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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “266”

 

 

 

Vivimos en mundos cuya percepción termina de completarse dentro de nosotros: de alguna forma, todo es subjetivo. Si por casualidad lo fantástico se inmiscuyese en lo cotidiano, lo primero que haríamos sería dudar de nuestros sentidos, o confundirlo con locura, propia o ajena. Está loco, decimos. Es una locura, sentenciamos, y eso alcanza para tachar de la existencia un hecho de maravilla. Algo parecido pasa con el terror, sea el imaginario o el causado por un elemento de la realidad.

Pero como toda moneda, esto tiene dos caras: hay veces que una idea «loca» engendra maravillas. Otras, el más escalofriante terror.

Los relatos a continuación tienen algo de eso, y debemos juzgar nosotros qué porcentaje de cada elemento le corresponde a cada uno.

Dany Vázquez

 

 

 

LA MUERTE DE LA CIENCIA FICCIÓN – Marcelo De Lisio
Argentina ARGENTINA

 

Yo entiendo que todos tenemos problemas: soy una persona muy comprensiva. Por ejemplo, en cualquier momento me echan de mi trabajo (mi familia no sabe nada). ¡Pero es una nave espacial!

Hace dos semanas ellos dieron el primer paso: una conmovedora nave espacial plantada en nuestro diminuto cielo. Pero a nadie pareció importarle. Lo primero que se me ocurrió que iba a ocurrir era un primer encuentro con los mejores científicos del planeta, un ejército internacional, o al menos algo de sorpresa y fascinación. Pero nada de eso. Mi mujer estaba histérica (y eso que no sabe que en cualquier momento pierdo mi trabajo).

—¡Gente, están ahí! —decía Elsa, señalando la gigantesca nave suspendida en el aire—. ¡Una terrible obviedad! —gritaba después. Pero los vecinos no se molestaban en mirarla.

Hubo casos justificados, por supuesto. Por ejemplo el de Walter y Zulma, y quizás el de Rodrigo. Como dije, soy una persona comprensiva. El Walter se estaba armando la casa, y la verdad que no es fácil lidiar con los albañiles.

—No caen ni tres gotas y no vienen a trabajar —me repite cada vez que paso por la obra. Y, la verdad, le concedo esa preocupación.

Por otro lado, Zulma, pobrecita, estaba medio jodida de salud. Justo cuatro días antes de aparecer la nave (no fue la entrada más espectacular tampoco; demasiada neblina flotaba en el pueblo), justo cuatro días antes empezó a estornudar asquerosamente sangre y baba, y ahí nomás la llevaron al hospital. Inmediatamente todos nos fuimos para allá. Walter llegó después porque tenía que controlar a los albañiles y amagaba llover, y es entendible…

Lo de Rodrigo es más debatible, un poco por mi culpa, ¿pero y el resto?

Los chicos del barrio casi no la miraban. Se la pasaban con esos celulares todo el día.

¡Ojo!, no soy de esos viejos que no se adaptan a los cambios culturales. Reconozco que la nave en sí no era tan impactante como los juegos que circulan por Internet u otras cosas de la realidad, como la inflación. Además, confieso que mi primera gran decepción fue la poca iluminación de la nave. Recuerdo agarrármela con los faros de la canchita de fútbol del Turco que molestaban la visibilidad, aunque con el tiempo me di cuenta (no soy terco como dice mi mujer) que a nuestros visitantes le faltaban un par de luces delanteras. ¡Pero eso no quita que era una nave espacial!

Creo que el que más me decepcionó fue mi hijo, Javier. Tiene trece años, y a esa edad una nave espacial no puede pasarse por alto. Vimos miles de películas de ovnis juntos y ¿saben lo que me dijo? «Me aprietan con las materias en la escuela». Lo peor es que tenía razón, porque ni novia tenía el pobre de tanto estudiar. Ese día igual discutimos y nos dejamos de hablar. Dos semanas después comprendí lo que me decía cuando fui a la reunión de padres de la escuela. Qué presión tienen los chicos, ¡veintitrés materias anuales!

Creo que mi hijo también es uno de esos casos justificados, aunque lamentablemente los dos, mi hijo y yo, somos personas orgullosas y ninguno buscó un acercamiento.

Como dije, el de Rodrigo, mi cuñado, es más debatible, y es un poco mi culpa. ¿Por qué? Un día lo fui a buscar a su taller mecánico y me dice que no ve nada.

—¡Mentira! —le dije yo—. Si la nave es más grande que tu taller, Rodrigo.

Pero mi cuñado me mató con la respuesta (y tenía razón): —¿Qué taller? —me dijo con lágrimas en los ojos—. El banco me lo está por quitar.

Acepto que mi comparación no fue oportuna y no le insistí más con el tema. Fue mi culpa.

Sinceramente no sé qué hacía la NASA o las otras organizaciones sobre el caso. Lo cierto es que nos enteramos que se había organizado un programa de televisión para conocer a los visitantes de la nave.

Ese día peleamos con mi mujer (últimamente anda muy contestadora y casi le digo que en cualquier momento me quedo sin trabajo): ¡Quería participar! Si algo nunca me gustó es ver a mi mujer maquillada. Andaba todos los días arreglándose el pelo. Decía que tenía que representar un personaje, que iban a estar encerrados cinco meses, y que la gente tenía que votar quién seguía en la nave y quién se iba.

Mi mujer había caído muy bajo.

Lo que más me preocupó en ese momento es qué iban a pensar los extraterrestres cuando advirtieran que su primer contacto con la civilización humana era una mujer pintarrajeada, seleccionada por un grupo de televidentes consumistas, con un marido ausente que había dejado que todo esto pase.

Gracias a Dios, mi peor pesadilla no se hizo realidad. Nadie vio el programa televisivo. Ni siquiera llegaron a seleccionar a los integrantes de la nave. A raíz de esto, mi mujer dejó de ser histérica (un progreso), pero perdió el interés en la nave espacial y, como consecuencia, ahora no tengo con quién hablar de estos temas.

Hace dos días que lo veo y me saluda. Está arriba, en la cabina, y es de color verde (nada inesperado). A veces nos sostenemos la mirada unos minutos largos y siento que me dice algo… algo como «¿Y, para cuándo vienen a saludar?», y me da vergüenza ajena. No son un grupo de música extranjera, o una nueva versión de la película del Hombre Araña; ¡son seres de otro mundo! Y a nadie parece importarle.

Ayer comencé a hacer algo terrible. Y es que no sé qué más hacer para posibilitar un encuentro con nuestros visitantes. Me siento mal, pero lo hice. Doy vueltas por el barrio y hablo con los vecinos. A la noche lo encontré a Rodrigo haciendo la mudanza de su taller mecánico y le dije: —Rodrigo, mirá que el extraterrestre de arriba te está mirando a tu mujer. Es más, creo que hace rato que se ven.

Lo dije en tono grave, seguro de que el extraterrestre sentiría vergüenza de mí en ese momento, pero igual lo hice.

