El cumpleaños número setenta
seudónimo: Patowens
Un leve sonido agudo me indica el fin de mi horario de sueño diario y un instante después la escotilla del recinto donde duermo se abre y puedo sentir el sonido del gas despresurizándose, escapando y mezclándose con el de la habitación.
Me estiro levemente, doy un salto y salgo de mi recinto para aterrizar en el suelo frío y peludo de mi habitación. Apoyo la palma de mi mano sobre la pared y al instante asoma un tubo de un lugar donde antes no había nada. Abro la boca y, agachándome un poco, me acerco hasta que el tubo entra en mi boca. Apoyo la otra mano y comienzo a sentir el ruido de los fluidos limpiadores que juguetean entre mis dientes. El agua a presión del enjuague hace vibrar mis mejillas. Al notar que mi boca está vacía me incorporo y el tubo se esconde en su lugar.
Me doy vuelta y doy unos pasos hasta la otra pared, apoyo otra vez la palma y se abre una puerta, dejando ver mi repleto guardarropa. Empiezo a revolver y saco una prenda, una túnica violeta metalizada con la línea negra en el centro que indica mi condición. Perteneció a mi padre y al padre de mi padre, y ahora la voy a usar yo...
¡Que día glorioso! Setenta años, toda una vida de sacrificios, trabajo, amarguras, y también algunas satisfacciones: mi mujer, mis hijos, mis nietos. Estoy muy contento, no cualquiera puede llegar hasta este punto y estar satisfecho como yo lo estoy.
Me coloco la túnica. Presionando en otro sector de la habitación se abre ante mí un agujero. Meto la cabeza en él y luego de unos destellos y zumbidos tenues la retiro. Acaricio mi cabeza para constatar que no haya quedado ni un minúsculo vello ni en mi rostro ni en el cuero cabelludo. Hoy más que nunca debo estar perfecto, impecable. Nadie usa pelo de ningún tipo desde hace más de quince siglos; no me imagino cómo sería la gente con cabello largo. Me palpo el cuerpo con ambas manos para comprobar que todo esté en orden y salgo de la habitación en dirección al cuarto principal.
Hola, Sintro exclaman todos al unísono y comienzan a acercarse. La primera en saludarme es Vitra, mi esposa, y luego mis hijos y por último mis nietos, a los cuales abrazo fuerte, apretándolos contra mi pecho y extendiendo los brazos para poder abarcarlos a todos. Son cuatro, uno por cada hijo que he tenido.
En mi época se podían tener hasta cuatro hijos, luego dos, pero ahora el problema de la superpoblación es tan grave que sólo se permite un hijo por pareja y luego se debe ir a la OCP, el organismo más poderoso del planeta Terra, más poderoso que el gobierno, que todas las empresas juntas, que la agencia espacial. Es la Oficina de Control de Población, gracias a la cual no estamos todos muertos por falta de alimento y las rebeliones para conseguirlo. El alimento es muy escaso, al igual que la vivienda y el trabajo. Todo falta, y cada vez más. Pero la gente ya lo toma con naturalidad y hay una oficina de la OCP por donde uno mire. Alguien tiene un hijo, lo anota y luego, sin esperas, sin más trámites que una modificación en su código de barras, pasa por un cuarto donde es esterilizado junto con su pareja... Y a disfrutar de su hijo, su único hijo.
Luego de saludar y de abrazar a todos, nos sentamos a tomar el alimento matutino. Cada uno toma un tubo de plástico, lo aprieta y comienza a tragar la pasta que sale de él.
Es riquísimo, los de la OCP están haciendo maravillas con los alimentos.
Todos me miran con una sonrisa en la cara. La pasta marrón que comemos es horrible, y cada día lo es más, todos los días lo mismo...
¡Ja! Ustedes se ríen, pero los primeros tubos que dieron... esos sí que eran feos, créanme. Esta pasta es un manjar.
Yo prefiero la inyectable que dan en Uropa, aunque me molesta la púa en el estómago que hay que usar permanentemente. Ahí es donde te conectan el suero y... dice uno de mis hijos, haciendo unas señas con las manos.
Vos siempre con esas cosas... Ahora estás en Latinia, acá nos da impresión ese tipo de cosas; por algo no las usamos le contesta su madre, mi esposa... Qué hermosa es, a ella le faltan dos ciclos solares para llegar a mi edad pero sigue siendo hermosa como el día que la conocí, con esa cabeza redonda, perfecta, y sus labios que brillan, humedecidos por el líquido que ha bebido recién, resaltando más su graciosa forma. Es perfecta.
