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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “226”

ARGENTINA

 

La caverna está llena de sombras. Alrededor del fuego prehistórico, los primeros hombres se reúnen convocados por el calor y el instinto de manada. Están en silencio. Observan la materia escurridiza, sin forma, del fuego; similar a los pensamientos que se agitan en el interior de sus cabezas, donde aún no existen las palabras, bullendo en una danza primitiva y secreta, tejiendo los fondos abismales de la conciencia.

Afuera, solo hay frío, viento y oscuridad. La amenaza de otros animales, tan hambrientos como ellos, completa la hostilidad del paisaje. No hay razón aparente para que una de las criaturas abandone la seguridad de la gruta y se aleje ante la mirada indiferente del resto del grupo. Se desconoce el motivo por el cual se interna en la noche helada, a merced de los peligros del entorno y de la borrasca que avanza amenazante; como si de pronto hubiera sido invocado por un ritual impostergable cuya finalidad y sentido último desconoce. Camina resollando por el frío que penetra hasta sus huesos, pero con la determinación guiando cada movimiento de su cuerpo. Se detiene en el medio del valle y su silueta proyecta una sombra alargada sobre la piedra. Tiene la cabeza erguida, mira hacia lo alto, al cielo nocturno, y se queda así durante un tiempo indefinido, pero que suponemos prolongado.

Allí, flotando entre vapores de plata, el disco de la luna es perfecto. La bestia la contempla fascinado, creyendo tal vez que es ella la que lo mira desde las alturas, como un dios inasible y poderoso. Mantienen un diálogo mudo, secreto, acaso el origen de un interrogante que jamás obtendrá respuesta. El tiempo fluye. En sus ojos nacen las primeras lágrimas y se deslizan por sus pómulos. O quizás sean las gotas de lluvia que ya comienzan a caer, algunas convertidas en pequeños copos de nieve. El hombre soporta estoicamente los embates del viento que lo golpean con la firmeza de una sentencia. A pesar de la tormenta, la luna, como el hombre, se mantiene entera y nítida entre los nubarrones.

La criatura levanta los brazos, extasiada, dejando que la lluvia helada corra por los surcos de su ajado cuerpo, olvidando por un momento que es una presa fácil para las alimañas que ya olieron su carne a la distancia. Lo envuelve una nueva sensación, una especie de vértigo que oscila entre el terror y el encanto: acaso la intuición —o certeza— de que él, como la luna, es único y está solo.

Solo en el mundo.

Solo en el universo.

La sangre galopa con fuerza, avasallante, trasladando eones de historia genética en el flujo de cada arteria hinchada y palpitante de sensaciones. Un deseo incontenible comienza a debatirse en el pecho y la garganta desnudos, mientras el frío congela sus extremidades entumecidas y los animales que no puede ver ya lo rodean a pocos metros.

Súbitamente, con la fuerza de una erupción volcánica, naciendo desde el fondo de las entrañas y subiendo y brotando por la boca desmesuradamente abierta, lanza un grito desgarrador. Un grito que perfora la noche. Un grito que condensa el miedo, la soledad y la angustia de toda existencia. El grito rebota en el cielo, coagula y se materializa; se hace carne, tejidos, huesos; recorre caminos que lo llevan por un tortuoso laberinto de sangre, y el tiempo lo carga en su lenta caravana, en que el todo se amalgama y forma un légamo inconcebible.

Finalmente, el hombre se deja caer, exhausto, pero con el alivio de haber cumplido con un deseo incontenible. Su cuerpo se desploma en el suelo donde, en breve, solo se oirán los gruñidos de los animales salvajes disputándose un trozo de carne muerta.

 

 


Ilustración: Laura Paggi

—Es hermosa, ¿no lo crees, Amanda? —dijo el engendro pero hablando para sí mismo, con la cabeza —si es que tenía cabeza— erguida hacia lo alto, al cielo nocturno. Allí, flotando entre nubes sulfurosas, el disco de la luna era perfecto.