Sembré comentarios y rumores de todo tipo para que se fijen en aquella silenciosa nave (que no me explico cómo a esa altura no se ha ido a otro planeta más interesado en su presencia). «En la parte trasera de la nave figuran los números de la lotería de mañana», «Según el color de la nave, mañana llueve o está soleado», «Desde que está la nave subió mucho la inseguridad y hay más robos. La policía debería investigarla» o «Nos falta uno para completar el equipo, ¿jugarán éstos?», y señalo la nave con una media sonrisa.

A pesar de mis esfuerzos, nadie pareció interesarse por la nave. Así pasaron los meses y ninguno se acercó a nuestros visitantes del más allá. De a poco fui perdiendo el interés. A los extraterrestres no le quedó otra que bajar a vernos…

Ni bien le comunique a mi familia que posiblemente me despidan, me pongo a averiguar dónde sería eso.

 

 

 

 

DER RATTENFÄNGER – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

En junio de mil doscientos ochenta y cuatro, Hameln estaba infestada de ratas.

Los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de ellas, aún después de haber recurrido a los más afamados alquimistas de la comarca. Cierto día se hizo presente un músico extraordinario, pero misterioso, que decía venir de la vecina Hadessen. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio. Desesperados, los habitantes aceptaron. El Virtuoso estaba acompañado por un séquito de diez sirvientes y pajes, que montaron su enorme órgano tubular y lo dispusieron en la Plaza Mayor, cinco chantrés, cuarenta integrantes del coro; y, claro está, seis diáconos y un deán.

El Músico se sentó al frente del instrumento y durante dos días, de continuo, entonaron motettos, discantos, conductos, gymels, faux-bordones, duplos y triplos, rondellós, hoquetos, responsorios, canons, ave verum corpus, imitaciones y fugas, tropos y secuencias. Costó mucho, pero al final de la segunda jornada, la plaga había dejado Hameln rumbo al río Wesser.

El Cazador de ratas exigió el pago, pero los habitantes de Hameln no pudieron reunir la fortuna acordada. Con parsimonia, el músico ordenó a su cohorte que se alistase nuevamente. Otra vez se sentó frente a su órgano, suspiró y descargó sus manos sobre las teclas. El tritono prohibido «Mi contra Fa», el diabulus in música, atronó el aire. Chantrés, coro, diáconos y dean se travistieron en trouvés y juglares cazurros, ministriles, goliardos, minneängers, saltimbanquis, equilibristas, meretrices y bailarinas. De sus viejas carretas sacaron sus instrumentos: rabés, fídulas, cornamusas, zanfoñas, arpas, cémbalos, laúdes, cornetas, chirimías, sacabuches, añafiles, trombettas, flautas de pico, alboques, traveseras, bombardas, dulzaínas, caramillos,~cromornos, bajones, darbukas, tamboretes, panderos, carrillones, olifantes, buccinas, crótalos, vihuelas, orlos, cornettos y pífanos; la mayoría de ellos censurados por la Santa Madre Iglesia.

Durante otros cinco días entonaron baladas madrigales, virelays, frottolas —villanellas, villottas, strambottos y barzellettas— y caccias, cançós, sirventés, laudas, cántigas y canciones del alba, lays, canciones de mal casada y canciones del trabajo, pastorellas, estampiés, tençós y hasta jarchas y moaxacas. Bailaron basse danse, salterello, danse macabre, branle y tresque, carolas, y tantas otras danzas prohibidas desde las olvidadas bacanales del pasado. Bebieron vino, cerveza, hipocrás, claré, hidromiel, sidra~y perada expropiados de las casas de la ciudad. Se emborracharon hasta caer y escandalizaron a todos con sus gritos, sus obscenidades y exhibiciones orgiásticas.

Al fin de la séptima jornada, cansados de tanto vicio y vulgaridad, alarmados por tanta ostentación demoníaca, los buenos vecinos de Hameln negociaron con los varegos del rey noruego Magnus el sexto; y les vendieron, como esclavos, ciento treinta de sus niños.

Cuando le hubieron pagado, el Músico ordenó a los suyos que desmontasen el gran órgano, guardasen los instrumentos y se preparasen para partir.

Dejaron la ciudad el veintiséis de junio, día de los santos Juan y Pablo.

Acamparon en Emmerthal, a un día de marcha de Hameln. Dos de los sirvientes del Músico se adelantaron, con una gran carreta, hasta Ottenstein y se detuvieron a unas trescientas yardas de distancia de las puertas de la ciudad. Allí liberaron el cargamento de ratas.

En julio de mil doscientos ochenta y cuatro, Ottenstein estaba infestada de ratas y los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de ellas. Cierto día se hizo presente un músico extraordinario, pero misterioso, que decía venir de la vecina Hameln. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio.

 

 

Ilustración de Lou

 

 

SANGRE MALDITA – Natalia Andrea Cáceres
Argentina ARGENTINA

 

En el año 1047 un demonio asolaba la región de Mandsae. Quienes lograban sobrevivir a sus feroces ataques, y podían contarlo, quedaban aterrorizados. Pero Serbenhi, el hechicero, buscó una solución. Distribuyó un poderoso brebaje entre la población, a cada uno de ellos, ya que no se podía saber quién iba ser la próxima víctima. Los habitantes de la región bebieron sin preguntar cuáles eran los ingredientes. Entre ellos estaba la propia sangre del hechicero, poderosa sangre santa.

Y el demonio atacó.

La víctima fue recordada como un mártir entre los pobladores de Mandsae, quienes desde ese día vivieron en paz.

La bestia, con su cuerpo dormido —no era posible matarlo, ningún ser vivo poseía el conocimiento para lograr dicha empresa— fue arrastrado hasta el fondo de una laguna por Serbenhi. Allí enterró la mitad del cuerpo y lo enredó entre las raíces de un árbol. Le costó mucho tiempo y esfuerzo; terminó agotado. Pero sabía que era imperioso que nadie lograra moverlo de su lugar de descanso.

El hechicero descansó tranquilo. La única manera de que el demonio despertara sería entrando en contacto con su poderosa sangre de hechicero, mezclada con ciertos hongos de su reserva secreta.

Aún así, montó junto a la laguna un precario puesto de vigilancia, dejando indicado que le comunicaran de inmediato a él y su familia el más mínimo indicio que revelara actividad en las aguas.

Pasaron los años y no hubo novedad.

El puesto de vigilancia se fue ampliando con la llegada de la civilización a la pobre región de Mandsae.

Siglos más tarde se había convertido en una vivienda, y ya nadie recordaba la función original de la edificación, convertida en un caserón pintoresco.

Sobre la laguna construyeron un puente de madera. El paisaje no podía ser más diferente al que fuera allá por el principio de milenio.

 

Sucedió una noche entre 1960 y 1980; nadie parece querer recordarlo con precisión. Hubo una reunión en la casona junto a la laguna. Una fiesta llena de jóvenes desenfrenados en la que las sustancias ilegales circulaban sin límite.