Bueno exclamo con la voz pesada, debo ir a hacer mis cosas, volveré en unas horas. Todos me saludan muy fervorosamente, no es para menos... es mi día.
Me coloco la capucha de plástico, salgo al pasillo, camino hasta el ascensor y paso la mano por una pequeña ventana. Tengo suerte de que el elevador esté allí; por más que hay un ascensor por nivel a veces las esperas se hacen interminables. La puerta se abre silenciosamente e inmediatamente veo el rostro de Joaca, el ascensorista, que con una gran sonrisa me saluda amablemente, pero no hace ninguna alusión a mi día tan especial. Se ve que no se anima porque no es de mi familia.
El viaje de ascenso es más rápido que de costumbre. Es curioso, cuanto más inquieto está uno más rápido pasa el tiempo. La puerta se abre y, mirando a Joaca, coloco mi puño cerrado debajo de mi pera para saludarlo. Camino unos pasos y allí está mi vehículo. No es gran cosa y sólo viaja a tres veces la velocidad del sonido, pero a mí me gusta. Fue mi primer y único vehículo, y por más que parece una tortuga al lado de los nuevos modelos a mí me sigue gustando como el primer día.
Apoyo la mano en el vidrio y la puerta se abre, me siento y pongo la vincha en mi cabeza, que al instante se ilumina. Sonrío unos instantes: el auto me ha dado la bienvenida. Obviamente los mensajes van directo a mi cerebro, al igual que las órdenes de manejo, que pasan directamente al procesador del auto desde mi cerebro, sin molestas escalas.
El motor se enciende y cuando el auto me indica que está listo emprendemos el viaje a toda velocidad por el tubo de salida. Todavía faltan unos cien metros para llegar a la superficie. Adelante se ve la luz del día, lástima que es artificial. Es sólo una plataforma gravitacional suspendida a unos metros por encima de la ciudad que tiene un autogenerador de luminosidad, pero los más antiguos del planeta dicen que es igual que el sol, cuando brillaba en el cielo hace ya cuarenta siglos. Aparte yo he visto el sol en hologramas y se parece bastante, con la ventaja que no te derrite la piel como en aquellos tiempos.
Doy una orden y el vehículo se introduce rápidamente en el tráfico. Una vez que compruebo que todos los parámetros del viaje están en orden activo el conductor autónomo y me dedico a mirar.
Mi pecho se estremece; todos los días hago el mismo camino y no me había dado cuenta de lo imponente del paisaje. En la superficie alcanzo a ver cientos de carriles magnéticos por los que se deslizan compartimentos de carga de un lado para el otro, y de allí para arriba incontables líneas de vehículos ordenadas por sus velocidades medias. Obviamente yo estoy en la de más arriba, por ser mi vehículo de los más lentos, pero es mejor, así puedo contemplar todo con mayor detalle.
Pasa a mi lado una de las fábricas suspendidas, uno de esos majestuosos cilindros facetados que despiden columnas de humo y proveen a toda la raza de alimento. Parece mentira que estén sostenidas por esas columnas energéticas de sólo quince metros de diámetro: al lado de la estructura completa parecen finos cabellos.
Un mensaje del vehículo me saca de mi trance. Estamos llegando a destino y por lo anticuado del modelo la salida de la vía la debo hacer yo. Cierro los ojos y en mi mente aparece la imagen en movimiento del camino. Con suaves intenciones guío al vehículo por la senda de escape y luego hasta el estacionamiento.
Bajo rápidamente, cierro el vehículo y memorizo el estacionamiento: FSD2270. Qué casualidad, las dos últimas cifras son las de mi cumpleaños. Me dispongo a tomar la cinta transportadora, pero desisto. Haré lo que nunca hice, caminar.
La gente me mira intrigada, sin poder creer que estoy recorriendo una distancia de unas decenas de metros a pie; pero es mi día y nada me hace sentir ni raro ni mal. Me detengo en la esquina. Es "la esquina", porque de allí puedo ver el edificio donde trabajé toda mi vida, el del trabajo de mi esposa y, si esfuerzo la vista, puedo llegar a distinguir el edificio donde está la empresa de mi hijo. Casi todo mi entorno está ante mis ojos. Y frente a mí una oficina de la OCP. Allí debo ir. Hay una cerca de mi casa pero ésta tiene algo en particular: en ella trabaja Tercio, mi mejor amigo.
En esta época no se ven mucho este tipo de relaciones porque la gente se está mudando continuamente y, habiendo miles de trillones de habitantes en Terra en constante movimiento, es casi imposible relacionarse. Pero allí estamos nosotros, inseparables desde los ocho años, toda una vida.