La aberración que estaba a su lado lo observó por un momento, sin prestarle demasiada atención, y luego siguió con su trabajo como si no hubiera oído nada. La pala mecánica avanzó a ras del suelo, se clavó en la tierra y levantó una pila de cadáveres en el aire, giró sobre su eje y luego dejó caer los cuerpos en el interior de un contenedor.

Segundos atrás, el engendro había experimentado una curiosa sensación. Algo que no había sentido nunca, o que ya había olvidado. Como si hubiera estado adormecido en un coma estacionario durante gran parte de su vida y de repente lo despertaran con una descarga fulminante, la visión de la luna reanimó la fibra de una sensibilidad enterrada bajo profundas capas de carne, metal y corrientes electromagnéticas. El servomecanismo zumbó. Un cortocircuito estalló en la base de la cubierta donde, en su interior, el cerebro palpitaba rodeado por un sinnúmero de nano-cables y membranas sintéticas en continua actividad. Los sentidos se desperezaron y cabalgaron en busca de nuevas sensaciones. Una multitud de destellos implosionó en un punto y la conciencia despertó. Se quedó mirando la luna durante un tiempo indefinido, pero que suponemos prolongado. Al fin, de algún lugar de su entramado organismo de cables y entrañas, salió el sonido de su voz. Y murmuró:

—Amanda…

«¿Quién es Amanda?», oyó muy cerca de él. Se dio vuelta y vio a la monstruosidad que tenía a su lado. No parecía que aquello hubiera pronunciado alguna palabra, o incluso que fuera capaz de hacerlo. En cambio, seguía apilando cadáveres como un autómata.

—Es hermosa, ¿no lo crees, Amanda? —había dicho el engendro.

—Es sólo la Luna. Y no sé quién es Amanda. —La voz era cambiante. E indiferente.

—Sí, pero mírala bien —dijo el engendro en un rapto de emoción—. Es tan… bella. Y tan distante.

—Allá vienen otra vez —oyó la aberración.

Rodó el caparazón de su armadura y enfocó la visión hacia el horizonte, donde un paisaje desolador se extendía en toda su vastedad. El mundo era un montón de ruinas, un lugar frío y oscuro. La Tierra era una costra sucia y humeante, repleta de desechos y escombros. Todo tenía el color del óxido y la ceniza.

—¿Qué ha pasado? —exclamó—. ¿Qué nos ha pasado?

—Cuidado —oyó en el fondo de su cabeza.

A varios kilómetros de allí cientos de cañones alineados gimieron sobre sus goznes. Giraron lentamente sobre los ejes las estructuras metálicas de las grúas. Los inmensos morteros colocaron su cónico perfil entre cielo y tierra. Escupieron fuego retrocediendo sobre su cureña y volvieron a estallar una y otra vez. El bramido de las explosiones se expandió por doquier y el cielo se iluminó como un océano de petróleo encendido.

—¿Estamos en guerra? —preguntó el engendro.

—Siempre estamos en guerra —respondieron.

Pronto descubrió que las voces —la Voz— en realidad provenían de su interior. Porque la voz era una y muchas voces al mismo tiempo.

El engendro miró a su alrededor. Miles de cuerpos que alguna vez fueron humanos, despojados de la armadura biomecánica que les servía de caparazón, yacían entre los escombros y la chatarra en posturas imposibles. Estaban tiesos, con la carne reseca y tirante contra el hueso. Esqueletos ennegrecidos, donde aún quedaban algunos restos de la corteza que alguna vez los cubrió de su frágil condición. Cuerpos listos para ser reutilizados y volver al ciclo ininterrumpido de la materia.

—¿Qué nos ha pasado? —pensó—. Amanda… ¿en qué nos hemos convertido?

Su compañero de trabajo se volvió, pero esta vez lo observó con mayor atención.

—Te has salido del Flujo —dijo.

El engendro no comprendía. Tampoco escuchaba. Estaba absorto en la contemplación de la destrucción. Un sentimiento de profunda amargura comenzó a abrirse en su interior como una caverna oscura, más negra que las tinieblas de la noche.

—El Gran Flujo de ondas eléctricas del cerebro. Todas nuestras frecuencias están alineadas en una oscilación única. Somos una mente de panal. Servo-humanos. Somos la evolución de la humanidad.

