Cuando yo era joven (sí, tiene razón el amable lector: hace muuuucho de ello), solía detenerme embelesado frente a las jaulas de los grandes felinos en el Zoo de Buenos Aires. Me admiraba de la fuerza y poder concentrados en esos grandes depredadores,
físicamente similares a un dulce gatito, pero, por un efecto de la escala, capaces de destripar a un hombre con la misma naturalidad con que nosotros pisamos un insecto. Además, me conmovía la mirada triste de esos animales: diseñados para la caza en velocidad
o el acecho silencioso, la emboscada coordinada o el zarpazo asesino, observaban los barrotes y a los curiosos primates detrás de ellos con una expresión que parecía decir: "¿Dónde han ido mi selva, mi sabana, mi clan y mi paisaje? ¿Cómo he llegado a esta
triste habitación embarrotada?".
Como fuese, siempre que podía y tenía tiempo, me estacionaba frente a las viejas jaulas estilo Art Decó del viejo Zoológico unitario (uno de los bandos de la sangrienta Guerra Civil Argentina) edificado casi precisamente sobre las ruinas del palacio del
bando derrotado, y observaba largamente a un viejo y aburrido tigre de Bengala que miraba como la vida se le iba entre la inactividad, súbitos arranques de nerviosismo y sueños intranquilos.
Y entonces, de repente, un día hizo su aparición el ubicuo Aspirante al Premio Darwin (en adelante, APD).
El APD decidió que tenía que hacer algo fuera de lo común: había venido a todas luces decidido a alimentar al tigre. No era uno de los cuidadores ni nada por el estilo: simplemente era un hombre bobo y aburrido que quería tener una anécdota sublime
para contar a sus hijos y nietos (circunstancia poco probable, eso de vivir lo suficiente para tener hijos).
El APD saltó en rápido movimiento la baranda y el foso que separan a los espectadores de los barrotes, y se aferró a estos últimos con la mirada extraviada, al grito de "¡Tigre! ¡Tigre!".
El tigre dormía tranquilamente, echado sobre su flanco, su profundo pecho subiendo y bajando al ritmo de su tranquila respiración. "¡Tigre! ¡Tigre!", vociferaba el obstinado aspirante. El enorme macho abrió un ojo amarillo y miró al hombre, la cabeza aún
ladeada y apoyada en el contrapiso de cemento de su jaula.
El APD, contento por la reacción observada, introdujo un brazo entre los barrotes, dejando la mano casi al alcance del animal, y le ofreció el tesoro que le había traído: un puñado de maníes con cáscara.
Definición de maní: Planta oleaginosa, de la familia de las fabáceas (Arachis hypogaea). Originaria de Sudamérica, en la Argentina se cultiva principalmente en Hernando, provincia de Córdoba. Se la utiliza mucho en la alimentación humana (semilla
seca, salada y tostada, manteca, turrones), como forraje para aves y en la elaboración de aceites, además de sus múltiples usos industriales (pinturas, aceites, jabones, barnices, nitroglicerina y combustibles). Absolutamente desaconsejada en la alimentación
de grandes felinos.
Los tigres no comen maní. Los tigres jamás han comido maní. Se necesita mucho maní para alimentar a un gato de grandes dimensiones y más de 250 kilos de peso, algunos de cuyos ejemplares han sido vistos en la India saltando sin problemas una barda de 3
metros de alto con el cadáver de un búfalo de 700 kilos firmemente apretado entre las fauces.
Aproximación teórica al pensamiento del tigre: "¿Maní? ¿Maní? Hmmm... recuerdo los viejos tiempos, la llanura aluvial del Ganges-Bramaputra, el sol entre las ramas dibujando otras rayas en mi suave pelaje, el olor del mono, la blandura y dulzor de su carne,
sus gritos desesperados al asestarle el mordisco fatal... Hace tanto, tanto tiempo... Casi había olvidado el sabor de su sangre, rodeado como vivo del olor del mono... Nunca se ponen a tiro de garra, han aprendido a protegerse... Y ahora... Uno de ellos
quiere hacer mi día, quiere que la muerte no me sea tan amarga, quiere que olvide mi vejez y mi cautiverio y vuelva a ser joven, como lo fui hace tanto tiempo, en mi añorada foresta india... Cazar mono, ¡qué delicia!".
Mientras los circunstantes nos manteníamos clavados al piso, petrificados ante el sangriento espectáculo que se aproximaba, el gigantesco tigre se puso de pie y dio dos lánguidos pasos hacia el APD, que seguía gritándole, con el brazo derecho metido en
la jaula hasta el hombro.
El felino ha de haber recapacitado en el último momento. Tal vez olió la enfermedad mental en el primate, o comprendió que si lo mataba sería exterminado sin piedad. Tal vez sólo se enterneció ante la supina imbecilidad de su cliente, que creía ofrecerle
un poco de maní cuando en realidad estaba tentando con algo más de dos kilos de carne, sangre y huesos frescos (su propio brazo) a un voraz depredador carnívoro que, en su hábitat natural, se ha especializado en comer primates cuando no hay bovinos disponibles.
