Cuando se buscan planetas extrasolares, la pregunta más importante que se suele hacer es qué posibilidades hay de que existan otras Tierras. Pero la verdad es que deberíamos preguntarnos... ¿qué posibilidades hay de que existan otras lunas como la nuestra?
Estamos acostumbrados a nuestra grandiosa Luna y nos parece normal, pero la realidad es que no lo es.
Su eje de giro está inclinado aproximadamente 10 grados respecto al ecuador de nuestro planeta. La mayoría de los satélites del Sistema Solar, exceptuando aquellos que son asteroides atrapados, tienen inclinaciones orbitales de sólo uno o dos grados. La causa de esta inclinación del plano orbital de la Luna ha sido un misterio por mucho tiempo.
Otra cosa, y muy importante, es que nuestra Luna es muy grande respecto al tamaño del planeta que acompaña. Es una situación que no se presenta en otro planeta del sistema, excepto en Plutón, salvo que el sistema de Plutón es, en realidad, una especie de binario de dos lunas: ambos cuerpos son de tamaño similar, y muy pequeños. Debido al gran tamaño de la Luna, ésta influye fuertemente en los ciclos climáticos, en especial en las costas, a causa de las mareas, y aún más en las formas de vida de nuestro mundo. La mayor parte de las especies tienen algún ciclo biológico y muchas más de uno que se sincroniza con las fases lunares. La hembra de Homo sapiens, por ejemplo (nuestras mujeres) tiene un ciclo menstrual de 28 días. No es una casualidad.
Viendo el tema desde otro enfoque, uno debería presentar este interrogante: ¿Qué ritmos seguirían los animales si no estuviese allí la Luna? O aún más extremo (y más real): ¿Existiría la vida de la Tierra (y nosotros) si la Luna no estuviese orbitándonos?
Es muy probable que no.
Si no tuviésemos luna, si no tuviésemos la Luna tal como es, las cosas podrían haber sido muy diferentes.
¿Cómo es que el sorteo cósmico no otorgó esta compañera?
Algunos libros de texto hacen aparecer el disco primordial, o protoplanetario, como algo parecido a una torta de caramelo que, cuando llegó el momento, se fue estirando para cuajarse en una serie de esferas que terminaron siendo los planetas. La realidad es que cuando la "torta de caramelo" se estiró y expandió no era un pacífico y viscoso disco de material semiderretido, sino algo más parecido al fuego: gases, rocas y minerales fundidos, hirvientes y descontrolados. Del disco protoplanetario se fueron condensando cientos de miles de piezas que comenzaron a chocar entre sí. No eran planetas o asteroides: eran bolas de magma. Hubo en esos tiempos gran cantidad de colisiones, uniones, quebraduras y separaciones. Nuestro planeta se formó a partir de estos conflictos de la materia y vivió un tiempito en tranquilidad, cuajando en forma de rocas, minerales y agua.
Pero ésa no era nuestra Tierra.
Aquella Tierra no hubiese sido como la que conocemos, hospitalaria y fructífera.
Pasó algo, y quedaron las marcas. La Luna que vemos en nuestro cielo es el monumento a una colosal colisión que transformó la primera versión del planeta Tierra en esta segunda y diferente versión que hoy nos acoge.
Hasta hace poco circulaban tres teorías sobre la formación de la Luna. Una era que la Tierra y la Luna surgieron del mismo disco planetario, sólo que de ser así ambos cuerpos deberían tener un núcleo de hierro proporcional a su tamaño y la Luna tiene uno muy, pero muy pequeño. Y además debería girar sobre el plano del ecuador terrestre, cosa que no se cumple, ya que su eje de giro muestra una inclinación que no se explica con esta teoría.
La segunda teoría considera la posibilidad de que la Tierra haya capturado un asteroide prácticamente un planetoide, por el tamaño, que se acercó a su zona de influencia gravitatoria; algo que queda descartado porque un cuerpo de ese tamaño nunca entraría en órbita: se desviaría de curso pero seguiría su camino.
La tercera opción plantea que al principio de la formación de la Tierra, cuando el planeta estaba en un estado candente, la masa semilíquida giraba con tanta rapidez que la fuerza centrífuga habría desprendido un trozo, dando origen a nuestro satélite; pero los científicos rechazan esta posibilidad, ya que la física no la admite.
En cualquiera de estas circunstancias la Luna que conocemos no podría existir.
Seis misiones Apolo han pisado este particular satélite natural que poseemos, recogiendo muestras y trayendo 336 kilos de polvo y rocas lunares, que resultaron ser similares a las del manto de la Tierra, aunque sin agua y con muy poco hierro.
La cara de la Luna exhibe un registro claro de innumerables choques que, de ser su origen el mismo de la Tierra, se vendrían produciendo sobre ella desde la creación del Sistema Solar, hace unos 4.500 millones de años, la época en la que el disco protoplanetario terminó de convertirse en cuerpos separados. Las condiciones en ese momento inicial eran brutales, ya que, como dijimos, la formación del sistema no fue un proceso pacífico.
