Nos han dejado solos, amigo. No me falles. Vos tenés que ser mi orgullo.

Y se durmió a los pies del símbolo de rectitud y perseverancia, pulcritud y grandeza. Haberlo traído justamente de territorio enemigo no era moco de pavo, y el pobre don Ignacio sintió que el frío del bronce ya invadía sus pies.

 

Por la mañana, el intendente Delgado acertó a pasar por allí. Era su costumbre cruzar la placita bien temprano, iba solo, sin su secretario: a esa hora no había nadie que lo viera dándose corte al hacerse soplar la nuca por su edecán. De modo que descubrió a don Ignacio, lo despertó y lo acompañó hasta su casa.

—¿Qué le pasó, don Ignacio? —le preguntó, mirándolo detrás de sus gafas oscuras.

—Y, los hijos de puta… no me abrieron la puerta. Yo no podía sacar mis llaves con este dedo duro. Ah, mire: ya se está bajando este índice rebelde.

—¿Quiénes? ¿Qué puerta? ¿Qué índice rebelde? ¿El de la inflación?

—Mi familia. La de mi casa —Ignacio Cloporte alzó el dedo, ya más flexible, y se le nublaron los ojos. Qué familia ni familia, si se le habían ido todos: el que no se murió, se escapó del pueblo—. Se me trabó la puerta, digo. Y no pude abrir. No quería molestar al cerrajero, ¿sabe? Y me fui a revisar el árbol. ¿Vio, intendente? Se dobló. Si hasta recuerda a una jota de tan doblado. ¡Parece que aquéllos nos han echado una linda maldición!

—Descanse, don Ignacio, no se me inquiete. Si duerme otra noche a los pies del árbol, se nos va a quedar torcido.

«Pobre viejo», se dijo Delgado cuando se aseguró de que el matusalénico Cloporte ya estaba bien guardado y con el dedo normal. «Pero hay que hacer algo con ese árbol de mierda que se trajo. Y con el viejo también».

 

Una semana después, en el colmo de la desesperación, don Ignacio quiso comunicarse por teléfono con el vivero. Pero el del vivero lo ninguneaba, se hacía rogar.

—El ficus se dobló —dijo el viejo, acongojado, no bien pudo establecer la comunicación después de treinta y siete intentos—. Mucho. Y nada de lo que hice hasta ahora lo endereza. Acá en el pueblo ya me están echando los galgos.

—¿Siguió las instrucciones?

—Por supuesto, las tenía anotadas y me las repetí mil veces: muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca bien para arriba y derechito.

—¡Qué raro! —dijo el dueño, y carraspeó del otro lado de la línea—. Cuénteme, Cloporte.

—Primero extendí el tutor de madera, y la rama doblada lo partió. Después le puse un tutor metálico, y… ¡lo curvó!

—Se ve que el que le vendí es un árbol de mucho carácter… Así somos los de Saldebagno.

Cuando el tipo dijo eso, a don Ignacio no le costó demasiado imaginárselo sacando pecho, inflado de orgullo. Claro, total al que iban a linchar en La Sal era a él.

—Intenté con una columna de cemento armado —siguió diciendo—. Le até la rama doblada, con firmeza, pero sin lastimarla.

—¿Y aguantó la columna?

—Aguantó una hora. Pero después se vino en banda y destrozó el tobogán. Y casi aplasta a un chico, pobrecito. Al final, como para que la gente no siguiera tirándome zapatazos por la calle, colgué una hamaca de la rama torcida. Quería disimular, encontrarle otra utilidad al árbol.

—Buena idea, mi amigo. Aunque, a veces, a las cosas inútiles conviene eliminarlas. Como decía el viejo Catón. O Catón el Viejo, no recuerdo.

—Pero no hubo caso —siguió el anciano Ignacio, lamentablemente sin advertir la velada amenaza de aquellas palabras—: como si tuviera vida propia, el muy mañero del ficus arqueó aún más la rama, cuyo extremo, ahora, casi llega al piso. Y así no le dejó espacio a la hamaca para columpiarse.

—¿Podó la rama? ¿Hizo injertos?

—Sí. Podé por la tarde, y a la noche volvió a crecer. Y a la mañana siguiente, anteayer nomás, vuelta a ver todo el pueblo la perfecta jota invertida.

—¿Una jota qué…?

—¡Invertida he dicho! ¡Una jota al revés! ¡Una letra jota dada vuelta, me entiende!

—¿Sabe? —el dueño del vivero dudaba—. Siempre tuve problemas para distinguir la letra jota de la letra ge.

—¡Entonces imagine un gancho colgando al revés, la puta que lo parió! ¡Imagine una letra u al revés, si es que sabe distinguir entre una letra u y una letra o! ¡O mejor imagine una caña de pescar de la que cuelga el cadáver de su puta suegra, carajo!

—¡Bueno, mi amigo, no se me caliente! ¡Respeto!

—¡No faltar…! ¡Respeto…! —Don Ignacio se llevó una mano al pecho, que le palpitaba feo. Jadeaba, se quedaba sin aire, no había podido contenerse. Pensó que lo mejor era no ponérselo en contra al único que podía ayudarlo, aunque proviniera de las filas enemigas. Por lo menos, aquel burro era uno de los pocos que todavía lo escuchaba—. Injerté otra rama derechita en el lado opuesto —siguió diciendo, sin poder disimular la bronca—, para lograr simetría…

—¿Y prendió?

—No prendió.

Hubo un silencio.

«Estará meditando», pensó don Ignacio, y aprovechó para estirar la mano y servirse de la jarra un vaso de agua.

—Hay un último recurso, don —dijo por fin el otro—. Pero eso sí: es muy peligroso.

—No me interesa el peligro. Ya le dije lo que hace todo La Sal cada vez que me ven por la calle. ¡Estoy pensando en poner una zapatería y todo!

—Que quede claro que es bajo su responsabilidad.

—¿Poner una zapatería?

—No sea abombado, don Cloporte. Hablo del árbol. Y repito, bajo su responsabilidad, después no ande echando culpas a un saldebagnense.

—Diga, entonces.

—Haga un corte en espiral en el tronco del ficus para recoger la savia.

