A bordo de la Marco Polo, la excitación era tan intensa que hubiera podido ser registrada por un contador Geiger, y se reflejaba claramente en la humedad que se condensaba en las ventanillas del puesto de piloto, producida por la alterada respiración de sus cuatro tripulantes. Se habían apiñado en la angosta estancia para contemplar el nuevo mundo, visible a través de los cristales y en las pantallas que recibían las imágenes del telescopio. Para ellos, aquél mundo era Atlantis, pero sabían bien que pronto tendría su propio nombre. Porque estaba habitado, y en profusión.
—Es increíble, increíble —repitió Alves, en un murmullo exánime; había exclamado las mismas palabras durante los últimos maravillosos diez minutos—. Increíble, de verdad.
Los ojos de los otros tres, brillantes por la emoción, contemplaban Atlantis desde el espacio tras el piloto, mientras el planeta giraba majestuosamente sobre su eje. Representaban un hito para la humanidad por su sola presencia allí, dentro del sistema gDelphini, a una distancia astronómicamente pequeña del sol menos brillante de la pareja. Estaban a cien años luz de «casa», a dos años de viaje con el salvoconducto de la relatividad. Jamás unos seres humanos habían viajado tan lejos de la Tierra. Jamás nadie había pilotado una nave hasta otro sistema solar con una misión específica que cumplir. Atlantis era el planeta potencialmente habitable más cercano detectado nunca antes. Y, sin ninguna duda, jamás los seres humanos se habían encontrado con una auténtica, real y completamente inusitada civilización extraterrestre. Ellos habían sido los primeros y, lo merecieran o no, sus nombres ensombrecerían a Gagarin, Leonov, Armstrong, Messer y Bizarro, y sin ninguna duda en los libros de historia se grabarían con letras de oro los nombres de Marcos Alves, piloto, William Moegham, copiloto y técnico, Lucio Genovesi, técnico y astrofísico, y Sandra Marceau, médica y bióloga. Ni tan sólo les quedaba aliento para lamentarse de que el transbordador, transestelar por definición, no estuviese capacitado para descender a la superficie.
—¡Ciudades! —señaló Moegham, y exclamó:— ¡Grandes como Nueva York! ¡Lanzadme por la escotilla si eso no es civilización!
Alves frunció el ceño con buen humor, pues la deducción de Moegham no concordaba en absoluto con su México natal.
—Olvídate de eso. Lo importante es eso —señaló una esquirla azul en la imagen de su pantalla de piloto—. El pantano del Yang-Tse palidecería al lado de éste. Eso sí que es civilización.
Moegham rió a carcajadas, y después palmeó los hombros de Alves.
—Oh, yo quería decir cualquier tipo de civilización, Mark, mi querido amigo. ¿Qué más da? ¿Importaría si fuesen vulgares aborígenes?
—Por supuesto que sí, Bill —dijo Genovesi—. ¿No lo veis? ¡La Tierra podría establecer comercio con Atlantis! ¡Podremos desarrollar proyectos conjuntos! Además, ¿quién sabe en qué podría estar más avanzada su ciencia que la nuestra?
Moegham se echó hacia delante, retroalimentada su excitación por el entusiasmo de Genovesi.
—¡Extraterrestres supercivilizados! ¿Habrán desarrollado la fusión fría?
Marceau separó a los dos hombres, que amenazaban con enzarzarse a puñetazos de pura pasión incontenida.
—Vamos, vamos. Tenemos que tener los pies en el suelo —dijo, y Alves emitió una corta carcajada, pues flotaban esencialmente libres de la gravedad—. Si fuesen unos de vuestros hombrecillos grises de ojos grandes, ¿por qué no han salido aún de su propio planeta? ¿No indica eso que no están tan civilizados?
—¿Quién dice que no hayan salido de su planeta? —gruñó Genovesi.
