«De alquimia», Juan Manuel Sánchez
Agregado en 6 mayo 2010 por admin in 207, Ficciones, tags: CuentoUruguay |
Aún retumban en las paredes de Córdoba los ecos del día en que fue liberada de la fe musulmana. Desfilaba con júbilo el Barón por la principal avenida, saboreando la miel del vitoreo y de saber que los interminables meses de campañas, sacrificios y luchas quedaban definitivamente atrás.
Entonces, el miedo. Un repentino ennegrecimiento templó su ánimo cuando se enfrentó al palacio del Emir. No era su estilo arábico, ni las amenazantes esculturas que custodiaban la entrada. Aquellas paredes parecían sentenciar «encerramos un terrible secreto que os está prohibido». Buscó la mirada de su esposa que reflejaba la misma preocupación. Había acordado con Su Majestad que sería el señor de la ciudad; vivir en aquel palacio era un derecho que le correspondía y así se esperaba que lo hiciese, al menos hasta construir una residencia más acorde a su gusto. Buscaron alivio en la mano del otro, tomaron aire y juntaron fuerzas para adentrarse en aquellos muros que jamás debieron de habitar.
Superaron en pocos días el espanto inicial. Comprobaron que el Emir no edificó sus aposentos con cadáveres, en los sótanos no se escondía un monstruo de deformidad inconcebible, ni por las noches aparecía el espectro de una joven degollada. Sin embargo la casa les declaró la guerra, mediante medios más sutiles dejó en claro que no eran bienvenidos como amos del lugar. Antes de que transcurriera un mes se atestó de ratas, no importaba cuántas trampas mandaran colocar, ni cuántas mataran, debieron aprender a convivir con ellas. Escasas eran las noches en las que él o su esposa no interrumpían el sueño a causa de terribles pesadillas. Los pisos se tornaron fríos y por más leña que echaran a las estufas, no había fuego capaz de dar un poco de calor hogareño. Las despensas dejaron de utilizarse, la comida se pudría tan vertiginosamente que preservar para la cena las sobras del almuerzo era entregar el pan a las moscas y al implacable hongo maloliente.
Como si tantas calamidades no bastaran, una mañana, antes del desayuno, una barrendera se desmayó súbitamente. El señor se abrió paso entre el círculo de servidumbre, pudo observar un bulbo azul, casi negro, bajo su axila; la peste dejaba su hálito necrófilo.
Era de esperar que los comentarios se propagaran más rápido que la mortal enfermedad. Se cuchicheaba que el palacio estaba maldito, que debían abandonarlo para preservar sus vidas. Él no pensaba hacerlo. No había luchado y vencido a los bravos moros para rendirse a unas paredes. La insistencia y argumentos de los sirvientes no hicieron más que fortalecer su convicción.
Creyó que su suerte cambiaría aquella cálida noche de mayo. Las estrellas titilaban benignamente y se disfrutaba de una cálida brisa reconfortante, su esposa lo esperaba en el balcón de la alcoba.
—Estoy embarazada.
Se tocó el vientre para dar más fuerza a lo dicho. No escatimaron besos ni caricias para festejar las esperanzas que se gestaban. En algún momento desvió la vista de la deseada piel y se dio cuenta… la piscina reflejaba el palacio creándose un efecto de doble edificación. Dominado por la ansiedad, se tiró al agua. Pudo notar que el fondo descendía en forma de escalones, desembocando en un túnel imposible de ver desde el exterior. Tomó cuanto aire pudo y se adentró en las profundidades para emerger en otra pileta de dimensiones más reducidas. Supuso que se encontraba bajo la capilla; desde el primer momento le había llamado la atención que no hubiera habitación alguna bajo la misma. Una escalera invitaba a avanzar en lo que parecía un completo mundo subterráneo. Inexplicablemente, se detuvo y decidió postergar sus investigaciones hasta el día siguiente.
Por la mañana continuó su sendero descendiendo aquellos peldaños, encontró una enorme biblioteca que ocupaba varios salones. Tiempo después se daría cuenta de la disposición invertida de las habitaciones con respecto al palacio, simulando ser un reflejo. Encontró finalmente un tratado en latín; debido a la similitud con el castellano y a sus escasos años de formación escolástica pudo comprenderlo. Con la práctica se volvería un experto. Era un volumen de alquimia, por fortuna de carácter introductorio. Todos los escritos trataban la misma ciencia, halló también un laboratorio.
