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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “266”

PERÚ

 

 

Acompañado por la soledad y el silencio, me hallaba en el estudio de mi casa estrujando mi cerebro, tratando de que fluyeran las ideas para liberar a mis imaginarios demonios, fantasmas y monstruos que —según mi entender— trataban de salir de su prisión humana, ansiosos por contar sus perversiones y malignidades —entre otras historias escalofriantes—, y volarían prestos con fluidez a mis manos, poseyéndolas, utilizándolas como intérpretes de sus más perniciosos, tenebrosos y sacrílegos deseos; trayendo consigo todo el horror, perversión, miseria y crueldad que es capaz de residir en la mente humana, teniendo como freno solo la capacidad de su imaginación.

Sentado en el sillón de cuero negro del escritorio frente al ordenador, mis dedos se mantenían en alerta sobre las clavijas, aguardando la orden de mi mente para empezar a presionar los botones y así llevar a cabo la familiar melodía: el monótono tip, tap, tip, tap… que indicaba cómo iban llegando las ideas, produciendo un cuento, una historia que llenara mis expectativas literarias. Pero continuaban inmóviles. Los pulgares descansaban inertes sobre el armazón de plástico gris y el resto de los dedos seguían estirados como alas de una mariposa de carne, cubriendo parcialmente el teclado. Los impulsos eléctricos emanados por la parte superior de mi cuerpo aún no transmitían un mensaje adecuado que les indicase cuál de éstos debía ponerse en acción, y así transformarse en palabras que dieran sentido a lo que trataba de hacer. La pantalla cuadrangular continuaba impertérrita, devolviéndome la mirada como si se burlara de mi falta de ingenio, que me impedía plasmar algo coherente. Al menos una oración, una frase, tan solo una miserable palabra que ayudara a mi musa a escapar de su cárcel; del terreno yermo, de la mazmorra oscura y vacía en que se había transformado mi creatividad.

No conseguía ponerme en contacto con mis demonios, ni entidad espeluznante alguna. Al parecer no los podía escuchar; se hallaban dormidos o simplemente no tenían deseos de narrarme algunos de sus blasfemos y deletéreos cuentos. Ni siquiera un maldito fantasma atinaba a pronunciar un triste Buuuu…, o arrastrar cadena alguna que, con su ruido metálico y escalofriante, me hiciera reaccionar. ¡No se me ocurría nada!

Word me mostraba su rostro pálido, anodino e inanimado en una guisa de ironía silenciosa; retándome a llenar su hambre de letras y palabras mediante la pequeña raya vertical que aparecía de manera intermitente, al ritmo de las pulsaciones de mis venas, de una manera acompasada y sin detenerse. Ese diminuto símbolo hacía mofa de mi ausencia de ideas, y podía escucharlo claramente, diciéndome al oído, mediante un susurro cargado de sorna: «No puedes. No tienes talento, no puedes, no puedes…»

Traté de eliminar esas ideas y eché mi cabeza hacia atrás, y cruzando mis brazos sobre el pecho comencé a observar el techo del despacho. A través del tragaluz de vidrio, me percaté de que algunas gotas provenientes del cielo iban aterrizando sobre la cúpula semitransparente y se deslizaban con lentitud, descendiendo a lo largo de sus paredes de cristal en un aburrido peregrinaje hasta el techo de mi vivienda. Así me mantuve por unos segundos, hasta que, por fin, aquella ligera y relajante llovizna cesó; por lo cual volví la mirada hacia el monitor. Entretanto, el cursor me ofrecía una vez más su guiño sardónico y desafiante.

Descorazonado, me levanté del asiento y decidí por fin alejarme de casa para buscar algo de inspiración.

Una vez afuera noté que las calles se hallaban prácticamente vacías —algo normal, ya que era domingo por la tarde—. El cielo aún continuaba opaco y los rayos del sol lo atravesaban precariamente. Para mi sorpresa, como por arte de magia, unas hermosas líneas curvas multicolores habían surgido dando vida al lienzo melancólico e inanimado en que se había transformado el firmamento, atravesando la ciudad; empezando por el lado derecho de donde me encontraba y culminando hacia el otro extremo, allá en la distancia.

«Después de todo», me dije, «ha sido una buena idea salir a despejarme…»

Sin perder tiempo, subí a mi vehículo y tomé rumbo hacia donde creía que finalizaba aquel fenómeno natural. Sabía que no iba a llegar hasta ahí, pero quizás el recorrido ayudaría a que me alcanzara algún tipo de iluminación; a que surgiera de pronto una epifanía que me diera luces para superar el bloqueo mental en el que me hallaba.

Seguí manejando por las calles hasta llegar a la autopista. Algunos automóviles circulaban a través de aquellas vías de asfalto gris desplazándose en sentido contrario, mientras iba dejando atrás a los pocos que transitaban en mi sentido.

Como autómata conducía el coche, sin reparar en lo que tenía a mí alrededor. Me devanaba los sesos tratando de hallar esa historia; esa ilación de eventos que se convertirían en algo coherente y, quizás, interesante. Más allá, unos grandes conos de plástico con franjas circulares de color naranja y blanco, rematados por intermitentes luces amarillas, bloquearon mi trayecto. Un letrero luminoso verde con letras blancas indicaba que la vía estaba cerrada, obligando a tomar el camino que se abría hacia la derecha. Giré en ese sentido para continuar avanzando sobre la angosta carretera de una sola dirección. Presioné el botón de encendido del reproductor de discos compactos y de inmediato me llegó aquel maravilloso y casi sobrenatural retumbar de tambores y trompetas, en unión de un coro de ángeles y demonios —compuesto por voces masculinas y femeninas—, entonando las primeras hermosas y escalofriantes líneas de la poderosamente sobrecogedora: «O Fortuna«, perteneciente a la colección «Carmina Burana» del compositor alemán Carl Orff, que decía:

 

«O Fortuna… (O fortuna…)

velut luna,… (como la luna,…)

statu variabilis» (variable de estado» )

semper crescis (siempre creces)

aut decrescis; (o decreces;)

vita detestabilis (Que vida tan detestable)

 

Era imposible mantenerme indiferente ante el despliegue de majestuosidad y misterio. Podía sentir como se levantaban los vellos de mi cuerpo al escuchar la combinación de instrumentos de percusión, viento, cuerdas y demás que, aunados a las voces de tenores, sopranos y barítonos, ejecutaban la soberbia y enérgica melodía cargada de suspenso. Llevándome a diversos lugares, haciendo volar mi imaginación…

 

«…Hac in hora («…En esta hora)

sine mora (sin tardanza)

corde pulsum tangite; (toca las cuerdas vibrantes;)

quod per sortem (porque la Suerte)

sternit fortem, (derriba al fuerte,)

mecum omnes plangite!» (Llorad todos conmigo!» )

 

Veía la carretera pero no estaba concentrado en ella. Mi mente alzó vuelo y comenzó a viajar, creando las más fantásticas visiones, estimuladas por aquella música, que parecía haber sido la llave que por fin me ayudaba a liberar las historias que tanto me costaba encontrar.

Entretanto seguía mi marcha por la carretera, imaginaba un antiguo y abandonado cementerio, conformado por derruidas cruces de piedra cubiertas de moho y tierra, en donde el suelo estéril y árido no permitía que floreciera vida alguna. Allí estaba yo; enterrado en una fría tumba, acompañado solamente por gusanos y otros insectos que se habían servido de mi cuerpo, consumiendo mi carne muerta. Y ahora, con el paso del tiempo, me había convertido en un montón de huesos secos y descoloridos; e intentaba huir de aquella tumba miserable golpeando el techo de mi carcomido ataúd, tratando de volver a la vida…

No me percaté en qué momento concluyó la música. Estuve divagando mientras duró la ópera, alejándome de la ciudad, al tiempo que el arco iris se convirtió en un recuerdo; del mismo modo que la claridad del día iba desvaneciéndose y ahora el atardecer anunciaba la llegada de la noche. Sin darme cuenta, transcurrieron casi dos horas desde que salí de casa. Debía continuar por el improvisado camino hasta encontrar una salida que me permitiese tomar el rumbo de vuelta a mi hogar. Al vehículo le quedaba un poco más de medio tanque de gasolina, por lo que no tendría problemas; al menos por el momento. Supuse que en cualquier instante encontraría otra ruta que me permitiría regresar, o que hallaría antes una estación de gasolina donde recargar combustible; e incluso, quizás, tomar una taza de café.

