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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Luis di Donna

Cuando reviso mis notas y memorias de lo sucedido, me encuentro con que son tantos los elementos insólitos que me resulta difícil distinguir cuáles fueron reales y cuáles producto de mi paranoia.

Es perfectamente natural que yo, al publicar este simple dibujo basado en una experiencia íntima y decididamente incómoda, quiera proteger mi identidad con el uso de un sobrenombre. Las particularidades de este caso me volvieron un ser más cauteloso, quizás más cobarde, definitivamente menos imprudente. Por lo tanto —y aunque así no me crean— es perfectamente natural, repito, que pretenda cuidar mi nombre, que hoy es lo único intacto en mí. Precisamente por ello, me conocerán como «Droste», sin que eso revele marca alguna sobre mi procedencia, edad o incluso status social.

 

 

I: El iceberg

 

Solo el 4% del contenido de la Web está disponible a través de buscadores como Google. El resto —casi 8 zetabytes— son sitios protegidos por contraseñas. Este impactante 96% restaste de Internet alberga las pasiones más repugnantes de la humanidad; se la conoce como la «Deep Web».

 

Desde chico siempre tuve mucha inclinación hacia lo furtivo. Me empapé con clásica literatura de terror (Poe y Lovecraft, principalmente), investigué sobre leyendas urbanas y hasta fui autor de algunas creepypastas de considerable éxito. No compartí demasiado esta pasión oculta (la consideraba demasiado infantil) pero tampoco pude contenerla. Cuando fui creciendo me encontré a mí mismo dedicando progresivamente más tiempo a ver qué podía encontrar en la Internet profunda. No me considero un demente que se excita mirando pornografía infantil o leyendo sobre drogas y terrorismo. Mi curiosidad era profesional, genuina.

Mi curiosidad era inocente.

 

Recuerdo que romper con la inercia principal me llevó prácticamente un mes. Comencé a reunir información en diferentes sitios (siempre bajo seudónimo) y documenté tanto como pude. Ingresé a chatrooms, hablé en inglés con desconocidos durante largas horas de la noche y tomé una innumerable cantidad de notas. A medida que mi alias comenzó a hacerse habitual en la red, noté cómo vencía las primeras barreras. Muchas veces las personas estamos tan condicionadas por el entorno que ni el anonimato de Internet permite superar esas barreras. Respondemos con lo socialmente aceptado, lo «correcto», y esta tendencia se incrementa ante la presencia de grupos. Nadie quiere ser el desubicado que opina diferente al resto.

Tardé un poco en aprender esa lección. No se puede preguntar en un foro directamente «¿Conocés una página para comprar drogas?» y esperar que una misericordiosa alma se exponga ante todos. Hay que manejarse con sutileza, con calma. Aprendí la importancia del chat privado, de dejar que el tema vaya apareciendo solo. En un momento dado hasta tuve que hacer llamadas telefónicas por Skype a individuos sospechosos, de voz ronca y que hablaban sólo lo justo y necesario.

Fueron noches enteras donde la única luz en mi habitación era la que proporcionaba el monitor.

 

Tomé todas las precauciones necesarias. Hoy me doy cuenta que ni eso fue suficiente. Aún así, creé cuentas de correo exclusivas, irrastreables, utilicé navegadores anónimos y no descargué nada sin saber exactamente de qué se trataba.

 

Esta es la gran verdad: acceder a la Deep Web es como pretender entrar a un club privado del cual solo unos pocos conocen la ubicación. Y por más que encontrara direcciones particulares, la URL cambiaba constantemente. En esencia, necesitaba generar confianza con alguien para recibir una invitación formal. Y precisaba dinero para pagar la costosa entrada. Money makes the world go round, baby. Más de una vez me estafaron. Me ofrecían admisión a ciertos sitios y, luego de que yo giraba el dinero, el contacto se esfumaba.

 

Cierto día, en los comienzos de la primavera, el usuario «Mise_abyme» —a quien me gustaba imaginar como una hermosa y voluptuosa rubia (aunque probablemente fuera lo contrario)— me acercó la esperada convocatoria. Llevábamos varias sesiones de chat repartidas en los últimos quince días. Ella (quiero seguir pensando que era una mujer) me había hecho un sinfín de preguntas capciosas a lo largo de cinco o seis encuentros virtuales. Finalmente se convenció de mis nobles intenciones. Por sobre todo, descartó que yo fuera un agente del gobierno, del FBI, un investigador privado o cualquier persona que pudiera llegar a dañarla en el futuro.