—Todos servimos al Único. Todos somos Uno —recitó la bestia con voz neutra.

—Hubo una falla en el sistema. Pronto volverás a la corriente del Flujo.

El sonido de una sirena comenzó a rugir en un radio de varios kilómetros. Unas luces rojas se encendieron y parpadearon en distintas zonas del terreno. La orden sincronizada llegó a miles de puntos y al mismo tiempo todos los Servos se dirigieron a un enorme galpón que estaba a unos trescientos metros de allí. Cada uno una monstruosidad diferente. A la distancia semejaba una caravana de experimentos fallidos y deformes, una galería de alucinaciones futuristas producto de una mente enferma. Ordenadamente, todos los monstruos se ubicaron uno pegado al otro bajo el techo del tinglado.

—Reunirse en el refugio. Peligro de lluvia ácida —resonó la Voz en el interior del engendro—. Repito: peligro de lluvia ácida.

Los cañones cesaron el fuego. En cuestión de segundos, todos los Servos abandonaron la actividad y se pusieron a cubierto bajo los refugios. Todo quedó sumido en el silencio y la oscuridad, solo se oían los lamentos del viento, gimiendo como estertores. El engendro se quedó parado allí, solo, en el medio del cementerio del mundo. Recuerdos de otro tiempo acudieron a él vertiginosamente, imágenes difusas como sombras de cuando el mundo era diferente. Todo aquello insufló en su ser un extraño sentimiento, que se extendió como por contagio a toda su figura. Volvió a contemplar la luna y, como si lo hiciera por primera vez, cada parte de su mente y de su cuerpo, cada fibra de su tejido nervioso, se estremeció.

La lluvia ácida comenzó a caer.

Lo oprimía el presentimiento de una inminente calamidad, de un desastre ya consumado; y cuando las gotas de lluvia comenzaron a corroer con su ácido la corteza membranosa de su mecanismo exterior, el engendro, guiado por el instinto originario de un pasado remoto, lanzó un grito desgarrador. Sin ser consciente de ello, emitió un terrible bramido iniciado con la propia existencia. Un grito de dolor, de miedo, de soledad, con notas metálicas y sobrenaturales, todo en un solo sonido.

El aullido del engendro continuó, pero cada vez con menor intensidad, en sordina; y mientras se apagaba en un agónico jadeo y su cuerpo se desintegraba progresivamente bajo la lluvia ácida, tuvo una extraña y nueva sensación, una oleada de vértigo que, antes de perecer, lo envolvió como una mortaja y lo llenó de gozo y terror al mismo tiempo: acaso la intuición —o certeza— de que él, como la luna, era único y estaba solo.

Solo en el mundo.

Solo en el universo.

Y entonces, súbitamente, todos los engendros y aberraciones gritaron a coro, como arrancados por una fuerza invencible, aullando a la luna con un sonido monstruoso y discordante que brotó de toda la Tierra, conmovidos al lado de su hermano muerto, llorando ellos también.

 

 

Hugo Perrone nació en 1977 y es profesor de Lengua y Literatura. Casado, con dos hijos, escribe desde los quince años pero ha comenzado a hacerlo con mayor seriedad hace unos cinco años. Es un escritor aficionado a los relatos de terror, ci-fi, fantástico, y a toda aquella literatura que implique una ruptura con la realidad. Nos dice: “Siempre espero que mis cuentos aporten algo, que los lectores sientan, al finalizar la lectura, que no han perdido el tiempo, y que esos minutos que les ‘robamos’ sean compensados”.

Ya ha publicado en Axxón sus cuentos MÁQUINA DE SANGRE, LA VOZ EN LA PUERTA y ¡DE PIE, SOLDADO!


Este cuento se vincula temáticamente con EL OLOR A ORINA, de Eduardo Carletti; LA RE-EVOLUCIÓN DE LOS CHAMALEO D’OR, de Damián Alejandro Cés y LUNA DE ARENA, de Daniel Flores.


Axxón 226 – Enero de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ficción Especulativa : Evolución : Conciencia : Argentina : Argentino).