—Esperesé, don Vivero, que voy a buscar papel y lápiz.

Pero «don Vivero» no lo oyó. Y siguió diciendo, al aire:

—No se le ocurra machetear el tronco, puede ser fatal. Una vez ordeñado el árbol, cubra las heridas con un emplasto de azufre, que vulcaniza la savia. Y me le echa comino a la mezcla.

—¿Comino? —preguntó don Ignacio, extrañado, que acaba de volver al tubo muñido de sus elementos de escritura.

—Sí, comino. Es fundamental. El comino mantiene la sanidad.

—Pero… el comino solo no creo que funcione.

El otro se quedó callado.

—¿Usted me copió lo del azufre y la savia, don Cloporte? ¿Lo de tallar el ficus y lo del emplasto?

—¿Y qué hago con la savia? ¿La puedo tirar a los desagües?

—No, sería un desastre ecológico de magnitudes impensadas. La tiene que neutralizar mediante fuego.

Por la noche, Ignacio buscó una cacerola, una gubia y un martillo para tallar el árbol. Molió una barra de azufre —algo de eso había oído— en el mortero de bronce. En un frasco de mermelada vacío puso el azufre y el comino molidos, y llevó también unas tiras de tela de algodón, rajadas a mano, para el emplasto. Ya de madrugada, encaró rumbo a la plaza.

Comenzó a tallar a media altura, y pronto comprendió su error. Unas gotas de savia descendían demasiado rápido por el tronco del árbol. Y entonces, en un gesto instintivo, don Ignacio lamió la corteza. La savia dejó de brotar como por milagro.

En lo bajo del árbol, el viejo colocó la cacerola, y desde la misma base del tronco talló en espiral. Al llenarse el recipiente, cubrió las rajaduras con la mezcla de azufre y comino, y las envolvió con la tela, que al contacto con la savia se endureció de inmediato.

Satisfecho, aunque con un fuerte dolor en el centro de la espalda, don Ignacio volvió a su casa.

 

Al mediodía le golpearon a la puerta. Oyó que en la calle sonaba un instrumento de viento, acaso una trompeta. Más de una trompeta. Y también había tambores. Y platillos.

Descorrió apenas la cortina y miró por la ventana. Era el intendente Delgado en persona que esperaba bajo el porche junto a su mudo secretario, quien, a su vez, encabezaba el gabinete. El secretario («Véngase elegante», le había dicho el intendente, y se veía que el tipo había tomado prestadas unas ropas del taller de teatro al que asistía), el secretario deslumbraba de elegancia ante la ocasión: vestía la librea púrpura de gala y lucía sus calzas de satén dorado.

Y, detrás, se había venido todo el pueblo. Hasta con una banda se había venido. Eran tantos que don Ignacio se preguntó si Delgado no se habría traído, pese al conflicto, a gente de localidades vecinas.

«Yo a éstos no les abro ni ebrio ni dormido», pensó el viejo, apartándose de la ventana. En su terror imaginó que muy pronto su cabeza rodaría calle abajo, hasta el Río Soso, ante la algarabía popular. Por su memoria desfilaron escenas de una película que había visto de muy chico; una en la que los pobladores, enardecidos, quemaban adentro de un molino a un tipo muy pero muy feo.

—Ve-ve-venga otro día, Intendente —don Ignacio, desesperado y sin darse cuenta de que podían verlo desde afuera, volvió a la ventana para correr la cortina. Al hacerlo, sintió en la espalda el pellizcón de una vértebra—. No me siento bien.

Ahí el director de la banda alzó la batuta, y la veintena de músicos arrancó con la «Cabalgata de las valkirias».

—No sea malito, don Cloporte —la directora de la escuela le hacía gestos con la mano, invitándolo a salir. ¿Qué cargaba, al lado de ella, la portera del colegio? ¿Aquello era una torta? ¡Veneno! ¡Una torta envenenada!

—¡Lo estamos viendo! —aclamó a coro la Comisión Directiva de la Sociedad de Fomento, y el director imprimió más brío a la orquesta. ¡Así acompañaban los nazis a sus víctimas rumbo a las cámaras de gas! ¡Con música de Wagner!

—No se haga rogar —reclamó la enfermera de la salita de primeros auxilios.

—Salga, don Ignacio —le dijo con una sonrisa Isolina, la que miraba tele toda la tarde. ¡Hasta ella se había venido, que no salía de su casa desde que había instalado la televisión digital!

—¡Venga, compadre!

Era el jardinero. Incluso él quería cagarlo bien a palos. Lástima que ya no tenía al Toto para que les chumbase.

Don Ignacio, aterrado, temblaba. Hablando de Wagner, sospechó que el dolor en su espalda era el preludio del apaleamiento a cargo de la enardecida chusma. Volvió a asomarse, y vio a los chicos formados como para los actos. Habían instalado un gran cartel frente a su puerta, que se lo tapaba la multitud. Seguramente estaba plagado de frases amenazantes, dignas de ser proferidas por saldebagnenses y salmaldonenses, y no por coterráneos.

—¡Tenga usted muy buenos días, don Ignacio! —gritó el intendente, eufórico, aún del otro lado de la puerta—. Ábrame y le cuento. ¡Le traigo magníficas noticias para su gozo y felicidad!

—¿Qué hubo? —preguntó don Ignacio no bien abrió—. ¿En el pueblo se quedaron sin zapatos?

Toda La Sal festejó la humorada.

—¡El árbol se enderezó! Alguien cubrió parte del tronco con un yeso amarillo.

—Sí —dijo Ignacio—, fui yo. Seguí indicaciones del don Vivero ése. Y así es que ahora ando con la espalda como la mona. ¿Y… y el ficus no se vino abajo?

El intendente Delgado, ejecutivo y flanqueado por su secretario, negó con la cabeza.

—No sólo que no se vino abajo. Mire.

Y, cuando extendió la ejecutiva mano, don Cloporte se apartó por instinto y alzó los brazos para protegerse de un viandún que no llegó. Delgado sonrió como diciendo «Estos viejos» … y plantó frente a las narices de don Ignacio un aparatito con pantalla celeste en la que se veía una imagen de…

—¿El árbol, m’hijo?