Continué mi marcha por treinta minutos más; el velocímetro indicaba que iba a cien kilómetros por hora. No pude ver ningún otro vehículo y la luna comenzó a emerger mientras el cielo se iba volviendo cada vez más oscuro. Hasta ese momento creía que no estaba perdido, solamente debía tomar la vía contraria para volver, pero todavía no hallaba la salida, por lo que empecé a inquietarme. La aguja roja del combustible iba girando con rapidez hacia la izquierda, en un indeseado encuentro con la letra «E», que significaba quedarme varado en un lugar que no conocía y me forzaría a llamar a mi compañía de seguros para que enviaran ayuda.

«Claro», pensé, «día domingo, y a esta hora probablemente van a tardar bastante».

Tuve que encender las luces para seguir avanzando a lo largo de aquel carril desolado y sombrío, dividido únicamente por una línea blanca segmentada en el centro, que iba despareciendo bajo la parte frontal de mi vehículo, que la tragaba como una bestia voraz. Esa discontinua franja ambarina y el asfalto oscuro eran las únicas muestras de civilización en aquel caliginoso e íngrimo camino. Los frondosos árboles a los lados de la carretera —creo que eran robles— ocultaban lo que se hallaba detrás, a la vez que escoltaban el pavimento negro. De pronto, ocurrió lo que temía: La luz amarilla indicadora de falta de combustible se encendió, acompañada de la campanada de alerta. Me quedaba gasolina apenas para avanzar algunos kilómetros hasta detenerme.

«Maldición», pensé, «sin combustible y lejos de casa».

Dudaba si era aconsejable continuar por esa ruta o llamar al servicio de auxilio. Pero no tenía muchas ganas de quedarme en aquel sitio apartado y fosco, así que me decidí por continuar, con la esperanza de que la suerte me favoreciera…

Unos minutos más deslizándome por aquel triforio extenso, penumbroso y recóndito, y sucedió lo inevitable. El coche empezó a perder fuerza y velocidad al igual que un corcel al que le abandona la energía luego de una larga marcha sin descanso, agua o alimento, cayendo fulminado en el sitio. Se detuvo sin tener que aplicar los frenos. Traté de encender el motor pero nada sucedió. Miré mi reloj de pulsera y constaté que eran las ocho de la noche. Molesto conmigo mismo por la estupidez de aventurarme en este paraje tan alejado y desconocido, apagué los faros frontales y presioné el botón de las luces de emergencia. Como luciérnagas rojas y amarillas, los diminutos faros comenzaron a iluminar de manera intermitente el asfalto y la vegetación a mí alrededor. Tomando el teléfono móvil de su funda llamé al número de emergencia de mi compañía aseguradora. Luego de un par de minutos de escuchar una horrible música y marcar múltiples opciones, por fin me respondió una voz femenina que sonaba cansada y aburrida.

—¿Sí?

—Buenas noches mi nombre es…

—¿Cuál es su emergencia? —me interrumpió la mujer.

—Estoy accidentado, me he quedado sin gasolina.

—¿Cuál es su número de póliza?

Encendí la luz interna de mi coche y, hurgando en la guantera, encontré la documentación.

—Ocho, seis, ocho, nueve, nueve, nueve, uno. Por favor, necesito que envíe…

—Un momento —dijo la empleada, colocándome en espera. Otra vez la fastidiosa melodía.

«¡Con un demonio!», me dije, tratando de calmarme, ya que esa mujer era mi única salida.

Para colmo de males, mi móvil emitió dos pitidos, la indicación de falta de carga y que en cualquier instante se podría apagar. Mientras tanto continuaba escuchando la música chillona, exasperándome. Así pasaron cinco minutos que para mí fueron cinco horas de angustia, pensando que en cualquier momento quedaría incomunicado. Eso significaría permanecer en aquel paraje a esperar que apareciera alguien, o dormir en el coche hasta el día siguiente.

—¿Dónde se encuentra? —dijo la voz al otro lado de la línea.

—Exactamente no lo sé. Tomé un desvío hacia la derecha en la autopista número nueve en sentido Este, a la altura del kilómetro treinta y seis, y he avanzado por casi tres horas en línea recta.

—Necesito su ubicación. Algún punto de referencia.

Al borde de la desesperación, y con la furia a punto de hacerme explotar como una olla a presión, repliqué, molesto: —Leacabo de decir que no tengo idea de dónde me encuentro, pero con las referencias que le he dado, al personal de soporte vial no le costará hallarme. Las luces intermitentes de emergencia están encendidas…

—Dígame dónde está —insistió la mujer sin inmutarse.

Fuera de control, le espeté fuera de mí:

—¡LE HE INDICADO EL ÁREA DONDE ESTOY DETENIDO, NECESITO QUE VENGAN Y ME REMOLQUEN. YO…!

—No estoy sorda así que no necesita gritar… —fue lo último que escuché decir a la mujer, y la comunicación cesó. La batería del móvil se había agotado y no tenía idea de si la operadora enviaría el auxilio.

Sentí una mezcla de sorpresa, rabia e impotencia, que descargué golpeando con fuerza mis palmas abiertas contra el volante: «¡Estúpida! ¡Incompetente!», brotaron las palabras de mi boca, desahogando mi rabia. Mis manos se hallaban rojas a causa de mi ataque de furia y temblaban por el torrente de adrenalina que circulaba por mis venas. Pero luego comencé a respirar profundamente. Tomé conciencia de la situación y me dije que debía tener paciencia. No sabía si la empleada enviaría la ayuda, o quizás algún vehículo aparecería y sus ocupantes me prestarían auxilio. Por lo que me dispuse a esperar, con la convicción de que alguna ayuda iba a surgir de las tinieblas de un momento a otro…

Permanecí en el asiento por espacio de treinta minutos sin ver un solo automóvil, así que opté por empezar a caminar. Trataría de hallar un lugar donde conseguir ayuda o una casa donde me permitieran utilizar el teléfono. Descendí del vehículo, abrí el compartimiento de la maletera y coloqué el triángulo de seguridad fosforescente en la parte de atrás, a unos cuantos metros del coche. Luego, mirando a mí alrededor, solo pude observar oscuridad. Alumbraba apenas el reflejo de una menguada luna y las luces intermitentes de emergencia, que parecían los destellos de una nave extraterrestre en la inmensidad del espacio sin fin. Era imposible no verlas desde lejos, ya que el camino era recto y parecía la guarida de una gran fiera, macabra e interminable, coronada por un techo gris donde el redondo satélite era un farol a punto de extinguirse, haciendo esfuerzo por no ahogarse en aquel mar tenebroso de nubes que amenazaba con tragarlo en cualquier instante. Mosquitos y otros insectos zumbaban a la distancia, tratando de identificar aquel extraño gigante que había entrado en sus dominios. Los bichos pasaban a mí alrededor sin detenerse, evitando mis manos, que se afanaban en alejarlos de mi rostro, orejas, cuello y brazos. Pronto los más atrevidos y hambrientos no dudaron en posarse sobre mi piel, introduciendo sus probóscides como sorbetes para obtener un bocado de sangre caliente que saciara su apetito. Algunos de ellos tuvieron la muerte súbita del rápido golpe con mi mano abierta. En cuestión de segundos, más de una treintena de estos minúsculos vampiros me utilizaron como alfiletero. Tenía que ponerme en movimiento, ya que quieto allí estaba sirviendo de banquete a ese ejército ávido e invisible. Por tal motivo, y sin más vueltas, como precaución comencé a caminar a un lado de la vía, entre los árboles y la orilla del asfalto, debido a que podía aparecer un coche y si su conductor no me veía a tiempo acabaría arrollado. Así que continué bordeando la carretera, acompañado por el ataque constante de los bichos, que no cesaban en su afán de drenar mis fluidos vitales, y los ecos de mis pisadas contra el duro pavimento, que rebotaban contra los árboles y me daban la certeza de mi nefasta soledad…

Ahora lo que se suponía una «salida» para inspirarme y lograr crear una historia de suspenso y terror había desaparecido de mi cabeza. Estaba concentrado en conseguir un poco de combustible que me permitiera volver a mi hogar. Me hallaba estancado en medio de la nada y pensaba en la inquietud que le iba a causar a mi familia.

«Si al menos pudiera comunicarme con ellos…», pensé con pesadumbre y consternación.

Luego de cuarenta y cinco minutos de marcha, absorto en mis pensamientos, y con el ardor en mi rostro y brazos producto de las picadas de los dípteros, sonreí con ironía, recordando mi medida de precaución. «Un coche saliendo de la nada y arrollándome…. Pero si no pasa un alma por aquí», me dije. Esta parecía una senda abandonada que nadie transitaba desde hacía tiempo. No había letrero alguno e, inclusive, ya no había una línea fraccionada de tránsito al centro del pavimento. No me percaté en qué momento había sucedido eso, pero ya no estaba.