Tal vez tuvo pena de ese mono gritón y tontuelo que le ofrecía su vida como un juego.
Todos hemos visto jugar a nuestros gatos: manotean y manotean, en un gozoso remedo de la caza, pero, cuando nuestra piel está por el camino, se cuidan muy bien de ocultar sus cinco poderosas uñas retráctiles para no lastimarnos.
¡Maníes a mí!
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Eso, precisamente, es lo que hizo el tigre. Cuando la mano del APD estuvo al alcance de su garra, de un solo, demoledor zarpazo con las uñas ocultas, lo hizo girar sobre sí mismo hasta donde se lo permitieron los barrotes. La mano del APD se abrió por
el impacto y los maníes se desparramaron por el piso de la jaula. El tigre retrocedió y quedó inmóvil, dispuesto a arrancarle la cabeza si el APD violaba su territorio una vez más.
Entonces llegaron un policía y dos cuidadores del zoológico que, a empellones y entre improperios, se apoderaban del APD y lo hacían retroceder hasta la valla.
"¡Sólo quería darle de comer!", gritaba el susodicho mientras lo conducían a la oficina, seguramente sin llegar a imaginar lo cerca que, en verdad, había estado de "darle de comer" al soberbio Felis tigris.
El protagonista de esta anécdota (de la que fui horrorizado testigo) sobrevivió, me imagino, porque el pobre tigre se apiadó de él, porque tenía menos ganas de meterse en problemas que él o (lo más probable) porque era, sencillamente, mucho más inteligente
que él. Este hombre no ganó ningún Darwin y quedó en frustrado APD, pero los protagonistas de las historias que transcribo a continuación sí lo lograron, aunque sus historias queda aún por verificar adecuadamente.
CASO 1: CONCURSO DE ESCUPIDAS A LARGA DISTANCIA
No, no se trata de la inolvidable historieta de Don Martin para la revista Mad. Se trata de un joven que se mató de una manera tan increíble que le granjeó un Darwin instantáneo.
¡Vooolareee, oh, oh...!
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En 1998, un soldado de 25 años intentó batir el récord de escupidas de alta altitud en su base de Fort Huachuca, Arizona. Tenía un nivel de alcohol en sangre de 0,14. Eso es un 75% por encima del límite legal para conducir en el estado de Arizona (0,08).
Nuestro amigo decidió probar un nuevo modo de batir el récord desde un balcón ubicado a 7,3 metros del piso de cemento. Mediante este procedimiento de su invención, el soldado retrocedió dentro de su habitación, tomó carrera y se inclinó sobre la baranda,
escupiendo en el momento adecuado con todas sus fuerzas. Intentaba aumentar el momento cinético de la escupida mediante la detención brusca. Buscaba sumar a la Primera Ley de Newton para provecho de su tentativa atlética.
Pero para calcular la inercia hay que ser inteligente, lo cual no era el caso. El soldado en cuestión no reparó en un pequeño detalle: no solo su saliva iba a la carrera dentro de su cavidad bucal. Todo él se estaba desplazando a la misma velocidad. Su
propio momento cinético era igual al del esputo, y lo hizo pasar sobre la baranda para estrellarse de cabeza contra el concreto de abajo y morir instantáneamente.
El Ejército norteamericano silenció los motivos del deceso para no poner en ridículo al muerto durante sus funerales solemnes, y este es el motivo de que el suceso haya sido difícil de comprobar oficialmente. Sin embargo, los testigos afirman que el borracho
murió exactamente como se relata.
Se desconoce la marca de distancia que registró su última escupida.
CASO 2: USO DE LOS EXPLOSIVOS COMO LIMPIADORES DE CHIMENEAS
Marko, de Croacia, necesitaba limpiar su chimenea. Como ningún escobillón o deshollinador alcanzaba la longitud necesaria, desarrolló un método nunca intentado hasta el momento: se imaginó colgar el escobillón de una cadena, adosándole un peso en el extremo,
a efectos de que bajara por el tubo de la chimenea. Entonces bastaría con arrojar todo el conjundo desde arriba, y la chimenea quedaría limpia.
Granada defensiva rusa F1, usada en la Guerra Civil yugoslava. ¿Instrumento de limpieza de chimeneas?
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Lo mejor que encontró para utilizar como peso era un objeto sólido, compacto, pesado y contundente, ideal para los fines que se había propuesto: se trataba de una granada rusa, remanente de la cruel guerra civil que había devastado su país.
Un jueves a las 4:30 de la tarde, Marko puso manos a la obra. Ató el deshollinador a la cadena, y luego intentó adherir la granada al artefacto. ¿Cómo lo haría? Simple: encendió su máquina de soldadura eléctrica e intentó soldar la granada cargada de TNT
al extremo metálico del escobillón.