En plena madrugada, muy pocos de los concurrentes lograban mantenerse en pie. El dueño de la casa, un joven impetuoso y sin temor a nada, se desafió a sí mismo a cruzar la laguna de lado a lado de un solo salto. De más está decir que su mente obnubilada por los estupefacientes no tenía noción de la distancia. Habrá que aclarar el hecho de que se olvidó de que existía un puente.

El joven tomó carrera y al llegar a la orilla probó el salto más largo que le permitieron sus piernas. No fue suficiente, por supuesto. Su cara dio de lleno contra el puente, cortando su vuelo, volándole un par de dientes, quebrándole el tabique y precipitándolo inconsciente en las aguas frías y oscuras.

Bendita inconsciencia.

Nunca podría haber sospechado el hechicero Serbenhi que, poco más de novecientos años después de la gran hazaña de poner a dormir al demonio, la gente utilizaría sus preciados hongos como alucinógenos. Menos aún imaginar que su único descendiente vivo se precipitaría estúpidamente de cara contra un puente, inundando las aguas de la laguna con sangre contaminada con los hongos que habían narcotizado al voraz demonio.

En las oscuras aguas de la laguna, un par de ojos se abrieron, despidiendo una tenue luminiscencia rojiza que se intensificó al oler la sangre y el cuerpo inerte precipitándose hacia él.

El primer bocado en casi un milenio.

 

 

Ilustración de Lou

 

 

SUEÑO Y LABERINTO – Alexander Cruz-Aponasenko
Ucrania UCRANIA

 

Desperté, me sentía muy cansado. Las 7 en punto. Salí de la cama y fui al baño. Me duché, cepillé mis dientes y me puse desodorante y un poco de colonia. Volví a mi cuarto, me vestí y me puse mi reloj en la muñeca izquierda. Tomé mi bolso de la mesa del living y salí de mi departamento con las llaves en la mano. Hoy sería el día.

Llegué al trabajo y pensé un poco en ella. ¿Cómo se sentiría cuando me hubiera ido? ¿Me extrañaría? Realicé algunas tareas sin importancia para un mundo sin trascendencia. Después de algunos descubrimientos las cosas cotidianas pierden importancia, pero no necesariamente encanto. Saludé a mis compañeros y ellos a mí. Terminé la jornada. Estaba listo.

Revisé el mapa en la guía. Tenía que tomar el colectivo 809 y bajarme en la calle Hidalgo; después tenía que caminar seis cuadras en dirección al este y encontraría la calle Libertad. Era curioso que se llamara así.

Tomé el colectivo 809. Mi corazón latía con fuerza. Llevaba unos sándwiches en el bolso y una botella de agua. No sabía lo que habría del otro lado pero francamente no me importaba. Solo quería salir. Si moría de hambre o de sed igual habría valido la pena.

Miraba las caras de los otros en el colectivo. Muchas veces pensé ¿por qué no les importaba? ¿No se sentían incómodos? ¿No se daban cuenta? Había dejado de tratar de convencer a los más cercanos, nadie lo creía y no quería terminar en un psiquiátrico. Pero nunca dejaba de causarme asombro lo pasivos que eran, lo conformes que estaban, la manera plácida y ciega en la que vivían. Haciéndose felices con objetos inútiles, con conversaciones autocomplacientes, con sueños fabricados por otros.

Me bajé en Hidalgo y caminé las seis cuadras. Mi emoción aumentaba; sentí un leve temblor en mis manos y en mis rodillas, mi boca se secaba. Llegué a Libertad. Una hilera de casas de dos y tres pisos funcionaba como muro, no se veía nada detrás. Miré de nuevo el mapa en la guía. Mostraba que hacia el norte, a dos cuadras, había un cruce con la calle Villavicencio. Caminé las dos cuadras. No estaba el cruce.

Revisé el mapa de nuevo. El cruce no estaba, solo la hilera interminable de casas. Caminé varias cuadras más hacia el norte. Los cruces indicados en el mapa no existían, solo la larga calle con sus casas de dos y tres pisos. Una mezcla de nerviosismo y excitación me hacía dar vueltas la cabeza. Sabía que tenía razón.

Quizás habría caminado en la dirección equivocada. Deshice mis pasos y caminé hacia el sur, varias cuadras. Cada tanto revisaba el mapa en la guía y encontraba que las calles indicadas no estaban allí. Caminé muchos minutos. Solo la calle y la hilera de casas.

Traté de asomarme a uno de los muros. Adentro había personas, comiendo, viendo la televisión, hablando. Toqué el timbre de una de las casas. Una voz habló por el portero eléctrico. Saludé y pregunté qué había del otro lado de la casa. Varias veces cortaron; en un par de ocasiones las personas me dijeron que otras casas, de sus vecinos. Otros me dijeron que una tal avenida Tesla. La avenida Tesla estaba del otro lado de la ciudad, según el mapa. Tuve ganas de llorar. Corrí por la calle, solo casas. Toqué un timbre y pregunté a quien me contestó hace cuanto vivía allí. Toda la vida, contestó. Seguí corriendo, sentía que mi corazón iba a explotar y que mi cabeza palpitaba; sudaba y respiraba con dificultad.

No había ninguna calle que cortara, no había forma de atravesar. Corrí frenéticamente. El sudor me empapaba la ropa, sentía que había espuma en mi boca, sentía los ojos en llamas, me dolía la cabeza, todo el cuerpo. ¿Cómo podía ser? ¿Nadie más lo veía? Me desplomé contra una pared y rompí a llorar. Lloré largo rato, hasta que mis parpados empezaron a cerrarse.

Desperté, me sentía muy cansado. Las 7 en punto. Salí de la cama y fui al baño. Me duché, cepillé mis dientes y me puse desodorante y un poco de colonia. Volví a mi cuarto, me vestí y me puse mi reloj en la muñeca izquierda. Tomé mi bolso de la mesa del living y salí de mi departamento con las llaves en la mano. Hoy sería el día.

 

 

 

 

Y UNA A LA IZQUIERDA – Hugo Ramos Gambier
Argentina ARGENTINA

 

Aquí estoy, aguardando que la calesita me devuelva a mi nieto.

Me siento en uno de los bancos a esperarlo, y me viene un vago recuerdo de aquella primera vez que saqué la sortija. Fue en esta misma plaza, en la vieja calesita, que ocupaba el mismo espacio que ahora ocupa esta otra: moderna y reluciente.

Una semana antes, pasé toda una tarde estudiando los movimientos de don Felipe, el calesitero. Descubrí que hacía un rápido juego de muñeca: dos vueltas para la derecha y una a la izquierda.

Con el abuelo practicamos desde el domingo hasta el sábado siguiente. Practicamos y practicamos cómo engañar a don Felipe y sacarle la sortija.

Y, finalmente, llegó el gran día.