Mis piernas comenzaron a dolerme, y el resto de mi cuerpo empezaba a dar señales del cansancio por la larga caminata. Mis energías estaban menguando, a la vez que tenía la boca seca y mi cuerpo se hallaba empapado de sudor. Volteé a mirar hacia atrás y pude percatarme de que apenas se podían ver las luces de mi vehículo. Mi coche estaba siendo absorbido por la noche, encogiéndose hasta casi desaparecer; y solo podía percibir su presencia por aquellos pobres reflejos que parpadeaban en un afligido y desesperante pedido de socorro…

Sin aviso, el aroma de la vegetación se vio sobrepasado por un extraño hedor. Era un olor a herrumbre y moho que hería el olfato, acompañado de una corriente de viento frío que comenzó a colarse a mi izquierda, por entre los árboles, haciéndome estremecer de pies a cabeza, trayendo consigo una lluvia de hojas secas y tierra que se estrellaron contra mi cuerpo, penetrando mi nariz y mi boca forzándome a cerrar los ojos por momentos. El sabor acre y salado de lo que se introducía entre mi paladar y lengua me causaba náuseas, y la irritación en mis ojos, un molesto escozor, me hizo lagrimear. Parecía que estuviera envuelto en un remolino que me impedía avanzar. A la vez, las hojas y ramas chocando entre sí producían un bramido peculiar y sorprendente, cual lamento de un furioso animal herido. Cubriendo mi rostro con los brazos a fin de proteger mis ojos, aceleré la marcha para alejarme de aquella súbita y atemorizadora corriente de aire que me había atrapado entre sus frías redes. Hasta que la dejé atrás.

Escupiendo con fuerza pude liberarme del puñado de grama, tierra y —supongo— algunos insectos que tenía en mi boca, y pasando el dorso de la mano sobre mis ojos conseguí ver mejor. Sin embargo, aquel extraño hedor permanecía impregnado en mi cuerpo. Intenté sacudir las ramas y suciedad que cubrían mi vestimenta, pero no pude quitarla por completo. La tierra junto a la humedad emanada de mis poros formaron una especie de capa que se me adhirió como una costra. La exigua iluminación solo me permitía apreciar que mi cuerpo se hallaba cubierto de un color oscuro y áspero al tacto. Me sentía como si estuviera enfundado en un traje almidonado y maloliente. Sentía frío, hambre y sed.

Concentrado en tratar de buscar la forma de regresar a mi hogar, en un principio no entendí la seriedad de mi situación. Me aventuré abandonando mi vehículo y caminé por aquel pasadizo caliginoso y sepulcral sin detenerme a pensar en lo que podría conseguir o el riesgo que implicaba transitar por allí. No conocía aquel sitio. Ni siquiera había oído mencionar una autovía como esta, sin señalización ni luces, que no pasaba por ningún tipo de poblado. Desconocía si en aquella zona había animales peligrosos que pudiera atacarme. El tiempo voló desde que tomé el desvío y justo ahora veía lo extraño de todo ello. Miré hacia todos lados analizando mi entorno. Solo podía oír al viento en su viaje arrollador en medio de las ramas y las hojas, impulsándolas hasta hacer que se estrellaran entre sí. Las copas de los árboles, casi invisibles por la oscuridad, se movían siguiendo la voluntad de ese gigante veleidoso e inmaterial que ahora penetraba hasta mis huesos, haciéndome tiritar. La vegetación alrededor se convirtió en un instante para mí en una muchedumbre intimidante y siniestra que me miraba con miles de apagados ojos oscuros, pronunciando una horrenda letanía, un rezo blasfemo proferido por aquellos sonidos al abrir y cerrar sus labios secos, resquebrajados, compuestos por ramas y hojas.

Sí, me hallaba en aprietos. Estaba en un lugar extraño y atemorizante; solo, en plena noche, en una senda intransitada, sin saber si la operadora enviaría alguna ayuda o quizás, molesta por mis gritos, se hubiera hecho la desentendida, dejándome «sin orden ni concierto».

«No, no puede ser», reflexioné, «esas llamadas siempre se graban por si hay alguna queja de los clientes, y esa mujer no se arriesgaría a que la reportara, pudiendo ser objeto de una demanda o despido. No, debe ser que los hombres de la grúa están buscándome y como estoy tan lejos de la vía principal, les está tomando mucho tiempo encontrarme».

Superando mis temores y tomando aliento, emprendí de nuevo la marcha. No iba a dejar que me dominara la nerviosidad. Haciendo caso omiso del cansancio, el dolor en mis piernas, los insectos y la ropa que raspaba mi piel como si fuera una lija para madera, alargué el paso, no sin dejar de observar hacia atrás cada cierto tiempo, al igual que a los lados. Sentía las miradas de aquellos seres silenciosos y fantasmales que se hallaban fijas en mí, como hienas esperando el instante en que mis fuerzas me abandonaran para atacarme. No podía detenerme, cada vez que intentaba hacerlo para tomar aire, el enjambre de bichos empezaba con su vehemente ataque. A pesar de estar cubierto por mugre y tierra, podía sentir sus implacables pinchazos, por lo que no debía dejar de moverme. Estaba muy lejos de mi coche y todavía guardaba la confianza de encontrar ayuda.

Felizmente no me equivoqué. Luego de diez minutos más de forzada marcha pude observar el débil resplandor de unas luces que emergían como un faro en la orilla de un acantilado en una noche de niebla, orientando a las embarcaciones para evitarles encallar entre las rocas. Poco a poco se iba acercando, y se podía sentir el ronroneo del motor, que avanzaba velozmente entre aquel mar de penumbra con su luces esperanzadoras. En ese momento me sentí como un náufrago que luego de mucho tiempo a la deriva estaba a punto de ser rescatado por una embarcación salvadora.

Comencé a mover mis brazos como demente, agitándolos con vigor; era imposible que no me vieran debido a mis desesperados movimientos para llamar la atención. Mientras esas luces se agigantaban cubriendo el paisaje con una enceguecedora iluminación, mi corazón latía con más fuerza. Por fin saldría de aquel lugar y terminaría mi ordalía. Aquel vehículo se encontraba a unos trescientos metros de distancia, con los faros encendidos en su máxima potencia. Pero en lugar de aminorar la marcha, pude sentir el rugido de la caja de cambios al acelerar la velocidad.

Entretanto, yo continuaba con los brazos en alto, moviéndolos hacia los lados y rogando mentalmente para que su conductor se detuviera.

«Por lo que más quieras por favor detente; por favor, por favor…», me repetía, tratando de que el chófer escuchara mi silenciosa súplica.

Al parecer el conductor se apiadó de mí. El vehículo —una camioneta de color rojo con el techo blanco tipo ranchera— comenzó a disminuir su marcha hasta detenerse frente a mí, a poca distancia, encandilándome con sus luces. Tuve que cubrir mis ojos, ya que los potentes faros herían mi vista. Comencé a caminar en dirección a la ventanilla del conductor mientras el vidrio descendía. Desde ese ángulo, pude observar el interior del automóvil, de dónde salía un espeso humo. El olor me trasladó de forma instantánea a mi época de estudiante universitario, cuando mis amigos y yo utilizábamos las páginas de la biblia para armar los «porros». La consistencia fina del papel nos facilitaba la tarea.

—¿Qué te ocurre viejo? —fue la pregunta del conductor, un joven que no llegaba a los veinticinco años, con la cabeza casi calva, a excepción de una franja de cabello azabache parecido al penacho de un casco de los antiguos soldados romanos que iba desde el nacimiento de su frente hasta la nuca. Su piel era exageradamente blanca.


Ilustración: Pedro Belushi

Me percaté de que se trataba de algún tipo de maquillaje lo que le daba aquel tipo de tonalidad. Tenía pintados los ojos castaños con delineador negro. Usaba una pestaña postiza en el párpado derecho, similar a la que utilizaba Malcolm McDowell en la célebre película A Clockwork Orange. La fosa nasal izquierda estaba atravesada por una argolla plateada, igual que su oreja del mismo lado, finalizando en un zarcillo en forma de media luna. Vestía de cuero negro, y la mano izquierda al volante me permitió ver sus uñas pintadas del mismo matiz.

En el asiento del copiloto se hallaba una joven de edad similar a mi interlocutor, con un cabello largo y oscuro. Tenía un moño con un listón sobre su cabeza y un flequillo cubriendo su frente, lo que resaltaba el albor de su piel, y al igual que su compañero se encontraba maquillada de negro. Tenía una argolla plateada que atravesaba la parte baja de su nariz, así como un botón metálico circular introducido en su mentón, justo debajo del labio inferior. Usaba un ceñido vestido de encaje del color del maquillaje, con un amplio escote —haciéndome evocar a Vampirella—, que hacía inevitable ver los enormes senos lechosos que trataban de escapar de su prisión de tela. En medio de éstos colgaba una cadena de piedras oscuras que finalizaban en un crucifijo, que parecía destinado a permanecer entre aquellas sensuales y voluptuosas montañas de carne.