—¡El árbol, don Cloporte! El árbol de la plaza ha retomado su recto camino hacia el cielo. Rectitud. Impresionante.

Con paso tímido, don Ignacio cruzó su umbral y salió al porche.

—¡Bravo! —gritaba la muchedumbre, y aplaudía abriéndole camino.

Él alcanzó la vereda y comenzó a caminar por la calle rumbo a la plaza.

—¡Grande, don Cloporte!

—¡Viva don Ignacio! —gritaban los chicos agitando banderitas con el escudo de La Sal, que a lo mejor habían sobrado del acto del tricentenario del pueblo.

El viejo avanzaba cautelosamente: todavía esperaba algún zapatazo, escupida o humillación semejante, y el dolor en la espalda era ahora un fuego que le subía directo del coxis y le abrasaba todas y cada una de las vértebras.


Ilustración: Laura Paggi

Los vecinos se iban desplazando a su paso, hasta que el viejo lo vio: allí, al fondo de la cuadra, en el horizonte, se erguía el ficus, transformado en un arbolazo impresionante. Tal y como había dicho «don Vivero», nomás.

Don Ignacio Cloporte dio media vuelta hacia ese vivo monumento a la euforia que eran sus —ahora— queridos conciudadanos.

—¡Que viva don Ignacio, viejo y peludo!

—¡Que viva el salvador del honor!

—¡Que viva una La Sal libre y recta!

El intendente Delgado se detuvo junto a él. Y le dijo, palmeándole la espalda aunque con todo el respeto:

—Muy bien, mi amigo. Muy bien.

Pero un latigazo de dolor había atravesado al pobre viejo no bien el otro le puso la mano. Una mueca le borraba la sonrisa. Don Ignacio se agarró del brazo del intendente, quien notó que algo estaba sucediendo. Así que Delgado agradeció a los vecinos, les recordó que si no pagaban sus impuestos en tiempo y forma un rayo derribaría las casas de los morosos, lanzó fenomenales diatribas contra los dirigentes de los voraces pueblos vecinos, dio por terminado el acto y acompañó al dolorido prócer hasta su casa.

«Callar en el dolor es heroísmo», se recordó el estoico don Cloporte. «Margarita, vos me entendés».

Y nada le dijo al intendente sobre su mal. Ni al intendente ni a nadie: no quería que lo amonestaran ni que le sugirieran una visita al doctor Marciano Marcial, aquel auténtico matasanos salmaldonense; el único médico de los tres pueblos en conflicto.

 

Tres días más tarde, don Ignacio seguía pésimo de la espalda. Se había frotado con linimento, a pesar de los movimientos limitados por el dolor y la vejez. Se había colgado un collar de corchos esperando que aquello cediera, como ocurre con los calambres. Se había metido en el hueco entre la pared y el ropero y había levantado los brazos hasta tocar el tope. Había calentado ladrillos en el horno y se había acostado sobre ellos. Se había comido tres dientes de ajo en ayunas. Se había ejercitado con gimnasia sueca al ritmo de los tangos de Radio Nacional. ¡Pero el puto dolor no había cedido un tranco! Más bien, arreciaba a cada minuto. El pobre viejo ya no sabía qué hacer.

Llamó al solícito intendente Delgado y le confesó su dolencia. El otro lo instó a aquello que él tanto temía: a que se tragara el sapo y visitara al doctor Marcial en el hospital salmaldonense.

—Antes prefiero quedarme cuatroplego —dijo, concluyente, don Ignacio.

—¿Cuadripléjico, querrá decir? —el intendente rió—. Vamos, mi amigo. Está bien que aquella bestia de Marcianito no sepa poner ni una venda, pero es lo único que tenemos a mano. Es lo que hay.

 

Dos días después, don Ignacio Cloporte se apersonó en el consultorio de «Marcianito». La última vez que lo había visto, hacía ya cinco años, fue cuando tuvo que visitarlo de urgencia: Margarita, su finada esposa, no podía tenerse en pie debido a unos descomunales dolores de panza. Después de revisarle el iris, el Marciano afirmó que Margarita sufría de intoxicación por metales.

—Puede ser plomo —arriesgó—. Y eso, porque usted debe andar lamiendo las paredes de la casa, pintadas con pintura vieja, cargada de ese metal tan dañino. Los saleños son de hacer cosas raras.

Cuando los dos le explicaron que ella jamás había hecho algo parecido, el médico esgrimió la hipótesis de intoxicación con mercurio. La pobre le había contado, durante el interrogatorio, que una vez se le rompió el termómetro y levantó con las manos las bolitas del mercurio líquido que rodaban por el piso, para que Toto, el perro de la familia, no se las comiera.

—¿Le parece, doctor? —preguntó Margarita, y ésas fueron tres de las pocas palabras que a la mujer le quedaban por decir en esta vida.

Al final, como seguía con dolores, don Ignacio cruzó la frontera y la llevó a la vecina provincia: Herbamare. Y ahí la operaron no bien entró al hospital. Y… ¡paf! Una Margarita menos para deshojar en el mundo. Otra que plutonismo, saturnismo o lo que fuere: en realidad, la pobre había estado sufriendo una apendicitis machaza, con peritonitis incluida. ¡Me cache! Si la hubieran operado a tiempo, se salvaba. Para colmo, a los tres meses, el Toto se le murió de tristeza.

Ahora, el viejo lo notaba diferente al facultativo; un poco más avejentado, tal vez: calvo, delgado, portaba una larga barba trenzada y canosa que le llegaba al ombligo, y unos lentes redondos con cristales amarillos le decoraban la cara. Lo recibió con las manos unidas frente al pecho y una ligera reverencia.

«A lo mejor», quiso pensar don Ignacio, «este bruto aprendió con los años».

Además, un poco de respeto le tenía. De miedo, mejor dicho: cuando fue lo de la buena de Margarita, él no había querido denunciarlo por mala praxis; porque, tarde o temprano, todos los habitantes de La Sal, Saldebagno y Salmaldón habrían de pasar por las manos marcianas.

Lo primero que hizo el doctor Marciano Marcial fue ordenarle que se sacara los zapatos.

—Quitarse los tarros, Saltamontes.