—¿Por qué tienen que tener tecnología espacial para ser científicamente avanzados? —espetó Moegham.
—Somos científicos —replicó Marceau—, y por mucho que vengamos de un aburridísimo viaje de dos años no podemos dejarnos llevar por el entusiasmo de este modo. Tienen ciudades, bien. Tienen ingeniería, bien. Eso es lo que sabemos. Y punto.
—Yo estoy de acuerdo con Sandra —intervino de repente Alves—. Pero, ya que lo habéis mencionado, me gustaría preguntaros por el aspecto que tendrán esos alienígenas. Yo soy un lego en esa materia, pero no me fío de todas esas historias tópicas de bichos verdes y monstruos con tentáculos.
Genovesi se giró hacia Alves, por cuanto él era autor de algunas de esas historias.
—¡Hey! ¡Por lo que sabemos, bien podrían tener cualquier aspecto!
Alves se giró en el asiento para poder mirar al astrofísico.
—¿Quieres decir que nada de hombrecillos grises?
—¡Nada! ¡Es absurdo! ¿Cuántas posibilidades hay de que la evolución repita dos veces el mismo diseño?
—Alto ahí —le cortó Marceau—. Lo quieras o no la evolución es funcional, y si un reptil tiene que vivir en los árboles desarrollará las mismas estructuras óseas y musculares que un típico primate.
—Vamos, Sandra. Puedo recitarte un millar de vías por las que una especie puede evolucionar hacia la tecnología.
—Ahorra el esfuerzo. ¿Sabes lo que es un modelo edénico?
—Una situación dada —recitó Moegham—, que no puede ser deducida o alcanzada de o desde otra situación previa. Como la Creación, o el Big Bang.
—Eso es —continuó Marceau—. Muchas de las vías evolutivas en las que puedas pensar, Lucio, son inalcanzables.
—Ah, pero no puedes demostrarlo.
—Podría demostrarse...
—¡Ah! ¡No, no, no, no, no!
—¡Se trata...!
—¡No! ¡Si no se demuestra, no vale!
Alves aplaudió, y terminó por sentarse a horcajadas.
—Viva este homenaje póstumo a la madurez científica —dijo sarcásticamente—. Ahora sería mejor que olvidásemos las teorías y pasásemos a las prácticas, de las cuales yo soy aquí el experto.
No añadió nada más, porque sabía que la excitación les había hecho olvidar a los tres algo fundamental, que él mismo acababa de recordar. Como esperaba, sus compañeros le miraron con una total y absoluta expresión de ignorancia. Alves continuó, antes de que tuvieran tiempo de recordarlo por si mismos y le echasen a perder el enorme placer que estaba a punto de experimentar.
—Bien, queridos compadres, como dirían en mi tierra... en mi Tierra. Si ya estáis todos desahogados y reposados, tal vez sea la hora de que enviemos la sonda —enfatizó claramente las palabras—, y descubramos con nuestros propios ojos si los atlantes tienen cuatro brazos, o escamas azules, o lo que quiera que quieran tener. ¿No os parece?
Los tres quedaron envarados por unos momentos, pero tantos años de entrenamiento habían dejado alguna huella en ellos; antes de dejarse llevar definitivamente por la sorpresa, la decepción o cualquier otro sentimiento, reaccionaron y, sin mediar una palabra, se dispusieron para ejecutar los preparativos y enviar la sonda. Ésta era un vehículo robotizado, un rover, bastante convencional, armado con los equipos correspondientes para el aterrizaje y la comunicación. Les proporcionaría la excelente oportunidad de hacer un tour por territorio atlante, junto con la interesante, y muy jugosa, posibilidad de que al menos su origen pasase razonablemente desapercibido para sus habitantes, incluso aunque la paseasen por el centro de alguna ciudad.