Miré hacia la parte de atrás y pude ver que había tres jóvenes —dos mujeres y un hombre—, con atavíos que no diferían de los de sus compañeros en el asiento delantero.

—Me quedé sin combustible. Tengo caminando mucho tiempo, tratando de buscar ayuda —expliqué.

—Ah… —dijo el joven—. Ese coche allá atrás debe ser tuyo. ¿Cierto? Has caminado bastante.

—¡Caminó que jode! —se pudo escuchar en la voz de una de las muchachas del asiento posterior. De inmediato los jóvenes soltaron la carcajada.

Mostrando mi mejor sonrisa, le dije al joven del penacho.

—Sí. He caminado bastante y estoy muy cansado. ¿Me pueden llevar, por favor, a una estación de gasolina o algún lugar donde pedir una grúa?

El joven volteó el rostro viendo a su acompañante, y luego me devolvió la mirada, diciendo:

—Seguro viejo, ¿Por qué no? Vamos, sube.

Me dirigí hacia la puerta posterior del lado del conductor, pero el vehículo emprendió la marcha a toda velocidad. Tuve que mover mi cuerpo hacia un lado, debido a que casi me golpea en su repentina marcha. La camioneta se detuvo a unos cincuenta metros, con un violento chirrido, que retumbó como un trueno en la carretera. Yo aún no salía de la impresión de haber tenido que saltar para evitar ser arrollado por ese lunático. Permanecí parado en el sitio, pensando en el riesgo que significaba viajar con esas personas drogadas, ebrias. Pero tampoco me agradaba la idea de quedarme allí esperando a que llegara otro vehículo, o caminar sin saber dónde podría encontrar ayuda. Estaba exhausto; regresar hasta mi coche me habría costado demasiado, así que no tenía más remedio que seguirle el juego a esa gente.

Comencé a caminar en dirección a la ranchera, con la esperanza de que no repitieran su juego. Sin embargo, apenas estuve a un par de metros, el automóvil se puso en marcha a toda velocidad, haciendo patinar sus neumáticos en el asfalto, lo que causó una humareda de olor a caucho quemado que inundó el lugar como si se tratara de un pequeño incendio. Pero en esta ocasión la máquina no se detuvo. Continuó la marcha, en tanto que apagaba sus luces, perdiéndose en el camino.

Como un poseído comencé a gritar en el medio de la pista: —¡HIJOS DE PERRA! ¡MALNACIDOS!

Agobiado, me senté sobre la tierra al lado del asfalto. Estaba desesperado y no sabía qué hacer. Después de tanto tiempo, solo había pasado un coche y no sabía si aparecería otro. Miré hacia atrás tratando de lograr un atisbo del mío, pero no pude ver nada. Se había esfumado, secuestrado por las sombras de la noche. Los mosquitos me atacaban sin piedad y aterrizaban sobre mi cuerpo, alimentándose de mí. Incluso atravesaban la tela de mi ropa, podía sentir el ardor y escozor que me envolvía por completo. No veía otra solución que retornar a mi automóvil y pasar la noche allí. Con la luz del día las cosas serían diferentes.

Cuando me disponía a regresar, las luces blancas y rojas de un vehículo se encendieron entre la oscuridad, a unos cientos de metros, y comenzó retroceder con rapidez. Rápidamente busqué sobre el suelo y pude conseguir una roca un poco más grande que mi puño que podía usar como arma en caso de ser necesario. En unos segundos la ranchera roja de techo claro se detuvo frente a donde me encontraba. La ventanilla del copiloto comenzó a descender. Yo ocultaba la roca tras de mí, alerta por lo que pudiera suceder.

Una vez más las carcajadas retumbaron y el émulo de Malcolm McDowell me dijo:

—Vamos viejo. No te molestes, solo estábamos jugando. Sube, que vamos a darte un aventón… —dijo, sonriendo.

La mano que sujetaba la piedra estaba rígida, lista a lanzar aquel sólido proyectil. Fácilmente hubiera destrozado el rostro de aquel patán que estaba disfrutando su perverso juego, al igual que el resto de sus amigos.

Correspondí a su sonrisa e hice el ademán de subir en el asiento de atrás. Pero a través de la ventana abierta pude oír la voz del otro hombre diciendo:

—Aquí no hay sitio.

McDowell me miró y se encogió de hombros, diciendo: —Bueno viejo, te toca ir atrás…

Por mi parte respondí: —No hay problema, me coloco en el maletero. No deseo molestarlos.

Sin dar tiempo a que McDowell reaccionase, corrí hacia la parte posterior y abrí la portezuela. De un salto me encaramé, sin dejar en ningún momento mi improvisada arma, que pude ocultar en un rincón de esa parte del vehículo. Luego de cerrar la puerta emprendimos la marcha, internándonos en aquel estrecho y siniestro pasaje. Miraba al otro lado de los vidrios del coche y solo podía apreciar los troncos como si fueran noctívagos megalitos vegetales, erguidos y arropados por la atemorizante penumbra, que observaban la ranchera deslizándose a través de aquella cinta oscura y fúnebre, como un ataúd metálico dirigiéndose de forma inexorable a su sepulcro. El olor del coche era una mezcla de yerba, perfume barato y ginebra.

McDowell tomó una botella y la llevó a sus labios, dándole un largo trago, al tiempo que su compañera murmuraba algo que no pude escuchar; luego, mirándome, por el espejo retrovisor, me preguntó:

—¿Deseas un poco, amigo?

—Sí, claro… —contesté.

Lo que menos quería era beber alcohol. No sabía con exactitud si lo que había en esa botella era sólo ginebra, o tenía otra cosa. Pero no quise pasar por descortés, así que, aceptando su invitación, tomé la botella que me hizo llegar Vampirella y fingí beber un poco. Luego la devolví, mientras todos me observaban.

—Muchas gracias —dije sonriendo.

Después de eso, al parecer perdieron su interés en mí y compartieron el licor, bebiendo todos de la botella.

Cuando terminó la ronda permanecíamos en silencio, y las parejas se ocupaban de sus asuntos. El hombre en el asiento de atrás estaba concentrado en manosear y besuquear a la mujer a su izquierda, en tanto que la otra —una rubia de cabello corto y mechones negros— trataba de voltear la cabeza, mirándome de reojo. Adelante, McDowell no cesaba de toqueteaba los senos de Vampirella, mientras ella se dejaba acariciar y correspondía con unos cortos suspiros que todos podíamos oír. La ranchera continuaba avanzando como una bala, rompiendo momentáneamente aquella amazonía de sombras con sus furiosas luces.

La rubia giró su cuerpo, colocando la pierna sobre el asiento de manera que podía ver su rostro. Se trataba de una muchacha de ojos azules y mirada desafiante. Si no hubiera sido por esa vestimenta tan especial y extravagante podría haber dicho que hasta era agradable. Pero la pintura negra sobre sus ojos, y la nariz atravesada por una argolla de metal, le daban un toque que no era de mi gusto. Por lo visto estaba tan drogada que le era indiferente, o no se podía percatar de la suciedad que cubría mi cuerpo así como el mal olor que emanaba de mis prendas, producto de la larga caminata y aquel tufo horrible que me había envuelto más temprano.

Mirándome con atención, preguntó:

—¿Qué le sucedió a tu coche?

—Se quedó sin combustible.

—¿A dónde ibas?

—A ningún lado, solo quise dar una vuelta.

—Una vuelta —repitió la joven, que ahora reparaba tenía cierto aire a Cindy Lauper en su mejor época—. Entonces, ¿estabas de paseo?

—Se podría decir que sí —contesté sin muchas ganas—. ¿Alguno de ustedes tiene un móvil? —pregunté levantando la voz. Pero nadie contestó…

Entretanto, McDowell manejaba el volante con la mano izquierda, en tanto que la otra había quedado fuera de la vista y solo podía ver su antebrazo derecho subiendo y bajando suavemente. Su acompañante había desaparecido y tan solo se podía oír el sonido de la succión, que indicaba lo que estaba ocurriendo allá adelante. La otra joven, que hacía unos instantes estaba besándose con el hombre a su lado, se hallaba sentada sobre sus piernas, abrazada a él, al tiempo que su compañero hundía sus manos bajo su vestido hasta que empezaron a moverse con cadencia, sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor.

—¿A qué te dedicas? —me preguntó Cindy.

