Okupa

A medida que abría los ojos el viejo sentía que se iba deslizando de la nada a la conciencia. No era una sensación desagradable, a pesar del progresivo déjà vu que se instalaba como una segunda piel sobre cada cosa; era un desconcertante juego de réplicas superpuestas que sólo acabó resolviéndose en el momento en que, de algún borroso registro interior, le llegó la certeza de que ésta era su tercera vez. ...¡Mierda!, se dijo, una vez culminado el proceso y habiendo echado un vistazo alrededor; el maldito dinosaurio todavía sigue allí.

Su reptil difería bastante del de Monterroso; su versión personal era ese prado poblado de yuyos y de árboles, a un lado el cañaveral que impedía ver el río y al otro la despoblada calle que, sabía, corría más allá de los altos tallos de una hierba que parecía dominarlo todo cuando uno daba la espalda a las cañas. Estaba también ese par de edificios del que ahora alcanzaba a ver las terrazas asomando por sobre las altas copas; recordaba perfectamente esas dos moles elevadas que se enfrentaban calle de por medio en un duelo de simetrías y antagonismos; el de la izquierda era blanco, el otro negro: un Yin-Yang minimalista. Y estaba esa otra construcción que intuía por ahí, a su derecha, detrás de las cañas, la infranqueable barrera arbórea y el río. No era mucho lo que las ramas le permitían ver desde donde estaba: apenas el remate en aguja de las torres; pero era suficiente. Sabía que esas puntas eran parte del engendro gótico de paredes escamadas que se alzaba allí, en feroz contraste con el grupo anterior; lo recordaba porque lo había visto, y lo sabía mucho más cercano que la pareja de edificios.

Todavía tenía bien presente aquel primer despertar, la conciencia repentina de ese entorno imprevisible y desconocido que la reiteración estaba logrando revestir de una cálida familiaridad. De acuerdo, concluyó. La tercera es la vencida: quizás me he vuelto loco, pero es un delirio bastante aceptable.

Lo único que recordaba con alguna precisión de aquella otra normalidad que ya casi no reconocía como propia era una cena solitaria y frugal en su departamento, un esforzado trayecto hasta la cama y, por último, el placentero abandono al sueño, ese instante precioso y fugaz en que la brizna de conciencia que te queda es apenas suficiente para hacer el libro a un lado y evitar el golpe en la frente.

Después, sin solución de continuidad, había sobrevenido aquello: el bosquecito, el tibio lecho de pastos, la brisa cálida; el sol en la cara por entre las ramas, los aromas, el canto del agua y de los pájaros. Nadie a la vista.

Perdido en esas reflexiones, estuvo a punto de bajar a la calle y rehacer el camino que conocía, esas tres largas cuadras que lo conducirían hasta los edificios; tenía unas cuantas verdades que decirle a esos tipos, comenzando por el hecho de que sus exorcismos dejaban bastante que desear: muy a su pesar, todavía estaba allí; además, si pretendía llegar a comprender qué era lo que estaba pasando no resultaba descabellado comenzar por algo que guardara alguna semejanza con esa otra realidad menguante, antes de que terminara de desdibujarse; esas moles venían siendo lo más parecido al viejo mundo que tenía a mano. Pero no lo hizo; el recuerdo de los tres energúmenos era un disuasivo convincente.

La primera vez se había concedido un largo respiro sentado a la sombra de un árbol, a unos metros del lugar en que había despertado. Había mucho por asimilar: no sólo el sobresalto, el hecho de que estaba allí, inmerso en una realidad tan inesperada como sólida y tangible, sino y por sobre todo esa perturbadora certeza de que allí la conciencia plena no conduciría a un despertar; después, ya más calmado, había decidido moverse, investigar.

Había deambulado por el terreno tomando el sol como norte; le habían llamado la atención unos pilotes de madera que comenzaban a asomar de a pares por entre las matas de pasto y los arbustos, a su derecha y regularmente espaciados. Los primeros eran apenas despojos apolillados y cubiertos de musgo, pero cada nuevo par que aparecía se veía más entero que el anterior. Los árboles comenzaban a ralear, ampliando su campo de visión, y él había acompañado con sus pasos la suave curva hacia la derecha que demarcaba la hilera de postes, que a esas alturas ya comenzaban a verse coronados por gruesas vigas que los unían formando una pérgola, y, más adelante, por una sólida tablazón que hacía que el conjunto semejara una tarima elevada, o quizás un andén huérfano de toda posible utilidad: no había rastros de un medio de transporte que pudiese haberlo justificado. Lo que fuese, terminaba abruptamente bastante más allá, convertido en una suerte de glorieta o balcón que le plantaba frente a la construcción gótica que, al otro lado de la apretada franja de sauces, ahora mostraba su mitad superior; se veía cercana y, a la vez, inaccesible.

Hacia el otro frente, las torres también se veían con claridad y le llamaban poderosamente la atención. Siguiendo un impulso repentino, con un drástico giro hacia la izquierda había tomando una senda que lo alejaba de la tarima, y al cabo de una corta caminata había llegado hasta la calle. Una vez allí toda su atención había quedado enfocada en el bloque de edificios, a su derecha y no demasiado lejos, y había tomado ese camino.