 

Básicamente lo que detectó fue la realidad de la cual yo mismo era consciente. Droste era un don nadie, un individuo con modestas habilidades de programación y sin demasiada vida social, que solo había tenido sexo ocasional alguna vez en el pasado, casi por accidente, pero que pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto. Droste tenía unos kilitos de más y raramente hacía ejercicio por el puro placer de hacerlo. Su alimentación era a base de comida rápida de rotisería, fideos blancos y cerveza. Droste era un perdedor, un fracasado que únicamente quería ingresar al oscuro mundo de Internet para poder contarle la historia a sus dos únicos amigos.

No se había equivocado. Mise_abyme me había desenmascarado hasta el mínimo detalle.

 

Frente a mí se hallaba la entrada a la casita del terror. En su momento me pareció un inesperado golpe de suerte del destino: había estado en el lugar y tiempo correcto. Tantas noches en vela al fin rendían sus frutos. Ella me proporcionó algunas claves (por un módico precio, debo agregar) y me metí en la capa externa de la Deep Web, por decirlo de alguna forma. A partir de ahí pude acceder más fácilmente a otros sitios porque el secretismo era paulatinamente menor. La información me era compartida de forma más libre, en lugar de tener que juntarla dosificada, a cuentagotas. Una vez adentro, ya era parte.

Era de uno ellos.

 

 

II: El agujero

 

Durante los siguientes días estuve muy inquieto.

Recorrí los «mercados centrales» más populares (Centrix, Silk Road, Agoratha) y muchos otros más. Me permito brindar los nombres reales de los sitios sin que esto sugiera una incitación al lector para que los visite. La variedad y cantidad de contenido disponible, y al alcance de un click, me dejó con la boca abierta: necrofilia absolutamente retorcida, membresías ilegales a páginas porno o a Netflix, documentos de identidad falsos, material snuff (filmaciones donde la gente muere en serio) y acceso ilimitado a drogas. Material escalofriante. Me crucé con manuales para construir bombas y consejos sobre cómo secuestrar adolescentes. Tuve la posibilidad de descargar documentos filtrados de gobiernos asiáticos y toda clase de información clasificada extranjera.

 

Llevaba ya sentado unas tres horas, tan hipnotizado que no escuchaba nada más que mi propio silencio, dándole vueltas en mi cerebro al asunto, clickeando y procurando esconder mi rastro de la mejor manera posible. Cuanto más lo pensaba, más extraordinario e inexplicable me parecía que este tipo de cosas perduraran inescrupulosamente. Indagando un poco más, me topé con guías para realizar fraudes bancarios y formularios para unirse a grupos terroristas.

 

Con el tiempo arribé a la conclusión de que nunca podemos conocer realmente a las personas. Los chatrooms tienen cientos de personas conectadas a toda hora. Ver al vecino regando el pasto me daba asco. Por fuera le sonreía, por dentro pensaba: «¿Qué secreto escondés? ¿Cuál es el morbo que te calienta? ¿Quién sos dentro de la red… en el anonimato, cuando nadie te ve?».

 

Era todo un universo paralelo donde nadie parecía alarmarse por secuestros, muertes y compras ilegales. ¿Y si mis amigos o familiares formaban parte de todo esto? Mi visión sobre la humanidad se alteró por completo. Perdí la fe en los hombres de este mundo. Cada video que miraba en nombre de la investigación destrozaba mis emociones, me dejaba sollozando un largo rato. No pude volver a ver a nadie de la misma manera.

 

La aventura tomó un giro hacia lo imprevisible la noche que entablé relación con un tal Cort_azar. Era misteriosamente amable, quizás demasiado. Sin cobrarme nada, y por pura bondad de su corazón, me guió hasta otros sitios todavía más clandestinos. Por la ilegalidad que rodeaba a todo el lugar, llegué a pensar que estaba finalmente penetrando en la capa de Internet más profunda. Fue precisamente allí donde todo se volvió decididamente peligroso.

 

No recuerdo bien cómo (ni por qué) terminamos hablando de las películas snuff. Dónde suelen filmarse (resulta que la gran mayoría proviene de países árabes), cuáles son las más populares, cómo se hacen, etc. Preguntarle por qué alguien querría filmar verdaderos homicidios en directo habría significado comprometer mi papel. Era preciso continuar con el juego, esconder los miedos y juicios aunque todo me resultara de una desproporcionada morbosidad.

