Revista Axxón » «Trashpunk» (parte 1), Ramiro Sanchiz - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

 

Lo primero que pensé al seguir a Rex hacia el interior del apartamento del viejo fue que todo, las paredes descascaradas y con manchas de humedad, el piso sucio colonizado por tanto polvo y pelusas, los zócalos erosionados, el caos de cajas de cartón, montañas de papel fanfold, revistas ochenteras de informática y —especialmente— los monitores prehistóricos, los gabinetes de PCs sobrevivientes de la era de los 486, 386, e incluso más viejas (no me hubiese extrañado para nada dar con una Commodore 64 o una ZX Spectrum ocultas entre las cucarachas y los platos sucios), una IBM Think Pad y una desktop que parecía bastante más actualizada, me recordaba un subgénero de ciencia ficción que había querido crear allá por 1997 o posiblemente un poco antes, bautizado trashpunk y entendido como la derivación de la corriente liderada por William Gibson y Bruce Sterling hacia el tercer mundo. Se trataba de una especie de micromitología de hackers y cowboys de consola que debían arreglarse con los materiales a mano, así fuesen un Family Game o un Atari, y apelando también a la cultura de las drogas, los químicos de diseño y todas las sustancias psicoactivas imaginables; la realidad virtual, según había imaginado —y llevado a la práctica apenas en dos cuentos y una novela corta un poco malograda que luego extravié—, tenía más de LSD y DMT que de conexiones neuronales a la Neuromante o, posteriormente, The Matrix. Mi subgénero no tuvo suerte; o si la tuvo fue de una manera extrañísima y casi diez años después, cuando Rex golpeó aquella puerta de un apartamento del Palacio Salvo y, tras el pasen de la voz destartalada del viejo, se inauguró ante mis ojos la viva representación de lo que había querido escribir, aunque nunca llegué a pensar en un hacker de setenta años (supongo que su estilo de vida lo había deteriorado precozmente y que en rigor no pasaba los cincuenta y pocos), nariz de borracho y mirada de Lovecraft perdido en su apartamento que daba a la Plaza Independencia y a los atardeceres en la bahía, con ese color de hoja en un libro de segunda mano o mancha de humedad en una pared descascarada.

 

Para poner algo de orden, o al menos un principio a la historia, debería decir que todo comenzó una tarde en que Rex se apareció ante la puerta de mi edificio y llamó al portero automático; yo estaba mirando el apartamento de enfrente con prismáticos, en espera de que una de mis vecinas, especialmente voluptuosa, se pasease en ropa interior por su sala de estar, como ya había sucedido, según Jon, una mañana en que yo tenía la cabeza puesta en cosas más urgentes y cercanas. La persiana de tipo celosía estaba dispuesta como medida precaria para evitar ser detectado, y apoyaba los prismáticos entre los segmentos de plástico gris; estaba aburrido, pero la espera (por alguna razón suponía que la chica aparecería en cualquier momento) me hacía imposible volcarme hacia cualquier otra cosa, especialmente intentar escribir. Entonces sonó el timbre. Atendí, también sintiendo que aquella irrupción me liberaba, y escuché la voz de Rex. Bajé de inmediato.

Ya en el ascensor la trama empezó a configurarse. Rex había visitado a su diseñador de drogas, un bioquímico que sintetizaba sustancias por encargo a una reducida élite de drogones mientras acaparaba importantes cantidades de dinero preparando su exitosa cocaína mejorada, distribuida por tres grandes traficantes de la ciudad, del país y de algunas áreas cercanas de Argentina. Rex lo había conocido en una fiesta más o menos un año atrás. El diseñador, según se contaba por ahí, elegía a sus contactos «especiales» con mucho cuidado, lo que siempre me hizo pensar que había visto en Rex al cliente perfecto, dispuesto siempre a probar (y a comprar) las sustancias experimentales ofrecidas, porque, hasta donde siempre supe, ese era el modus operandi de la relación, algo así como «Rex, tengo esta pastilla que, según mis cálculos, debería hacer tal y cual cosa, ¿la querés?», y luego Rex salía volando de su apartamento con ochenta dólares en los bolsillos, el precio standard para dos —tres como máximo— píldoras, una para él y otra para Jon, lo que me dejaba a mí como tercera opción dependiendo de la generosidad del diseñador. La historia de aquella fiesta donde se conocieron es interesante, pero no voy a contarla ahora. Sí diré que la relación entre Rex y su bioquímico había evolucionado con el tiempo hasta algo parecido a la amistad, una amistad bastante friki que tenía como lengua nacional un idioma incomprensible del que yo —en las contadísimas ocasiones en las que había acompañado a Rex a visitar a su proveedor— lograba captar apenas las referencias a juegos de rol o a Star Wars y El Señor de los Anillos, bastante frecuentes por cierto. Aquella tarde, en el ascensor, Rex me explicó que estaba en una quest, que su químico le había pedido la noche anterior que le consiguiera cierto reactivo sólo ubicable —fácilmente, al menos, sin credenciales ni papeleo— en el laboratorio de un antiguo amigo-guión-maestro-guión-mentor que tenía como base de operaciones un apartamento del Palacio Salvo. Si lograba comprarle doscientos gramos de esa sustancia (para lo cual había que ganarse su confianza) sería merecedor de una droga experimental de efectos increíbles, que Rex enumeró prolijamente y que no vale la pena repetir aquí porque catapultaría la red de connotaciones de este relato hacia lugares que no podría manejar ni tengo ganas de intentarlo.