A medida que se acercaba sentía que algo estaba mal con esas torres, algo visual; era un chirrido no explícito, una anomalía tácita; le costó identificar el origen de esa sensación: no había nada a qué aferrarse, ninguna referencia estática. No se veía un solo plano perpendicular al que apuntar como meta; todo era escurridizo, diagonal. Desde lejos el conjunto funcionaba como un atractor global, pero con la cercanía cada detalle se iba tornando elusivo.

En todo el trayecto no había cruzado ninguna calle que cortase en ángulo recto la que estaba transitando. Nada de lo que alcanzaba a ver de los edificios le plantaba cara, todo conspiraba para que su mirada careciese de anclajes; lo único que podía hacer era resbalar visualmente hacia un lado o el otro. La composición entera parecía estar articulada principalmente en base a puntos de fuga, con un único centro estable en ese vacío absorbente que cobraba cuerpo y entidad física entre las torres; por ahí pasaba la calle, un embudo del que resultaba difícil abstraerse.

Una vez alcanzada la esquina más próxima el mandato se volvía perentorio: la única movida sensata era la inmersión entre los frentes. Pero no le gustaban los mandatos; había decidido ignorarlo y girar a la izquierda bordeando la elevada superficie blanca; había pasado frente a una construcción con las puertas y ventanas tapiadas, banal e irrelevante al lado de la ascética magnificencia de la torre blanca que se le erguía enfrente; la casa le había permitido avanzar con cierta contención visual, pero más allá la ruta no le había resultado tan sencilla. Luchaba contra una inexplicable sensación de vértigo, como si estuviese deslizándose por un tobogán horizontal; no había ventanas ni puertas a la vista, y el blanco reflejaba la luz con tal intensidad que hacía casi imposible el distinguir detalles de la superficie. Finalizada la cuadra había hallado el ángulo recto que confirmaba sus sospechas: los edificios eran de base triangular, un par de isósceles rectángulos que se enfrentaban por sus hipotenusas. Había estado a punto de sucumbir a la náusea al intentar abarcar el panorama completo desde allí, los dos planos blancos que nacían en la arista del vértice y alcanzaban, cada uno por su lado, la diagonal por la que había venido; sus ojos parecían haber olvidado cómo trabajar en conjunto y derivaban sin control por las pendientes blancas, uno hacia la izquierda, el otro a la derecha. Se las había arreglado de alguna manera para abstraerse de esa sensación y, tras recorrer la segunda cuadra, se había refugiado en la relativa estabilidad de la diagonal ingresando por fin en el pasaje interno, aunque en sentido contrario al original.

Ahí estaban las puertas, la una frente a la otra. En la mitad exacta de la cara más larga de cada uno de los triángulos, pregonaban su perpetuo desafío calle de por medio. Pero no había tenido tiempo de observarlas demasiado, ni de decidir a cuál de las dos iba a llamar; se habían abierto de manera simultánea, vomitando un torbellino vociferante que no paraba de girar a su alrededor disparándole frases que él no atinaba a ubicar en un contexto razonable. Poco a poco el vendaval se había ido condensando en la figura de tres hombres. Tres, y no dos, o cuatro, o doce. ¿Cómo encajaba en el yin yang esa asimétrica imparidad? Eran tres inquisidores que no acababan de ponerse de acuerdo acerca de la manera más adecuada de plantearle un par de cuestiones: Quién Era Él, y, sobre todo, Cómo Había Llegado Hasta Allí.

Habría podido responder quién era, o al menos quién suponía ser; pero había preferido callar. Comenzaba a descubrir que no estaba demasiado seguro al respecto; las viejas certezas parecían haberse ido deshaciendo como nubes en el viento; por otra parte, tenía la sospecha de que ninguno de los significantes que podría haber utilizado para definirse hubiese tenido la menor chance de apuntar a algún significado válido en ese entorno que no acababa de captar. Para la segunda cuestión, el cómo, su silencio era una respuesta más que adecuada: expresaba de manera cabal y sintética la totalidad de lo que sabía.

De todas maneras, no había tenido la oportunidad de explicarse; los tres personajes parecían haberse puesto de acuerdo en interpretar su falta de respuesta como admisión tácita de alguna trasgresión grave; concluida la indagatoria orbital, lo mantenían en observación desde los vértices de un triángulo equilátero que lo tenía como centro.

—Éste no es tu sitio, viejo— le habían dicho.

—¿Creíste que no íbamos a sentir las perturbaciones?

—No terminamos de entender cómo llegaste hasta aquí, pero ya no importa; enseguida lo arreglamos.