Comenzó leyendo todo el material en latín, tarea en la cual empleó pocas semanas. Aquellos libros lo consumían de tal manera, que perdía toda noción del tiempo. Realizaba ya sus propios experimentos, cuando decidió aprender árabe, bajo la excusa de acceder a importantes documentos dejados por su antecesor. En la bitácora, el Emir daba testimonio de sus grandes avances. Sin embargo, sus cálculos respecto a la Piedra Filosofal eran completamente erróneos. Durante cuatro años dedicó cada hora, cada minuto, a reformular los hallazgos de otros dentro del sistema correcto. No le importaban ya los quehaceres del gobierno, los burócratas seguirían expidiendo resoluciones y edictos por inercia administrativa. Menos aún quitaba su sueño la peste que continuaba asolando Córdoba, llevándose entre tantos a su hijo.
Fue a altas horas de la madrugada cuando lo logró. Poseía a oscuras una tonalidad celeste asombrosamente similar al cielo y adquiría, en contacto con la luz, el azul profundo de la vastedad marina. Dejó caer unas pocas gotas sobre una pala de madera, la cual se transmutó instantáneamente en oro. El dorado resplandor lo encegueció por un momento en el que soñó con riquezas sin fin. Si podía convertir en oro todo lo que deseara, podría ser el dueño de la Península Ibérica, podría gobernar Europa en toda su extensión. Ser tan rico como para costear la cruzada que libraría definitivamente Tierra Santa de infieles. Al entrecerrar los ojos, vio un inmenso palacio hecho en oro hasta en su ínfimo detalle. Se imaginó descendiendo imperiales, saludado y venerado por leales cortesanos. Llegó un punto en que todo le resultó trivial. El poder político, por naturaleza tan efímero, dura como mucho una vida humana, si no menos, porque incluso el más admirable de los príncipes posee adversarios y conspiradores deseosos de destronarlo. ¿Qué queda para quien alguna vez gobernó? El desierto de la impotencia, errar como Caín por tierras que supieron pertenecerle, o, lo que es más triste pero quizás menos cruel, aceptar en calidad de exiliado el cobijo de un antiguo aliado. No, por más tentador que fuera, no lo seducía esa clase de poder que se ejerce sobre los otros y no es en el fondo más que depender de ellos. De los dones que brinda la Piedra Filosofal, él optaría únicamente por la vida eterna.
Concluyó que nadie ha de vivir solo, más aún cuando lo hará por siempre y decidió revelarle todo a su esposa. Colocó el líquido en una ampolla de vidrio que introdujo en la boca, por poco le cuesta la vida el ardid. Su mujer yacía apestada y agónica sobre un improvisado lecho. Era tan necia su alegría que nubló el rencor que aquellos ojos destilaban. Con el tiempo, el recuerdo de esta mirada que decía «He aquí el mísero hombre que abandona a su esposa e hijo» no daría tregua a su tormento.
—Es la Piedra Filosofal, bebámosla y viviremos para siempre.
—No seré parte de vuestras locuras… y aunque fuese cierto, ¿quién quiere habitar por siempre este absurdo y desolado valle de lágrimas?
—No sólo os ofrezco una cura, sino que os doy la posibilidad de acompañarme por siempre. ¿Es así como me pagáis? Morid y espero que la muerte os haga feliz. Yo no seguiré vuestro camino.
El horror agrandó sus ojos cuando lo vio tomar la esencia, negó con la cabeza, ya no le quedaron fuerzas para decir nada.
Yo fui el valiente caballero que reconquistó Córdoba y el imprudente alquimista que alcanzó la meta de todos sus semejantes. Nicolás de Finisterre fue mi nombre. Ya nada queda de aquel hombre y difícilmente me reconozco en los recuerdos que de él tengo. Quizás esta disociación y posterior confesión resulte demasiado brusca, no relato los hechos tal cual ocurrieron, sino como se dejan relatar.
|
No di cuenta de ningún cambio luego de haber ingerido la Piedra Filosofal, salvo tal vez, la mayor nitidez con la que percibía las cosas. Era más una sensación que una certeza. Con el paso de las horas, los colores parecían contrastar más entre ellos, los sonidos aparentaban tener mayor contundencia y su eco dilatarse por más tiempo.