—Pero es que a mí lo que me duele es la espalda… —dijo don Ignacio, perplejo—. Y no me llamo «Saltamontes» ni nada que se le parezca.

—Ommmmm… —contestó el doctor Marcial uniendo en forma de ojete el pulgar y el índice de cada mano—. Sabiduría oriental indica que lumbalgia empezar por callos plantares.

¿Callos plantares? Ma’ sí. Don Ignacio Cloporte no había ido para discutir. Necesitaba que ese dolor tan intenso cesara. Así que se desató los cordones de los timbos, se descalzó y entró en medias al consultorio del Marciano.

—Disculpe, doctor —dijo abanicando el aire delante de su propia nariz—. ¿Qué es esta baranda?

—Tomar baranda nomás —dijo el médico señalando la escalera.

—¿Encima lo tengo que tomar? ¡Qué tufo! ¿Puedo abrir una ventana?

—El aire puro expande la mente.

—¿Le cuento, doctor? —dijo don Ignacio, y se sentó en un sillón de mimbre.

—¡Despierten almas dormidas! Ofrezco incienso para servirlo.

—¿Le cuento, doctor? —insistía el viejo mirando desorbitado al Marciano, que caminaba en círculos frente a él.

—El camino a la iluminación es doloroso.

—Sí, por eso vengo. Tengo un dolor espantoso en la espalda. Hace como un mes. Ya no sé qué hacer.

—Meditemos —dijo el médico, y se tapó la cara con una especie de velo.

Don Ignacio Cloporte quería escapar, pero confiaba en el juicio del intendente Delgado. Y era cierto: Marciano era lo que había.

Finalmente, el doctor Marcial se puso de pie, se colgó al cuello un estetoscopio hecho de cañas de bambú y le indicó la camilla al viejo.

—¡Por fin! —don Ignacio se acostó—. Ahora le puedo contar.

—No hablar —Marciano levantó el índice de la mano derecha y acercó la palma extendida de la mano izquierda a la frente de don Cloporte.

Tras escasos minutos, el médico se tomó la barba con la mano derecha y apoyó en el pecho de don Ignacio la mano izquierda.

—El mal estar por acá —sentenció—. Descubrir rabdomancia anatómica.

—No, doctor —insistía desde la camilla don Cloporte—. Es por el otro lado. Me duele la espalda. ¡Atrás! Desde la nuca hasta el mismo traste. ¡Otra que rabdomierda!

—¿A ver? No me discuta. Debo revisar paciente y sacar conclusiones.

A partir de ese momento, y con una actitud diferente, el doctor Marciano Marcial palpó el abdomen de Ignacio, comprobó las masas musculares, auscultó el corazón, le tomó reflejos con su martillo de goma, lo cegó al enfocarle en los ojos el haz de una linterna de led.

—Bueno, amigo, hasta aquí todo bien —dijo el médico, palmeándole la anciana testa—. Ahora, sentarse en la camilla mirando a la pared. Bien —aplicó el estetoscopio sobre la espalda del anciano y le indicó—: con la boca abierta, respirar hondo y largar el aire. Kundalini despierto salir de chakra cinco sin curar.

—¿Así, doctor?

—¡No hablar, no hablar! Adentro, afuera, adentro, afuera. ¡Bien! Diga «mamarracho» —el doctor Marcial apoyó la palma de la mano en la espalda del viejo.

—¿Perdón?

—¡Que diga «mamarracho»! ¡Repita lo que yo digo!

—Mamarracho.

—Otra vez —dijo corrigiendo la posición de la palma.

—Otra vez —repitió don Ignacio.

—¡No!

—¡No!

—Pero que lo tiró e’ las patas. ¡Repetir sólo «mamarracho»!

—¡¡¡Mamarracho!!! ¡¡¡Mamarracho…!!!

—Listo. Ahora se me baja los calzones y se me afloja. Revisarle la próstata.

Tras esa serie de prácticas alternativas, el viejo y adolorido don Ignacio Cloporte —sentía que aquel Marciano le había encajado en su intimidad posterior un tentáculo más que un dedo—, se vistió y se sentó frente al doctor Marcial. El médico escribió en una tarjeta, y después en un recetario, una lista interminable de estudios complementarios.

Don Ignacio se paseó por todas las salas del hospital, y en cada una de ellas lo sometieron a pinchazos, toqueteos, respire no respire y paseos por laberintos desconocidos para él, un hombre tan sano. Tras horas de deambular haciéndose todo lo que el médico le había indicado, volvió al consultorio. Golpeó a la puerta. Nada.

Una señora, que limpiaba los pisos, le dijo que el médico ya se había retirado.

—Acá a las doce no queda ni el loro, vea.

—Pero le tengo que dar los estudios —dijo Ignacio, frotándose el dorso.

—Sí, pero no está. ¿Probó con una barra de azufre? Cuando cruje, se está curando.

—No, no probé.

—Pruebe. Y mientras, vaya a la planta baja, donde están las computadoras. Ahí le dan turno para la próxima.

 

Al día siguiente, el viejo se arriesgó de nuevo a pisar el consultorio del médico.

—A ver, Cloporte, miremos los resultados.

—Mire usted, doctor, yo no entiendo nada.

—Es un decir —resopló el médico, y analizó uno a uno los sobres que le había entregado don Ignacio—. ¡Ajá! —se sobaba la barba trenzada, y unas escamas de caspa caían sobre su panza—. Lo que yo me pensaba. No sé para qué le mandé a hacer tantos estudios, mi amigo.

—Y… no sé, doctor. Pero, cuando terminé de hacerlos, usted ya se había ido, y yo tuve que volver hoy. Sabe que viajo, ¿no? Soy de La Sal.

—No me iba a quedar esperándolo, amigo —dijo con una sonrisa y mirando por sobre los lentes—. Así que usted es de La Sal…

—Claro.

—Bueno, lo de su espalda no es grave —se puso de pie—. Pero no se cura. No hay solución.

—¿No hay nada que se pueda hacer?

—Nada de nada —Marciano Marcial volvió a sentarse—. Como pasó con su finada esposa, Margarita. Igual, no se preocupe: usted se nos va a morir de otra cosa. Torcido, pero de otra cosa.