El juicio, sumario y apenas susurrado, había conducido a un veredicto unánime de culpabilidad. La sentencia y su ejecución no se habían hecho esperar. Con movimientos sincronizados habían alzado el antebrazo derecho doblado en ele, el puño hacia arriba, cerrado y con la palma hacia adentro, cruzando el otro brazo por sobre el pecho y dando un súbito palmazo con la mano izquierda en el hueco de la articulación del codo derecho. Él había intentado una protesta, indignado por lo vulgar del gesto, pero no había llegado siquiera a abrir la boca. Junto con el palmazo, ellos habían pronunciado al unísono una única palabra: ¡ABUR! Le había sonado tan extemporánea y de mal gusto como el corte de mangas, pero su eficacia había quedado fuera de toda duda; había estallado en sus oídos con fuerza de anatema y, a su conjuro, una suerte de aurora boreal en miniatura había destellado brevemente entre los edificios. Luego de eso, se había hecho la nada.

Al abrir de nuevo los ojos, el viejo había esperado verse de regreso entre las sábanas, ya exorcizada la pesadilla. Pero no había habido sábanas, ni cama, ni habitación. En su lugar, la hierba le hacía cosquillas y la brisa movía las hojas del árbol que le regalaba su sombra; un abejorro curioso parecía empecinado en probar a qué sabían las flores del estampado en su pijama. Foja cero, o casi.

Esa segunda vez se lo había tomado con más calma; se había dedicado a observar, descubriendo un par de cosas interesantes. En primer lugar, era claro que había despertado en el mismo sitio. Recordaba los pastos y el árbol, un generoso manzano cargado de frutos; a sus pies veía el pequeño macizo de flores amarillas; un poco más allá estaba la piedra salpicada de musgos en donde se había sentado a recuperarse de la impresión; en algún punto a sus espaldas, el murmullo del agua se filtraba por entre las cañas, tal como lo recordaba. Pero no todo estaba exactamente igual, y eso lo llevaba a su segundo descubrimiento: no era un retorno cíclico completo; había vuelto al mismo sitio, sí, pero no al mismo momento. Había evidencias del transcurso del tiempo entre un despertar y el otro. El sol, por ejemplo, estaba en otra posición; su lecho de hierbas, el mismo de la otra vez, estaba ahora a la sombra del árbol, y recordaba claramente que no era así en la ocasión anterior. Además, estaba la manzana; había caído justo cuando él miraba en esa dirección, rodando después por la suave pendiente hasta chocar con los tallos de las flores y quedar allí, luciendo su lustrosa perfección. Ahora sólo quedaba el esqueleto, un despojo devastado por los dientes de los roedores, carcomido por los bichos, picado por los pájaros. No era trabajo de un rato; era cosa de días. Una pregunta había surgido de la nada, cuajando como la leche cortada, y había quedado boyando en su interior sin esperanzas de respuesta: ¿y dónde estaba yo, mientras tanto?

Había optado por explorar hacia el otro lado; alejándose de la calle, se había ido internando entre los matorrales que precedían a las cañas. El terreno cambiaba de manera notable a medida que se iba acercando al murmullo creciente del agua; había sauces bordeando las orillas, y después, el río.

No era muy ancho pero sí parecía profundo, aunque sus aguas oscuras no permitían determinarlo por observación directa. Asomaban piedras aquí y allá generando turbulencias, cerca de las orillas, y más hacia el centro la corriente se afianzaba y discurría sin obstáculos. No era un curso de agua que invitara a meterse, pero el viejo había descubierto o quizás recordado que le gustaban los ríos, aunque fuesen poco hospitalarios. Éste le traía imágenes confusas y agradables de un pasado del que solo conservaba vestigios. Se había sentado un rato en un tronco caído, tirando piedras y deseando tener a mano una caña de pescar; había visto un par de sacudones en la superficie que sugerían vida, ahí abajo.

Más tarde había tomado por un camino diferente, una huella que serpenteaba por entre los sauces alejándose muy de a poco de la orilla. Se le había antojado echar una mirada más de cerca a la construcción que suponía debajo de esas dos torres góticas, y sabía que tenía que estar cerca, en esa dirección. Sin embargo, las agujas parecían haber desaparecido de la faz de la tierra. Había visto árboles, grandes piedras generando rápidos en medio del río, liebres, aves. Una bandada entera de loros lo seguía por encima, de árbol en árbol. Pero de construcciones, ni rastro.

Se había detenido un largo rato después, algo cansado por la larga caminata y extrañado por no haberse topado o cruzado, al menos una vez, con algún sector de la tarima de madera. Según recordaba, su extraño trazado se extendía en esa dirección, acercándose hasta casi encima de las cañas en un sector cercano al río. Lo había visto. Si su sentido de la orientación y de las dimensiones no lo engañaba, él había caminado mucho más que eso, y en esa misma dirección. Pero todo se veía diferente; en vez de clarear, como había ido haciendo la vegetación en el paseo anterior, ésta crecía a cada paso en tamaño y densidad. Además, estaba seguro de que en algún momento de su caminata debería haber pasado por el frente del edificio gótico, al otro lado del río; sin embargo, no había habido el menor indicio de su existencia.

La senda desembocaba en un pequeño prado; estaba seguro de no haber visto nada que permitiese sospechar de su existencia desde la parte del terreno que ya conocía, pero ahí estaba, un claro luminoso rodeado de frutales; en el medio se alzaba una construcción precaria.