El abuelo durmió la sagrada siesta dominguera, se levantó y fue a afeitarse. Me gustaba verlo mojar la brocha en agua tibia, pasarla por el jabón y pintarse la cara con la espuma blanca. Y lo que más me gustaba era cuando giraba una rosquita y la máquina se abría como una flor, y él colocaba la Gillette. La de paquete azul, siempre. Luego se afeitaba silbando algún tango.

Esa tarde, se puso el traje blanco a rayas y el sombrero Panamá. ¡Que facha tenía el abuelo!

Me tomó de la mano y rumbeamos para la plaza. Cada vez que caminábamos por las calles del barrio, me contaba alguna historia de campo.

El abuelo hablaba. Y yo, ese día, no podía prestarle atención: iba concentrado en la sortija.

Llegamos.

No quedaba ni un caballito libre, ni un autito, ni un bote, nada. Hasta los caños estaban ocupados. ¡Todos ocupados! Había hasta dos o tres pibes agarrados a un solo caño.

Y don Felipe hacía de las suyas con la sortija.

El abuelo me guiñó un ojo y sonrió.

—¡Pibe! —me dijo con una palmadita en la espalda—. La tarde es tuya.

Y compró un solo boleto.

—Las demás vueltas te las das gratis —me dijo.

Y no erró. Me subí a la calesita, y dejé pasar un par de vueltas antes de poner en marcha mi plan.

Don Felipe hacia sus amagues, yo los míos mientras esperaba el momento propicio. Era un juego de estrategia y engaño, era un mano a mano entre el viejo y yo.

Miré al abuelo y lo vi que me hacía una seña.

¡Había llegado el momento!

Me aferré a uno de los caños, incliné mi cuerpo hacia fuera y, cuando estuvimos cara a cara, lo vi a don Felipe haciendo su famoso jueguito de muñeca.

Dos vueltas hacia la derecha, conté. Y le hice un amague y dejé la mano quietita. Cuando giró para la izquierda, él solito solito me puso la sortija en la mano.

Juro que nunca, jamás de los jamases, voy a olvidar esa cara de don Felipe, su cara de ese momento.

El abuelo saltó del banco como un resorte, y arrojó el sombrero Panamá por el aire.

Yo, con los brazos extendidos hacia arriba y la sortija en la mano, me sentí girando en cámara lenta.

Feliz, como si hubiese hecho un gol de media cancha, ese domingo me cansé de andar gratis en la calesita.

Y me acuerdo que al domingo siguiente, camino a la plaza, el abuelo y yo nos encontramos con el Nene Carrizo. O el narigón Carrizo, como le decían en la escuela.

—¿A dónde van? —nos gritó desde la vereda de enfrente.

—A la calesita. ¿Venis?

—No —dijo bajito, como con vergüenza—. Mejor me voy para casa.

—Venite, dale —insistí—. Venite que vamos a dar unas vueltas gratis.

—¿Qué? —Largó una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Gratis!

—Venga, m’hijo —dijo el abuelo—. Venga que le vamos a enseñar cómo agarrar la sortija.

Y ahí le contamos el secreto.

 

Con el tiempo la calesita desapareció, y con ella toda la magia y el encanto que deslumbró a grandes y chicos de épocas no tan lejanas. También se fueron las voces y las historias que quedaron grabadas en el espacio-tiempo. Ese que viene a mí y se reproduce en mi cabeza cada vez que recorro los rincones de esta plaza.

Hoy, después de tantos años, con la flamante calesita, la plaza vuelve a cobrar vida. El olor a pochoclo recién tostado, a manzanita caliente cubierta de caramelo, me devuelven los recuerdos.

Volvieron los payasos a la plaza, los globos. Hay ahí un par de barriletes, que miran majestuosos desde el cielo con sus largas colas de trapo, con una gran panza de hilo chanchero, por donde viaja escrito algún secreto en una hoja de papel arrugado.

 

Aquí sigo, sentado en el banco, aguardando que la calesita me devuelva a mi nieto.

Llegamos a eso de las cinco de la tarde, a la misma hora que solíamos venir con el abuelo.

Tiziano subió a uno de los caballitos —siempre fueron mis preferidos, y también ahora lo son de él—. Y yo me senté en uno de los bancos, con la cámara de fotos preparada.

Sorpresa la mía al ver que, en la primera vuelta nomás, el nene sacó la sortija.

Suerte que justo estaba probando cómo se veía por la lente de la cámara y pude fotografiar el momento.

Cuando dio la vuelta, me preparé para otra foto. Pero el caballito volvió solo.

Salí corriendo al otro lado de la calesita pensando que se había caído, y no lo vi por ningún lado.

Recorrí la calesita, gritando «Tiziano, Tiziano». Y le pregunté a la gente, que miraba como si nada. Entonces, corrí hasta la boletería, y le dije al muchacho, que mi nieto sacó la sortija y desapareció al dar la primera vuelta.

El joven, compenetrado con su teléfono celular, levantó la vista y me miró de mala gana.

—¿Usted también? —se quejó—. ¡Por favor! Ya les dije a las otras personas que no tengo calesitero. No hay nadie con la bendita sortija.

Me puse a discutir con el muchacho que no paraba de darle al «me gusta» del facebook.

—¿Cómo que no tiene calesitero? Yo le tomé una foto y todo.

Saqué la máquina y la busqué.

Y, ahí…

…ahí no estaba Tiziano. ¡El de la foto era…! Era… ¿yo?

Sí, en la foto estaba yo —el yo de unos seis añitos, el día que saqué la sortija— y don Felipe, igualito al de mis recuerdos.

Mareado, pegué la vuelta. Volví a rodear la calesita como buscando algo. Y ahí me acordé de mi nieto.

—Tiziano —grité bajito—. ¡Tiziano!

Un señor sentado en uno de los bancos me hizo señas con la mano, me acerqué.

—Es inútil —dijo—. Él no lo ve, solo algunos podemos verlo.

—¿¡Cómo!?

—El boletero no sabe nada —siguió el tipo—. Dejalo. Él vive en un mundo virtual que solo abarca una pantallita de cuatro pulgadas. Estos pibes de ahora pierden ese aparato infernal y se quedan huérfanos.

Yo no podía apartar la mirada de la calesita, del caballito vacío.

—Tiziano —volví a llamar.

—Tranquilo, amigo —dijo el tipo.

—Es que mi nieto…

—¿Desapareció? ¿Tu nieto desapareció? ¿Sacó la sortija y desapareció?

—¿Y usted cómo sabe?

—Es que solo algunos podemos verlo.

Giré, miré al tipo a la cara.

—Así es —repitió—. Solo algunos, como vos y yo, que vivimos aquella época podemos verlo.

—¿A quién?

—¡A don Felipe! ¿A quién, si no?

Y ahí, detrás de aquellos lentes marrones, reconocí la famosa nariz del Nene Carrizo.

—¿Sos vos, Nene? ¿No viste a un chiquito de camperita azul?

Él me sonrió con esa sonrisa de costado que le hacía un hoyuelo, como cuando éramos pibes.