—Entonces, resumiendo —siguió explicándome Rex, mientras le preparaba un té—, me voy al Salvo, un lugar rarísimo, estarás de acuerdo, toco timbre, subo por el ascensor, camino por los pasillos, un poco perdido, y llego finalmente a la puerta en cuestión. Llamo y me abre un viejo, para nada lo que esperaba encontrar, y después de un intercambio paranoico de palabras clave, todas ellas enseñadas por mi designer, el tipo entiende que no planeo destruirlo y me hace pasar, no sin antes escudriñar el pasillo como quien está seguro de que el enemigo se oculta en los zócalos de las paredes. Bien. Estamos adentro. Tampoco lo que esperaba; imaginate todos los puestitos de paleotecnología de la Feria de Tristán Narvaja apretados en una sala de estar de apartamento del Salvo, con esos techos altos y el tiempo descascarándose en las paredes. O sea, impresoras viejas, Nintendos, Familys, computadoras que funcionan a tarjetas perforadas, Commodores 64 y todo lo que se te pueda ocurrir. Claro que pensé lo obvio, ¿para qué me mandan a la cueva de uno de esos miles de técnicos en reparación de PC que sobreviven como pueden vendiendo máquinas viejas y negociando con partes aquí y allá? O sea, ¿qué tiene que ver este paisaje con la síntesis de drogas de diseño y psicotrópicos avanzados? Entonces el viejo hace un espacio moviendo papeles y placas madre y se sienta como esperando que yo diga algo que lo convenza de darme lo que venía a buscar, y por un momento, pensé «Sonamos, ahora me tengo que bajar los pantalones y hacer el esfuerzo de concentración necesario para que se me pare la pija y se mantenga parada adentro de la boca del viejo», un asco, imaginate, y entonces siento que no puedo evitar la pregunta: «¿Para qué tanta computadora vieja?», le digo; o sea, ¿es un museo? ¿El tipo es un coleccionista? Me cuesta mucho creer que haga negocios en un lugar así… negocios de droga, se entiende, o sea, algo tan raro paranoiquea a cualquier drogón. Si es como mi designer o quiere serlo, seguro tendrá que salir adelante vendiendo merca ultrarefinada a muchachitos bien de Carrasco, y no creo que ninguno de ellos se sienta del todo cómodo en un lugar así, tan lleno de cosas que para cualquier taradito de clase alta son indudablemente raras, y menos en el Salvo, que, como sabemos, es un lugar siniestro.

—Yo qué sé, Rex, a lo mejor tiene una clientela diferente, a lo mejor se dedica a otra cosa y justo dio la casualidad de que tenía esa sustancia que precisa tu químico…

—Como sea, pero a mí no se me iba la duda de la cabeza, así que agarro y le pregunto, para qué tanta computadora vieja —lo repetimos al unísono—, y el tipo me mira, se ríe y me pregunta: «Joven, ¿usted qué sabe sobre inteligencia artificial?». «Bravo, esto se complica», pensé, y ahí me acordé de vos, una cosa que me habías contado hace tiempo, ¿te acordás? Jon quería hacer una letra de canción con eso… ¿el test de Túnez?

—El test de Turing. ¿Y vos te acordaste de eso cuando el viejo te preguntó? Está bien, está relacionado, por supuesto que está relacionado…

—Exacto, entonces le expliqué lo que recordaba del test… no le dije Túnez porque me parecía que estaba confundido y no quería quedar como un tarado, pero le expliqué que si una máquina te habla y vos, sin saber de antemano que es una máquina, no podés distinguirla de una persona, entonces esa máquina tiene que ser inteligente. ¿Es así, no?

—Sí, más o menos. ¿Y qué te dijo el viejo?

—Te lo cuento en el camino, vos ahora me vas a acompañar precisamente al Palacio Salvo.

—No me digas nada, a hablar con el viejo…

—Exacto, y a otra cosa más, pero es una sorpresa.

—Odio las sorpresas, Rex, y lo sabés.

—Sí, lo sé —dijo, y sonrió con esa sonrisa de gato de Cheshire que solía poner para paranoiquear a todo el mundo—, pero esta vez te apuesto tu caja Sound and vision que te va a encantar.