Tenía todo el aspecto de no haber recibido atención humana en mucho tiempo, pero estaba en buen estado. Alcanzaba a ver un nido de cotorras, una gran esfera de pajas secas colgando de una rama, justo frente a la única puerta. Era un buen indicador del abandono: ningún loro en su sano juicio elegiría ese lugar si hubiese gente yendo y viniendo, disputándole el terreno. Se había acercado con cuidado, para no espantar demasiado a los potenciales ocupantes. Sabía que esos nidos solían ser colectivos, y no quería más pájaros dando vueltas alrededor de su cabeza; ya tenía bastante con los de adentro. Sin embargo, tampoco había nadie allí; el abandono parecía ser un rasgo endémico.

La puerta estaba cerrada, pero sin traba. Le había costado un poco abrirla; la humedad había convertido en un fino precinto de adobe la capa de hojarasca y tierra que los vientos habían ido acumulando en el umbral. Vencida la floja resistencia y desechado el resabio de culpa que le generaba eso de estar metiéndose en lo ajeno, el viejo había entrado a curiosear.

Había una mesa y un par de sillas, de hechura basta pero sólidas y en buen estado. Había una mesada de madera, bajo la ventana, y sobre ella una jarra y una escudilla de latón; al costado de ésta, un hornillo a leña. Una delgada capa de polvo lo cubría todo, sin marcas ni alteraciones visibles. Eso hablaba de tiempo y de ausencia. En una repisa pequeña, en un rincón, un cuenco de madera lleno de lápices reposaba encima de una pila de papeles. No había objetos desparramados por el piso ni rastros de lauchas o de otros visitantes. No se veía deterioro de ninguna especie; había pocas cosas, un flaco inventario de lo mínimo. La morada de un asceta, o la posta de un caminante. Para sus adentros, había tachado lo de precaria. No era un adjetivo adecuado.

Había una puerta interior, al fondo; el viejo había supuesto una habitación detrás, pero había preferido no ir más allá. En lugar de eso, después de sacudir apenas el polvo a una de las sillas, se había sentado.

No le había durado demasiado el respiro. Tras un breve preludio de pasos y cuchicheos, la puerta se había abierto de golpe dando paso a sus tres viejos conocidos.

­­­­—¡Así te queríamos agarrar!

—...¡Sí, ¿pensabas que te iba a funcionar eso de esconderte aquí? ¿De veras te parece que tu llegada va a pasar desapercibida, viejo? ¡Ni lo sueñes! ...Esto es Urbys, no un pueblucho cualquiera en el que uno se puede colar sin que nadie se dé cuenta. Hay normas, reglas, procesos. Hay un Registro, y tu entrada irregular siempre va a ser registrada; genera perturbaciones en el resto de la trama.

—Y, hablando de eso. ¿cómo mierda hacés para colarte, viejo?

—...Estee, bueno, no lo sé— les había respondido—; no es algo que yo haga porque quiero, simplemente pasa. Tenía la esperanza de que ustedes me lo explicaran, pero nuestra charla anterior fue más bien breve.

—Ah, encima te hacés el vivo. ¿Te creés que cualquiera puede aparecerse así como así?

El tono se había ido incrementando, y así hubiese seguido de no mediar la intervención del tercero, que aún no había abierto la boca.

—No, muchachos, no se gasten, paren con eso— había dicho. —No tiene sentido intentar hablar con este tipo. Hay que sacarlo, sin más. Es un okupa, ¿no ven? Insiste en este lote, y hasta se metió en la casa. Hablando de eso: no sé ustedes, yo ni sabía que existiese algo así en la BI-37.

—No, y no se ve desde la calle. Quién sabe cuánto hace que está aquí.

—Yo tampoco la conocía— había cerrado el otro— Quizás él tiene algo que ver al respecto, es demasiada casualidad. Coincido, hay que sacarlo, y por lo visto va a haber que usar algo más fuerte.

— ¿Le damos?

—Le damos.

Mientras hablaban se habían ido situando alrededor de la mesa, otra vez dejando al viejo en el centro del triángulo. Habían levantado el brazo en un corte de mangas más enfático que el anterior y lanzado su voz de mando, que en esa ocasión había sido: "¡EZER!".

El viejo, ya prevenido, apenas iniciado el ritual había intentado un contraconjuro de emergencia, lo primero que le había venido en mente: el puño derecho levantado en una postura similar pero con el dedo medio bien extendido. No había funcionado; la palabra había estallado, disgregando su identidad en incontables puntos de colores y regresándolo a la nada sin posibilidad de apelación.

Sin embargo, ahí estaba, por tercera vez y en el mismo sitio.

No le había hecho falta apelar, reflexionó en una rápida vuelta al presente. Comenzaba a anochecer, y se le ocurrió que tal vez su pijama no fuese lo más adecuado para el fresco nocturno en exteriores. La casa quedaba descartada; no podía considerarse lugar seguro, después de lo sucedido. Además, tenía hambre, y no recordaba haber visto reservas de comida.