—¿Torcido?

—Sí, se va a ir encogiendo —dijo el Marciano, y era evidente que estaba en uno de sus días «occidentales»: el tono de Fu-Manchú había cedido terreno al gauchesco; y hasta los rasgos amarillos se le habían suavizado—. Usted se nos va a ir doblando, curvando —hacía gestos de doblar y curvar algo, se inclinaba con cada palabra hasta que golpeó la cabeza contra el escritorio—. Va a terminar mirando para abajo, como quien busca algo caído. Y el cuello se le va a ir estirando —separó las manos—, para que pueda levantar la cabeza y no quede como bicho bolita. O peor.

¿Peor que un bicho bolita? Don Ignacio no sabía qué decir. Sus vecinos lo iban a mirar mal.

—¿Y para el dolor?

—¿El dolorcito? Le va a durar… —el doctor Marcial sacó un ábaco y se dio a deslizar en él cuentas y cuentas. Unos tres cuartos de hora más tarde, dio su parecer—: Durarle un mes, hasta que acostumbrarse.

Y don Ignacio se fue doblando y curvando. Lenta y constantemente.

En cuanto al «dolorcito», lo que es acostumbrarse, no se acostumbró.

Y pasó mucho más de un mes.

 

¡Oh, los vaivenes del alma del vulgo! ¡Oh, las mudanzas, la inconsistencia del pueblo, que tanto hoy nos erige un trono como mañana nos defenestra! Los pobladores de La Sal comenzaron con tibios comentarios… hasta que volvieron las violentas humillaciones, zapatazos incluidos. ¿Un vecino diferente en La Sal, y sobre todo diferente por torcido? ¡Jamás de los jamases!

Don Ignacio Cloporte trataba de explicarles su enfermedad. Les decía que no tenía cura, quería conmover a algún espíritu solidario. Hasta que, harto de sus vecinos y ridículamente curvado, se decidió a no salir de su casa nunca más.

La vecindad lo ignoró.

 

 

Pero el intendente fue a visitarlo: al fin y al cabo, a Ignacio Cloporte se debía el orgullo del árbol más recto jamás visto.

—¿Qué le anda pasando? —dijo Delgado con tono afable, mientras miraba tratando de disimular su repugnancia, sin conseguirlo, a la figura redondeada, curva y maloliente que le abrió la puerta—. ¿Qué le anda pasando, amigazo Cloporte, que no se lo ve más por la plaza?

Ignacio no podía levantar la cabeza y respiraba con dificultad. Él había tratado de estirar su cuello, pero la velocidad de enrollamiento había sido superior a la de estiramiento. Llevaba una semana sin bañarse, y desechos humanos decoraban el piso acá y allá.

—Pase, intendente.

—No sé si debo —Orlando Delgado se tapó la nariz con un pañuelo, total el viejo no podía verlo, y entró.

Don Ignacio le contó de su visita al médico, del diagnóstico, de lo irremediable de su situación. Y dijo que, por suerte, ya no sentía dolor alguno. En eso, Marciano Marcial la había pegado.

—¿Qué podemos hacer por usted? Nos ha dado el mejor árbol. Se lo debemos, don Cloporte.

—Nada —dijo Ignacio, y balanceó su cuerpo, como si reptase—. Fue cuando curé al árbol. Ahí empezó todo.

Ignacio Cloporte le relató la talla del tronco, la lamida de la savia. Le habló del emplasto y del consecuente dolor y la maldita curvatura.

—Cuando neutralicé la savia, y conste que la quemé como me dijo don Vivero, el ficus se sanó. Y yo me enfermé. Ya ni puedo comer. No sé qué va a ser de mí.

—Tranquilo, Cloporte. Ya sé lo que hay que hacer. Una sangría.

—¿Le parece?

—Estoy segurísimo. A igual enfermedad, igual tratamiento.

El intendente Delgado había hecho un curso de enfermería por correspondencia, que había sacado de un número viejo del Patoruzú, y Cloporte confió en él. Ignacio fue llevado a la Sala de Primeros Auxilios del Club Social —la máxima aspiración sanitaria de los saleños—, donde le practicaron la sangría.

—Mire el color de la sangre, intendente —dijo la enfermera—. ¡Es blancuzca, pegajosa!

—Como la del árbol —infirió don Ignacio.

—¡Por favor, no diga pavadas! —exclamó el funcionario—. Usted no come, tiene anemia.

La enfermera cubrió el brazo del anciano, intentó nebulizar, pero le fue imposible encontrar la cara de Cloporte entre tanto plegamiento.

—Huele muy mal, intendente —dijo tapándose la nariz.

—No ve pero escucha, no sea bruta.

Don Ignacio Cloporte se ahogaba: la curvatura había llegado al extremo de que su boca y su nariz contactaban con el pecho.

—No se preocupe, señora —dijo, entre bufidos—. Tiene que quemar mi sangre, eso neutraliza el peligro. Así lo indicó don Vivero.

—Enfermera —dijo Delgado—, prepáreme los vendajes. Azufre y comino.

—¿Comino?

—Sí, comino.

La enfermera mezcló en una fuente cantidades iguales de azufre y comino, hasta que la habitación se inundó de un olor sulfuroso y acebollado. Un asco. Trató de cubrir un brazo de Cloporte con las vendas impregnadas en la mezcla; pero no había caso: las vendas se caían.

—¿Cómo logró que se pegaran al árbol, don Ignacio? —preguntó entonces el intendente Delgado.

—Por la savia que chorreaba de la talla.

El intendente le indicó a la enfermera que realizara pequeños cortes en la piel del viejo y aplicara las vendas. Le dijo también que se pusiera guantes antes de sajar.

—No quiero otro torcido en el pueblo —amonestó.

Al oír esto, el solidario don Ignacio Cloporte les advirtió sobre el peligro de que su sangre maldita cayera en los desagües, y les sugirió que lo trabajaran dentro de una gran palangana. Y dijo, con el dedo índice en dirección al vecino pueblo de Saldebagno:

—Don Vivero explicó que, si eso llegaba a suceder, chau: ¡el fin del mundo!