—Bowie no se apuesta —sentencié, y salimos.

 

 

En el ómnibus por 18 hacia la Plaza Independencia, sentados en los asientos del fondo, escuché el resto de la historia, que no era mucho pero sí suficiente para disparar la imaginación de alguien como Rex y, no voy a negarlo, de alguien como yo. El viejo le había aplaudido la referencia al test de Turing, de hecho terminó llamándolo el «eje» de sus investigaciones. Muchos teóricos de la inteligencia artificial —contó Rex que le contó el viejo—, al menos en los años setenta y ochenta, tomaron al test de Turing de un modo ingenuo, sin cuestionarlo a nivel fundamental. ¿Es parecer lo mismo que ser? Rex lo llamó —o contó que el viejo lo había llamado— un problema ontológico, en plan hardware versus software o apariencia y realidad. ¿Cómo distinguir algo que es inteligente de algo que sólo parece inteligente? —En mi opinión —y aquí Rex comenzó a apelar a su propia cosecha— te das cuenta. Mirá este ejemplo. Vos podés agarrar y comprarte Ziggy Stardust, ¿no? en la mejor remasterización, hecha ayer. Lo colocás en tu lectora de CD, le das PLAY y escuchás… tum, tu tá, tum tum, tu tá, la bata al principio de «Five years», y entonces pushing thru the market square, so many mothers sighing…

Rex había comenzado una imitación de David Bowie en 1972, incluyendo expresión corporal, facial y vocal, desorbitando los ojos, sacando la cadera derecha y soltándose del pasamanos del bus para llevarse las manos a la cintura. —Sí, Rex, conozco el tema —lo interrumpí, para que cortara el numerito y dejáramos de ser el vórtice de todas las miradas del ómnibus— me sé la letra de memoria. Pero contame qué te dijo el viejo.

—No te pongas nervioso. A eso voy. Te decía que si escuchás Ziggy Stardust desde un CD en realidad estás ante una reproducción digital de una música grabada originalmente de modo analógico, ¿no? Es decir, un simulacro, algo que fue desarmado en miles de pedacitos, todo reducido a una lógica de sí y no, con mayor o menor resolución, se puede añadir, pero nunca, nunca algo idéntico al objeto original. El punto es: yo puedo darme cuenta de que ahí falta algo, ¿entendés? Escuchando cualquier reproducción digital, yo puedo darme cuenta, y no lo digo como si tuviera un superpoder en plan Xavier School for the Gifted, es algo que todo el mundo podría hacer sabiendo dónde escuchar. Yo puedo darme cuenta de que se trata de una simulación, de que no tiene la misma calidez o la misma vida. En cambio, si escucho un vinilo, donde todo pasa por lo análogico, puedo pensar que no suena tan bien, a lo mejor, como si hubiera una niebla entre lo que yo quiero mirar y mis ojos, ¿no? Pero, a diferencia de lo que pasa con lo digital, lo que yo quiero mirar está ahí, en persona, más chiquito, como si estuviera lejos, pero no en simulacro. Acepto que no accedo a esa cosa con claridad, que no puedo verla perfectamente ni mucho menos, pero al menos sé, siento, que lo que estoy mirando es la cosa, y no una simulación… fría, aséptica…

—Eso me parece complicado, Rex. Estaría dispuesto a aceptarte que ni en una reproducción digital ni en una analógica estamos ante la cosa sino ante dos modelos, y que la digital descompone la cosa en millones de pedacitos mientras que la analógica te crea un modelo más pequeño, con menos detalles, pero continuo… ¿eso está bien para vos?

—Claro. Escuchar algo digital es como mirar una Torre Eiffel de un metro de alto hecha de Lego; vos decís que lo analógico, en cambio, es como tener una Torre Eiffel real, pero en miniatura, en el living de tu casa.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con la Inteligencia Artificial?

Estábamos bajándonos en la parada de Convención, enfilando hacia la Plaza Independencia. Eran las seis de la tarde y hacía calor, una de esas tardes de enero en las que un universo paralelo consistente en Montevideo transplantada al Caribe parece intersectar con nuestra realidad, haciéndome creer que en cualquier momento nos vamos a cruzar con un papagayo gigante o con un ocelote al que cuatro monitos están tirándole piedras desde la puerta de la Ciudadela.

—Pensalo —Rex se detuvo en el comienzo del pasaje techado que conduce a la entrada del Salvo, olor a meo, revisterías con porno, diarios y cómics—; algo puede parecer inteligente a la perfección, como un CD puede parecerse muchísimo, alta fidelidad y todo eso, a la música original… pero, atendiendo a un detalle que no es racional, a un sentimiento, a una sensibilidad, te podés dar cuenta de que hay fallas. Eso mismo. O sea que una máquina programada para ser inteligente siempre va a ser detectable, ¿entendés?