—¿Con esta nariz? —me contestó—. ¿Quién otro voy a ser? —Y nos dimos un fuerte abrazo—. Todavía me acuerdo de aquel día, cuando me enseñaste a sacarle la sortija al viejo.

—Se me perdió mi nieto, Nene. ¿No lo viste?

—Quedate tranquilo —me dijo—. Vení, sentate.

Tomé asiento. Me recosté contra el respaldo del banco y encendí un cigarrillo.

Y ahora aguardo que la calesita me devuelva a mi nieto, miro y veo la difusa figura de una mano… Una mano en el aire que sostiene el balero de la sortija. Hace un juego de muñeca: dos vueltas para la derecha y una hacia la izquierda. Varias manitos asoman borrosas desde la calesita.

El sol castiga fuerte a la plaza.

El Nene Carrizo, a mi lado, me dice algo:

—¿Me escuchaste? —eso dice—. Mi nieto también sacó la sortija y desapareció. Pero no te preocupes, ya nos pasó antes: cuando terminen de dar la vuelta gratis, aparecen de nuevo.

Me quedo tranquilo, y me acomodo el sombrero Panamá que me dejó el abuelo.

 

 

 

 

SÓLO CONFÍO EN MIS GATOS… – Yoyita Margarita
Venezuela VENEZUELA

 

En las sombras del mundo
Los rostros de paz,
No los hay.
Viendo
El anochecer campestre
Puedo pasar toda la vida
Escribiéndote,
Viendo tormentas de sol,
Puedo estar horas
Sin luna,
Más no sin sol,
Puedo estar cerca
De las estrellas,
Más no dejar
De ver al día siguiente
La luz solar,
Puedo vivir en el campo
Viendo la luz,
Entendiendo
De vacas y pollitos,
Razonando su situación,
Queriéndoles
Como me enseñaron
Mis padres,
Seguir puedo
En el camino de la luz.
Seré feliz,
Buscaré el amor
En ojos del sol,
En brazos que me abracen
Y en el campo
De sus abrazos
Seré feliz,
No habrá obstáculos,
No esfuerzos cardíacos,
No concluir porque sí,
No será el futuro peor,
Aunque envejezca,
Porque sé vivir con la luz,
Me llena el trueno,
Lo he ganado,
No me hace daño,
El rayo resucita en mí,
La inteligencia,
Sagacidad
Y es estar cuerda,
Me rige Marte,
Y por eso de arriba abajo
Soy hija del sol,
Mis sueños son solares,
Mis pasos solares,
Mi siempre, solar,
Mi meta,
El sol,
Siempre, siempre,
Siempre,
Nunca no,
Siempre,
Solar.
Que trabajen ellos el viento
Que tanto esclaviza mi ser
Que muevan
Sus huesos de arcilla
Y saquen productos
Que hacer,
Que corran de prisa
Porque van a perder,
Que muevan su esqueleto
De arena,
Que desharé,
Que se maten, pueden,
Nada ganarán ya,
Que se muevan en eso,
Pero que a mí
Me dejen en paz.
Su recompensa será
La sombra,
La oscuridad,
Mala vejez
Y perdida del sol.
Son todos iguales,
En idiosincrasia
Falta de elegancia,
En cerrados como urnas,
Son igualitos,
En arrogancia
Ante los pobres,
En complicidad
Y en todo lo
Que se me olvida,
Con simpleza lo cuento,
Son todos iguales,
No hay excepciones,
No hay franqueza
Que demuestre
Su integridad,
Son iguales,
Capaces de lo peor,
Por eso debo
Seguir siendo yo,
La que mejor baila salsa.
Ni un pellizco de su mal,
Ni un poquito de sus miradas,
Ni un perdón,
Ya no perdono,
Ni un amén,
No voy a misa,
Ni una caricia,
No las necesito,
Es mi reto,
Son iguales,
Y yo,
No quiero ser
Como ellos.
Por eso, me quedaré
Solamente con mis gatos.

 

 

Ilustración de Lourdok

 

 

IMPLACABLEMENTE SUYO – Luciano Sívori
Argentina ARGENTINA

 

Estimado Dr. Álvarez:

 

Su prolongado silencio ha disparado un estado de alarma en mí, un perspicaz sentido de la realidad que me rodea y —si se me permite agregar— la íntima certeza de que mi situación lo ha apartado al fin. Soy un hombre enfermo, usted lo sabe mejor que nadie. El cerebro me juega malas pasadas, las ideas se enredan, se tropiezan unas con otras. Hoy me miré al espejo y mi reflejo me guiñó un ojo. Escucho golpes secos, ásperos, que llegan desde una de las habitaciones. Pum. Pum. PUM. Algunas noches, los gritos no me dejan conciliar el sueño.

Estoy perdiendo la cabeza, doctor. Es preciso que regrese de su viaje, o de donde quiera que esté. Necesito volver a convertirme en su sujeto, que conversemos… Por favor, no me deje solo y desamparado. Necesito que me cure.

 

Implacablemente suyo,

Benicio Martínez.

 

 

Querido Dr. Álvarez:

 

Han pasado tres interminables días desde que le hice llegar mi primera carta. Aún no he recibido señales de su parte. ¿Qué clase de psicólogo abandona a su paciente de esa manera? ¡Qué falta de profesionalismo! Y pensar que lo elegí a usted entre muchos, por sus referencias intachables, su amplia experiencia con personas como yo. Usted me convenció, me juró que me iba a ayudar. «Únicamente se necesita un minúsculo rayo de luz para apaciguar a la oscuridad», me dijo.

¿Y? ¿Dónde está? ¿De vacaciones con aquella colega suya? Sé que andan juntos, los he visto. ¿Qué clase de persona cambia su trabajo, sus responsabilidades, por un efímero encuentro sexual? ¡Usted es un sinvergüenza, eso es lo que es! Mientras tanto, yo vagabundeo entre paredes que no me atrevo a cruzar. Las voces no se detienen, los gritos… esos golpeteos doctor. PUM, PUM, PUM. Esos golpeteos…

No se olvide de mí, lo necesito.

 

Impacientemente suyo, y como siempre,

Benny Martínez.

 

 

Dr. Álvarez:

 

He llegado a la conclusión de que su silencio equivale al abandono. Al leer los detalles mencionados en mis epístolas anteriores, ha de entender que mi condición viene en desmedro. Déjeme mencionar otro punto que quizá ya sea obvio: estoy perdiendo la paciencia. Le recomiendo que tome un lápiz entre sus manos de inmediato, antes de que esta amistosa charla de amigos se arruine en serio.

 

Ben M.

 

 

Estimado Dr. Álvarez:

 

¡He sido un estúpido! ¿Y si siempre quiso comunicarse conmigo pero no encontró la forma de hacerlo? Con esta nota le adjunto un lápiz y una hoja en blanco. Espero su pronta respuesta.

 

Atentamente,

B.M.