Hablaron con el tesorero del Club, y así consiguieron una Pelopincho modestita, de 500 litros. Y al viejo lo fueron operando y emplastando en el patio, meta salpicar y chorrear para todos lados. Una cuadrilla de obreros espolvoreaba azufre y comino en esos charcos.

—Por una cuestión preventiva —adujo el intendente Delgado con cara de entendido. Y en ese momento tuvo una premonición oscura: recordó las triunfantes legiones de Escipión echando sal sobre los restos de Cartago, para que nada volviera a crecer en aquel suelo.

La enfermera cortaba y cortaba, y don Ignacio aullaba y aullaba. En cuanto al Intendente, alentaba y alentaba. Y también, justo es decirlo, se cagaba bastante de la risa.

Y así, durante horas.

Y al pedo: don Ignacio se hacía más y más un bicho bolita.

Él recordaba las instrucciones de don Vivero: muchas podas para dejar un solo tronco, y una guía para que crezca hacia el cielo. Cada tajo dado por el bisturí y cada venda con esa mezcla hedionda aplicada sobre cada herida, le velaban la razón, le metían la cabeza en una bruma gruesa y áspera. ¿El pobre ficus habría sentido lo mismo que él sentía ahora? Todavía no podía despegar la cara del pecho, y cada vez respiraba peor.

Pensó que, en cuanto estuviese recuperado, iría a la plaza a pedirle perdón al árbol.

 

Y llegó el gran día, el Día Inaugural.

A medida que iba pasando en su entusiasta marcha hacia la plaza, hacia la fiesta, la población se detenía y se arracimaba en grupos ante las ventanas de la Sala de Primeros Auxilios. Y más de un atrevido asomó su saleña cabeza dentro de la mismísima Sala. Nadie, ni los más rectos de entre los rectos, disimulaban su ardoroso deseo: ver bien curvado al bueno de don Ignacio. También querían ver a su intendente en acción, a quien atribuían todo el mérito de la obra.

Y los vieron.

El cuerpo aún doblado de Cloporte, cubierto de vendas vulcanizadas amarillas, apenas se movía. Dentro de la pileta de plástico y sujeto con precintos a un palo vertical que oficiaba de guía, el agua le llegaba hasta los raquíticos muslos. Al pobre no se le veía la cara, pero podía adivinársele el gesto asqueado: más que agua, aquello que infestaba la piletita era un caldo gualdo y acebollado que se estofaba bajo el sol.

—Como el árbol… —dijo con ojos de iluminado un vecino, adepto a la cacería de símbolos.

—¡Qué trabajo maravilloso, señor Intendente! —elogiaba la directora de la escuela, con la intención subalterna de conseguir un incentivo económico adjunto a su sueldito—. Una escultura, señor Intendente. Una verdadera obra de arte, señor Intendente.

—Sí —dijo el jardinero tapándose la nariz con uno de los guantes de podar rosales—, lástima que apeste. Perdóneme, Delgado, digo… Intendente: ¿de dónde sacó este tratamiento que le aplica al compadre? Parece una momia muerta.

—Instrucciones precisas —el intendente Delgado sacó pecho—. Es una enfermedad muy peligrosa, mi amigo. Y muy contagiosa, para que sepa.

De ver tanto alboroto que hacían los grandes, los pibes de La Sal se contagiaron las ganas de joder bien jodido al pobre Cloporte.

—¡A ver quién le acierta a la momia en la oreja! —gritó el jefe de la purretada, y a través de una ventanita del costado se dieron a tirarle bolas de miga enriquecidas con bosta de vaca. Él, estoico a la fuerza, ni putear podía.

Los que se ubicaban cerca de las ventanas podían escuchar los bufidos de don Ignacio Cloporte, algún quejido y un siseo extraño.

—Intendente —dijo aquella vecina que miraba todo el día la televisión, fantaseando que la agarraban entre George Clooney y Gary Oldman—. ¿Por qué no saca la pileta afuera, así todos podemos observar su trabajo de reconstrucción? —y agregó, señalando hacia la esquina noreste—: Mire: ya se vino el pochoclero, y mi marido está armando una parrilla para hacer unos choripanes.

La multitud aprobó la idea. Incluso les pareció un gesto simpático y exótico que la choripaneada estuviese a cargo del funebrero. Entre ocho llevaron la pileta al centro de la calle.

¿Y Cloporte? Don Ignacio Cloporte, enrollado, ensartado al tutor de madera y zarandeado por el oleaje en miniatura, apenas resistía. Si hasta parecía una salchicha parrillera, el pobrecito.

Todo La Sal se había reunido para observar la vuelta a la rectitud de un coterráneo. Y después, venía la fiesta de inauguración de la plaza. ¿Qué más podía pedirse? Incluso se aseguraba que el secretario del intendente exhibiría sus dotes de bastonero.

Frente a su audiencia, el joven y recto intendente de La Sal dirigía: con la mano derecha, a la enfermera y las voluntarias que continuaban tajeando, cauterizando y vendando al pobre viejo; con la izquierda, al grupo de barrenderos que espolvoreaba azufre cominado y lo encendía con fósforos, creando así majestuosos efectos de luz.

—¡Qué trabajo maravilloso, señor Intendente! —aplaudía, meliflua, la maestra.

—Tenemos que sacar fotos para el periódico —dijo el canillita.

—Llamemos a Crónica —incitaba la vecina del culo enorme, firme junto al pueblo y con la intención de que el marido saliera de una vez por todas en la pantalla.

—No, mejor llamemos a c5n—solicitó la modista, desdeñosa—. Es más fino, vecina.

Y dijo el secretario, marcando el reloj y rompiendo un mutismo de años:

—Intendente, se nos hizo la hora. Hay que inaugurar. Vienen de los pueblos vecinos a ver la plaza de La Sal y su recto árbol. Acuérdese que es importante limar asperezas para terminar con el conflicto.

—Dame quince minutos, Ladislao. Quince, nada más.

Y el intendente aplicó la brillante idea que había elaborado para devolverle a don Ignacio Cloporte su postura digna: entre él y la enfermera le iban a dislocar las coyunturas, terminaron de tajear a diestra y siniestra lo poco que quedaba de esa esquelética masa corporal, y la fueron cubriendo con el emplasto, que se endurecía de inmediato. Deforme y maloliente, el viejo aullaba de dolor, en tanto que la multitud aullaba de júbilo.