—No sé, Rex… ¿Qué quiere decir ser inteligente? A mí me parece que tendrías que empezar por ahí. Aparte, ¿la conclusión de este viejo es que no puede haber máquinas inteligentes o que el test de Turing no funciona?

—No, en realidad nada de eso. Te lo podría explicar él, pero yo te lo adelanto. Esto es lo que me pareció genial, y por eso te traigo para que lo conozcas. El tipo me tuvo una hora discutiendo sobre el test, sobre qué es la inteligencia, sobre apariencia y realidad, todos esos temas, y cuando parecía que habíamos llegado a una conclusión, me remató todo diciendo «No importa, el test falla», así, sin dudarlo, «el test falla porque asume que una máquina inteligente tendrá un tipo de inteligencia compatible con la humana, pero una máquina inteligente podría ser para nosotros lo mismo que un extraterrestre, y bien podría darse que no haya comunicación posible». ¿Entendés?

—O sea, en plan marcos de referencia totalmente diferentes, percepción distinta de la realidad, como en Solaris.

—Exacto. Y, por lo tanto, nunca podrías saber si la máquina es inteligente excepto que una intuición más allá de lo racional, y acordate de lo que venimos hablando sobre la música digital, te lo diga…

Rex sonrió y empezó a caminar hacia la entrada del edificio. Tocó uno de los botones, gritó «Soy yo, soy Rex», escuchamos el zumbido del portero automático y entramos.

—O sea que me trajiste para hablar de epistemología con un viejo demente que piensa haber dejado atrás muchos conceptos de la Inteligencia Artificial.

—No —sentenció Rex, entrando al ascensor—, te traigo para otra cosa. Había una sorpresa, ¿te acordás? Ya tendrías que haberlo imaginado —e hizo una pausa dramática, a la que siguió con una voz grave que trataba de imitar a Vincent Price:— Te traigo para que veas la máquina.

—Que má… —iba a preguntar, pero me detuve. Subimos once pisos en silencio, los tres, Rex, yo, y la sonrisa del gato de Cheshire.

 

 

Me resultó un poco extraño que Rex no se ubicara con facilidad por los pasillos del Salvo; de hecho parecía nervioso, inquieto, y me acordé —buscábamos orientarnos sin hablar— de haberle escuchado apelar dos o tres veces a la presunta «extrañeza» del edificio, dejando entrever que algo allí lograba asustarlo, o al menos así empecé a entenderlo, como reformateando en retrospectiva mis percepciones de los gestos, la postura corporal y el tono de voz de Rex. «Creo que es por acá», dijo, apuntando a un corredor pintado de verde oscuro, con tablas desclavadas en el piso, y señaló la última puerta, a lo que supuse cuatro apartamentos de distancia de donde estábamos. «Sí», confirmó, «es el número del viejo, no entiendo cómo me perdí así», y guardó silencio de golpe al pasar junto a una puerta abierta desde la que dos chicos de unos dieciséis o diecisiete años se quedaron mirándonos.

—¿Qué mirá, valor?

Rex no respondió y yo me encogí de hombros.

—Nada, che, no pasa nada —improvisé.

Mascullaron unas puteadas y nos soltaron un portazo.

—Es un infierno acá —murmuró Rex—; odio el Salvo.

Entonces llamamos a la puerta del viejo.

Tres horas después estaba de vuelta en mi apartamento, con Rex y un recién llegado Jon en la cocina agotando mis reservas de vodka, mientras yo, sentado en el piso entre los libros, trataba de poner en orden mis ideas. Era altamente posible que acabara de «conocer» a la primera inteligencia no humana del planeta (nunca estuve muy seguro respecto a los delfines), mantenida funcionando por un viejo sobreviviente de las eras heroicas de la informática, arrancado de una película postapocalíptica y transplantado a los pasillos del Salvo, donde quizá sobrevivía la vieja Montevideo del Sorocabana, empleados públicos y Juan Carlos Onetti, sólo que colonizada por chicas reggaetoneras con rollos desbordando de sus pantalones varias tallas por debajo de la correcta. Y yo sentía que todo había sido un engaño, un simulacro, una alucinación generada por las sustancias volatilizadas en el aliento mortal de Rex.

Entonces, cuando Jon nos pidió que le contáramos de qué iba el «mambo» (sus palabras) del viejo y el Palacio Salvo, y noté que Rex me hacía un gesto con la mirada como diciéndome «todo tuyo», supe que, ante lo extraño de los acontecimientos, ante mis incertidumbres, no podía hacer otra cosa que narrarle un cuento (precisamente, en ese momento de mi vida, crearle un cuento a alguien), una ficción en la que yo —sabía— iba a creer apenas terminada su articulación, porque al armarla, al formatearla, se convertiría en mi versión de los acontecimientos, en mi realidad, y de hecho cada palabra que urdiera en esa narrativa sería comenzada desde la duda y terminada en la fe: todo el discurso que iría acomodándose en el gran depósito del pasado (lo imagino idéntico al del final de Los cazadores del arca perdida, un lugar donde guardar nuestras Arcas de la Alianza, Santos Griales y fragmentos de la nave de Roswell) terminaría registrado e inventariado como parte de un credo que me correspondía asumir: cuando terminase la historia, sabía, todo aquello se habría convertido en verdad. O casi.