No se demoró. Tomó un par de manzanas del árbol y bajó a la calle saboreando una. Dobló a la izquierda; había visto un puente que seguramente cruzaba el río. A algún lado lo llevaría, y en una dirección que al menos lo alejaba de las tres pestes. Si había entendido bien, su dichoso registro les informaría que había vuelto a aparecer y dónde, pero dudaba de que además fuese capaz de seguirle el rastro y decir adónde estaba en cada momento.

Desde el puente alcanzaba a ver una construcción grande y estrafalaria, de un estilo que un observador indulgente podía catalogar de clásico si lograba hacer abstracción de los injertos y agregados que parecía haber ido sufriendo con el correr de los años. Le gustaba; era muy diferente al pulcro minimalismo de los edificios gemelos. Apuró el paso para asegurarse de llegar antes de que los otros salieran a buscarlo; esta vez se las haría más difícil.

En la puerta había un cartel de madera con grandes letras talladas: Hostal Sevrenko. Entró, sin mirar para atrás.

La recepción era mínima, con un mostrador lustroso y un par de sillones de cuero reseco disputándose el escaso lugar; atrás había una arcada de maderas oscuras que daba paso a un hall con el inicio de una escalera. Más allá, un corto pasillo lo tentaba con señales de otra índole: movimiento, luces, ruido de platos, olores de comida. Y de veras tenía hambre.

Sin pensarlo dos veces se metió en el salón, ubicó la mesa libre más cercana y se sentó. Notó que su ingreso no había pasado desapercibido, pero le agradó ver que tampoco había generado demasiado revuelo: un par de cabezas inclinadas a modo de saludo, alguna mirada sesgada y una casi imperceptible perturbación en el ritmo colectivo de la charla; luego, sin más trámite, cada uno había regresado a sus asuntos; a nadie parecía haberle llamado la atención su pijama. Se sintió aceptado, integrado.

Se le acercó una mujer regordeta, envuelta en un delantal de cocina un par de tallas más grande y tocada con un enorme rodete rubio.

—¡Pero qué tenemos por aquí, una cara nueva! …No es algo demasiado frecuente. ¿Qué podemos ofrecerle, señor forastero?— le dijo, toda sonrisas, mientras extraía un bloc de hojas del bolsillo del delantal y un lápiz de la estructura de palillos que le mantenía armado el rodete— Si me lo permite— prosiguió sin esperar la respuesta del otro—, le sugiero el plato del día: un guiso de ternera que está para chuparse los dedos. …Ah, y cerveza, claro. Una cosa llama a la otra, ya sabe.

El viejo comenzaba a notar el entusiasta despertar de sus salivales. Se disponía ya a aceptar la propuesta sin enmiendas ni tachaduras, cuando se vio asaltado por la incómoda conciencia de un detalle nada trivial: no tenía con qué pagar.

—...Esteee, señora, hay un problema— atinó a decir.

—¿...Problema? No se preocupe, no he visto todavía uno que no hayamos podido solucionar aquí. ¿Es con el menú del día? ¿Prefiere alguna otra cosa? ...Y es señorita, ya que estamos. Señorita Sevrenko.

—¡No, no es eso, por favor! De veras, el menú no podría estar mejor, no es eso. Señorita, por supuesto. Es que... verá usted, acabo de darme cuenta de que no he traído dinero.

—...Ah, bueno, eso sí podría haber sido un problema, si me lo hubiese dicho después de comer. Pero no ha sido así, y eso habla muy bien de usted. Asunto resuelto; coma ahora, y después vemos cómo me lo paga.

—Es que... no me parece correcto. No sé cuándo ni cómo podré obtener ese dinero; mi situación aquí es un tanto inestable. Aunque..., ¡espere! ¡Quizás esto sirva!— Rebuscando en el bolsillo, encontró la piedra que había estado allí desde el primer despertar y la puso sobre la mesa. —Vea esto; es lo único que llevo encima, mi única posesión aparte del pijama y los lentes. Es bonita, tal vez le interese como pago a cuenta.

La señorita Sevrenko parecía haber sucumbido a los encantos de Medusa; su mano, atrapada en mármol a mitad de camino en el regreso del lápiz al rodete, era la de un hechicero alzando su varita en un conjuro estático y callado. Eso último era particularmente inusual; el silencio era un atributo escaso en ella, si se descontaban las breves pausas en que la biología la obligaba a reponer algo de aire en sus pulmones. A lo largo de ese breve instante y con la vista fija en la piedra, su expresión fue recorriendo todos los grados entre el pasmo y la comprensión.

—Así que de veras tenemos un recienvenido, ¿eh? ...Los rumores no mentían, no señor— dijo por fin, quebrando un silencio que ya comenzaba a irradiarse a las mesas vecinas—. Eso explica muchas cosas. No, amigo mío; no se preocupe. Guarde esa piedra, y guárdela bien. Mientras tanto, vaya preparando su paladar para el mejor guiso que haya probado en... ¿cuánto tiempo? No viene al caso; ya mismo le traigo su cena.