—Soy escritor —respondí, incómodo por lo que estaba sucediendo. No esperaba ser testigo de un espectáculo de ese tipo y lo único que deseaba era volver a casa.

—¡Escritor! —exclamó, y miró hacia el techo como si tratara de recordar algo—. Mmmm… Nunca había estado con uno —agregó sonriendo con malicia.

Después abrió una pequeña cartera gris, de donde tomó un grueso cigarrillo que colocó entre sus labios, y luego procedió a encenderlo. De inmediato un aroma dulzón a hierba y no sé qué otra cosa empezó a llenar el habitáculo. El humo comenzó a introducirse por mis fosas nasales, invadiendo mis pulmones, mientras mi cabeza empezaba a dar muestras de un ligero mareo. Cindy aspiró profundamente y, aguantando la respiración, me ofreció el porro, a lo que me negué diciendo: —No, gracias…

La joven se encogió de hombros, sin dejar de contemplarme, y volvió a introducirse el cigarro en la boca, dándole rápidas fumaradas y expeliendo el humo a través de un pequeño círculo formado con sus labios, creando veleidosas espirales, que iban inundando aún más el interior del coche, embriagándonos con su alucinógeno hechizo.

Los quejidos de placer de McDowell iban aumentando de volumen, en tanto la pareja gótica se movía con mayor ímpetu. Sin darme cuenta, Cindy había terminado de fumar y trepó su asiento, pasando a donde me encontraba. Se acomodó frente a mí con las piernas abiertas. Mientras tanto, el humo de aquel súper porro inundaba por completo el interior de la camioneta. Estábamos a merced de una invisible hechicera en la forma de una espesa bruma que nos tenía cautivos entre sus múltiples brazos, a la vez que se introducía en nuestros cuerpos, tratando de poseernos con sus embrujos.

Ahora solo podía ver blanco alrededor, como si mis ojos estuvieran cubiertos de nubes. Sentí el fuego en el rostro y mi corazón latía con más brío. Los gemidos de placer continuaban y retumbaban en mis oídos por todos lados, mientras la mano de McDowell subía y bajaba como un émbolo con rapidez y sin detenerse. Sentí una especie de lava ardiente en mi interior que se trasladó con rapidez a mi entrepierna. Sin desearlo, me encontraba excitado. Traté de asomarme a la ventana para ver el exterior, pero me fue imposible hacerlo entre esa bruma inexpugnable. No supe en qué momento, ni cómo, Cindy se las había arreglado para abrir el zipper de mi pantalón y tomar entre sus labios mi enarbolada virilidad; podía sentir como movía su lengua húmeda como una sensual serpiente, lamiendo y aspirando la prolongación de mi hombría cual si fuera el más dulce de los manjares. Por mi parte, como un idiota comencé a reír; en ese instante no era dueño de mi propia voluntad.

En ese momento me percaté de que aquella extraña atmósfera había distraído mis sentidos. McDowell estaba concentrado en la felación que estaba recibiendo y conducía sin prestar atención a la vía. La pareja de atrás, aprovechando que la otra ocupante había abandonado su lugar, se había acostado a lo largo del asiento y continuaba dando rienda suelta a un salvaje frenesí. Yo estaba gozando de las caricias orales de Cindy, pero a la vez sabía que algo andaba mal. Estiré mi brazo y conseguí alcanzar el control del vidrio posterior de la ranchera, logrando abrirlo. La neblina comenzó a disiparse en tanto me encontraba en camino de hacer erupción. Mi esencia acuosa trataba de escapar de su contenedor y se disponía a viajar en cualquier instante a la velocidad de un bólido por sus conductos naturales hacia la cavidad oral de aquella vehemente aspiradora humana.

El humo había desaparecido y por fin pude observar con claridad hacia adelante. McDowell estaba con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta, exhalando un gemido de placer mientras Vampirella continuaba la faena con más prisa… Por supuesto que algo andaba mal: ¡El vehículo iba a la deriva, sin ningún tipo de control! El chofer sujetaba la cabeza de la mujer con ambas manos, procurando proporcionarse mayor placer. Traté de aguzar la vista, concentrándome en la carretera. Con ayuda de las luces pude observar un par de objetos, unas siluetas —al parecer humanas— que se desplazaban justo al centro de la vía ¿caminando?, sin prestar atención a los haces de luz que se iban aproximando velozmente en su dirección.

Justo en ese instante no pude resistir más y, cual géiser, comencé a expulsar la savia de mis entrañas, al tiempo que la rubia me absorbía, tratando de secarme por completo. Sin embargo yo no dejaba de mirar aquellas sombras que estábamos a punto de arrollar.

Empujé a Cindy, alejándola de mi entrepierna, y sólo atiné a gritar: —¡CUIDADO! —cuando ya fue demasiado tarde…

Una infinidad de confusas imágenes se iban sucediendo una tras otra, a una velocidad tan vertiginosa que le era difícil a mi cerebro identificarlas con exactitud. ¿Una pesadilla? Quizás, ¿Desvaríos? No lo sé, ¿Recuerdos? Sí, supongo. Visiones de partes de mi existencia: mi niñez, el colegio, mi matrimonio, una cruz de piedra, cuando conocí a mi esposa, el nacimiento de mi hijo, rasguños, la muerte de mis padres, quejidos, mi primer trabajo, sangre, la universidad, oscuridad, los huesos cubiertos de gusanos, gritos, mis descarnados nudillos golpeando la tapa del ataúd, cementerio, llanto, gasolina…

No tenía idea de lo que había sucedido. Perdí el sentido de la orientación y todo me daba vueltas. Traté de abrir los ojos pero un fuerte vértigo me lo impidió, así que preferí mantenerlos cerrados unos segundos más. Me encontraba mareado y no podía escuchar nada a excepción de un pitido que empezaba en la base de mi cerebro y se expandía en mi cabeza como las ramas de un frondoso árbol. Lentamente empecé a parpadear, tratando de aclarar mi visión. El olor a plástico y vidrios quemados se mezclaba con el del combustible, haciéndome toser. Un penetrante dolor de cabeza hizo que llevara mi mano a la frente: parecía que tuviera una pelota de tenis de mesa metida justo sobre la ceja izquierda. Todo era muy extraño. Hasta el orden natural de las cosas había cambiado, el pavimento se hallaba hacia arriba y los árboles abajo; mientras se podía escuchar un insistente: drip, drip, drip mezclado con sollozos y gritos que aún me costaba entender. En ese instante me di cuenta de que me hallaba acostado sobre el lado izquierdo de mi cuerpo, sobre la parte interior del techo del vehículo… Después vino a mi mente la imagen de cuando estaba en el estudio, tratando de escribir. Salí de casa, tomé el coche y luego…

La realidad me alcanzó de una manera brutal. Sentí sobre mi piel una sustancia pegajosa y húmeda; como si un caracol gigante se hubiera deslizado sobre mi piel, embadurnándome con su viscosa supuración. Podía sentir su sabor salado y fuerte olor que, sin desearlo, me trasladó a la época de mi niñez, cuando me hacía un rasguño en un dedo o en la mano y me llevaba de forma automática la herida a mis labios, absorbiendo mi sangre. Pude percibir que estaba cubierto de aquel líquido rojo; parecía que hubiera tomado una ducha sangrienta, y no tenía idea de qué parte de mí humanidad provenía. Debía ser una herida muy grande para haberme causado una hemorragia de tal magnitud; pero todavía no podía determinar la fuente de aquel horrible descubrimiento. La ranchera estaba de cabeza, había vidrios y trozos de la tapicería por todos lados; la llanta de repuesto salida de su lugar, así como las diferentes herramientas, discos compactos, botellas y demás objetos, que se hallaban tirados por todos lados. El brazo izquierdo empezó a dolerme y pude percatarme que tenía una gran raspadura entre el antebrazo y el codo; y un fuerte olor a gasolina reinaba en el ambiente… Comencé a incorporarme, apoyándome en mis brazos. Ahora recordaba; la caminata por la carretera, aquellos jóvenes, el súper porro. ¡Por todos los cielos! Solo permanecía un fragmento de la ventanilla posterior de la camioneta, parecía haber estallado por la violencia de la colisión y… ¡Cindy!

La imagen de la muchacha fumando y cambiando de asiento llegó a mi cabeza como un relámpago. El lugar donde se suponía debía estar se hallaba anegado de aquel líquido carmesí, y solo permanecían algunos mechones de su cabello rubio y jirones del vestido negro adheridos al marco vacío de la puerta posterior. Supuse que Cindy había salido eyectada de vehículo por la fuerza de la colisión.

