Ciclos fluviales

Heráclito asegura que nadie se baña dos veces en el mismo río. Está equivocado. Mi investigación sobre los hechos relacionados con la Capilla de San Pedro, el Reincidente, me habla de ríos cíclicos, donde todo lo que fluye tarde o temprano regresa.

Don Chicho estaba de acuerdo conmigo. Estaba de acuerdo con todo lo que yo decía. Como fuente de información, el viejo era un fiasco. Me había citado en la cantina de Don David —en la esquina de Los Aromas y Las Mercancías— para decirme algo muy importante.

Ya iba por la tercera ginebra y nada... generalidades.

—¿Por qué te pensás que le pusieron San Pedro, el Reincidente, eh? —Don Chicho apuró la ginebra y pidió la botella. Don David la dejó en la mesa—. Pedro negó tres veces a Jesús. ¿Ahora la captás...?

—Sí, eso ya lo sé. Ahora cuénteme lo del ciruja.

—¿Rodolfo? ¿El tipo de las grullas?

—No, el otro. El que apedrearon en la capilla vieja. Por teléfono me dijo...

—Sí, ya sé lo que te dije. Estoy esquivando el bulto porque no tengo muchas ganas de hablar de eso.

—¿Por qué me llamó?

El viejo dudó, y esa duda fue el punto de quiebre. Lo miré con atención: su perfil romano, las arrugas en las comisuras, la papada flácida, los pocitos de la viruela como cráteres marcianos en su rostro sanguíneo; las manos huesudas, delicadas casi, empuñando el vaso de ginebra. Más que viejo, parecía gastado. Miró por el ventanal un par de segundos y se volvió hacia mí. Era la primera vez que me miraba a los ojos.

—Yo estaba ahí —dijo en un susurro—. Como los otros. Todos tiramos piedras. El juez Garavaes falló que habíamos entrado en una especie de histeria colectiva. Que éramos inipu... inintu...

—Inimputables.

—Eso. —Don Chicho se sirvió otra ginebra. Quiso servir en mi vaso, pero lo frené a tiempo—. Inimputables, todos.

—¿Algo que ver con la capilla? Lo apedrearon en la capilla, ¿no?

El viejo suspiró.

—En las gradas de la vieja Iglesia de la Piedad, sí.

No dije nada, no sabía por dónde empezar a preguntar. El viejo abarcó con un gesto toda la cantina.

—Mejor que te lo cuente yo, ellos no van a querer hablar. Y es necesario. Es la única redención posible.

—Empiece por el principio.

—Cuando todavía estaba de pie la vieja iglesia, era verano, creo, se ahogó un pibe en el río. Nada del otro mundo, pobre. Pero empezó a correr la voz de que lo había ahogado un ciruja, que siempre estaba por ahí. No sé de dónde sacaron el dato.

Don Chicho borró algún antiguo recuerdo con un gesto.

—Cuando lo enterramos al pibe ése que se ahogó, había sólo doce lápidas...

Yo no quería que pensara demasiado, así que lo insté a seguir. Decidí no tomar apuntes, ya habría tiempo para eso.

—Doce lápidas —dijo—. Ese dato es importante. La gente no le da mucha bola a esos detalles, pero yo sí. Antes había treinta y dos. La gente no se moría mucho por esos días…

El viejo sonrió. Yo le devolví la sonrisa sin interrumpirlo.

—Doña Agueda y las otras viejas empezaron a correr la bola. Y después el padre Lorenzo dijo algo en la homilía. A la salida de la misa lo vieron, lo patearon y al final arrancamos los adoquines de las gradas y le aplastamos la cabeza. Lorenzo mandó a sacar los adoquines manchados. Siete eran. Los pusieron en algún lugar de la ciudad, pero dados vuelta, para que no se viera la sangre... Déme un segundo, ya vuelvo.

Don Chicho saludó a unos de los parroquianos y lo acompañó a nuestra mesa. Por el camino le dijo algo, y el hombre me miró.

—Éste es Rafael —presentó el viejo—. Es hermano de Marcelino, el muchacho que se ahogó.

—Mucho gusto —saludé—, lo lamento mucho.