Respiré profundo y empecé. Jon abrió unos ojos como el objetivo del Hubble indagando el Fondo Profundo del Cosmos, y yo saboreaba extasiado cada microgusto de mentira, de ficción, de última conciencia de lo disparatado de todo aquello. Mientras, tomaba nota mental: la presencia de Rex me genera estas cosas, riéndome para adentro de la cara de asombro crédulo de Jon, que también podía ser la mía. Fin de la historia, gesto elocuente con las manos.

—Sí, sí —añadió Rex, que había sido ascendido a director del desconcierto, una vez más el centro del vórtice, deslizándose entre las cosas como una pantera empapada en vaselina—, todo eso, nada más y nada menos que una computadora inteligente en el Palacio Salvo.

—¿Pero cómo? —preguntaba Jon, nunca un ¿se lo creyeron?, un ¿era verdad?— ¿Y si la apaga? ¿Es como si se muriera? ¿Renace como otra entidad cuando la vuelven a prender?

—Nada nos indica que la apague, Joncito —respondía Rex, mirándome como esperando que yo asintiera, cosa que sucedería indefectiblemente—, posiblemente él mismo así lo haya dispuesto. O quizá… o quizá no pueda apagarla, ¿me entendés? Quizá la computadora, una vez alcanzada la conciencia, viva más allá del suministro de electricidad, de lo físico.

—El viejo habló de eso, Rex, la máquina es una cosa y la entidad inteligente es otra —¿eh?—; pero aun así, como supongo que tienen que estar vinculadas de alguna manera, lo más probable es que no pueda apagarla, ¿no viste que tenía un generador? Había por lo menos tres UPS conectadas y algo que parecía una dínamo prehistórica —en realidad aquellos aparatos herrumbrados y de plástico quemado podían haber sido cualquier cosa, nada, adornos, condominios de cucarachas—. El tipo seguramente inventó una manera de asegurarse contra cualquier caída de corriente. Pero en el caso de que se le derrumbara el techo del apartamento, está claro que esa inteligencia vive en otra parte…

Flashback 1: El viejo replegado, acurrucado dentro de sí mismo, de su caparazón arrugado, mimetizado en su sillón, camuflado en su paisaje postcibernético, y yo dándome cuenta, como en una epifanía boba, de que es casi idéntico a Fogwill (¿o a Kurt Vonnegut?).

—Es un error creer que esta máquina que ven aquí físicamente es de alguna manera el receptáculo de esa conciencia o inteligencia —está diciendo—; quizá, del mismo modo, es un error creer que la inteligencia o la conciencia de un ser humano está en él físicamente, porque es más posible que todos seamos nodos de una red que otorga esa ilusión de autoconciencia o conciencia individual. Y la entidad que he creado en rigor vive —dibuja las comillas en el aire— en la Red, por supuesto. En cierto modo podría contarles que todo el proceso comenzó con escribir tres programas independientes diseñados para recorrer la Internet buscando patrones, pautas repetidas y significativas en la topografía de la circulación de datos; digamos que buscaba posibles candidatos a la conciencia, loops de Hofstadter, por llamarlos de alguna manera; protointeligencias, como hace miles de millones de años podían encontrarse en los mares primitivos sustancias que empezaban a autorreplicarse, algunas mejor que otras, y que pronto serían seleccionadas por los mecanismos de la evolución, la lucha por la sobrevivencia y la descendencia, llegando a ser el ADN y luego… bueno, luego el Genoma, que es la verdadera única cosa viva sobre el planeta, ¿no les parece? Y algo parecido buscaban estos programas. Al encontrar un sector especial lo englobaban, lo reproducían, lo conectaban, si se quiere usar el término, uniéndolo a una colección que terminó por dar el salto. Porque se trata de eso, una masa crítica, un umbral que es rebasado. Y sigue haciéndolo, englobando, detectando. Uno de los programas, de hecho, genera réplicas, duplicados, como plantando semillas de otras entidades. Quizá, en este momento, otro sector de la red esté despertando. Quizá ya se despertaron. La complejidad se multiplica, se ramifica como un fractal. ¿Quieren una clave? Ahí la tienen. Cuando se logra una estructura fractal, se está en camino a la autoconciencia.