—Ahora la rodilla derecha, enfermera —indicó, castrense, el intendente Delgado—. A la cuenta de tres la reducimos. Uno. Dos. Y… ¡tres!

Un crujido espantoso hizo aplaudir a los saleños, que disfrutaban del espectáculo.

Cloporte se desmayó del dolor.

Antes de que la enfermera lo despertara con sales de amoníaco, el intendente Delgado llamó a su gabinete, y, entre todos, desarticularon al pobre viejo, que quedó flácido, inconsciente y estirado.

El Intendente miraba complacido su tarea cumplida: don Ignacio Cloporte volvía a la rectitud, y podrían llevarlo al acto. Lo vistieron, lo maquillaron, y, como había quedado un poco flojo, le colocaron entre saco y espalda una cruz de madera, provista por el enterrador. Así se podría mantener recta la columna, sin riesgos de que el viejo les hiciera pasar un papelón al enrollarse como una persiana desquiciada.

Para finalizar, quemaron la Pelopincho con los restos de sangre, en una gran hoguera que armó el marido de la culona con parte de la leña destinada a la choriceada. De incinerar, el tipo conocía bastante.

 

Luego de limpiar (¿»Limpiar»? ¡Vamos! Aquello fue una auténtica esterilización digna de un laboratorio de la nasa que hubiese alojado un alienígena) la Sala de Primeros Auxilios, como pidió el exhausto Intendente, en un carrito de rulemanes trasladaron hacia la plaza al apenas consciente don Ignacio Cloporte. Iba más derecho que un mástil, con el pie de la cruz insertado en un orificio que habían practicado en la base del carrito. Don Ignacio, sostenido por tal armazón, iba bailoteando con los desniveles del terreno. No fue fácil subir al palco de los oradores a semejante marioneta.

—Gracias, gracias… —musitaba el pobre, viendo a la muchedumbre arremolinada a sus pies.

La banda de Bomberos ejecutó el Himno Nacional, destrozó la Marcha Triunfal de Aída, y el abanderado de la escuelita izó la bandera.

Más de un saleño reparó en la ausencia de la gente de los pueblos vecinos. A pesar de que la intendencia había cursado cientos de invitaciones, y la noticia de la inauguración había sido publicada en los periódicos locales, ni una sola persona —ni saldebagnenses ni salmaldonenses— había concurrido.

«Esto es un mal presagio», se dijo el intendente Orlando Delgado.

Y no se había equivocado: mientras él hablaba de las bondades del árbol «egregio ficus que representa la rectitud de nuestra pujante sociedad de La Sal y de quien fuera su salvador, don Ignacio Cloporte, para quien en este sencillo pero emotivo acto pido un caluroso aplauso», lo poco que quedaba del viejo exhalaba su último aliento, después de decir en un suspiro y mirando al cielo: «Los perdono. El intendente Delgado sabe lo que hace. Margarita, allí voy a reencontrarme contigo». Quedó muerto, sí, pero bien paradito y derecho, gracias a la cruz que lo sostenía.

Cuando Delgado se dio cuenta, ya era tarde: habían pasado más de cuatro oradores, y el semblante de Cloporte estaba más blanco que las lápidas del cementerio.

—¡Que hable don Ignacio! —pidió alguien de la multitud.

—¡Eso! ¡Que hable!

—¡Que hable! ¡Que hable!

Pero aquello, por supuesto, era a todas luces imposible.

Delgado, a viva voz, mintió que una repentina afección le impedía a don Cloporte «deleitarnos con sus máximas y consejos de viejito sabio».

«Ya habrá tiempo de bajarlo», pensó, «y encima parece vivo, nadie se va a dar cuenta».

Pero esta vez sí que se había equivocado. Porque su edecán le dijo en un momento, a la oreja:

—¿No nota nada raro en el viejo?

—¿Y qué habría de notar, Ladislao? —contestó el intendente sin dejar de sonreírle a la multitud, y sintió que se ponía rojo como un chico descubierto en una travesura.

El secretario dudó.

—Es que… ¿no ve que está muerto?

El intendente apeló a sus dotes de enfermero postal. Sacó del bolsillo sus antejos negros y acercó una lente a la entreabierta boca de Cloporte.

—¿Qué hace? —preguntó Ladislao—. ¿El viejo miraba por la boca? Seguro que no. Y, ahora que está muerto, menos todavía.

El intendente ni le respondió. Después de hacer teatro verificando el deceso y de mostrarse acongojado ante la «irreparable pérdida», le ordenó a Ladislao que trasladara el cuerpo atrás del tinglado, con carrito, armazón y todo, e improvisara un biombo para ocultar el cadáver.

—Y me lo dejás bien tapadito —dijo—. Bien detrás del palco. Cosa de que no se nos avive la gilada.

Ladislao obedeció. Improvisó el biombo apilando piadosamente, delante del occiso, una montaña de cajas de cartón: las cajas de los chorizos, desplegadas a tal efecto.

 

Y prosiguió la celebración. El humo que largaban los chorizos abría el apetito popular más de la cuenta. Ante aquel encuentro fortuito entre Baco y Tánatos, Delgado pensó que, de todos modos, morfar había que morfar, fuese en ese mismo sitio o en el inminente velorio. Don Ignacio Cloporte recibiría los honores del pueblo, vivo o muerto. Quieran que no, él había traído el árbol, lo había enderezado, se había contagiado de la arbórea torcedura. Y les había dado, paso por paso, el método por el cual lo enderezaron también a él. Recto y finado, pero recto al fin. Nobleza obliga.

Pero nadie en La Sal, ni él mismo, pudieron prever el desastre que se avecinaba.

El funebrero asador, vaso de vino en mano, miraba desde lejos al intendente y, controlando el programa de festejos, manejaba la fuerza de las brasas: no lo iban a abrochar por un chorizo crudo o arrebatado. El chisporroteo de la grasa desprendida de los choris se fundió con los fuegos artificiales que Delgado había preparado para el cierre de la fiesta: la banda se despedía con una versión francamente demencial de la Música para los reales fuegos de artificio, de Händel. Si hasta hubo quien creyó estar interpretando la 1812 y todo.

