LA MÁQUINA DEL AMOR

Sebastián Grimberg

Argentina

Seguí desde lejos el descorchar de las botellas de champán, las risas de mis compañeros cuando el líquido esquivaba las copas y terminaba en el suelo, y la mano firme y calurosa del jefe que me felicitaba por mi ascenso, por el éxito que significaba mi nuevo programa y las ganancias que traería a la compañía. Tampoco me importó que la mayoría de las manos palmeando mi espalda, para dar consistencia a forzadas sonrisas, hubieran querido armarse de navajas. Hoy era diez de mayo, diez de mayo, y yo seguía parado en el centro de esa enorme oficina redonda de ventanales con una copa en la mano.

Cuando la máquina, luego de minuciosos y complejos análisis de ondas cerebrales, cantidad de neurotransmisores, activación neuronal al nombrar a la otra persona, historia familiar y sexual, intereses y educación de ambos, emitió en su dictamen cuatro años, seis meses y tres días a partir de la fecha, saltamos de felicidad. Recuerdo que entonces estábamos enamorados y nos besamos largamente ¡Cuatro años, seis meses y tres días!, parecía una bendición cuando a tantos de nuestros amigos les tocaban dos años, seis meses o hasta algunas semanas.

Con la excusa de que Patricia me esperaba en casa para ir a festejar, pude desentenderme de la oficina. Todos comprendieron, hasta creo que deseaban que me fuera para seguir festejando solos. Únicamente Julio me miró con seriedad. Era el único en la oficina en quien confiaba y durante la última semana lo había agobiado con el asunto.

Yo era chico todavía cuando aparecieron las primeras noticias sobre la máquina. Estamos cada día más estúpidos recuerdo que dijo mi viejo, sentado a la mesa, mirando el diario que le había alcanzado el abuelo. Quien, luego de un gesto de suficiencia, acotó: Se va a ir todo a la mierda, ya no respetan nada. Esto, en mis tiempos, no habría pasado ¿hace cuánto lo vengo diciendo?. Enseguida se armaron los bandos, estaban los que se burlaban, por miedo, porque no entendían, los que la criticaban en larguísimos artículos que aparecían en diarios y revistas y los que manifestaban una curiosidad silenciosa que finalmente los llevaría a probar, a adoptarla.

Busqué el auto en el garaje, sería uno de nuestros últimos viajes; con el puesto nuevo llegaban los autos en los que se respira el cuero. Ya en la calle busqué ordenar las imágenes que se me abalanzaban frondosa y desordenadamente. Siempre lo hacía para controlarlas: las ordenaba por fecha, por lógica, por importancia, si uno no hace esto, las imágenes lo pueden, lo ahogan. Recordaba la risa de Patricia durante el primer año, cuando desayunando en la mesa de la cocina o en la cama, con la piel todavía llena de noche, nos burlábamos de la máquina y de su sentencia. Después, a medida que fue pasando el tiempo, empezamos sin querer darnos cuenta a evitar el tema, ahora hacía ya meses que ni siquiera lo rozábamos.

La máquina traía seguridad, establecía la duración exacta del amor entre dos personas. Hubo muchos detractores al principio, pero a medida que se comprobaba la certeza de sus dictámenes, crecían sus adeptos. Era un artificio preciso y esto evitaba a la gente rumiar en relaciones sin sentido, perdiendo el tiempo hasta que se daban cuenta de que no se querían más o se enamoraban de otra persona. Cuando su uso se volvió masivo, los que aún la rechazaban fueron tildados de ignorantes o románticos. Entonces el Estado estableció como requisito indispensable para el trámite de casamiento la presentación del certificado, otorgado por la máquina, acreditando un mínimo de tres años de amor. Seis eran los necesarios para tener un hijo, ya que los estudios establecían que ese era el lapso mínimo indispensable para que un niño se desarrollara sanamente.


