¿Qué más puedo esperar? Sentado sobre el pasto de la única colina que queda en la capital puedo observar cómo viven los humanos sin ganas de moverse, usando esas plataformas voladoras «cómodas», comiendo viandas en cápsulas como si fueran el mejor hueso y comunicándose sin sonidos; la telepatía que los ricos adquirían le quitaba la gracia de enseñarle a los niños venideros el valor del habla y, sin voz, no hay órdenes.