El científico planetario William K. Hartmann, del PSI, hizo una maqueta en su laboratorio en la que reflejó las cicatrices de los cráteres, lo que le sirvió para estudiar cuán grandes eran los impactos en ese tiempo inicial. Vio que las cosas no coinciden. Hartmann propuso entonces que la Luna es producto del choque de un cuerpo del tamaño de Marte con nuestro planeta, al que ha llamado Orfeo (Orpheus). Era un planeta o protoplaneta que se movía entre las órbitas de la Tierra y Marte y que en un momento coincidió con el recorrido de la Tierra.
No sería un caso único ni raro: el Sistema Solar tiene otros ejemplos que muestran las consecuencias de grandes impactos. Venus rota al revés y Urano lo hace de costado, todo ello probablemente por la misma causa, inmensos choques producidos durante la formación del sistema.
El doctor Jay Melosh, científico experto en choques, se interesó en la teoría Orfeo y profundizó en sus posibilidades empleando las computadoras que utilizan los militares para analizar los efectos de explosiones nucleares en la superficie. Introdujo en el ordenador los siguientes datos:
Diámetro del objetivo: la Tierra.
Diámetro del proyectil: la mitad de la Tierra.
Velocidad del impacto: 11 km/seg.
Vio que un choque así hace que, sin duda, unos restos de material escapen de nuestro planeta.
¿Pero son suficientes? ¿Se forma un cuerpo del tamaño de la Luna de esos restos?
Todo depende del ángulo de choque. Un impacto frontal produce unos anillos de material que terminan cayendo hacia la Tierra, de la misma manera que en su momento caerán los anillos de Saturno. Si el impacto es oblicuo y no va en dirección al centro, los ordenadores muestran que se desprenden dos cuerpos que entran en órbitas inestables. Estas lunas no quedan así: dependiendo de una enormidad de variables, podrían impactar entre sí y destrozarse, chocar y unirse, o la más pequeña de las lunas podría caer de regreso hacia la Tierra.
Se estima que hace entre 4.450 y 3.800 millones de años Orfeo, el planeta errante del tamaño de Marte, dio con la Tierra en un ángulo muy oblicuo. Los núcleos de los planetas hicieron contacto, lo que puso en órbita dos grandes trozos de material.
La simulación muestra que en sólo dos días se producen choques que concluyen en la formación de un cuerpo mayor, de más o menos el tamaño de la Luna. En cien años más terminan de juntarse todos los restos sueltos por la colisión y el nuevo cuerpo orbita a sólo 21.000 kilómetros de distancia de la superficie de nuestra Tierra.
Una teoría complementaria, publicada en la revista científica Nature, propone una solución para la inclinación del eje de rotación de la Luna. Esto se debería a la interacción gravitatoria con los escombros que quedaron luego del impacto. Los resultados modelados, que presentaron la científica planetaria Robin M. Canup y sus colegas, de la División de Instrumentation and Space Research del SwRI (Southwest Research Institute), de Boulder, Colorado, Estados Unidos, muestran cómo la Luna podría haber adquirido su ángulo de rotación de diez grados como consecuencia del impacto que la formó.
Para que nuestro satélite tenga el tamaño que le conocemos, el gigantesco impacto tiene que haber colocado en órbita terrestre alrededor de dos masas lunares. Este material formó un disco alrededor de la Tierra. En el modelo, el material de escombro de las regiones internas del disco no caía sobre la Tierra, porque en esa situación la gravedad planetaria tiende a lanzar los objetos más lejos. La Luna fue absorbiendo en su masa los materiales del borde exterior del disco de escombros, a una distancia de alrededor de 21.000 km de la Tierra. La nueva luna, recién formada, convivió un tiempo con un disco interior de gases y fragmentos sólidos.
Una vez que la Luna se formó, su gravedad debe haber producido ondas en el disco interior. La interacción gravitatoria de la Luna con esas ondas es la que debe haber producido, a su vez, la modificación de la órbita lunar. El disco interior fue cayendo poco a poco hacia la superficie de la Tierra.
Después de este cataclismo, la Tierra ya no es la misma. El cercano satélite aparece en el firmamento unas quince veces mayor que la Luna actual. Y en nuestro planeta tenemos volcanes superactivos, océanos de lava y mareas de magma. La fuerza de marea de la Luna en la superficie de la Tierra es 4.000 veces mayor que hoy y en el mar se forman olas gigantescas.
Las mareas que afectan la Tierra afectan también a la Luna. Le roban energía. La enorme energía maremotriz del principio hizo que la Luna se alejara rápidamente; la velocidad de rotación disminuyó de 4 a 24 horas y la distancia ha aumentado en este tiempo de 21.000 a 384.000 kilómetros. En 4.500 millones de años la Tierra se enfrió. Ya no hay mareas de magma mucho más masivo, sólo de agua.
