Hina

Toda estación de tren, aún la más pequeña, presencia día tras día el paso de miles de personas. Y de las personas es de donde surgen las historias...

Una espesa nube de humo oscuro emana de las gigantescas locomotoras detenidas en las vías. Estas enormes moles de metal jadean mientras hombres grises, ayudados por plataformas mecánicas y rampas motorizadas, extraen de su interior diferentes embalajes de los más variados tamaños. Los hombres se afanan en su trabajo, corriendo de un lado a otro por los andenes, abriendo las bodegas de carga de los vagones, sellando las cajas —grandes, pequeñas, cuadradas, rectangulares, cilíndricas, de metal, de madera, de cartón...; todas ellas grises— y llevando la mercancía en dirección a los almacenes de la estación, donde con posterioridad acudirán los interesados a recogerla.

Hina camina entre ellos, eludiéndolos con la habilidad que tienen las niñas de su edad para hacerlo, sin apartarse de su madre, que camina tras ella apenas a un paso de distancia. Hina lleva su pelo negro recogido y cubre su cabeza con un delicado sombrero azul. Hoy es un día especial, y tanto ella como su madre se han vestido para la ocasión, con faldas de volantes y blusas de encaje. Sus rostros brillan bajo las luces de los andenes, repartidas por la estación por columnas y puentes, mientras avanzan hacia el andén de pasajeros.

Allí, esperándolas como un regalo de cumpleaños, descansa una locomotora antigua, con un pequeño vagón de madera pintada de brillantes colores unido a ella. Hina sabe que en el interior del tren la espera Monadessci, el hombre que le trae los regalos que ella cambia por sus muñecas. Su madre la reprende cuando ella le muestra otra muñeca, porque verlas le trae recuerdos tristes; momentos que ha querido olvidar pero que Hina, en su inocencia, vuelve a traer a su mente una y otra vez. Hina, de cualquier forma, sonríe como sólo ella sabe —sonríe con su boca, con sus ojos, con sus manos— y su madre, llevada por el cariño que la profesa, la perdona y prepara la carta para Monadessci. Después busca uno de esos hombrecitos de metal pintado que, presto, recoge el sobre y parte hacia la mansión de Monadessci, en las afueras de la ciudad.

Esta vez llegan pronto, y el hombre todavía no ha bajado del tren. Para evitar el humo de las locomotoras, la niña cubre su rostro con una mano delicada, de pequeños y finos dedos y piel blanca como la porcelana. Con su otra mano aprieta con fuerza el brazo de su madre, que ha llegado a su lado y espera junto a ella en silencio. Algunos hombres grises, cargados con baúles y cajas, les dedican una mirada desapasionada, ajenos a su alegría o su tristeza. Hina mira a su madre, y ésta la mira a su vez. Sienten, cada una de una manera distinta, la ansiedad en sus cuerpos ante la llegada de Monadessci.

Y el hombre llega. Desciende del vagón con porte señorial, envuelto en su larga capa de seda roja, cubriendo parcialmente su rostro con una máscara azul celeste. Desciende al andén con pasos suaves, como si no quisiera dañar con los tacones de sus altas botas negras el pavimento castigado por cientos de miles de transeúntes. Y al posar el hombre sus pies sobre los adoquines que conforman el suelo de la estación, Hina siente un débil cosquilleo en su nuca, esa extraña sensación que la invade siempre en presencia de Monadessci y los de su casta.

El hombre camina hasta ellas, ampliando su enorme sonrisa de dientes inmaculados a cada paso. En una mano enguantada sostiene una maleta, en la otra dos diminutas jaulas que rozan entre ellas y emiten un suave quejido. Se detiene frente a la madre y la hija, improvisa una reverencia y, dejando la maleta a sus pies y las jaulas a un lado, se arrodilla ante ellas.

Vean, vean lo que traje para ustedes —susurra Monadescci abriendo la maleta, y la niña descubre un deje de melancolía en su voz.

Ante los ojos de Hina y su madre se despliega un universo de maravillas, un caleidoscopio de diversas excentricidades que colmarían los deseos del coleccionista más exquisito. Allí descubre una peonza dorada que gira sobre una réplica del Puente de los Suicidas Románticas. Junto a ella diminutas figuras de cartón danzan alrededo de una fría hoguera de papel. Una bolsa de brillantes canicas (doradas, verdes, azules...) descansa junto a dos ancianos de chocolate que representan una obra clásica en un decorado de flores. Algo más allá, oculta entre enormes bolas de algodón sonrientes y bombillas de colores que parpadean con coquetería, Hina descubre el regalo que se llevará: un hermoso libro de tapas verdes con un grabado de un unicornio en el lomo.

La madre de Hina, consciente de que la niña ya ha decidido, deja que tome entre sus delicadas manos el libro, y sonríe. En el fondo siente tristeza, ya que la toma del regalo conlleva la pérdida de sus tesoros, pero no se puede permitir que Hina descubra su melancolía. Así que amplía su sonrisa, y le entrega al hombre, que espera con la avidez del cazador que descubre a su pieza en la mirada, dos pequeñas muñecas bellamente vestidas.

Oh, señora, qué hermosas son —susurra Monadescci, pero la mujer ya está dando media vuelta, tomando a su hija de la mano y recorriendo el andén en sentido contrario.

Monadescci las ve marchar, consciente de que no pasará mucho tiempo antes de que vuelvan a encontrarse. Su mirada se detiene en Hina, y un ramalazo de nostalgia le asalta. Siempre quiso a Hina, siempre creyó que sería su trofeo más hermoso. Sin embargo sabe que ella nunca se la dará; no, ya pasó su tiempo. En silencio se pregunt que hará Hina cuando crezca, y venga acompañada de la pequeña. ¿Seguirá viniendo a buscarle? No tiene dudas, sabe que vendrá.

Cierra la maleta con parsimonia y después, con sumo cuidado, deposita una muñeca en cada una de las jaulas que ha traído consigo. Las locomotoras resuellan, el ajetreo en los andenes se hace más notorio. Oye gritos e imprecaciones entre dos hombres que han volcado una de las plataformas de transporte, desparramando su carga sobre los raíles. Recoge sus cosas y camina hacia su tren, sin mirar atrás.

En las jaulas, las muñecas agarran los barrotes de hierro oxidado con sus delicadas manitas de porcelana. Sienten ganas de llorar, pero no pueden hacerlo, pues de sus ojos de cristal no pueden brotar lágrimas. Saben que nunca volverán a ver la ciudad, que partirán hacia un lugar muy lejano en compañía de aquel hombre.

Y ese conocimiento les rasga el corazón.