Con una precisión que hablaba de años de práctica, la mujer trazó el recorrido más corto hasta la cocina zigzagueando entre las mesas y desapareció a través de la puerta vaivén. El viejo se volvió a echar la piedra al bolsillo, atreviéndose a disfrutar el agradable calorcillo interior que comenzaba a sentir. Quizás las cosas se estuviesen encaminando.

…O quizás, se vio obligado a corregir sobre la marcha, eso último fuese sólo una quimera, una esperanza prematura. Sus tres archienemigos acababan de entrar pisando fuerte, y con su llegada las charlas y las risas habían caído en picada dando paso a un silencio denso, cargado de expectativas.

Uno se sentó a la mesa, enfrentado al viejo; los otros dos se quedaron de pie, a izquierda y derecha, algo desplazados hacia atrás. ...¡Carajo, qué fijación tienen estos tipos con el triángulo!, pensó el viejo mientras no apartaba la vista del que tenía enfrente, que no tardó en abrir el juego.

—¿Otra vez? ...Pero no llegaste muy lejos, ¿eh?

—Previsible— agregó el de la derecha— ...Era obvio que lo primero que te iba a tentar era el hostal de Sevrenko.

—Hay algo que no se te puede negar, viejo— sentenció el tercero—: la persistencia. Pero de poco te va a servir. Esta vez venimos con munición pesada.

—¡Sí, la aniquilación total! ...Nunca habíamos tenido que usarla.

—Todo un mérito lo tuyo, hay que reconocerlo; deberías estar orgulloso.

—Bueno, bueno, no seamos tan mal educados— interrumpió el primero, con una sonrisa irónica—. No estamos dejando hablar al señor, y yo, al menos, estoy intrigado por saber qué tiene para decirnos.

—Sí, unas palabritas antes del fin, viejo.

El viejo los miraba, a medida que iban hablando. Con algo de sorpresa, descubrió que no era miedo lo que le inspiraban; era, más bien, irritación. No habían sido más que un completo estorbo desde el primer encuentro. Estaban comenzando a hartarlo, y fue ese hartazgo el que terminó hablando por su boca.

—Bueno, realmente, no sé qué podría decirles. Quizás deberíamos empezar por el principio, ¿no les parece? Por ejemplo, ya que hablamos de mala educación, nunca nos hemos presentado. Pero tengo una corazonada; a ver, déjeme adivinar: usted debe ser Gaby, usted Fofó, y por supuesto, usted es Miliqui, ¿verdad? …¡Ah, la próxima vez traigan al dueño del circo, me gustaría felicitarlo por el espectáculo; el numerito de ustedes se supera día a día!

Los dos que estaban a los costados cruzaron miradas, intentando decidir si habían sido insultados o no. El tercero, que al parecer había captado algo de la humorada, se puso en pie de un salto derribando la silla.

—¡Así que numerito!— con el rostro virando al rojo cereza, agitaba los brazos y gesticulaba como un poseso —¡…A ver qué tal te bancás este numerito, viejo! ¡En posición!— les ladró a los otros.

—¡Sí, chupate esta mandarina!— dijo el más avispado de los dos, haciendo suya la furia del otro mientras corregía su posición para lograr un triángulo aceptable.

—Eh... ¡Hasta la vista, baby!— fue lo único que atinó a sacar de la galera el tercero, al tiempo que sumaba su brazo al curso ascendente que ya habían iniciado los otros dos.

No llegaron a consumar. Todo movimiento en la sala quedó en suspenso, con una última décima de segundo sabiamente invertida en que las miradas de toda la concurrencia saltaran de la grotesca escena a la tromba que atravesaba ruidosamente la puerta vaivén de la cocina: la dueña y señora del establecimiento estaba de vuelta, y con una expresión que hizo estremecer a más de uno.

—Pero, ¿qué escándalo es éste?— exclamó, con los brazos en jarra y elevando el tono a cada palabra— ¿Qué cuernos está pasando aquí? ¡¿...Cómo se atreven?!

El que había derribado la silla parecía haber descubierto, de pronto, la importancia de dejar las cosas de nuevo en su sitio; una vez restablecido el orden, se las arregló para componer una expresión neutra y responder.

—Ah, Oxanna, hola, ¿cómo estás? Este... sí, lamento el alboroto, de veras; pero tenemos un trabajo que hacer. Hay que sacar a este tipo de aquí de una vez por todas— dijo, señalando al viejo, que observaba la escena con una ceja alzada y un aire que combinaba algo de expectativa con unos toques de divertido asombro.

—¿Sacarlo? ...No comprendo, mis queridos. Todavía no alcancé a servirle la cena— El tono, una octava más abajo, sumado a la amenazadora calma con que la mujer había hablado, había terminado de convencer a la audiencia de que sí, habría espectáculo; pudo notarse un discreto ajuste en la orientación de algunas sillas. —A ver si me estoy perdiendo algo: este señor, muy amable y correcto, por cierto— prosiguió, cruzada ahora de brazos y dedicando una fugaz sonrisa al viejo —, está sentado a mi mesa, en mi establecimiento, esperando su cena con mi conformidad y beneplácito. En consecuencia, es evidente que este señor es mi huésped, ¡y está bajo mi protección, no se dan cuenta? ¿Cómo se atreven a venir a molestarlo aquí y de esa manera?— Haciendo alarde de un rango vocal envidiable, la mujer había logrado un crescendo perfecto en su retorno a la octava superior.