Pero el efecto de las mareas no ha cesado. Las misiones Apolo colocaron en la Luna unos reflectores sobre los que se hace incidir rayos láser, lo que permite medir con exactitud la distancia entre nosotros y nuestro satélite. Hemos comprobado que se está alejando de nosotros a razón de 38 mm por año. Algún día del futuro ya no serán posibles los eclipses totales de Sol. Aunque nuestro planeta sea mucho más grande y masivo, también es afectado: debido a la variación que producen las mareas en el giro de la Tierra, el eclipse que tuvo lugar en el año 136 antes de Cristo se produjo en Europa occidental y no en el Cercano Oriente como habría sucedido hoy.
A pesar de la mayor distancia a que está hoy, la influencia de la Luna sobre nuestro planeta continúa. Y la de la Tierra sobre su órbita, también. La Luna sigue y seguirá alejándose. ¿Debe importarnos esto?
La respuesta es, concretamente, un gran sí. La gravedad del cuerpo lunar actúa como un estabilizador que hace que el eje de la Tierra se mantenga en equilibrio, con la inclinación que tiene, de 23°. Eso nos da las estaciones que conocemos. Nos da el clima que conocemos.
Marte carece de un cuerpo del tamaño relativo al de nuestra Luna y la posición de su eje fluctúa de 0 a 90°.
El astrónomo Jacques Lascar estudió en París qué pasaría si la Tierra careciera de esta Luna tan grande que poseemos. Reproduciendo en una computadora el sistema Tierra-Luna, se observa que, al quitar la Luna, desaparece la estabilidad del eje. El movimiento circular se ralentiza pero el eje de la Tierra se aparta de los 23° y se vuelve loco. El caos se adueña del planeta: el eje varía entre 0 y 90°, lo que implica cambios climáticos brutales: se derriten los casquetes polares y se forman en otro lado, para volver a derretirse y trasladarse en el término de apenas mil años. Las temperaturas varían de manera atroz entre el día y la noche.
La Luna actúa como un regulador mecánico de la Tierra.
¡Pero estamos perdiendo la Luna! Se aleja, y cuanto más lo hace, más lenta es la rotación terrestre y más largos los días. Y menos estable es la posición del eje.
Estamos perdiendo la Luna debido a la fricción de las mareas. Evitando el flujo y reflujo de los océanos conseguiríamos retenerla. Se ha especulado en maneras de hacerlo. Se podrían construir inmensas represas, pero no en los ríos sino en los océanos. De este modo se reduciría el movimiento de masas de agua que le absorbe energía gravitacional a la Luna y produce su alejamiento.
Una idea más radical fue la de Alexander Eivian, de la Universidad de Iowa, Estados Unidos, que sugirió secuestrar una de las lunas de Júpiter y colocarla en la órbita de la Tierra. La luna propuesta, Europa, es lo suficientemente grande para realizar el trabajo a la perfección. No reemplazaría a nuestra Luna, sino que ayudaría a nuestro planeta a mantenerse en su eje a medida que disminuya la influencia de nuestro satélite original.
Decíamos que la Luna es importante para la vida de muchas especies animales, que utilizan sus ciclos en muchas de sus acciones vitales. Incluso puede ejercer influencia directa sobre nosotros: al ver el efecto que tiene sobre el agua de los océanos, deberíamos tener en cuenta que nuestro organismo es agua en un 90%.
El geofísico Norman Sleep, asesor científico del gobierno norteamericano, dice que en la colisión con Orfeo murió una primera versión de la Tierra. Nosotros vivimos en la segunda versión. Si hubiese sobrevivido la primera, todo estaría cubierto de agua. Sólo sobresaldrían, apenas, las cumbres más altas de las montañas. El choque hizo desaparecer la mitad de los océanos y produjo una nueva atmósfera. Orfeo tenía núcleo de hierro y el impacto con el agua produjo hidrógeno, lo que dio una atmósfera reductora que, con los rayos eléctricos de las tormentas, formó las moléculas que dieron origen a la vida.
Se sabe que Stanley Miller obtuvo, en 1952, aminoácidos en tubos de ensayo reproduciendo las condiciones de la Tierra primigenia. Sus colegas rechazaron el experimento, alegando que no existía atmósfera reductora en el origen de la Tierra. Sin embargo, sabemos que la colisión la produjo. Sin ese choque quizás no habría existido la vida.
Sin nuestra Luna ralentizando la rotación inicial, los vientos serían atroces. El clima sería infernal. Los días durarían seis o siete horas.
Sí, esta Luna que tenemos es verdaderamente especial. A partir de ahora, si la ves en el cielo, mírala con otra cara.
Más información:
El documental de Discovery
Big Bang, New Moon (SwRI)
What Made the Moon (SwRI)
Origin of the Earth and Moon
Otras fuentes:
Hartmann, W. K. y D. R. Davis 1975
Icarus,
24, 505.
Hartmann, W. K. 1997.
A Brief History of the Moon.
The Planetary Report.
17, 4-11.
Hartmann, W. K. y Ron Miller 1991.
The History of Earth (New York: Workman Publishing Co.)
Hartmann, W. K., R.J. Phillips y G.J. Taylor, eds. 1986.
Origin of the Moon. (Houston: Lunar and Planetary Institute.)