—Pasó hace muchos años, no se preocupe.

Rafael era más joven y más bajo que Don Chicho, pero igualmente gastado. Su piel era pálida y los cabellos eran castaños y lacios, con muy pocas canas. Sus gestos parecían delicados. Fruto de la chochera, pensé.

—Está en la capilla —dijo—. Marcelino.

—¿En la nueva o en la vieja?

Rafael sonrió.

—Ya debería saberlo, señor periodista. Es lo mismo. Le doy un ejemplo: La misa de los jueves es la misma misa. La misma gente, el mismo pan, el mismo vino, el mismo cura borracho que habla en latín. Es como un disco rayado. Y si no me cree, vaya nomás...

—Le creo.

Don Chicho se adelantó.

—Matamos al ciruja. Estábamos seguros de que había sido él.

—Fue él —acotó Rafael—. Lorenzo dijo...

—Ya no importa —interrumpió Don Chicho, y Rafael no dijo más—. Después de matarlo, vimos que habíamos obrado mal. Terriblemente mal, ¿me explico? Fuimos a la capilla, para darle sepultura. Y en el cementerio del fondo, después que enterramos a ese ciruja, yo conté diecisiete lápidas. Una semana antes había treinta y dos...

—Somos pecadores —intervino Rafael—. Pero Dios se cansó de que cometamos siempre los mismos pecados. Está en la naturaleza humana. Es como en una calesita donde damos vueltas y vueltas, pero siempre estamos en el mismo lugar... Bueno, no son exactamente los mismos errores. Son variaciones o sofisticaciones de los errores que ya cometimos. Pero en esencia son lo mismo. Es como una espiral descendente al infierno...

—Entiendo —dije. Después me pregunté si realmente había algo que entender.

Ambos estaba locos, fuera por el dolor o por la culpa. La capilla tenía ese efecto en la gente.

Rafael no escuchaba.

—...son variaciones o sofisticaciones de los errores que ya cometimos. Son lo mismo. Es como una espiral descendente al infierno... Esa capilla es la misma que demolimos en el 70. Y cuando derriben ésta, dentro de 43 años, volveremos a levantarla idéntica a las otras. No se deje engañar por las apariencias.

—¿Cómo relacionan esta muerte con los ciclos? —pregunté.

—El tiempo es cíclico —dijo Rafael—. Como en la cruz circular que hay en el techo de la capilla. Mi vieja sabe que cada seis semanas Marcelino vuelve. Mi hermanito se ahogó en el 54. Tenía seis años y le faltaba un mes para la Primera Comunión...

—Marcelino lleva el mismo trajecito de domingo, como cuando estaba vivo, un par de días antes de que se ahogara. La misa se repite. Como cuando vas al cine y la dan en continuado —acotó Don Chicho—. Podés ver pedazos de la misma película más de una vez. Es cuestión de sincronizarse...

—Y a la séptima semana —siguió Rafael—, el padre Lorenzo…

—Que en paz descanse —se persignó Don Chicho.

—...se sube al púlpito y da la misma homilía. Salimos a fuera y lo apedreamos. Nos arrepentimos, lo enterramos en un cementerio que ya no existe y nos dejamos juzgar en ese mismo portal por un juez que ya se murió.

Me serví un vaso de ginebra. Del otro lado de la ventana, un hombre mayor jugaba a la rayuela sobre los adoquines de la esquina.

—Todos somos reincidentes —dijo Rafael, apoyando su mano sobre la mía, que no dejaba de temblar—. Pedro, el primer Papa, lo negó tres veces a Jesús. Y si él pudo salvarse y dar su vida por la Causa de la Fe, entonces nosotros tenemos esperanzas...

—Da lo mismo rezar uno o treinta padrenuestros —explicó Don Chicho—. Son todos el mismo. Vas por el primero y ya perdés la cuenta. Un avemaría es como un rosario completo. Te lo explico de otra forma: ¿Vos sabés por qué yo voy todos los jueves a misa?

Heráclito estaba equivocado. Yo sabía la respuesta, pero dejé que el viejo la pronunciara.

—Fácil: porque fui la primera vez...

Ciclos fluviales. © Alejandro Alonso, 2003.