TAO

Silvia Cobelo

Argentina

Comenzó a escribir todo lo que le sucedía. Detalles, acontecimientos pertinentes, emociones, rabias, todo lo que lograba expresar por medio de los diversos idiomas que conocía. Por la noche, cuando no ocurría nada, después de haber escrito que no ocurría nada, se quedaba leyendo todo lo que había escrito.

Corregía su texto, deformaba algunos hechos para hacerlos más verdaderos, acortaba los silencios para no aburrirse, mezclaba protagonistas para que pareciesen más interesantes. Lo que más apreciaba era ver su día pasado en limpio: un día bonito, rico, lleno de personas y actos fascinantes. Tao transcribió años y años de su vida, llenando centenares de hojas con pequeños capítulos, trescientos sesenta y cinco o sesenta y seis por año. Con el correr del tiempo, empezó a arriesgarse a dejar escrito lo que sucedería al día siguiente; de todos modos, su vida era tan igual...

No intenten hacerme explicar cómo pudo ocurrir lo que ocurrió, pero uno de esos días Tao trató de escribir el día siguiente. Entero. Sólo para jugar. Al despertar, se cepilló los dientes, tomó café; hasta ahí nada, pero después perdió el subterráneo, tal como lo había escrito, fue amonestado por su jefe y al volver perdió el paraguas. ¿La parte buena? Solamente tuvo que corregir alguna que otra cosa; el resto estaba perfecto. Le agradó la experiencia y lo hizo de nuevo. Y así fue escribiendo, un día antes, todo lo que sucedería al día siguiente.

Confundido, sin saber si las coincidencias las forjaba o no él mismo inconscientemente, Tao pasó doce meses con todo previsto y pre-visto, y concluyó que todo aquello era muy aburrido. Su vida ya no tenía gracia. Entonces, decidió volverse más atrevido. Empezó a inventarse arrojadas aventuras: como testigo de crímenes, como extra en marchas de protesta y manifestaciones, cosas que valían la pena. Y una noche resolvió que era hora de enamorarse. Se sentó a escribir e inventó a una mujer bellísima y misteriosa, claro, que lo abordaría en la estación; se enamorarían perdidamente.

Esperó insomne el día siguiente. Llegó a la estación y cuando la vio —era exactamente como la había descripto— tuvo que correr para espabilarse y entrar en su vagón. Ella debía mirarlo. Nada. Él la miró con insistencia. Nada. Concebido lo inconcebible, Tao la siguió. Después de unos metros, ella se volvió y preguntó:

—¿Qué es lo que pasa?

¿Qué responderle? En todo caso, ¿cómo explicarle a un personaje que lo es?

—Nada —contestó—. Me pareces muy bella, sólo eso.

—¿Sólo eso? Entonces está bien. Pensé que eras uno de esos...

Tao la miraba, ya enamorado.

—¿Quién? Ven conmigo. —Ella lo miraba extasiada.

Fueron a tomar un café juntos. Ella pidió un expreso; él, sólo un vaso de agua mineral.

—¿Qué haces?

Ella tardó en responder.

—Nada.

—¿Cómo que nada? —retrucó él—. Nadie hace nada. Es una contradicción, incluso gramatical; el verbo hacer implica una acción.

Ella parecía divertida.

—Pero es así. Yo lo logré. No hago nada. Por cierto, ni siquiera sé por qué estoy aquí. Es como si un director invisible me estuviese manipulando.

Tao sonrió antes de preguntar:

—Ah. Eres actriz. Y tan bonita...

—Sí, creo que sí —dijo ella, reticente—. No sé.

—¿Tu nombre?

—Isis —respondieron juntos.

Ella se sorprendió.

—¿Cómo lo sabes?

Tao mintió:

—Qué sé yo. Ya verás que yo escribí esta historia.

A ella le pareció gracioso y lo besó en la boca.

Comenzaron a verse con frecuencia. Tanta frecuencia que Tao no tenía tiempo para escribir y, cuando lo hacía, su versión resultaba tan distorsionada, resumida, maquillada, descuidada, que parecía cualquier cosa menos la realidad. Muchas veces, hasta producía textos mal escritos... tan buena era su vida de enamorado. Entonces, Tao pasó de escribir su día a día a dedicarse a escribir sólo el mañana. Consultaba discretamente a su pareja y después inventaba las horas cotidianas más deliciosas, según el estado de ánimo de cada uno.