—¡Dale, Isolina, mové el culo!

Y, ante esta gentil sugerencia, la culona mujer del parrillero se apuró a cortar al medio los panes, y a alistar el chimichurri y la salsa criolla. Abrió los paquetes de servilletas, y ayudó a su acalorado marido a repartir choripanes y vino a la concurrencia.

Otro grupo de vecinos sacó un combinado a la calle y, al ritmo de: Enganchados, volumen iv,se armó el baile nomás. Y la vecindad meta chorizo, vino y franela.

 

Mientras, los pibes, muy aburridos, se habían puesto a merodear por detrás de la tarima, que ya los grandes terminaban de desalojar (ninguno de los oradores había querido perderse la foto con el árbol atrás, bien erecto, y cada uno se las arregló para ser el último en bajarse del palco).

—Miren esa montañita de cartones —dijo uno de los chicos.

—¿Qué habrá detrás? —preguntó otro—. Está lleno de moscas.

—Debe haber alguna porquería bien grosa —dijo un tercero.

—A lo mejor las moscas vienen por los chorizos que no fueron a parar al asador —dijo el primero de los pibes—. ¿Quién se anima a ir conmigo y ver?

Todos se animaron. Y sacaron las pilas de cajas. Y vieron.

—¡Un cadáver muerto!

—¡El viejo del dedo duro!

—¿Estará dormido?

—¿Así parado?

—Está más muerto que mi abuela, bolú.

—¿Pero, así? ¿Parado?

—Las moscas son por él, que está muerto.

—Palmó, y el viejo torcido quedó derecho.

Cuando le quitaron los últimos cartones de encima, el cadáver se deslizó hacia un lado. Entonces, los pibes, notaron que la cabeza de don Cloporte, al caer sobre el mentón, había dejado al descubierto un trozo de madera. Le asomaba por el cuello del saco.

—¿Y eso?

—Parece la punta de un palo.

—¡Y abajo un carrito de rulemanes! Dale, sacá el carrito y el palo, y nos tiramos calle abajo. Los grandes están en otra.

Los chicos empezaron a tirar de esa punta, y pronto el palo quedó trabado por la ropa. El más grandote sacó su cortaplumas, y cortó el saco a todo lo largo de la espalda. Y ante los ojos de los de la bandita apareció una gran cruz, como puesta a propósito para despedir al viejo en su partida al otro mundo.

—El palo que la cruza se atravesó en la tela, por eso no salía.

—Mi mamá siempre quiso una cruz así —dijo el del cortaplumas, en tono soñador—. Una vez, me mostró una muy parecida en la capilla de Saldebagno. Dijo que le gustaría para el jardín. Que iba a quedar joya en medio de los enanos de cemento. —Y preguntó aquel grandote, alzando un poco su filosa navajita, que brilló al sol—: ¿Alguien más se la quiere llevar?

En suma, la cruz se la llevó el grandote.

 

Sin el tutor de madera, el cadáver se fue inclinando progresivamente hacia delante. Los rulemanes del carrito rodaron cuando los pibes lo sacaron, y, con el impulso, el cuerpo del viejo se enrolló violentamente y bajó la pendiente a toda velocidad.

Los pibes salieron rajando para la fiesta, y no avisaron a nadie lo que había pasado. Miraban de reojo la plaza y se codeaban señalando al bólido: don Ignacio Cloporte, hecho una bola de carne más muerta y mancillada que una albóndiga, rodaba cuesta abajo directo al ficus recién inaugurado.

 

Mientras, a los grandes la música les apagaba otros sonidos… y el vino les apagaba otras miradas.

 

 

El regio y enhiesto ficus vibró con el cimbronazo recibido por los restos enrollados de lo que había sido don Ignacio Cloporte, y algunas raíces cortas quedaron al descubierto. El árbol se inclinó, y más raíces asomaron. Entonces el ficus adquirió un extraño movimiento en espiral, que aceleró su caída. Se desplomó, se partió en tres con un estruendoso crujido, y esparció su savia sobre los saleños, que corrían asustados tratando de cubrirse del pegote maldito. Ante el contacto de la sangre vegetal, cada poblador se enroscó, y de inmediato giró ruta abajo hacia el Río Soso, en donde hizo patito con su propio cuerpo.

 

Desde la cima de la sierra Camarga, hito de los tres pueblos, dos personas observaban la catástrofe: cientos y cientos de saleños —el intendente y su edecán de calcitas doradas incluidos— habían pasado a mejor vida.

Ante el horrendo espectáculo, el doctor Marciano Marcial se echó a reír. Y dijo, satisfecho, el dueño del vivero observando aquel desastre:

—A nosotros, tan luego, venirnos con ínfulas de rectitud. Estos saleños…

Por un walkie-talkie, el siniestro médico ordenó que avanzaran hasta el Río Soso los camiones cargados de azufre y comino.

Volcaron la carga, y pronto el río quedó transformado en una serpenteante autopista amarilla que unía los pueblos de Saldebagno y Salmaldón.

A la semana, las topadoras saldebagnenses y salmaldonenses habían borrado de la faz de la tierra todo vestigio de La Sal.

—Lo único que falta es la firma del gobernador Hierbabuena, Marcianito —dijo el dueño del vivero—. La unión de nuestros pueblos es un hecho. Hicimos historia, doctor.

 

 

Gabriela Baade es argentina, nació en 1957 en la ciudad de Avellaneda. Es médica desde 1980, especialista en Diagnóstico por Imágenes y desarrolla su trabajo en el área pública. Nos cuenta: «Comencé a escribir como un juego y me gustó. Me publicaron algunos cuentos cortos en los blogs Químicamente Impuro y Breves no tan Breves, y en el suplemento cultural del diario Perfil publicaron mi relato Lápidas«.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con LA SEMANA ALEATORIA. CRÓNICA DE UN EXPERIMENTO SOCIAL, de Fabián C. Casas; MUJER DE PIE, de Yasutaka Tsutsui y LA HERENCIA, de Aude Messager.


Axxón 220 – julio de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Humor : Metamorfosis : Argentina : Argentina).