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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “264”

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Fraga

A Elena la persigue, desde siempre, una cara espeluznante. Una cara de mujer, que prefiere la noche pero no desdeña los intersticios negros del día, la tarde o el crepúsculo.

Semanas antes, Elena la vio mientras el colectivo pasaba por debajo de un puente. Cuando despegó la vista de su libro, esa cara abyecta la miraba desde el respaldo del asiento de adelante. Ella ya sabía contener sus reacciones, así que ahogó el grito que hubiese incomodado a los pasajeros. Pero nunca podría acostumbrarse a esas horribles visitas: ¿cómo mantenerse indiferente ante los ojos inyectados de sangre y enmarcados en pus? ¿O ante la carne podrida y los labios descascarándose en llagas púrpuras y rojas?

La cara suele aparecérsele, también, si en su departamento baja la tensión eléctrica. Basta un breve fogonazo de oscuridad —un lacónico parpadeo de las lamparitas— para que se encienda el espanto. Una noche, Elena llegó a pensar que el espectro intentaba hablarle. Pero costaba imaginarse palabras de este mundo brotando de aquella boca deforme, a la que además limitaban el movimiento sus propios colgajos, viles telarañas de carne. Y, en efecto, la cara jamás habló.

Antes de seguir convendría volver al pasado, años atrás en esta historia. Y contar cuando a Elena, de chica, su papá la obligaba a apagar el velador y dormirse, justo antes de cerrarle la puerta del cuarto y arrancarle así los últimos trazos de luz que le llegaban desde el living. Bajo la muda opresión de esas noches ahogadas, de ojos como afiebrados ventanales, ella terminó por considerar un alivio al momento en que la cara finalmente aparecía. Es que resultaba mejor verla de una buena vez que anticipársela durante horas sobre la funda verde de su almohada —aquel verde que brillaba de día, ahora envilecido por el sudor nocturno—. La expectación era el filo de un puñal jugando contra su garganta. Y, al final, Elenita sólo quería que acabara el juego, aunque más no fuese con el filo abriéndole ahí, en la garganta, una segunda boca de sangre.

Así y todo sobrevivió, con soterrada valentía, a las mil y una noches de su niñez. Del mismo modo ahora sobrelleva —entre escalofríos atenuados por la costumbre— sus años de adulta. Ya resignada a la fatalidad de las visiones, su vida es más o menos corriente, excepto por algunos comprensibles detalles: dormir con la luz prendida, llevar siempre una linterna en el bolso… Pero quien la imagine una freak de pelaje inhiesto y puntiagudo, con venas saliéndose de los antebrazos y ojos enloquecidos, se equivocará por mucho: Elena no carecía de belleza ni de encantos, y lo sabía. Llevada por esa convicción, atribuía a la espectral persistencia de aquella cara —que no pudieron expulsar neurólogos, psiquiatras, curas, médiums, curanderos ni chamanes— su incapacidad para comprometerse con cualquiera de sus amores.

Es que si Elena encontrase al hombre con quien pasar el resto de su vida, se vería obligada a contarle lo que hasta ahora sólo les había confesado a discretos profesionales de la medicina o la religión. Y esa responsabilidad le pesaba tanto como el secreto mismo.

Sí, porque resultaría insostenible ocultar por siempre la existencia de su acosadora. Pero, por otra parte, ¿qué hombre no la tomaría a ella por desquiciada después de que se la «presentase»? Si hay tipos que no pueden soportar la visita de su suegra o su cuñado, mucho menos tolerarían la convivencia con una especie de hada deforme de la que, para colmo, no habría otra evidencia que las descripciones de su esposa.

Y son esos pensamientos los que la aturden mientras camina hacia el drugstore de la estación de servicio. Elena fuma, pero muy poco. El Camel de diez que está por comprarse le hubiese bastado para dos días.

Es una tarde de sol, y esa circunstancia la protege de su inoportuna visitante. Anoche había decidido que actualizaría el ropero, y hoy salió a la calle con una sonrisa en la boca y su amex de platino en la cartera. Se sentía, claro, muy animada.

Hasta que se dijo «Sería agradable tener un novio al que mostrarle mi ropa nueva, aunque —salvo por la lencería erótica— a los hombres el tema los aburra. No importa, él me escucharía igual. Si me quisiera, eso lo toleraría.» A partir de ese comentario mental brotaron otros, como langostas del Antiguo Testamento, y la caminata de Elena se ha enmarañado de palabras inútiles.

Y quizá porque anda perdida en esas divagaciones —y en abrir el paquete de Camel que recién le dio el chico del drugstore—, apenas ve venir el descomunal vómito de fuego que la impacta de frente. Elena sacude los brazos en un estertor aparatoso, y los gritos de la calle se mezclan con los suyos y con el crepitar de las llamas fileteando las capas de piel, que ahora parecen las de una vela consumiéndose en cámara rápida.