Ilustración: Aradano

Me detuve en el semáforo y un chico se acercó para limpiarme los vidrios. Mientras cubría el parabrisas con jabón, impidiéndome ver hacia fuera, pensé que nada fue como había imaginado. Siempre creí que, a medida que nos fuésemos acercando a la fecha indicada por la máquina, notaría algún cambio, que entraría a casa al volver del trabajo y daría un beso a Patricia como quien cuelga el sobretodo en el perchero, pero no, era llegar y encontrarla mirando una revista sentada en la cama con las piernas cruzadas y lanzarme sobre ella. Era salir a caminar sin rumbo en las noches tibias tomados de la mano disfrutando de la cercanía del otro, el silencio de las calles y las sombras que proyectaban los faroles de algún parque. Sin embargo, los últimos días habían sido diferentes. Desayunábamos en silencio, abstraídos, y a veces, cuando levantaba la cabeza de la computadora, la encontraba mirándome de una forma rara, apenas asomada sobre un libro, como cuando uno está frente a una persona que por algún motivo se nos ha vuelto extraña y tratamos de adecuar los conocimientos que teníamos sobre ella a su nueva imagen. Supongo que le pasaba lo que a mí, que también la miraba, disimulada pero irresistiblemente, como quien mira en la calle a aquellos que tienen alguna deformidad, intentando descubrir algo diferente en su sonrisa o en sus gestos al compararlos con los que guardaba en mi memoria de los tiempos en que, estaba seguro, nos amábamos. La última noche que salimos a caminar anduvimos sólo tres cuadras, llevábamos las manos enlazadas por inercia y un silencio que retumbaba en la garganta. —Nada... —me respondió cuando le pregunté: ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —Nada... —repitió—, pero quiero volver, estoy cansada.

El chico me golpeó el vidrio, lo bajé y le di unas monedas. En su pecho, sostenido por un hilo fino, colgaba la credencial que otorgaba el gobierno acreditándolo para el trabajo. El cepillo y el secador con que había limpiado el vidrio también se lo daban ellos. Sin mirarme, guardó las monedas que le había dado en una riñonera y se dirigió a otro auto. Con el semáforo en verde seguí derecho hacia el norte por la avenida. A pocas cuadras de casa, un enorme cartel publicitario en donde se veía el atardecer de una playa, me recordó un sueño que había tenido en la noche. En él viajaba en tren por la orilla de una playa desierta muy parecida a la del anuncio y desde la ventanilla veía a un muchacho haciendo una escultura de arena. Me bajaba del vagón y caminaba hacia el joven, sentándome cerca de él para verlo trabajar. Lo observaba afanoso, buscando proporciones, puliendo aristas. Por momentos, caprichos de la marea, las olas devoraban alguna parte de su escultura, lo cual parecía no importarle. Otras veces era el viento el que consumía velozmente un poco aquí y otro allá. Pensé que debía buscar otro lugar, era un trabajo de nunca acabar. Me desperté cuando iba a decírselo.

Supe entonces que los temores siempre fueron míos. Cuando me burlaba de la máquina era el miedo lo que me movía, Patricia sólo me seguía la corriente. Decidí que le diría que lo que piensa la máquina me importa una mierda. ¡Qué importa que sea diez de mayo si te amo más que nunca, si no puedo vivir sin vos!

Desde la casilla de vigilancia el guardia apretó el timbre para abrir la reja del edificio. Subí al ascensor en el garaje. Ya en el departamento decidí entrar primero a la cocina. La sorprendería preparándole la cena. Tomé el teléfono para pedir postre y una botella de vino mientras leía la nota de Patricia. Estaba con Julio, la máquina había determinado siete años para ellos. Iban a tener hijos, decía, algo que nosotros con nuestros cuatro años, seis meses y tres días no podíamos.



Sebastián Grimberg nació en el barrio de Once de la Capital Federal (ciudad de Buenos Aires), en 1977, pero recorrió ampliamente la provincia de Buenos Aires al ritmo de las ofertas de alquileres. Es estudiante de psicología y narrador aficionado. Actualmente vive en el barrio de Palermo, Buenos Aires.


Este cuento se vincula temáticamente con SOPORTE VITAL, de Marcelo López González (167), DES-HUELGA, de Frank Roger (193), EL RECUERDO INMÓVIL, de Luís Felipe Silva (168) y DEVENIR, de Ricardo Germán Giorno (194)

Axxón 197 - mayo de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Ciencia ficción : Destino : Condiciones de vida : Argentina : Argentino).