—Pero… no, Nita, no es tan sencillo, no lo estás entendiendo.— El hombre no parecía demasiado a gusto con el rol de interlocutor, pero la deserción de los otros era un hecho irreversible; uno estaba tratando de enderezar un perchero torcido en la pared y el otro había conseguido una silla vacía y ponía su mejor esfuerzo en pasar desapercibido.

—¡Nita las petunias! ¡Qué es lo que no estoy entendiendo, a ver?

—...No me la hagas difícil, Oxanna. ¡Este tipo no pertenece a Urbys, eso es todo! Apareció de la nada en uno de los lotes entre la diagonal y el río, aquí cerca. Nuestros instrumentos detectaron un ingreso irregular. ...Estábamos en plena deliberación, dándole vueltas al asunto y viendo qué hacer, cuando, de pronto: ¡zas, resulta que el tipo se aparece ahí, en las puertas mismas de las torres! ...Era una invasión en toda regla, así que no lo pensamos dos veces. Lo mandamos de vuelta, y por las malas. Lo disgregamos.

—Me llegó el rumor, aquí todo se sabe. ...Pero para ser un disgregado se lo ve bastante sólido.

—Es que el muy cretino se las arregló para reaparecer, ¡y en el mismo sitio! Esa vez decidimos tomarle la delantera y lo fuimos a buscar. Nos costó un poco encontrarlo, ese terreno tiene sus cosas...

—Sí, es...inestable, no hay plano que le venga bien— se animó a acotar el del perchero, que, en las torres, solía ayudar con el área de catastro y urbanización.

—¡Conozco el lugar!— saltó uno de los comensales, dando un palmazo en la mesa —Es acá cerca, he estado allí muchas veces. Hay un sector, cerca de la orilla, que hace cosas muy raras. Según cómo se lo encare, se puede caminar y caminar, y aunque uno sabe que con lo que ha caminado ya debería haber salido hace rato del terreno y llegado a algún otro sitio, sigue estando allí, en alguna parte entre los árboles y el río que parece no terminar nunca. Entre nosotros— agregó, bajando la voz casi hasta el susurro —, hay buena pesca, en esas aguas.

—Bueno, pero no viene al caso. El hecho es que el viejo estaba ahí; no sólo eso, falta lo más grave: ¡lo pescamos en pleno allanamiento de morada!

—Sí, ¡se había metido en la casa!— agregó el del perchero.

—...¿Qué casa?— preguntó la señorita Sevrenko.

—Yo he andado muchas veces por ahí, y jamás he visto una casa— aseguró, pensativo, el hombre que decía conocer el lugar.

—Sí, este... En realidad, nosotros tampoco la conocíamos, pero no nos salgamos del tema, por favor. El hecho es que había una casa, y el viejo estaba allí sentado, como si nada, tomando posesión. Y ahí mismo lo desintegramos, otra vez.

—Ajá, ya veo. Desintegrado.— dijo la posadera mirando al viejo que, con aire distraído, tamborileaba sobre la mesa—. ¿Y…?

—¡Y aquí lo tenemos, otra vez, no te das cuenta, mujer? ¡...Insiste, el muy tozudo; es un grano en el culo! …Peor: ¡es un okupa!— El hombre, visiblemente alterado, con un gesto perentorio llamó a los otros a sus puestos. —¡Basta de dar vueltas! Vamos a sacarlo, y esta vez será sin retorno. ¡No pertenece aquí!

—Así que no pertenece, ¿eh?— lo interrumpió de nuevo la mujer. — Ahora vamos a ponértela difícil de veras. A ver, señor...— dijo, cambiando de frente. —¡Ah!, de paso, ¿cuál es su nombre?— le preguntó al viejo.

—¿Mi nombre? ...Estoy adivinando, pero diría que me llamo Joaquín. Creo.

—Don Joaquín será, entonces. Hágame un favor: muéstreles eso que tiene en el bolsillo.

—Qué, ¿la piedra? ...Aquí está.

Los tres hombres se acercaron lentamente, con los ojos fijos en el centro de la mesa; a medida que avanzaban, las luces y los ángulos cambiantes alternaban los vivos reflejos azul cobalto con destellos de un blanco níveo.

—¡Carajo!— atinó a decir, al fin, uno de ellos.

—Con razón— dijo el que había derribado la silla. —Ahora comienzo a entender.

—Es la más perfecta que yo haya visto— dijo el tercero. —Pero, ¿por qué no nos avisó antes...?— prosiguió, en un reproche que se fue convirtiendo en susurro a medida que el hombre se iba dando cuenta de lo que estaba diciendo. —...Ah, claro. No importa, no me haga caso.

—Pero dígame, viejo, este... don Joaquín: cómo es que tiene usted esto?— El primero se había vuelto a sentar, con una expresión muy diferente a la anterior. —¿De dónde la sacó?

—No la saqué de ningún lado, Watson; me la dieron. ...Al menos, eso es lo que recuerdo.