Como es lógico, la explosión lo mató instantáneamente, arrojando letales cascos en un radio de más de 100 metros, con un alcance letal efectivo de entre 30 y 40 metros. Afortunadamente, nadie más que nuestro Premio Darwin se hallaba en esa área.
La chimenea permaneció indemne, y sigue sucia.
CASO 3: LA VENGANZA DE LA MÁQUINA DE GASEOSAS
El uso de las máquinas expendedoras de gaseosas es bastante seguro... dentro de ciertos límites.
Un temible asesino
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El protagonista de este Premio Darwin 1994 aún sin confirmar del todo murió intentando obtener una botella gratis de una de estas máquinas.
Temprano por la mañana, los concurrentes a la Universidad Johnson C. Smith en Charlotte, Alabama, encontraron una máquina de Coca-Cola caída y un infortunado aplastado bajo ella. El hombre había golpeado y sacudido la máquina, presumiblemente para sacarle
una bebida por la fuerza, hasta que consiguió desestabilizarla y hacer que el armatoste de 350 kilos le cayera encima, aplastándolo.
Aunque el extremo no pudo ser confirmado, aparentemente fue publicado en el Florence Times-Daily de Florence, Alabama.
Existe otro caso de alguien que murió aplastado por una máquina de Coca-Cola, aunque, como se verá, no resulta válido para ganar el premio.
Se trató de un peón que sufrió un ataque cardíaco mientras intentaba descargar del camión, él solo, una de estas enormes moles. Al no poder sostenerla, la máquina cayó sobre él y lo mató aún antes de que lo hiciera el infarto. Al tratarse de una muerte
accidental provocada por un desorden físico, no se le otorga premio alguno.
CASO 4: ¡A MACHO NO ME VAS A GANAR!
Este reidero e inconcebible desastre ganó el Premio Darwin 1996.
Premio Darwin polaco
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El granjero polaco Krystof Azninski, de 30 años, se emborrachó con sus amigos. Pronto todos comenzaron a alardear acerca de lo machos que eran y a hacer apuestas sobre el particular. Krystof afirmaba ser el "más macho de toda Europa" y, para confirmar
el caso, sugirió que todos se desnudaran y demostraran cuán hombres podían ser.
Entre imbéciles pruebas, a cual más sangrienta que la otra, comenzaron a golpearse, cortarse, machacarse con nabos congelados y mil idioteces similares, hasta que uno de los amigos tomó una motosierra (o sierra de cadena), la puso en marcha y, sin decir
agua va, se amputó la punta de un pie.
Krystof no podía ser menos: "Entonces, miren esto", dijo, altivo. Levantó la motosierra, se la apoyó en el cuello y se cortó la cabeza.
Uno de los atribulados contertulios comentó luego a la policía: "¡Qué fenómeno, este Krystof! Cuando era chico se ponía las bombachitas de su hermana. Y mírenlo ahora: ¡murió como un macho!".
Para culminar con esta hilarante relación de tonterías fatales, otro episodio merecedor del Premio Darwin de mi propia experiencia personal.
Dos compañeros de la secundaria: los llamaremos "Pollo" y "Pancho". Diecisiete años y con una omnímoda voracidad por el alcohol y las drogas.
Darwin eléctrico
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En 1979, a pocos meses de haber salido de la escuela secundaria, el Pollo y Pancho decidieron irse juntos de vacaciones. El padre de uno de ellos cometió el garrafal error de prestarles su casa de Villa Gessell (una localidad balnearia bonaerense), donde,
como el lector imaginará, los dos viciosos, solos y con algún dinero, se entregaron a incontables excesos.
Una noche, luego de haber bebido y tomado mucho, comenzaron a ser presa de la típica paranoia del drogadicto, comenzaron a fantasear que unos ladrones rondaban la propiedad. A instancias del Pollo (uno de los tipos menos brillantes que he conocido), decidieron
tomar medidas precautorias: desenrrollaron varios metros de alambre de cobre desnudo, los dividieron en dos hilos, los conectaron a la corriente eléctrica y los dejaron extendidos en el jardín, donde razonaron los cacos los pisarían al ingresar. Luego,
con la satisfacción del deber cumplido, se fueron a dormir su mona tóxica.
Por la mañana, Pancho despertó. Sintiendo presumiblemente los efectos de la resaca, decidió dar un paseo por el jardín... descalzo. Su amigo aún dormía y él, lógicamente, no recordaba nada de la orgiástica noche anterior. Pisar el jardín humedecido de
rocío y morir electrocutado fue todo uno.
Así pasó a la inmortalidad un "genio" de dieciocho años al que conocí durante los inolvidables cinco años de mi escuela secundaria.
Más Premios Darwin (de otras categorías) en futuros Zappings.
MÁS DATOS:
The Darwin Awards
(Traducido, adaptado y ampliado por Marcelo Dos Santos de The Darwin Awards y de otros sitios de Internet. Fotos: Associated Press. Dibujos: Jay Ziebarth - http://www.darwinawards.com/art/zeebarf/)