 

Un ritmo suave y regular marcaba mis pulsaciones. Me gané su confianza y pasamos hacia una sala privada. Habremos estado chateando unos veinte minutos más cuando me lanzó una pregunta que me erizó la piel. «¿Querés verlo con tus propios ojos?», escribió en un inglés informal. Me intrigaba, sí. Pero ya no podía esconder el hecho de que tenía miedo, ese miedo tirano que te acorrala, que entrecorta tu respiración y te precipita los latidos del corazón. El miedo a pensar que le estás abriendo las puertas de tu casa a las Tinieblas, al mal personificado.

 

Temblaba. Le dije que sí, que quería ver. Cort_azar me solicitó un número fijo al que pudieran llamar. Lo pensé, lo pensé mucho. Repasé lo que había invertido para llegar hasta ese punto, y luego pensé un poco más. Finalmente les proporcioné el número de mi hogar.

 

Un tipo me llamó quince minutos después (que se me hicieron eternos). Supongo que era el director o el administrador de uno de esos sitios. Tremendo hijo de puta. Me mantuvo al teléfono con preguntas incisivas durante casi una hora. Me habló de las consecuencias si rompía las reglas del sitio. Me amenazó. Quería quebrarme, sacarme de quicio. Quería que yo le gritara y cortara, que lo dejara ahí. Tenía que asegurarse de que yo era un candidato adecuado para su web. Eventualmente se convenció (puedo ser muy convincente cuando quiero) y Cort_azar me copió un link sobre el chat privado. Una clave de ingreso.

 

El diseño del sitio era cuadrado. Sin estilo. Con fondo negro y letras azules. En el centro había videos, como los que uno puede ver en Youtube. Pero los títulos estaban lejos de ser algo convencional: «Ejecución vagabundo afueras Moldavia», «Asesinato múltiple coreanos supermercado», «Embarazada asesinada durmiendo». Estaba espantado. Sentí náuseas. Cada título parecía hecho con el mismo material de las pesadillas. Algunos no eran videos, sino feeds, filmaciones en vivo y en directo. Esos links tenían un contador hacia atrás (presuntamente el tiempo que faltaba para que comenzara). La noche era muy oscura, y empezaba a caer una fina llovizna. Me estremecí con una brisa de aire helado que irrumpió de pronto y me recorrió de pies a cabeza. Tenía la posibilidad de ver contenido snuff por mi propia cuenta.

 

«¿Te gusta?», quiso saber Cort_azar. No le respondí. A los pocos segundos llegó un nuevo mensaje: «Mirá éste, te va a interesar». Era un link que decía algo así como: «Ahorcamiento nocturno joven». El contador indicaba que faltaban menos de tres minutos para su comienzo. El costo por ver: 189 dólares. Con una mano temblorosa, espantado, completamente horrorizado, giré el dinero y una webcam poco nítida se abrió automáticamente en una nueva solapa.

 

La nueva ventana no tenía chat, solamente un borde ligeramente más brillante por la estática. Mi respiración estaba notablemente agitada y comenzaba a hacer frío. El mismo contador ahora aparecía en la esquina inferior del video. «19», «18», «17»… Le subí el brillo al monitor pero ni así podía distinguir algo. Sólo se vislumbraba una pequeña luz blanca a lo lejos. Sentí que mi ropa se empapaba de sudor. «7», «6». Pum, pum. PUM, PUM. «3», «2»… bebí un sorbo de la cerveza caliente que tenía en mi lata.

Había llegado el momento…

 

 

III: El abismo

 

Y entonces, oí el crujido de una puerta abriéndose.

La luz ingresó a mi habitación al mismo tiempo que el video se iluminó en mi computadora.

 

Sólo me percaté de lo que estaba sucediendo cuando sentí la rugosidad de la cuerda presionando mi cuello. La cámara se encontraba en mi cuarto. La luz que se veía era mi única fuente de iluminación. El joven era yo.

Lancé un grito de dolor que parecía el de una persona que se ha quedado sin habla. Ese grito, y aquel sobresalto, me mortificaron todavía más. Había en ambos una sensación indescriptible de culpabilidad, una condición de «te lo buscaste» flotando en el lugar. Forcejeamos. Literalmente luché por mi vida. Fue una sensación que no había tenido nunca. Es desesperante. No nos damos cuenta de lo mucho que necesitamos el aire hasta que nos falta del todo. El dolor es tan insoportable que uno advierte cómo el alma abandona el cuerpo. Los párpados se contraen violentamente, los músculos se ponen rígidos, y el cierre de las vías respiratorias es tan hermético que la sencilla tarea de respirar se vuelve imposible. Me sacudí y los oídos me silbaban.