 

 

Sr. Benicio Martínez:

 

Desgraciado hijo de puta.

Espero que se pudra en el infierno. No voy a excitar su pervertida imaginación dándole el gusto de seguirle el juego. Pero como experto en el área de las patologías, aprovecharé los últimos instantes de mi vida para especificarle su estado psicológico y brindarle un consejo para la resolución de su desdicha.

Usted tiene una condición médica que desde el principio se ha gestado en lo profundo de su alma: está loco. Está completamente LOCO, y desquiciado, y esquizofrénico. Es un peligro para la sociedad y merece ser enviado directamente al paredón.

He gritado, encerrado entre las cuatro paredes de su hogar, balbuceando palabras imposibles debido a la venda que me limita el habla. He dado cabezazos a la puerta innumerable cantidad de veces. He rezado. ¡No sabe cómo he rezado! Finalmente me convencí de la verdad: aquí voy a morir. He hecho las paces con ello…

Al terminar esta breve nota, el lápiz afilado que me ha brindado con tanta amabilidad atravesará mi garganta. La sangre, desparramada por todo el cuarto, correrá por su cuenta.

En cuanto a usted: lo mejor que puede hacer es volarse los sesos, maldito infeliz.

 

Por siempre suyo,

Dr. Diego Álvarez.

 

 

Honorable Dra. Suárez:

 

Me he enterado del infortunio de su compañero en profesión. Debo decir que lamenté mucho el nefasto incidente. Ciertamente, un analista puede llegar a situaciones aberrantes sin que su paciente se percate. Mi más sentido pésame; sé que ambos eran cercanos.

A riesgo de sonar fuera de lugar, es mi deber notificarla que mi tratamiento con el Dr. Álvarez ha quedado inconcluso, y que él ha aconsejado que —de sucederle cualquier cosa— usted estaría en capacidad de continuar con mi terapia. Nada me haría más dichoso en el mundo. Ya he arreglado con su secretaria para tomar un turno, así que asumo que nos veremos muy pronto.

 

Implacablemente suyo,

Benicio Martínez.

 

 

 

 

DEPARTAMENTO 19 – Rubén Caballero Petrova
México MÉXICO

 

I

 

Departamento 7

 

Los gritos del departamento 19 despertaron a Julián. Miró su reloj 3:13 am. La garganta le dolía, probablemente estuvo roncando. Frotó sus ojos con la yema de los dedos. Creyó oír el grito de una mujer joven.

 

Departamento 13

 

Alejandra lo escuchó también, abrazó su almohada y se sumergió en las sábanas. Vio una película de terror antes de dormir.

 

Departamento 21

 

Isis paró de menear su sexo sobre la pelvis de Rodrigo. Los dos se pusieron de pie y se acercaron a la ventana, el departamento 19 tenía las luces apagadas, estaban seguros que los gritos venían de ahí.

 

Escaleras del edificio

 

Gustavo, con la vista borrosa, trataba de subir ebrio. No sirvió aferrarse al barandal de las escaleras, resbaló y abrió su labio inferior del golpe. No escuchó nada en toda la noche.

 

 

II

 

—¿Escuchaste los gritos en la madrugada? —preguntó Isis a Julián cuando se encontraron al día siguiente.

—No —dijo Julián sorprendido, él olvidó haber despertado a las 3:13 am.

—Escuché el grito de una mujer y una niña, después oí la risa de un hombre —dijo Isis haciendo una pausa y señalando la ventana del departamento 19—, viene de ahí, avísame si escuchas algo.

Julián asintió. Al entrar a su departamento abrió la ventana, prendió su computadora y buscó una página pornográfica.

Alejandra tenía una cita y bajaba apresurada cuando un grito de niña la hizo detenerse. Los cristales del departamento 19 atrapaban a la oscuridad en su interior, no logró ver nada.

El cielo agitado hizo que Gustavo subiera por su ropa a la azotea, el grito de la niña lo sorprendió, buscó entre los ventanales del edificio y en uno de ellos vio ropa interior de mujer amontonada en un lavadero; en su regla, pensó. La ropa tenía manchas de sangre.

 

 

III

 

Julián abrochó sus pantalones, tomó una navaja y subió las escaleras. La ventana del departamento 19 ahora tenía luz. Simuló ir a la azotea y pasó lento por el balcón, había un montón de plástico y garrafones de agua vacíos. Escuchó el grito de una mujer joven y una risa burlona. Quería tocar a la puerta y preguntar si todo iba bien pero tenía miedo. Al bajar intentó ver a través de la cortina de la ventana y esta vez vio en un rincón una mesa de madera, una chica sentada en una silla y un hombre muy cerca de su rostro. La mujer agitó sus manos al aire y gritó una vez más, el hombre se hizo hacia atrás y dio una carcajada. Julián por temor a ser visto huyó.

 

 

IV

 

En los días siguientes los gritos se escucharon a distintas horas. Isis informó al encargado del edificio y éste dijo que en el departamento 19 vivían dos señoritas, prometió revisar por la tarde. No lo hizo, no son mis problemas, pensó. Alejandra quiso llamar a la policía, descolgó el teléfono, lo miró unos segundos y lo depositó en su lugar; es mejor no meterse. Gustavo no le dio importancia cuando escuchó una vez más a la mujer, prendió su consola de videojuegos, misión de mierda, te voy a pasar.

 

 

V

 

Julián espió desde las escaleras intentando ver algo cada ocasión que podía, sus instintos despertaban una adrenalina formidable. En la cuarta noche logró ver a una niña completamente desnuda, amortajada en la silla, siendo quemada con un cigarro que el hombre le presionaba en su piel; la mujer joven estaba en el piso, parecía inconsciente. Los ojos de Julián se agudizaron, la poca luz le atraía cada vez más y una sensación en la entrepierna le estimulaba a quedarse. Cada grito le erizaba su miembro, deslizó su mano bajo el pantalón y frotó su sexo frenéticamente. La niña lloraba dentro y el hombre reía; tomó del cabello a la mujer en el suelo y la arrastró contra la silla, sujetó su rostro y ella abrió los ojos, parecía que intercambiaron unas palabras. Juntos voltearon a la ventana y vieron a Julián.

 

 

VI

 

—Los vecinos escucharán nuestros gritos maldito bastardo —dijo Estefanía tratando de incorporarse del piso; las mallugadas partes de la piel le ardían, su voz era débil.

—Sí, lo harán —dijo el hombre sonriendo, mientras la jalaba del cabello contra la silla; ahí Daniela sollozaba.

—La policía vendrá por ti —dijo Estefanía.

—No vendrán, a nadie le importa realmente. Sólo a nuestro invitado —dijo señalando la ventana.

Los dos giraron su rostro.

 

 

VII

 

Julián trató de correr escaleras abajo pero la puerta del departamento 19 se abrió de inmediato.

—No le hago daño a mis fans —dijo el hombre en la puerta—, te he visto todas las noches. —Su rostro tenía una sonrisa encantadora—. Entra, puedes divertirte con las dos zorras. ¿A quién le importa?