Flashback 2: estoy con Rex, entrando al apartamento; el viejo, que sabía de mi visita, nos hace pasar y nos convida con un whisky nacional. A los cinco minutos empezamos a discutir. Rex le ha dicho que soy escritor (no añadió que llevaba más de un año sin poder escribir dos palabras seguidas), el viejo ha puesto cara de asombro o de ofensa, no logro distinguirlas, y está diciéndome algo así como los escritores son las peores personas bajo el sol, sin principios morales de ningún tipo, adictos a la mentira, espías del enemigo. Me río y siento que sueno incómodo. «Pero con nuestro amigo Federico no es así», ha dicho Rex, «él, ante todo, cree en la amistad». «¿Es cierto?», me pregunta el viejo y no sé qué contestar. Me siento ingenuo, novato, amateur, atrapado en una trampa, seguro de que cualquier respuesta que logre articular sólo generará una risita sarcástica. Pero respondo; «Es cierto», le digo, «¿ve? Soy un escritor y tengo un sistema de valores». «Mire usted», dice el viejo, «¿y cuáles son sus otros valores? La amistad es uno de ellos; me imagino que no será el único». «Bueno», comienzo, «no es que pueda presentárselos en una lista, pero…» «Pero, mi querido amigo, si no puede usted enumerarlos es que o bien no los tiene claros o bien debe tomarse ese microsegundo que le hace falta para mentir y convencer. ¿Qué clase de escritor sería usted si no pudiera lograrlo?».

—No es así —respondo, tratando de transmitir a mi voz una suerte de rotunda seguridad, como para terminar de una vez por todas con un tema incómodo—, tengo mi escala, por supuesto que la tengo. El arte. La amistad. Y ser fiel a mí mismo. ¿Qué le parece?

—¿No te digo? —le dice a Rex, guiñándole un ojo—, el arte primero. Nunca te fíes de tu amigo —y se ríe agitando los hielitos semiderretidos en su whisky aguado.

De regreso a mi apartamento (avergonzado, sabía que Rex en cualquier momento me tomaría el pelo por aquella bobada de «fiel a mí mismo»), diez y media de la noche, Jon con cara de asombro y Rex cruzado de brazos:

—¿Y lo vas a hacer? —le preguntó Jon.

Yo ya sabía la respuesta.

—Por supuesto.

—Entonces vas a ser la primera persona de la Tierra en comunicarse con una inteligencia no humana.

—Cuento con eso —y sonrió mostrándonos todos los dientes, mientras prendía uno de sus porros de marihuana transgénica.


Ilustración: SBA

Flashback 3: el viejo explicándole a Rex qué quería de él, mientras yo ataba cabos y concluía que todo, la primera misión en busca de la sustancia y la revelación de la existencia de la máquina, todo se unía en un plan anterior, trascendente y probablemente falso en el que, todavía, no entendía cuál iba a ser mi participación. «Necesito suministrarte un cóctel de alucinógenos, Rex», está diciendo el viejo, «necesito usar todo tu talento de psiconauta para desformatear la estructura de tu razón, de tus pautas cognitivas. Sólo así, en ese estado especial, más algunos devices clásicos de realidad virtual, será posible que entiendas qué está diciendo la máquina».

(Porque, según supimos, la máquina no hacía otra cosa que tratar de comunicarse en pautas que el viejo —dudo que haya dicho toda la verdad— no lograba siquiera empezar a entender. «¿Y usted no ha probado las drogas?», le pregunté, y me respondió «Yo ya estoy demasiado viejo, amigo Stahl, prefiero ser reemplazado en estas cosas por la nueva generación»).

—Genial —digo—. Estados alterados pero al revés, hacia el futuro.

El viejo me mira con cara de no entender.

—¿Estás celosa, Federica? —dice Rex—, igual, si todo esto funciona, vos también vas a poder probar —y le brillan los ojitos, como anticipando las maravillas por venir y devolviendo a destellos ya, tres días antes del gran suceso, la luz que sería inyectada a presión en el interior de sus pupilas.

 

 