Y como si aquel horror ardiente la hubiese penetrado hasta el cerebro, el marido y el hogar y el hijo y todas sus otras fantasías también se vuelven muñecos de manteca y se diluyen bajo ese sol repentino y desaforado. El mundo de Elena se prende fuego y explota. Cuando logran sacarle el incendio de encima, convulsiona en sordos alaridos de humo y huele a carne arrebatada.

Después le informarían —aunque a nosotros eso no nos concierne—l o que provocó el accidente en la estación de servicio, y por lo poco que ella se ha salvado. Y, durante sus caóticos recreos de morfina en el hospital, Elena recordará un libro de caballeros y dragones que leyó a los nueve o diez años, y se preguntará qué tan efectiva hubiese resultado en la vida real la protección de una armadura. ¿Y si en vez de tantos zapatos, medias de lycra o vestidos se hubiera comprado un armatoste de esos?

Pero aquellas escenas —ya lo dijimos— sucederían después. Lo que de inmediato sigue al fuego son borroneadas horas de dolor, y un pozo de inconciencia. Le llegan ráfagas de voces, como provenientes de cavernas lejanas. Voces que le dicen cosas incomprensibles. Y también le llegan manchones blancos que no asimila ni a los enfermeros ni a un hospital, porque ignora qué está pasando —qué está pasándole— y, más aun, a dónde la llevan.

Sólo sabe del ardor. Y también de un par de ojos aciagos, que hoy la contemplan desde adentro de sí misma. Y, por primera vez, la cara de su espectro —de aquel espectro que no es más que una cara— se le antoja triste. Como si la visión de tanto sufrimiento fuese capaz de conmover, incluso, a esa mujer-monstruo.

Escabroso y vano empeño implicaría narrar aquellos meses durante los que Elena es una cosa a la que no se puede aplicar ningún adjetivo. Algo a quien sólo le caben las vendas, las pastillas o las inyecciones contra el dolor. Apenas mencionaremos que la revolotean enfermeras solícitas y doctores esforzados. Por lo general, irrumpen en su habitación; pero a veces se limitan a asomar la cabeza para vigilarla, como hacía su papá cuando ella era chica, y él la sospechaba mirando tele en lugar de durmiendo.

En los días de visita, mamá le suelta una torpe retahíla de consuelos. Pero lo que el sentido de las palabras trata de negar se cuela por la garganta que las articula: la voz de mamá se oye rota. Y es que sabe cuan rota quedó la propia Helena después del fuego. Y Elena también sabe que, tarde o temprano, la atroz objetividad de un espejo va a mostrarle en quién se convirtió. Porque ya no será la que fue, de eso no hay dudas.

Aun así, desearía arrancarse las vendas. Ansía librarse de ese disfraz de momia que se le pega a la carne como una nueva y absurda piel.

Antes no detallamos el flagelo de Elena, y ahora nos evitaremos revelaciones que el lector acaso ya ha previsto. Bástenos decir que, una vez libre del vendaje, ella empieza a padecer las apariciones de otra cara. La primera vez que la ve, Elena todavía languidece en el hospital, esforzándose por entreabrir la boca y masticar el puré que le acercan con una cuchara. Hay un corte de luz, y —antes del cambio automático de fase que solucionará el inconveniente— unos segundos de total negrura. Durante ese minúsculo intermedio, y por detrás de la ahora indiscernible enfermera, Elena admira una suave piel y unos hermosos ojos y unos labios llenos de carne que mataría por hacer suyos. En especial, porque fueron los suyos. Y porque esa es —claro— su cara antes del accidente. Pero no la de ahora, sino la de hace mucho, cuando Elenita no había aprendido siquiera a atarse los cordones.

Y tras esa cara atisba otra novedad: un escenario. Reconoce la casa de sus padres y, en concreto, la pieza de sus años infantiles. La siente como el cielo desde el que ella se cayó; o, más bien, desde el que la empujaron.

No habrá dicha para Elena, nunca más. Y ella lo sabe. Pero también sabe que cada hendija negra le permitirá, mientras dure, pasar a ese otro mundo a recobrarlo todo: a recobrarse a ella misma. Y disfrutará cada vez que atormente a esa nena repugnante, que le usurpa la risa y el pelo y la piel y la hermosa almohada de funda verde.

Sí, la mocosa no se la va a sacar de encima nunca: su persistencia superará —incluso— la de las llamas cuajándose en su piel. Aquellas llamas que se tragaron su hermosura y vomitaron al monstruo que ahora la mira desde cada espejo, con ojos que brillan de perverso entusiasmo.

 

 


Alejandro Baravalle nació en Buenos Aires, en 1981. Es profesor de Lengua y Literatura, además de continuo lector y ocasional escritor de cuentos fantásticos. Desde hace poco más de un año participa en el Taller de corte & corrección y es miembro de La Abadía de Carfax: círculo de escritores de horror y fantasía fundado —al igual que el taller— por el escritor y maestro de escritores Marcelo di Marco. Un cuento con su firma aparecerá en la próxima antología de este grupo.

Este es su primer cuento publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LA VISITANTE, de Gustavo Di Pacce.


Axxón 264

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Apariciones : Argentina : Argentino).