Julián entró al departamento y desabrochó sus pantalones.

 

 

Ilustración de Lou

 

 

SUICIDIO – Rolando Revagliatti
Argentina ARGENTINA

 

¡Pero no, gordo!… ¿¡Cómo te voy a mentir!?… dice la mujer. Pero te digo que no. Bebe de una copita chata y de vidrio violáceo que contiene licor de menta. Gordo, pero… Huele el licor. ¿¡Cómo no voy a saber!?… No te pongas pesado, gordo. Bebe. Gordito, oíme, decíme algo lindo, mirá que me enojo. Huele. Mirá, gordo, que no. Que terminamos. ¿Sí?… ¿Te creés que sos el único?… Bebe, corta la comunicación telefónica, apoya la copita en un estante donde se apilan discos y vasijas, conecta el contestador automático. Resuelve no estar para el gordo. Sobresaliendo de debajo del contestador, tienta a la mujer una carta fechada hace seis años, sábado como hoy. También garuaba.

«Con quién estarás comiendo pizza ahora, que yo estoy solo y no sé qué hacer con las manos, me pica todo. Y vos por ahí, loqueando entre los morrones, dejándote arrastrar por las aceitunas y la Teem. Dejála a Lavalle, qué tanta trasnoche. Vení a rascarme. Vení a ocupar el lugar de mi colchón, y yo también, no importa en qué orden. Qué no es posible entre nosotros. También podemos comer la pizza acá, sobre la alfombra. Ocupáte de mí, traéte, recordáme en mis mejores momentos. No vive ni muere por vos…»

Con carta y copita, una en cada mano, va hasta la cocina. Bebe un resto de licor y deposita la copita en la pileta. Enciende un mechero con el Magiclic y tras juguetear (amenazar) a que quema-no quema la carta, la quema. Tararea y se aplica colorete mirándose en el espejo del botiquín. Orina con parsimonia antes de salir del baño, llevándose el colorete. Busca determinada cartera blanca y grande en el placard del dormitorio. La encuentra y deja el colorete dentro de ella. Extrae una foto y recorre la imagen con el pulgar.

Un «concheta». Un «rocador». Me erizo. Me erizaba. No hay nada que hacerle. Es así… ¡Marrano! ¡Un buen animal!… ¡Qué lo tiró!… ¡Si hasta estaba como feliz!… Da vuelta la foto. Lee: «Cuarenta y dos». Cuarenta y dos… ¿qué? Con magnífica sonrisa: ¡Ah!…: veces. Repara en un libro sobre la cómoda, debajo de agendas en desuso. Lee la dedicatoria.

«Esto para que me perdones. No sé qué me pasó. Ando mal. Quiero que me dejes quererte. Cuando sirvo para algo, sólo sirvo para eso. Tengo ganas de llamarte con diminutivos. Si me dejás, lo haría. Nada menos que yo. Sos la primavera.»

Busca entre las hojas del libro. Encuentra una flor seca. Exclama: ¡Todo el folklore! ¡Todo el pintoresquismo! Huele la flor. Pero es… es…, yo me lo creo. Mientras mete la flor entre las hojas del libro, vuelve a exclamar, ahora con entonación campera: ¡Adeeeentro!… Con la cartera, la foto y el libro llega al living. Se sienta sobre un almohadón. Saca de la cartera una foto con un moño insertado en una punta. La rompe por la mitad. Guarda en la cartera la mitad con el moño. Mira la otra mitad. Deja la media foto en el suelo. Busca en la cartera. Saca varias fotografías. Mira la que está encima.

¡Instantáneo cuando bailaba!… Humedece su labio inferior. Mi primer negro. Con «voz de negro»: ¡Hermosuuuura!… Musita a la fotografía: ¿Dejamos de bailar, acaso?… ¿Alguna vez?… La deja al lado de la primera foto. Mira la que está encima de las que tiene en la mano. El espectacular estúpido. Y todo así. Deja esa foto encima de la anterior. Pone la fotografía de más abajo de las que tiene en la mano, encima de todas. No es divertido dice. Otro mastodonte. Fija su atención en el teléfono. Ya no. Vuelve a la foto. Una semana. Una pingüe semana. Mira la foto que está debajo. Mira la siguiente. Mira la siguiente. Mira la siguiente. ¡Uy, los pibes!… Los pibes y los viejos. Mira la foto que está debajo. Mira la siguiente. Saca un cigarrillo rubio de un atado que extrae de la cartera. Y saca un encendedor. Prende fuego a algunas fotografías que tiene en la mano y a las que están en el suelo, en la pila. Ahora… yo, decide. Va al baño, se lava las manos y regresa con una piedra pómez. Se sienta sobre el almohadón. El cigarrillo entre los labios, y aun entre los dientes, sin encender. Desabotona su blusa. Desprende su corpiño y lo desacomoda. Se toma un seno. Seno tatuado: corazón con una flecha atravesada y un par de iniciales. Besa el tatuaje. Comienza a frotar la piedra pómez sobre el tatuaje. Ahora… yo. Luego, deja la piedra pómez en el suelo. Toma la media fotografía. La mira. Toma el encendedor. Le prende fuego. Deja eso. Toma la piedra pómez. Frota sobre el tatuaje. Ahora… yo. Deja la piedra pómez en el suelo. Toma el colorete. Aplica colorete sobre el tatuaje. Deja el colorete en el suelo. Toma la piedra pómez. Ahora… yo. Frota sobre el tatuaje. Mira la piedra pómez. Frota sobre el tatuaje.

 

 

 

 

CRIMEN LITERARIO – Natalia A. Cáceres
Argentina ARGENTINA

 

—Escribí algo espantoso… —dijo—. Siento como si hubiese cometido un crimen…

 

«Tu cadáver derrumbado en medio de la habitación me observa con unos ojos vidriosos, que ya no me conmueven. Una gota de sudor brota de mi frente, símbolo de un esfuerzo casi imperceptible.

Apenas te desplomaste en el suelo, impuse más presión, hundiéndote el puñal hasta el mango.

«Puñal»… suena bien… suena traicionero…

El asombro de tu rostro fue apenas mayor que cuando me escuchaste decirte «te amo», sólo que sin sarcástica sonrisa esta vez. Entonces de a poco te quedaste inmóvil. Extraje el puñal, porque era mío. La sangre era tuya, pero me parecía tan irreal como ajenas mis manos.

Te tomé la cabeza entre mis brazos y te miré de cerca… tan de cerca como nunca lo había hecho antes. Y me pareciste una cáscara vacía.

Tu mirada se quedó fija en algún lugar lejos de mi alcance, mi comprensión y mis ganas. Una mosca sobrevoló el frío desierto de tu frente, se posó allí, serena en su hábitat y terminó por componer un paisaje nefasto pero inevitable.