Durante algunos decenios fui el activo gobernador con el que Córdoba soñaba. Tomé medidas para combatir la peste, reinstauré el legado árabe de plazas y jardines públicos, incluso hice construir más. Ensanché las principales calles para que pudieran circular mejor las mercancías y creé una fuerza permanente para que se ocupara del orden y la seguridad. Mi capacidad de hacer justicia se volvió legendaria; a medida que mis sentidos se agudizaban, la culpa y la mentira me resultaban más evidentes.
Descubrí entonces que nada en este mundo es para siempre y nada que a los hombres concierne será eterno. Podía oírlos susurrar a mis espaldas que no mostraba el menor signo de envejecimiento, seguramente había pactado con Satanás y que la Iglesia planeaba tomar medidas. No fue esto lo que acabó por convencerme, sino mi sensibilidad. Había llegado a tal grado, que la luz diurna me encandilaba, cualquier conversación, por suave que fuese, me producía una insoportable jaqueca. Los olores del quehacer urbano me mareaban, el delicioso aroma de la carne asada se mezclaba en mis narinas con el orín de gato y el sudor de las personas, obligándome a transitar la ciudad con la mano sobre la boca para contener las náuseas. Me escondí en la habitación más profunda de los sótanos del palacio, en el mismo laboratorio donde logré la Piedra Filosofal. Obtuve en las tinieblas y el silencio, la paz que tanto ansiaba. Tumbado y olvidado en mis profundos dominios, perdí toda noción del tiempo, espacio y pensamiento.
Desperté de mi primer sueño una tarde en la que entraron bandidos en la casa. No me importó que se llevaran mis pertenencias, hacía tanto que no las usaba que era como si jamás las hubiese poseído. Carcomiéndome de impaciente lujuria, aguardé hasta que la noche llegara y se consolidara. Entonces, derramé contadas gotas de milagrosa sustancia sobre una pluma, la guardé en uno de mis bolsillos y salí al mundo por última vez.
Todo había cambiado de tal forma que era un extraño en mi propia ciudad. Apenas pude reconocer algunos parques y monumentos que sin embargo eran otros, otras eran las calles donde se ubicaban y otras las casas que les brindaban sombra y compañía. Las escasas personas que tuve oportunidad de ver eran distintas, más allá de los cambios evidentes y superficiales que saltaban a la vista como la vestimenta y la manera de andar, quedaba claro que estas eran meras consecuencias de transformaciones más profundas en la forma de vivir, sentir, creer y comprender el mundo. Me veían con el terror con que se mira a un espectro y la lástima que se siente por los vagabundos. Hay verdades que no cambian a pesar de los tiempos y los lugares, sobreentendidos cuyo estatus no está muy lejos de lo universal y absoluto. Una mujer ligera de ropas, que permanece parada de esa forma en una esquina es aquí y en los confines de la Tierra, una prostituta.
—¿Cuánto?
Creí que el vasto universo me había oído.
—¿Cuánto tienes?
¿Hablaba en castellano? Respondió, sin dudas a la pregunta que le había hecho y sin embargo cada palabra, cada letra, sonaba de una manera tan distinta a como recordaba su pronunciación. Le mostré la pluma de oro.
—¡Hombre! Con eso me caso contigo.
Temí que el barrio entero despertase con el insoportable volumen de su voz, pero mis oídos sólo captaron indiferencia.
—Sígueme.
Me dirigí al palacio.
—Dime. ¿Eres extranjero? Hay algo en cómo te vistes y hablas.
No podía tolerar sus palabras martillándome la cabeza como tambores de guerra.
—En silencio, por favor.
Quedamos a oscuras, o al menos para ella. En lo que a mí respecta los pocos hilos de luz nocturna me alcanzaban para ver con toda claridad. Se tendió desnuda sobre una alfombra que nadie consideró digna de robar. Puse la mano bajo su espalda y lentamente descendí hacia los muslos. El inconmensurable peso de su cuerpo sobre mi mano, su calor, la sangre recorriéndole cada vaso, su aliento, el aroma…, me agobiaron de tal forma que me quitaron la erección.