Un viernes amaneció sin guión. Iban a viajar y los preparativos los habían consumido, la organización de todo había agotado todos los minutos disponibles y Tao no había podido escribir nada. Tendría que haberlo hecho. Se arrepintiría amargamente.

El día prometía terminar bien cuando la pesadilla se hizo cargo de la situación. El taxi que los llevaba al aeropuerto se vio involucrado en un monstruoso accidente de tránsito. Isis vio que un ómnibus venía en su dirección, suspiró y, con una postrera mirada a su amado Tao, le perdonó no haber escrito un final mejor. Oyó que sus huesos se rompían y, por último, que su cerebro se sacudía dentro de la caja craneana. Después, la línea plana, el coma tres, el sinónimo de la temida muerte cerebral.

Con unas pocas magulladuras, Tao regresó a su refugio, donde cada molécula, cada compuesto, objeto, canto, lo martirizaban por su existencia: habían sobrevivido a su amada. Tao, otra vez solo. Llorando, releyó cada página/día que había compartido últimamente con su musa, la misma que ahora no era más que un potencial conjunto de órganos destinados a la donación.

Isis, Isis, ¿por qué no escribimos todo antes? Enloquecido, comenzó a escribir el día anterior, paso a paso, escena a escena. Esta vez no iban al aeropuerto sino a su casa y nadie conducía un coche; tampoco estaban en aquella esquina en el momento preciso en que llegaba el ómnibus. Escribió fervorosamente durante toda la noche y se quedó dormido en trance, sumido en un sueño profundo, tanto que no sintió las violentas fuerzas del universo que se retorcían e intrincaban y que, imbricadas, retrocedieron para deshacer lo que ya estaba hecho.


Ilustración: Valeria Uccelli

Tao se despertó aturdido. Miró a su alrededor y no detectó ningún cambio. Pero después comenzó a observar su cuarto y no lo reconoció. ¡Pero sí, era su cuarto! Tao notó que alguien había dormido a su lado. Se levantó corriendo y fue a la cocina. Se le detuvo el corazón: allí estaba Iris, con cara de sueño, preguntando qué comerían esa mañana. Tan hambrienta como siempre. Bella y alegre, como él la había descripto sucesivamente. Su relato había tenido éxito. Su ficción había engañado a la muerte.

Tao decidió no escribir nada nunca más. Se apartó de sus diarios de manera inexplicable; más aún, decidió quemarlos a todos, con una sola excepción. Isis nunca lo entendió. Después de todo, aquella última y fatídica noche no habían escrito nada. Y por esa razón ahora, todas las noches, él escribía en el cuaderno de tapa blanca y dura: Estamos vivos, y mañana vamos a despertar y a seguir viviendo. Ni una palabra más. Apropiándose de su vida por el solo hecho de que ésta existiera. Nada más era tan importante como para escribirlo. Nada.


Título original "Tao"
Traducido por Claudia De Bella, © 2007



Silvia Cobelo es argentina, nacida en la ciudad de Buenos Aires, pero vive en San Pablo, Brasil, desde que tenía seis años. Silvia es bióloga y guionista (UCLA - Los Angeles). En el año 2000 se publicó su primera novela, "Entropia". Está haciendo un posgrado en literatura española, y estudia los refranes de Sancho Panza. Está casada desde hace 24 años y tiene una hija, Alix, de 19 años, y un hijo, Kim, de 16. Este cuento, "Tao", lo escribió en portugués y fue publicado en su libro "Contos Invisíveis". Es el primer cuento de Silvia que publicamos en Axxón, y no será el último.


Este cuento se vincula temáticamente con "LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA", de Alejandro Alonso (157), "EL DESTINO NO ES CIEGO", de Sergio Gaut vel Hartman (135), "ANUBIS", de Martín Casatti (154) y "CORRECCIONES EN LA TRAMA DEL TIEMPO", de Sergio Gaut vel Hartman (139).


Axxón 179 - noviembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Corregir el Destino : Argentina : Argentino).