Si tan sólo pudiera reducirte a un montón de escombros…

Extinta la luz que animaba tu espíritu, pasaste a ser sólo una despatarrada marioneta sin hilos. Tez sombría, máscara de cera, no queda un resquicio en mi interior de aquella ternura que solías provocar con suma facilidad.

Me acomodo en un rincón, dibujo rojos espirales con el dedo sobre el suelo mientras tu cuerpo inerte yace en mitad del páramo de mi vida…

Si pudiera asesinar tu recuerdo literalmente y no sólo literariamente…»

 

—Escribí algo espantoso… siento como si hubiese cometido un crimen… —dijo, con los ojos muy abiertos y las manos manchadas de sangre.

 

 

Ilustración de Lou

 

 


AUTORES:
 

Marcelo De Lisio es profesor de Historia de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente vive en Apóstoles, Misiones, donde trabaja como docente. Siempre le fascinó la ciencia ficción (aunque no está del todo seguro de apegarse estrictamente al género). ¿Quién habló de robots? y otros cuentos es su primer libro publicado. Los escenarios, los personajes, las temáticas y los paisajes del libro son producto de su vida en un pueblito chico, religioso y rural, en el que pensar la ciencia ficción es tener que pensar en la familia, las costumbres del pueblo y los grandes espacios verdes, antes que en los avances tecnológicos o la posmodernidad.

 


 

Daniel Frini: Ingeniero, escritor y artista plástico argentino (Berrotarán, Provincia de Córdoba, 1963) Fue redactor y columnista en varias revistas, En 2000 publicó «Poemas de Adriana» (Ed. Libros en Red, Buenos Aires); y tiene dos libros de cuentos, a punto de ser editados en papel: «El Diluvio Universal y otros efectos especiales» y «Manual de autoayuda para fantasmas». Colabora en varios blogs y ha sido publicado en e-zines, revistas digitales y en papel y en varias antologías en Sudamérica, Estados Unidos, Canadá y Europa. Ha sido traducido al inglés, francés, italiano, portugués y uzbeko. Fue distinguido con varios premios literarios, participó como jurado en varios concursos literarios y prologó varios libros.

 


 

Natalia Andrea Cáceres (nacida en Buenos Aires en 1977) escribe desde que tiene memoria. Esta afición se manifestó en su vida casi con tanta intensidad como su amor por la lectura. En 1992 recibió una Mención Honorífica en el Concurso de Ciencia Ficción y Fantasía para alumnos de la Escuela Secundaria del CACYF. En la actualidad ha publicado una novela corta «Sed».

 


 

Alexander Cruz-Aponasenko nació en Ucrania, pero a los cinco años de edad se mudó con sus padres a Colombia. Luego, en 2007, se radicó en la Argentina. Psicoanalista, trabaja en diversos lugares públicos y privados, y la mayor parte de su escritura ha estado dedicada a esa especialidad, coordinando incluso talleres de ensayo orientados al psicoanálisis. Es un apasionado de la ciencia ficción, gran amante de las obras de Phillip K. Dick, Jorge Luis Borges y H. P. Lovecraft, y hace un par de años comenzó a escribir cuentos de ciencia ficción y fantasía de manera regular.

 


 

Hugo A. Ramos Gambier: Argentino. Ciudad natal: Pellegrini (1962). Escribe cuentos del género fantástico, Ciencia Ficción, y Terror. Algunos de sus cuentos están publicados en las revistas: Fantasía Austral de Chile, Cosmocápsula de Colombia, Valinor de España, Alfa Eridiani de España y Axxón de Argentina. Recientemente fue publicado en una antología de cuentos de la editorial Dunken. Forma parte del taller literario de Claudia Cortalezzi.

 


 

Yoyita nace en Caracas, Venezuela en 1970. En 1986 se muda a Madrid y se licencia en Imagen y sonido. UCM 1990. En 1998 se doctora en periodismo. USC. Desde 1990 trabaja en tv y radio. Actualmente publica relatos y poemas dedicados a los animales y para su beneficio si lo hubiere. Ha escrito siempre pensando en ellos y pide un hueco en revistas de Internet para publicarlos. Emblogrium, Entrelineas, Zamora Spirit y Pluma y Tintero, se lo han permitido.

 


 

Luciano Sívori nació en 1987 en Bahía Blanca (Argentina) y es Ingeniero Industrial. Vive de su profesión y es profesor universitario, pero sus verdaderas pasiones son la escritura, el cine, la filosofía y los libros. Comparte sus cuentos, notas literarias, cultura y reflexiones cinéfilas a través de su blog.

Ha escrito guiones, cuentos, obras de teatro y artículos de interés general. Su cuento «A veces vuelven» obtuvo la 2da mención de honor en el Concurso Literario de Cuentos «Horacio Quiroga» (2013). Su cuento «Implacablemente suyo» obtuvo el 2º Premio~en el género~cuento~del 1º Certamen Literario «Dr. Juan Atilio Bramuglia». Por su parte, «Castillos en el cielo» recibió Mención Especial en el Concurso Internacional de Antología Digital «Los Elegidos 2014», organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano.

En junio de 2013 se publicó su primera novela «Un verano para recordar») a través de la editorial bahiense EdiUNS. La novela abarca varios elementos sociales contemporáneos referidos a la juventud y da espacio para la intervención de aspectos filosóficos que forman parte de las creencias del autor y sus experiencias de vida.

 


 

Rubén Caballero Petrova, (nombre verdadero Iván Carmona Salazar). Nació el 16 de marzo de 1991 en la ciudad de Puebla, México.

Escritor mexicano, mochilero, músico y youtuber. Estudió la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y formó parte del taller de Creación Literaria en la Universidad Iberoamericana.

Viajó por el centro del país como mochilero en el año 2013. Ha publicado en la revista Hojarasca de la Universidad Iberoamericana, colaboró en el fanzine Revolución 15 y en la revista electrónica Letras y letras. Creador del canal Rubén Caballero «Caballero Caminante». en Youtube.

 


 

Rolando Revagliatti nació el 14 de abril de 1945 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina.

LIBROS PUBLICADOS en soporte papel: «Obras completas en verso hasta acá», «De mi mayor estigma (si mal no me equivoco):», «Trompifai», «Fundido encadenado», «Picado contrapicado», «Tomavistas», «Propaga», «Ardua», «Pictórica», «Desecho e izquierdo», «Sopita», «Leo y escribo», «Del franelero popular», «Ripio», «Corona de calor» (poesía); «Las piezas de un teatro» (dramaturgia); «Historietas del amor», «Muestra en prosa» (cuentos y relatos); «El Revagliastés» (antología poética personal), «Revagliatti – Antología Poética» (con selección y prólogo de Eduardo Dalter). Estos libros cuentan con ediciones electrónicas, así como también sus cuatro poemarios inéditos en soporte papel: «Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo», «Infamélica», «Viene junto con» y «Habría de abrir», disponibles gratuitamente para su lectura o impresión en su sitio web.

 

 

 

Axxón 266
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).