Con esfuerzo, y soportando las náuseas, logré salir del vehículo, arrastrándome a través de la destrozada ventana posterior. Aún estaba atontado. Sin embargo, logré ponerme de pie y al mismo tiempo busqué con la mirada alrededor tratando de hallar a la joven. Sin embargo, había desaparecido y… ¡las llamas! Me encontraba en el lado opuesto del motor, que estaba siendo consumido por el fuego, y a mi lado, el fracturado tanque de gasolina dejaba escapar, en un insistente goteo, el inflamable líquido, formando un charco que rápidamente iba aumentando de tamaño, amenazando con unirse a las flamas en cualquier instante. Más allá, a unos treinta metros, observé a McDowell sentado en la orilla de la carretera, con el torso desnudo, inmóvil, y a su lado Vampirella, que permanecía sollozando de pie, cubriendo un lado de su cabeza con la chaqueta del hombre.

Una débil voz femenina pidiendo ayuda, acompañada de quejidos masculinos provenientes del vehículo en llamas, me sacaron de mi letargo. «La pareja gótica», recordé. Corrí hacia el coche y me tuve que arrastrar para ingresar por donde había salido. Las llamas habían alcanzado el destrozado parabrisas y una humareda negra hacía difícil observar lo que ocurría en el interior.

—¡Auxilio!, ¡ayúdenme por favor! —decía la mujer entre sollozos y tosiendo debido al humó tóxico que la sofocaba. Los quejidos del hombre se habían apagado. Supuse que estaría desmayado a causa de los gases que venían inhalando, por lo que a toda prisa me acerqué a lo que quedaba del asiento posterior. La imagen que pude observar era desoladora. A causa del choque, la estructura de los asientos había atrapado a la pareja como tenazas de plástico, metal y resortes, impidiendo que pudieran moverse, aplastando sus cuerpos entre sí de una forma grotesca. El hombre, a causa de la colisión, había golpeado su cabeza contra la puerta, clavándose la manilla justo detrás de la oreja izquierda, de donde manaba abundante sangre. Ya no se quejaba y permanecía con los ojos abiertos, inmóvil, soportando el peso de la mujer y la presión del vehículo.

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame por favor! ¡No quiero morir! —rogaba la mujer con su rostro bañado en llanto. El maquillaje se deslizaba sobre su piel, dejando ver su rostro juvenil y aterrorizado.

«¡Es casi una niña!», me dije conmovido, viendo sus ojos verdes que parecían querer escapar de sus órbitas mostrando el terror que sentía. Entretanto, las llamas continuaban avanzando. Percibía el calor en mi rostro y el humo hiriendo mi garganta. No podía respirar con normalidad.

Con todas mis fuerzas, traté de separar los espaldares sin conseguirlo. Parecían estar soldados, empecinados en permanecer unidos para sellar la suerte de aquella joven, quien trataba con desesperación de zafarse de aquella prisión que la condenaba a un espantoso final.

El fuego se iba acercando peligrosamente, a tal punto que sentí mi rostro arder. Me era imposible respirar y la muchacha había dejado de gritar, estaba inmóvil e inclusive su cabello comenzó a deshacerse al contacto del fuego. Con el alma en un puño, mientras algunas lágrimas se deslizaban sobre mis mejillas, salí de aquel lugar tan rápido como pude. Creo que corrí unos pasos cuando la gasolina se unió al fuego, creándose una furiosa llamarada que rápidamente cubrió la ranchera. Cosa curiosa; no hubo explosión alguna, como se ve en las películas de acción. No salí volando producto de la onda expansiva ni nada parecido. Solo el fuego, purificador, inmisericorde y poderoso, creció con furia, arropando a ese par de jóvenes que encontraron el final de sus días de una manera absurda, e innecesaria.

El fuego, con sus llamaradas amarillas, naranjas y azuladas, lamía furiosamente a su inerte presa de metal, caucho y carne humana. La devoraba con satisfacción y de forma concienzuda, como si se tratara de una fiera que había guardado ayuno por varios días y ahora se daba un verdadero festín. El vehículo se convirtió en instantes en una pira funeraria, exhalando humo negro como chimenea, deshaciendo aquellos jóvenes cuerpos hasta convertirlos en cenizas e impulsándolos hacia arriba; para dar inicio a su viaje eterno hacia el infinito…

El dolor del golpe en la frente y los rasguños en mi cuerpo pasaron a segundo lugar: estaba furioso. McDowell era el causante de ese fatal accidente debido a su egoísmo y estupidez. Había provocado la desaparición de Cindy y la muerte de dos jóvenes a los que ni siquiera acudió a socorrer. Di la vuelta poseído por el vengativo demonio de la ira y me dirigí a descargarla con el malnacido que nos había hecho volcar. Caminando lo más rápido que me fue posible, debido a mi condición física, llegué hasta donde se hallaba la pareja de sobrevivientes.

Cerré mis puños con la intención de propinar una paliza al autor de toda esa desgracia y me detuve a dos pasos de él, tomando impulso para atacarle; pero el llanto de Vampirella me hizo detener. La muchacha cubría la parte derecha de su cabeza con la prenda de vestir de McDowell, respirando con rapidez y de manera intermitente, como si le faltara el aire. Me acerqué a ella y pese a la oscuridad, pude comprobar que un hilo escarlata descendía desde su cabeza, justo en el lugar que tenía abrigado, e iba descendiendo por el cuello, empapándole el hombro y el brazo de aquel lado de su anatomía.

—¿Cómo te sientes? —le pregunté, mientras ésta temblaba sin control y con los ojos desbordados por el llanto.

Supongo que su temor era normal al ver mi deplorable apariencia, retrocediendo dos pasos y abriendo los ojos cual copos de nieve. Yo me hallaba embarrado de pies a cabeza de una extraña mezcla de suciedad y sangre seca; apestando como si hubiera emergido de un sumidero, además de la enorme tumefacción sobre mi frente que desfiguraba mi rostro, dándome el aspecto del «hombre elefante». Sin embargo, pudo más su necesidad de ayuda, que la hizo depositar su confianza y olvidar mi aspecto y desagradable olor.

—¡Me… duele! —exclamó con suavidad.

Toqué su rostro con mi palma y pude notar que estaba frío, casi helado.

—Déjame ver qué tienes allí —le dije, separando con cuidado la chaqueta de su cabeza, a lo que la joven no opuso resistencia…

Cuando tomé la prenda de vestir me di cuenta de que estaba anegada en sangre; parecía una esponja que drenaba gotas de aquel líquido viscoso por uno de los extremos hacia el asfalto. Estupefacto, observé que la piel de parte del mentón y la mejilla, así como la oreja izquierda de la muchacha, habían desaparecido al igual que una porción del cuero cabelludo, ocupando su lugar un espeluznante espacio sanguinolento. Los músculos, tendones y parte de la quijada estaban a la vista ante mis horrorizados ojos. La sangre antes ligeramente contenida por el improvisado tapón de cuero, salía con más fuerza, sin tener obstáculo que le impidiera correr sobre el cuerpo de la mujer, cubriéndola cual horroroso sudario carmesí.

Debía controlar la hemorragia de inmediato; era evidente que, de no hacerlo, la muchacha moriría en unos minutos a causa de la hemorragia. Así que tomé la improvisada venda y le dije que la presionara contra su rostro.

—¿Qué… qué es lo que tengo? No siento nada…

Tratando de no demostrarle mi consternación, la tomé de la mano, ayudándola a sentarse a un lado de la carretera.

—Tienes una herida en la cabeza y el rostro. Debes mantener la presión para detener la hemorragia.

—¿En el rostro? —preguntó—. ¿Me quedará alguna cicatriz?

—Vas a estar bien —mentí—. Descuida, pronto estarás en el hospital y…

—No puedo… —murmuró, y se dejó caer hacia atrás perdiendo el sentido. El creciente charco púrpura sobre el suelo confirmaba que su luz interior estaba siendo ocupada rápidamente por las sombras de la noche eterna.

Sabía que si no hallábamos auxilio médico lo más pronto posible, Vampirella no podría ver el sol de un nuevo día. Estaba agonizando y no había forma de hacer algo. Era necesario salir de aquel lugar a toda costa. Tenía que encontrar ayuda, pero…

—¿Egta mmuegta? —preguntó McDowell desde atrás.

Se hallaba de pie y pude notar que tenía una herida en la nariz que al parecer no revestía mayor gravedad. Sin embargo, la lesión en la boca era de otro tenor. El labio inferior estaba partido verticalmente en dos y colgaba hacia los lados, como si fuera el hocico de un reptil. Le faltaban algunos dientes y el corte llegaba hasta el centro del mentón. Sin embargo, y de manera insólita, la cantidad de sangre que emanaba de aquella abertura no tenía la intensidad que suponía la gravedad de su laceración. Hablaba con dificultad; las palabras que trataba de emitir sonaban como si estuviera haciendo gargarismos debajo del agua. Hasta pensé que había perdido parte de la lengua; pero, al parecer, no fue así.