Respiro hondo y entro en la oficina... Allí está, como esperándome.
Felicitaciones me dice, arrugando la barbilla de emoción.
Gracias, dentro de dos ciclos solares te toca a vos le digo guiñando un ojo, casi igual de emocionado que él.
Bueno, acá tenés lo tuyo me dice, extendiéndome un paquete que dice "Res. 877".
Resolución 877. Vos sabes que me había olvidado el número le digo.
Los años no vienen solos contesta, como para replicarme algo. Lo miro unos segundos y luego nos abrazamos fuerte, muy fuerte. Las cosas que hemos pasado juntos...
Bueno... cuidate le digo, colocándome el puño cerrado bajo el mentón. Él hace lo mismo; doy media vuelta y me voy. Ya es tarde y debo cenar con mi familia.
El camino de vuelta pasa rápidamente, también contemplando el grotesco paisaje. Esta vez tomo otro camino, para poder ver las usinas de cuardim.
El cuardim es un compuesto hecho en su mayor parte con gases de Júpiter solidificados, que en ciertas condiciones de excitación producen energía eléctrica. Es ampliamente usado en todo el mundo, a tal punto que por estos días produce el noventa y ocho por ciento de la energía del planeta. Los científicos todavía trabajan para descubrir de dónde sale toda esa energía.
De vuelta en mi sector, dejo el vehículo en su lugar. Mañana lo pasará a buscar mi hermano menor, que viene de Saxia. Lamentablemente no ha podido llegar a tiempo para mi gran día.
Entro nuevamente en el ascensor, allí está Joaca.
Justo a tiempo, ¿no? me dice con tono amable.
Así es, mi querido amigo le respondo con tono cálido. La puerta del ascensor se cierra y comenzamos a bajar. Puedo ver que su boca titubea, como queriendo decir algo.
¿Sí? le pregunto para ayudarlo y mostrarle que todo está bien.
Sss... sólo quiero decirle que... lo felicito me dice titubeando.
Gracias respondo, colocando mi puño bajo el mentón al mismo tiempo que la puerta se abre.
Portate bien le digo, y me dirijo hacia la puerta de mi morada. Al abrirse veo que todos están sentados a la mesa. Parece como si no se hubiesen movido, y creo que así es.
Llegué a tiempo, ¿verdad? digo con el tono más alegre que puedo brindarles.
Todo está listo dice Vitra, colocando en el centro de la mesa una fuente con los tubos de alimento para la comida vespertina. Yo coloco la caja que tengo en mis manos sobre mi silla, grande y de respaldo alto y acolchado, la abro lentamente, saco un pomo de alimento y lo pongo sobre la mesa, justo enfrente de donde me voy a sentar.
La comida transcurre sin muchas peculiaridades. Mi hijo vuelve a hacer comentarios que nos asquean a todos y mis nietos se ven más hermosos que nunca. Pero Vitra, mi adorada esposa... ella parece brillar. Sus ojos siguen desprendiendo ese fuego que me enciende, me derrite, y pese a su edad conserva esa vitalidad que siempre la ha caracterizado.
Una vez que terminamos nuestros tubos me pongo de pie y muy solemnemente, quizás demasiado, miro a cada uno de los presentes con una sonrisa en mi rostro.
Quiero agradecerles a todos su presencia en este día tan especial para mí. Espero que mi compañía sea tan grata para ustedes como lo es la de ustedes para mí.
Saben que es así, pero por un instante siento la inmensa necesidad de hacérselo saber.
A lo largo de toda mi vida tuve un gran impedimento continúo, Vitra y aún mis hijos lo saben... Nunca he podido expresarle a nadie mis sentimientos. No es porque no lo sienta, ni porque sea mala persona, es sólo que no puedo lograr que salgan de mi corazón, porque esas cosas deben salir del corazón, de no ser así no significan nada y peor aún, es como una ofensa. Interrumpo mi discurso para toser un par de veces y, tomándome de los apoyabrazos, me siento. Todos me miran atentamente.
Así que hoy, luego de setenta años, estoy en condición de decirles, de todo corazón, gracias por darme esta familia tan hermosa... Los ... los quier...
Lo sabemos dice Vitra con voz apenas audible.
Mis ojos están abiertos y mi cabeza apoyada sobre el respaldo, pero mi corazón ya ha dejado de latir. Con el ultimo suspiro de vida quedan rebotando en mi mente imágenes, rostros y la alguna vez polémica frase "Para dejar el lugar a los nuevos. Resolución 877 del Código Planetario de la OCP".