Jon y Rex se fueron a la una y media, con esas excusas difusas que daban cuando tenían que encargarse de conseguir algo de dinero. Casi todo el mundo asumía que revendían algunas sustancias del diseñador de Rex (especialmente la marihuana transgénica) a una buena parte del inframundo del rock under, alt, goth o indie, pero yo tenía la sospecha (ellos siempre se encorvaron sobre sus secretos, sus dobleces cerrados a todos los demás, sus historias, gestos y movimientos que parecían configurar para ellos un lenguaje secreto del que sólo se me permitía, de vez en cuando, aprender alguna palabra, las suficientes para armar, contra toda posible pretensión de conocer, nada más que un buen repertorio de paranoias) de que había algo más, algo que les pagaba el alquiler y las cuentas siempre en fecha, que les ponía dinero en los bolsillos todos los sábados sin depender de los vaivenes en el mercado de sustancias sólo conocidas por una minoría dentro de una minoría. Y me quedé con Bowie sonando en el equipo de audio, la Trilogía de Berlin, primero Low, descascarándose en repeat una, dos, tres veces, los instrumentales desolados, las canciones sacadas de una ucronía de la historia de la música, las estructuras que se expandían y dejaban de lado las palabras o que se llevaban al oyente a una tierra extraña donde el lenguaje jamás evolucionó, porque la carencia de palabras en Low, dijo Bowie, refleja el hecho de que estoy atascado por ellas. «Interesante», pensé, parado ante las luces celestes del equipo, «yo también estoy trancado de palabras, se me agolpan, forman un muro, se quedan allí, sólidas, inmóviles. No configuran absolutamente nada». ¿O configuran demasiado? ¿Cómo hacía Jon para no sospechar de las palabras, para no asumir que por ahí había nada más que un callejón sin salida? Quizá por esa razón era el único de nosotros tres del que podía decirse que era un músico de verdad, un músico ante todo. Yo no lo era, y lo sabía: para mí todo pasaba por problematizar las palabras, sus redes de connotaciones, sus posibles significados, y para Rex… nunca entendí por dónde pasaban las cosas para Rex. Su personalidad quizá no era otra cosa que un epifenómeno de las drogas, un eslabón más en los esquemas de evolución y supervivencia de los psicotrópicos, como ese tipo de razonamiento que lleva a reconocer que nuestras neuronas tienen receptores específicos para una enorme cantidad de sustancias naturales, hongos, hierbas, sapos, frutos, y que, por lo tanto, los psicotrópicos naturales y el hombre evolucionaron paralelamente. Australopithecus, Canabbis, Homo Habilis, Psilocibina, Homo Sapiens, Rex.