Al ver la escalofriante y deplorable imagen del joven, mis demonios vengativos y furibundos huyeron de mi cabeza. Lo único que sentía era la imperiosa necesidad de salvar a la muchacha, quien acostada al lado de la carretera con el rostro destrozado y la vida pendiente de un hilo, parecía no tener posibilidad alguna de sobrevivir; a menos que la diosa fortuna se apiadara de ella enviándole algún tipo de favor divino, que le otorgara el tiempo necesario para ser evacuada a un hospital.

—¿Egta mmuegta? —volvió a preguntar McDowell, sujetando con la mano su malogrado rostro, como si en cualquier instante pudiera separarse de su cuerpo y caer a tierra…

Elevé mis ojos al firmamento, tratando de encontrar la solución a esa impresionante y pavorosa situación. Los hasta hacía un instante espectrales y férreos celadores grises por fin habían dejado salir a su dócil prisionera, quien ahora, como cenicienta convertida en princesa, hacía acto de presencia: dueña y señora de la noche. Engalanaba de plata esa parte de la tierra con su esplendorosa y reconfortante iluminación. La luna llena brillaba con fuerza e iluminaba el paisaje con su luz de neón, permitiendo contemplar aquella pesadilla en toda su brutal dimensión. A mi derecha, el fuego continuaba asando de manera inclemente a su presa de metal. Hacía rato que la «pareja gótica» debía haberse convertido en un montón de huesos chamuscados. Frente a mí se hallaba un joven malherido culpable de por lo menos dos muertes, hasta ese instante, y la desaparición de una muchacha. A mi espalda, una mujer agonizante vestida de negro y casi sin rostro reposaba desmayada sobre la tierra; mientras que a mi izquierda los siniestros e imponentes árboles grises eran testigos de aquella noche de tragedia y muerte.

Volteé agachándome al lado de la joven; toqué su garganta buscando el pulso en su arteria carótida, pero no capté ningún tipo de señal que indicara que permanecía en el mundo de los vivos. Vampirella reposaba de lado como si estuviera dormida, con la chaqueta cubriendo la herida de su cabeza.

—Sí, está muerta —respondí, sintiendo que me faltaba la respiración. Un nudo en la garganta me impedía tragar con facilidad. McDowell comenzó a llorar, emitiendo unos singulares sonidos a través de su destrozada boca.

Poniéndome de pie me acerqué al joven, quien comenzó a temblar; no sé si era a causa del frío, o por el impacto del suceso. La joven ya no existía y no teníamos nada más que hacer en ese lugar. El hombre necesitaba ayuda médica. Si bien no sangraba profusamente, tenía una herida bastante seria y necesitaba hidratarse, al igual que yo. Para peor, estaba con el torso desnudo y los insectos se iban a ensañar con su piel al descubierto; así que permanecer en aquel lugar a la intemperie no era una opción. No tenía idea a qué distancia se hallaba mi vehículo, ya que habíamos avanzado unos quince o veinte minutos a más de ciento veinte kilómetros por hora, hasta que chocamos con algo que no pude reconocer. Pero además debía encontrar a Cindy. De seguro había sido expulsada del vehículo en la colisión y volcadura. Aunque era bastante probable que estuviese muerta, por la cantidad de sangre derramada en la cabina de la ranchera, también cabía la posibilidad de que estuviese malherida en las proximidades.

—¡Oye! —le dije a McDowell—, espérame allí. —Le señalé un lugar cerca del fuego con la esperanza de que el calor lo aliviara y espantara los insectos—. Voy a buscar a la muchacha que estaba conmigo atrás —agregué.

Como un zombi, sujetándose el rostro, el hombre fue al lugar que le indiqué y se sentó en el suelo.

Caminé por la carretera hacia el lugar en donde suponía que habíamos arrollado esas «sombras de apariencia humana». Tenía la esperanza de hallar a Cindy. Avancé unos pasos hasta que me encontré con «eso». Era una gran mancha verde oscura que abarcaba casi la totalidad del ancho de la vía y se extendía unos quince o veinte metros a lo largo de ésta. Con recelo, me agaché y toqué con una ramita que recogí la sustancia, comprobando que era viscosa y de un olor fuerte y desagradable que no podía reconocer. Tratando de no pisar el repugnante rastro, anduve por el borde del pavimento. Las salpicaduras de aquel caldo nauseabundo habían llegado hasta los troncos de los árboles y pude observar que en medio de aquel extraño elemento se vislumbraban trozos de algo similar a ramas espinosas —no podía determinar con claridad su color, debido a que estaban cubiertos por la secreción— mas parecían ser de un tono marrón o gris, envueltos en algún tipo de cubierta o tejido transparente.

«¿Una membrana?», pensé, «¿Plástico, quizás?». Justo al centro de aquel repugnante charco, separados por unos centímetros, pude ver dos objetos circulares del tamaño de un balón de fútbol, levemente sumergidos en ese extraño líquido.

«¡Qué demonios! ¿Con qué rayos chocamos? ¿Qué puede ser esto? ¿Qué podría contener tanta sustancia verde? ¿Qué son esas cosas espinosas? ¿Un animal? ¿Un ser extraterrestre?». Mi cabeza daba vueltas tratando de hallar alguna respuesta con sentido al irreal escenario.

Continué mi marcha unos pasos con la esperanza de encontrar a Cindy entre la vegetación. Fui hacia mi izquierda y luego, cruzando la carretera, llegué hasta el otro lado, pero fue inútil. Lo único que pude ver fue el bosque, compuesto por un mar de árboles de interior lúgubre y atemorizante, como el hogar de una bestia en espera de que algún incauto se atreviera a ingresar para ser atrapado entre sus siniestras garras. De repente, el asqueroso y terrible hedor que hacía más de una hora me había envuelto llegó hacia mí desde el sur. Esa terrible fetidez, aunada al hedor del caldo desparramado sobre el asfalto, hacía que el aire se volviera casi irrespirable. Sin poder retenerme, comencé a vomitar.

Luego de vaciar mi estómago y soportando esa peste a mi alrededor, comencé a regresar sobre mis pasos a verificar el estado de McDowell y luego pensar en cómo seguiría mi camino. Vi al acercarme que el joven permanecía sentado frente a las llamas como si estuviera hipnotizado. Ya no sujetaba su rostro, y sus manos estaban apoyadas sobre el suelo. Su cuello y pecho mostraban la huella del riachuelo rojo que había corrido por su piel.

Desvié mis ojos hacia el cadáver de la joven y mi cuerpo fue atravesado desde la cabeza a los pies por una especie de corriente eléctrica que erizó mis vellos.

Veía la espalda de un enorme ser cubierto desde la cabeza a los pies con algo similar a una gabardina negra. Tenía unos tres metros de altura por un metro de ancho, y se hallaba sobre los restos de Vampirella. Poco a poco comenzó a inclinarse como en una reverencia. Dos largas extremidades grises aparecieron de los costados del tronco de aquella extraña criatura, y se fueron curvando como ganchos hasta que sus extremos se orientaron hacia el cielo.

Permanecí en el sitio paralizado por aquella visión irreal y escalofriante, mientras la cosa expelía una burbuja verde desde la parte baja de su ropaje, que explotó de forma silenciosa, al tiempo que el ambiente se llenaba de un olor infecto.

«¿Qué es eso?», me pregunté. Continué mi marcha hacia McDowell, quien seguía en estado de shock.

Al aproximarme pude notar que la parte inferior de aquella cosa se iba inflamando hacia los lados sin dejar de emitir la ampolla fétida. El hedor me impedía respirar con normalidad. Cuando llegué al lado de McDowell, pude observar con nitidez el ente. Me hizo sentir un terror que jamás había experimentado en mi vida…

El tórax, cubierto por láminas escamosas distribuidas a lo largo del lomo, era el lugar de donde surgían seis largas y poderosas patas, similares a ramas con franjas blancas y negras cubiertas de espinas, similares a dagas. Esas extremidades soportaban el cuerpo de aquella monstruosidad. Se hallaban dobladas, formando dos ángulos, y separadas —tres a cada lado—lo que le aportaba su equilibrio. Otras dos continuaban apuntando hacia el espacio. La cabeza ovoide tenía a los extremos dos antenas plagadas de pinchos y terminaba en la parte inferior en una trompa larga y afilada —como una lanza— que había introducido en el pecho del cadáver. Se podía escuchar con claridad el sonido de la succión. El monstruo absorbía los fluidos, mientras la bolsa adherida a su tronco se iba ensanchando con el líquido rojo extraído de su presa. Dos alas transparentes, recorridas por ramificaciones, permanecían plegadas e inmóviles sobre el negro lomo del ser.