Logré voltear la silla y pude rodar lejos del peligro. La soga se aflojó. Levanté la mirada y pude verlo. Allí estaba aquella cara amarilla y cadavérica. Una máscara. Se quedó ahí, respirando fuerte y observándome. Algo en mi interior me dijo que tenía que ser Cort_azar, que no podía ser otro. Era una persona y, sin embargo, de su cuerpo colgaban dos tentáculos color púrpura, flácidos. Se balanceaban hacia adelante y hacia atrás con lentitud, con cierta gracia. Sus piernas, o mejor dicho, sus extremidades inferiores eran delgadas y en forma de espiral. Se retorcían sobre sí mismas como el cuerpo de una serpiente.

Llegué a pensar que pudo haber habido algo en mi bebida, que yo había sido intoxicado con sustancias lisérgicas. La criatura tenía una forma (y una contextura) inconcebible, como nada que hubiera visto alguna vez en mi vida. Pero me esperaba otra experiencia más terrible. «Eso» se apresuró hacia mí en forma de mancha vaporosa. Volvió a tomar forma, o al menos su forma inicial, cuando la tuve frente a mis ojos. Movió sus tentáculos en forma de vaivén y me mostró una sonrisa perversa. Me miró, y lo único que hizo fue mirarme.

 

Corrí. Corrí como nunca, como si me persiguiera una bala con mi nombre, un misil teledirigido. Como si parar fuera equivalente a morir súbitamente. Cuando volví con la policía la mañana siguiente no había rastros de nada. Ninguna puerta ni ninguna ventana había sido forzada. Buscaron huellas o cosas que pudieran faltar (dije que me habían entrado a robar). Tampoco hallé la cámara en mi habitación.

Nada.

Nada de nada.

Los insté a inspeccionar cada rincón para cerciorarme de que no había ninguna presencia en la casa. Permanecí el tiempo necesario para convencerme de que estaba vacía en absoluto. Me resistí a contar una verdad, que ni yo mismo creía del todo, hasta ahora, momento en el que redacto este documento. Sé muy bien que son muchos los que se burlarán de los hechos que acabo de relatar. Mejor. Que así sea. Mi único deseo es que quienes aprecian su equilibrio cerebral no elijan adrede caer en el mismo abismo al que me arrojé tontamente. Todavía siento a seres espantosos e innominados que se deslizan con rapidez entre mis sueños.

Mientras juntaba mi cepillo de dientes y algo de ropa, me juré nunca volver a pisar aquel lugar endemoniado. Hice girar la manija de la puerta, sintiendo sobre mi corazón un peso como jamás lo había sentido, y miré una última vez hacia atrás. Sentí que me observaban. Ellos. Todos ellos. Justo antes de cerrar la puerta del cuarto, me volteé. Me pareció ver la cuerda tirada, oculta, hecha un bollo, ahí debajo de mi cama.

 

 


Luciano Sívori nació en 1987 en Bahía Blanca (Argentina) y es Ingeniero Industrial. Vive de su profesión y es profesor universitario, pero sus verdaderas pasiones son la escritura, el cine, la filosofía y los libros. Comparte sus cuentos, notas literarias, cultura y reflexiones cinéfilas a través de su blog.

Ha escrito guiones, cuentos, obras de teatro y artículos de interés general. Su cuento «A veces vuelven» obtuvo la 2da. mención de honor en el Concurso Literario de Cuentos «Horacio Quiroga» (2013). Su cuento «Implacablemente suyo» obtuvo el 2º Premio en el género cuento del 1º Certamen Literario «Dr. Juan Atilio Bramuglia». Por su parte, «Castillos en el cielo» recibió Mención Especial en el Concurso Internacional de Antología Digital «Los Elegidos 2014?, organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano.

En junio de 2013 se publicó su primera novela, «Un verano para recordar», a través de la editorial bahiense EdiUNS. La novela abarca varios elementos sociales contemporáneos referidos a la juventud y da espacio para la intervención de aspectos filosóficos que forman parte de las creencias del autor y sus experiencias de vida.

Ha publicado en Axxón IMPLACABLEMENTE SUYO y EL HOMBRE DEL 4-D.


Este cuento se vincula temáticamente con TRASHPUNK, de Ramiro Sanchiz.


Axxón 272

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Internet, Marginalidad, Violencia : Argentina : Argentino).

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