—¡Vete! Llévate la pluma y lo que quieras —dije aturdido, de rodillas y haciendo fuerza para no vomitar en su presencia.
No puedo asegurar si mi segundo sueño duró más o menos que el anterior. Sólo recuerdo que me despertó el rugir de una rata antes de ser degollada por una matrona. Mis sentidos se habían agudizado tanto que ya no tenía forma de aislarme. Sin embargo, opté por no salir, sabía y sé que allá fuera sólo encontraría un calvario.
¿En cuántas cuestiones simultáneas podemos enfocar nuestra atención? Creerán que soy el indicado para brindar una respuesta y sin embargo, tengo menos nociones que el más común de los mortales. Por momentos, sin que me lo proponga, mi conciencia se desdobla en millares de fragmentos. Otras veces, por más que lo intente no puedo dejar de estar en un solo lugar y tiempo. Las fronteras con el resto de la humanidad se fueron desdibujando, percibía cada olor, cada gesto, intuía sus pensamientos. Me volví ellos y ellos se volvieron parte de mi ser, cada vez más inmenso. Con el tiempo, tomé conciencia de ciudades, llanuras, naciones, mares y continentes. Centraba mi atención en cierta persona y antes de que pudiera pensar en otra cosa, envejecía y moría. A veces, volvía a ser dominado por el deseo, entonces me regocijaba con ser la ráfaga de viento que a una hermosa mujer despeina o la suave tela que roza sus pechos.
Llegó el día en que sentí la Tierra entera, el frío de las montañas, la oscuridad de las profundidades oceánicas, el calor de su centro de metales fundidos. No me sorprendió en absoluto su esfericidad, hacía tiempo que venía escuchando a ilustres pensadores defender con mejores argumentos dicha tesis que coincidía con lo que mis sentidos me indicaban. Recorrí una y otra vez cada país, me adueñé de sus costumbres y lenguas, hasta que el mundo se transformó en un lugar rutinario y sin magia. Desde cierta fecha, estuve presente en cada guerra que los libros recuerdan y fui testigo directo de cada hecho histórico. Como ya me es imposible dormir, jamás termino de despertar, por lo que existo en un eterno estado de somnolencia. Sueños y realidades indistintamente se alternan. Permanezco inmóvil en la silla en la que hace siglos me senté, poco molestan el polvo, las telarañas que me envuelven y las cucarachas caminando sobre mí, son ampliamente preferibles a la infinita violencia que significaría moverme. Supongo que cada vez soy menos humano, si es que aún puedo considerarme parte de la humanidad. Me conmueve la plateada y etérea frialdad de la Luna, me sofoqué cuando sentí por vez primera las temperaturas de Venus y me deleito explorando las arenas de Marte. Espero impacientemente poder ver Saturno y sus anillos que tanto he sentido comentar. Llegará el momento en que podré percibir todo el universo, tal vez entonces pueda saber si Dios existe. O quizás yo me vuelva Dios.
Juan Manuel Sánchez Puntigliano nació en Montevideo, Uruguay, a finales de 1983. Cursó primaria y secundaria en un colegio católico liberal. Es un lector voraz desde los siete años y comenzó en el secundario a escribir poemas y relatos cuando la clase se le hacía muy aburrida. Al egresar se inscribió en la Licenciatura de Letras de la Universidad de la República, que está cursando actualmente. Con un grupo de colegas literatos, fundó la revista cultural y electrónica «GUITA», donde hace las veces de editor. Los narradores que más disfruta de leer son Borges, Cortázar e Ítalo Calvino.
Este cuento se vincula temáticamente con EL ELIXIR DE LA LARGA VIDA, de Honoré de Balzac, MONOLOGO DE DORIAN VIENDO AGONIZAR A OSCAR, de Miguel Ángel González, EL MORTAL INMORTAL, de Mary W. Shelley, EL LIBRO DE LA ETERNIDAD, de Damián Arturo Madrigal Aguilar
Axxón 207 – mayo de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Bebida mágica : Inmortalidad : Uruguay : Uruguayo).