Entonces prendí la computadora, me saqué los pantalones y la remera, serví lo poco que quedaba de vodka en un vaso con Sprite bien fría, y me quedé mirando, una vez más, el área en blanco del procesador de texto. Tenía mil historias para contar. Rex, por ejemplo, la fiesta en la que conoció a su diseñador, el índice a la epílogo de El almuerzo desnudo con todas las sustancias (perla, conejo blanco, noche sin luna) que había probado dispuestas en orden alfabético y añadidas sus historias correspondientes; o el viejo del Salvo, su vida, sus ideas, todo lo que nos contó esa misma tarde, la computadora inteligente con la que no podía comunicarse, todas esas posibles entidades que en alguna parte de la red estaban despertando, quizá multiplicándose, quizá cubriendo el mundo despacio, guiándonos hacia otra parte. «¿Cómo sabés que la máquina es inteligente?», le había preguntado Rex, y el viejo me miró como esperando que dijera algo, pero yo sabía que mi respuesta sólo podía ser la más estúpida y dije, con voz seria, «Emitiendo patrones, claro, números primos, la secuencia de Fibonacci, ¿es que nunca leíste a Carl Sagan?», y bastó una mirada al viejo para cagarnos de risa y que yo entendiera que empezaba a caerle bien. Quizá por eso abundó tanto en detalles, en recuerdos, en miserias evidentes (¿qué podía esperarse de un viejo solitario y borracho exiliado en un apartamento del Salvo repleto de cachivaches?), en viejas equivocaciones cuyas consecuencias decía seguir arrastrando. ¿Cómo no podía escribir un cuento con todo ese material? ¿O con el momento en que realmente vimos la máquina por primera vez, encapsulada en el centro de todos aquellos pedazos de plástico y metal, como un núcleo, como un huevo en un nido? Podía ser —debía ser— un cuento trashpunk. Un viejo en las últimas esconde en su apartamento semiderruido a la única máquina inteligente de la que se ha tenido noticia (y Rex, que ha visto Pi demasiadas veces, le preguntó, haciendo en este triunvirato un poco el papel de Jon, «¿No tendrán otras los gobiernos de Francia, Estados Unidos y Inglaterra, guardadas en secreto? ¿Nunca vinieron a golpearle la puerta, a ofrecerle millones por sus secretos o directamente a robárselos?»), entendiendo que la única manera acaso posible de comunicarse —quizá porque él mismo está agotado, porque sabe que no podrá sobrevivir a la prueba— es convencer a un drogón de veinticuatro años, guitarrista y compositor de una banda excéntrica (bueno, eso no tenía por qué saberlo el viejo, pero para mi cuento sería un detalle interesante) de zamparse un cóctel de alucinógenos especialmente diseñado para la ocasión, meterse en un tanque de aislamiento sensorial improvisado en una bañera en un cuarto de baño a oscuras y ponerse unas gafas de realidad virtual de modo —había dicho el viejo— que su única entrada sensorial fuese lo visual, generado por la computadora, así fuesen mil visiones no lineales de la Bestia Inacabada de Lovecraft en El caso de Charles Dexter Ward. ¿Y no podía convertir eso en un cuento? Era Estados alterados más Neuromante más Solaris. Tenía que escribirlo. Vacié el vaso de un trago y me apresté a empezar. Traté de recordar los códigos trashpunk. Podía comenzar el cielo sobre la Plaza Independencia tenía el color de una página mohosa en un libro de segunda mano. O quizá el cielo sobre el estuario tenía el color de una mancha de humedad en una pared descascarada y entonces hablar de cucarachas, PCs viejas, Ataris, impresoras a matriz de puntos, zócalos carcomidos, ratones y los pasillos o pasadizos o mazmorras del Palacio Salvo, cuarteles generales de vendedores de pasta base, estaciones repetidoras de la conspiración para llenar al mundo de cumbia villera, poetas malditos trasplantados de la Torre de los Panoramas, viejos bluseros sesenteros que no paran de hablar de Eduardo Mateo y cómo les desafinó la guitarra de una vez y para siempre una tarde en la rambla tratando de hacerla sonar como un sitar, más Rex (le cambiaría el nombre; después de todo, está claro que Rex no era el nombre que se leía en su cédula), Rex en el centro, Rex espantado, muerto de miedo y, en el proceso de escribirlo, de mentirlo, entender/inventar por qué mierda tenía ese temor tan estúpido al Palacio Salvo. Pero no. Me perdía en el trance; todas las ideas cristalizaban en mi mente pero tenía miedo de rozar las teclas para descubrir que ninguna palabra podía escapar de la prisión que les imponía mi cráneo. Estaba horrorizado ante la posibilidad de pararme una vez más ante mi impotencia, de salir al campo para constatar que la sequía se había prolongado un día más (así que me quedaba adentro, mirando televisión, muerto de calor espantando moscas, apilando revistas porno de los 70). Miré el monitor y pensé que, si ya no quedaba vodka, el único paso razonable era tomarme un vaso de whisky y de paso cambiar la música, porque, claramente, Low no podía ser un disco alentador a la hora de superar un bloqueo. Entonces la vi. Entre las persianas semicorridas adiviné una forma de mujer. Con electricidad de hielo corriéndome por los nervios me paré a un lado de la ventana y reduje las rendijas de la celosía, abriendo un boquete mínimo para acomodar los ojos y mirar hacia el edificio de enfrente, hacia aquella ventana abierta en una noche de calor y humedad insoportables, una noche de cielo rosado, una noche sin aire. Y no era ella. Sería su hermana o una amiga notoriamente más chica, de no más de diecisiete años que, sentí esa certeza en mis cojones, me estaba buscando, miraba hacia mi ventana esperando encontrarme, como si su hermana o su amiga le hubiesen dicho ahí enfrente hay un degenerado de mierda, un pajero con un par de binoculares que siempre me espía cuando me cambio (aunque en realidad el degenerado era Jon, ya que yo no la había llegado a ver jamás), y ella, en ese momento fingiendo asco y desprecio, se estremeciese ante la chance de ser observada —y por lo tanto deseada— por el misterioso y detestable vecino de los binoculares. Me sentí convertido en un personaje, no sabía si de una ficción mía o de las vecinas de enfrente, fuese la creada por la hermana mayor o la que, ligeramente distinta supongo, se configuraba en la mente de la más chica, mientras seguía buscándome con la mirada. Qué debo hacer, jugué a preguntarme mientras descorría lo suficiente la persiana como para que la silueta oscurecida de mi cuerpo fuese visible, y la chica pareció petrificarse, con los ojos clavados en mí. Llevaba una remerita roja con un stencil de la cara de alguna de esas efímeras e inocuas cantantes pop; despacio, como si sólo pudiese estar segura de hacerlo muy lentamente, cruzó los antebrazos y se aferró del borde inferior de la prenda, empezando a doblarla hacia arriba, mirándome —mi miopía, por supuesto, me impedía un verdadero contacto visual—, clavándome los ojos en el momento en que expuso su ombligo y siguió, quitándose la prenda para volver visible el soutien con push up que contenía sus tetitas de niña voluptuosa. Una parte de mi conciencia me hizo sentir viejo y horrible, y otra se lamentó de que aquella escena no fuese un momento en que la descubría con su desconocimiento total de que una mirada planeaba sobre ella y la escrutaba y escaneaba como una fotocopiadora del deseo. Es decir, se lamentó de que mi mirada no la encontrara a ella sino apenas a una apariencia, un simulacro actuado para el vecino voyeur de los prismáticos. Porque me resultó demasiado claro que no podía observar a esa chica sin, ante la evidencia de mi mirada, modificarle el comportamiento con mis movimientos, mis ansiedades y la erección que asomaba en mis bóxers, sin alterar su mirada que no dejaba de escrutarme, que también me alteraba, que también me volvía otro. Dos fantasmas habían sido convocados a ambos lados de las ventanas, dos fantasmas que se aferrarían a la vida pero no sobrevivirían al sueño o a cualquier otra manera en que terminase la noche. Y ella siguió desvistiéndose, con la mirada fija en mí.

 

 

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