—¿Quién se la dio?

—Una nena. Es un recuerdo nebuloso, pero es el único que tengo sobre eso.

—¿Una nena, dice? ¿Cuándo, dónde, por qué! ...Sea más preciso, hombre, ¡por favor!

—¿Más preciso? No puedo, ¿no le digo que mi cabeza es una nube de algodón? ...Todo es tan vago, tan difuso. No termino de saber qué es un hecho y qué un ensueño. ...Watson, le dije, ¿verdad? ...Era una ironía, claro; como lo del circo, antes. Lo más irónico es que, si tuviese que explicársela, no podría. Si alguna vez supe quién es ese Watson, o esos otros, ahora no lo sé. Son cosas que me afloran, quién sabe de dónde; pasan a través mío, como si yo no existiese. Lo único que tengo más o menos en claro son imágenes, estampas que van desfilando; como la nena, por ejemplo. Les muestro: ...A ver, señora, ¿me prestaría ese lápiz que tiene por ahí?

—Sí, claro, tenga. ...Y es señorita.

—Sí, perdón. Señorita. ...Y el anotador, por favor.

Ya en posesión de las herramientas el viejo se reveló como un virtuoso. En un par de trazos dejó plasmada la imagen de una niña pequeña, con más cabeza que cuerpo y un abultado casco de cabello negro apenas contenido por un moño, arriba, por encima de la frente. En puntas de pie, se estiraba para alcanzarle algo a un hombre de anteojos. Había, quizás, algo más de cabello en el dibujo que en la realidad, pero el parecido con el autor era evidente. La piedra relucía, en el centro de la hoja, suspendida entre la mano pequeña y la grande.

—¿Ven lo que les digo? ...Imágenes. Esta es la nena que me dio la piedra.

—¿Y quién es?— preguntó el hombre sentado a la mesa.— No parece que sea de por aquí.

—No me acuerdo. Sé que la conozco, y hasta ahí llego. ...¿Es amnesia?

—...Bueno, no se preocupe— la expresión del hombre se había estabilizado en una resignada aceptación. —En realidad, no viene al caso de dónde ha salido esa piedra. Es suya, no cabe duda; de otra manera usted no estaría aquí, no hubiese reaparecido de la manera en que lo ha hecho cada vez que nosotros lo expulsamos. Vea, este... don Joaquín. Creo que le debo una disculpa— reconoció, por fin—. Esa piedra lo cambia todo. Usted tiene todo el derecho de estar aquí. Sea bienvenido.

—¡Recienvenido, mejor dicho!— exclamó la posadera, con entusiasmo— ¡Hay que festejar, caramba!¡Marche una ronda de cerveza para todos, la casa invita! ...No, perdón, me corrijo: ¡las Torres invitan! Es lo menos que pueden hacer después de todo este escándalo, ¿verdad, Edu?— Sin casi dar al otro tiempo de meter baza en el asunto, salió disparada hacia la barra —...De acuerdo, entonces— dijo, ya a mitad de camino—; voy a tomar ese gruñido como un sí.

La concurrencia, a todo esto, había ido recuperando una actividad casi normal. Un grupo reducido, liderado por el hombre que decía conocer el lugar, estaba preparando una incursión de reconocimiento. Se proponían encontrar la casa y ponerla en condiciones de acoger a su ocupante; en opinión del autoproclamado guía, no sería tarea sencilla, tratándose de ese terreno. Sobre todo, decía, si la casa no quería ser encontrada por ellos. Tal vez, aventuraban, sólo se le manifestase a don Joaquín.

El viejo, a todo esto, no les prestaba la menor atención. Había descubierto que algo se iba abriendo paso en su interior a medida que dibujaba, y estaba llenando cuartilla tras cuartilla sin descanso, con los ojos brillantes detrás de los cristales y la punta de la lengua asomando por entre la comisura de los labios. Sólo pareció volver a la realidad cuando la posadera corrió algunos de los papeles para acomodar la generosa porción de guiso que le había traído.

—Aquí tiene, don Joaquín. ¡Que le aproveche! ...Y cene tranquilo, hombre, que ya le he mandado preparar una de las habitaciones. Esta noche, usted es nuestro huésped.

—Pero... Se lo agradezco mucho, señorita, es usted muy amable, pero sigue existiendo el problema de la cuenta...

—¡...Y dale con la cuenta! Hagamos una cosa: me quedo con éste— dijo la señorita Sevrenko tomando uno de los dibujos —, y no se hable más del tema; lo tomo a cambio de la cena y la habitación. ...Aunque creo que todavía le estaría debiendo el desayuno.

Era una escena cargada de detalles: en primer plano, un niño con el pelo cortado a cepillo sacudía a conciencia unos salamines en la vereda de un negocio, golpeándolos entre sí; las polillas escapaban para todos lados, revoloteando a su alrededor. En un segundo plano un grupo de chicos, entre los que estaba la nena del otro dibujo, lo observaba con asombro y algo de asco. Sobre la entrada del comercio había un cartel que rezaba "Almacén Don Manolo".