Sin hacer ruido, evitando que aquella cosa notara mi presencia, toqué el hombro del McDowell y susurré:

—Debemos marcharnos. Levántate y…

Pero no pude continuar hablando. Algo me empujó con una fuerza extraordinaria, arrojándome a unos metros de distancia. Caí sobre el costado derecho de mi cuerpo. Poniéndome de pie con rapidez pude ver cómo otra de aquellas abominaciones ya había perforado con su trompa la espalda de McDowell, levantándolo del pavimento como si fuera una liviana marioneta y zarandeándolo con violencia de un lado a otro. El hombre emitía unos pavorosos gruñidos de dolor, tratando de zafarse de la estaca que lo había atravesado.

Tenía que ayudarlo. ¿Pero cómo?

Buscando por el pavimento pude distinguir una pieza de metal desprendida de la ranchera, una parte del parachoques posterior. Como si fuera un caballero medieval, pero sin armadura ni caballo, corrí en dirección a la bestia, que ya había inmovilizado a su víctima contra el piso y empezaba a llenar su abdomen con el líquido que le iba extrayendo. Introduje la punta del metal en la bolsa transparente y blanda de aquella aberración y jalé hacia abajo, con fuerza, causando la ruptura de la membrana, que literalmente estalló como un globo de aire, esparciendo una horrible mezcla de sangre y fluidos, cubriéndome de su repugnancia. De inmediato el monstruo —al parecer a causa del dolor de la herida— desplegó sus monumentales alas, comenzando a batirlas con gran velocidad y emitiendo un ruido similar al de un avión. Tuve que arrojarme al suelo y rodar para evitar ser golpeado por el violento aleteo. Logré alejarme unos metros de los movimientos del ser que, herido de muerte, trataba de elevarse. Pero solo logró dar unos leves saltos hasta que cayó, quedando inmóvil con su víctima aún clavada en su probóscide.

Quise acercarme a comprobar si el hombre aún respiraba, pero fue imposible. El hedor despedido por el monstruo, o el sonido del batir de sus alas, o el olor a sangre reinante en el lugar, no lo sé, causó que fuera rodeado por varios de esos insectos gigantes que se me acercaban con lentitud. Los múltiples zumbidos vibraban en el lugar de manera endemoniada y ensordecedora.

Sin perder tiempo, me lancé a correr como un poseído para tratar de llegar a los árboles. Podía ver cómo algunos de esos seres buscaban alcanzarme por los lados, mientras otros tomaban vuelo para darme caza. No sé cómo pude alcanzar los árboles. Entre ellos continué mi desesperada huida, avanzando en zigzag para evadir la vegetación que se interponía en mi camino. Las frondosas copas de los árboles casi impedían el paso de los rayos de la luna. Me iba adentrando cada vez más entre la impresionante penumbra, en tanto podía escuchar con nitidez el sonido de los monstruos volando sobre mi cabeza, incapaces de penetrar la gruesa vegetación.

Por el momento me sentí a salvo. Estaba convencido de que, en tierra, aquellas cosas no tendrían velocidad para alcanzarme. Su gran tamaño les impedía moverse con facilidad entre la espesura. Mientras me mantuviera bajo esa tupida vegetación estaría fuera de peligro. Por lo que, casi sin aliento, me senté sobre la hierba húmeda, entre dos árboles y por fin pude descansar. Los zumbidos no cesaban, y mi corazón latía con tal rapidez que parecía una locomotora a toda velocidad y sin frenos. Respiraba por la boca a toda prisa, hiperventilándome. Busqué serenarme para evitar perder el sentido. Ahora sabía que podían seguir mi aroma y por eso me detectaban con facilidad. No podía salir a campo abierto; si lo hacía, sería mi final. Debía esperar a que saliera el sol. Rogaba que las criaturas fuesen nocturnas, que no me persiguieran de día. Procuraría volver a la carretera…

Los sonidos de ramas crujiendo a mi alrededor me sacaron de mis cavilaciones. Comencé a observar la vegetación, pero solamente podía ver siluetas que los exiguos rayos de claridad lunar proyectaban cuando lograban atravesar la capa de espesura. Permanecí observando un tronco a un par de metros del lugar donde me encontraba. Tenía una particularidad: una de sus ramas, en lugar de apuntar hacia arriba, estaba orientada hacia el suelo.

«¡Qué extraño!», me dije. Seguí observando los árboles y encontré otra de esas ramas singulares que, por un momento, pareció moverse al reflejo de la luna. La brisa aumentó su fuerza, comenzando a mecer las plantas alrededor de mí. Me puse de pie y me dirigí hacia una de las ramas deformes. Estaba por tocarla cuando se movió ligeramente. Vi una cabeza dividida por una franja, con ojos a los lados, compuestos por miles de pequeñas celdas similares a un panal de abejas. Miraban de forma terrible, irreal y carente de sentimientos, como si tratase de decir: «No es nada personal, solo deseo alimentarme de ti».

Impactado como estaba por todos esos sucesos, imaginé todo un discurso: «Me gustaría decirte que no sentirás malestar alguno, que solamente será un pinchazo, como se le dice a un niño que empieza a lloriquear al ver la aguja que atravesará la suave piel de su nalga o brazo cuando le van a colocar una inyección. Pero no te voy a mentir. Te perforaré con mi afilada trompa, desgarrando tu piel, músculos, y es posible que hasta los huesos. Como es flexible recorreré tu interior buscando una arteria, ya que tus venas son muy angostas para conectarme. Lamentablemente, para ti significará que tendré que moverla con cuidado tocando, quizás, mmm… vamos, ¡a quién engaño!, despedazando cualquiera de tus órganos que se cruce en mi camino. Luego empezaré a extraer tu sangre y todos los líquidos que llevas en tu interior, y me los beberé hasta la última gota, secándote totalmente. No será rápido e indoloro. Me tomará un tiempo saciar mi desmesurado apetito y sí, te dolerá. Sentirás el peor dolor que jamás has experimentado…».

Retrocedí con la mirada fija en aquella abominación que se me acercaba lentamente entre los árboles. Otros monstruos me cerraban toda ruta de escape; sabía que estaba a punto de morir. No tenía fuerzas para correr ni seguir luchando, y podía sentir la hediondez que emanaba de los seres que estaban a punto de asesinarme. Los zumbidos aumentaban en intensidad. Levanté la cabeza para ver por última vez la luna, pero el enramado techo no me lo permitía. En ese instante todo comenzó a dar vueltas rápidamente y caí al piso, justo cuando uno de los monstruos se disponía a clavar su aguda trompa en mi pecho. Y todo se volvió negro…

Una leve claridad comenzó a surgir del profundo abismo de penumbras en el que me hallaba inmerso. Diminutas nubes grises que iban aclarándose cada vez más. Separé mis párpados lentamente, hasta que por fin pude abrir los ojos por completo. Desde arriba, la luna blanca y majestuosa brillaba indiferente, acompañada por luceros lejanos que aparecían empequeñecidos ante la belleza de la diva de la noche. Ella me permitía estar de nuevo bajo su maravillosa luz.

Me enderecé en el asiento, enfrentando el desierto blanco frente a mis ojos. El cursor proseguía con su inquebrantable guiño, pero ahora ya no se trataba de una burla, ni de un desafío. Se había transformado en una señal de complicidad y satisfacción. Sí, ambos sabíamos de lo que se trataba, y sonreí a la pantalla dejando que mis dedos cobraran vida propia, pulsando las clavijas, permitiéndome escuchar esa música que me hacía volar, plasmando en la hoja digital dos palabras: BUSCANDO INSPIRACIÓN.

 

 


Fernando Edmundo Sobenes Buitrón es un autor peruano venezolano con dos novelas publicadas en Amazon: «El Visitante Maligno» y «El Visitante Maligno II». Es Licenciado en Administración y Ciencias Policiales, nacido en Lima, Perú en 1963. Le encanta leer, sobre todo las novelas de terror, suspenso y policía ficción. Sus autores preferidos son Frederick Forsyth, Tom Clancy, Edgar Allan Poe, Clive Barker, Frederick Nietzsche entre otros, actualmente vive en Venezuela.

Este es el rimer trabajo que le publicamos en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con UNA CANALLADA, de Hugo A. Ramos Gambier y DESPOJOS, de Pé de J. Pauner.


Axxón 266

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Imaginación, Accidente, Ensueño : Perú : Peruano).