Moegham se sentó rápidamente en el asiento contiguo al del piloto, pues él era el encargado de manejar todo el instrumental del rover, mientras que Alves se ocuparía de la conducción. Genovesi orientaría a Moegham según los resultados que obtuviese la sonda, y Marceau les orientaría a los tres, según lo que fuesen descubriendo al recorrer y observar... lo que quiera que fuesen a recorrer, y observar.
—Estamos preparados. Muy bien —palmeó Alves.
Era consciente de que dentro de unos momentos se pondría a temblar, y no podría evitarlo, por mucho que tuviese que mantener el pulso en las maniobras si no quería colocar la sonda en una increíblemente inútil órbita. Así que, con un chasquido de dedos, hizo que Marceau le administrase una leve inyección de calmante. Al instante recibió un precioso aguijonazo en el antebrazo.
—Ah —exclamó—, veo que ya lo tenías preparado.
—En realidad no, Marcos. Ésta era para mí.
Alves rió, y se dirigió a Moegham.
—¿Ya está listo Speedy para salir ahí fuera?
Speedy era el nombre del rover. En dos años habían tenido tiempo para decidir uno. Lo cierto era que Alves había pensado en el popular ratón de la Warner, si bien Genovesi había protestado alegando que el nombre había sido usado ya en cierta vieja historia sobre un robot que no funcionaba del todo bien, y al italiano eso le parecía de no muy buen augurio. Pero Speedy estaba bien, y era sugerente. Además, era simpático imaginar al rover corriendo a toda pastilla como una cucaracha desenfrenada.
Puesto que Moegham recordó precisamente eso cuando Alves mencionó al rover, sonrió mientras comprobaba todas las indicaciones de la sección de carga.
—Dame sólo un par de minutos para desplegar el brazo y lo dejaremos caer.
Tal y como indicó, el brazo articulado se desdobló, tomó el compacto embalaje que era la sonda y lo alzó hacia la esfera geócroma de Atlantis. A una orden de Alves, el brazo soltó a Speedy con un leve empujón, suficiente para que iniciase el descenso correcto hacia la superficie. Alves comprobó las medidas y la corrección de trayectoria, y se relajó completamente.
—Bien, la sonda ya está de camino. Sólo nos queda esperar a que aterrice.
—Lo cierto —gruñó Genovesi, mientras atendía al telescopio y a un par de diagramas en pantalla—, es que si no hacemos un seguimiento cuidadoso de su entrada a la atmósfera es muy posible que no la encontremos después. Así que sí que quedan cosas por hacer.
Moegham intervino, e interpretó la respuesta de Genovesi por lo que realmente valía.
—No merece la pena preocuparse por el aspecto que tengan en realidad esos «atlantes», Lucio. Lo importante es que tiene que ser fascinante.
—Es fascinante —apostilló Marceau—. Porque es extraterrestre.
—Cómo no —asintió Genovesi—. Nadie va a negar eso.
Marceau se dio por aludida.
—No quiero decir que no vayamos a encontrar algo totalmente nuevo, Lucio. Simplemente la naturaleza tiene una lógica básica, y es insoslayable.
—Y no lo niego, pero el margen que considero que concede es bastante más amplio que eso.
Moegham dijo:
—¿Y si son algo totalmente distinto? Quiero decir, que sus mecanismos no tengan nada que ver con los de la naturaleza terrestre, como... vaya, no quiero decir que...
Alves le cortó con un tono muy átono, pero claramente burlón.
—¿Cómo entes energéticos o algo así? ¿Mentalidades libres o... Échame una mano, Lucio.
—Robots —dijo con tono secante—. Una sociedad mecánica. ¿Por qué no?
Alves se giró, estupefacto, pues esperaba que Genovesi le ayudase a refutar y no a fomentar la sugerencia de Moegham.
—¿Y por qué sí?
—Son inmunes a la guerra biológica y...
—Basta ¡No quiero oírlo! —Alves levantó las manos y se volvió de nuevo hacia los controles.
—Olvidaos de eso —terminó Marceau—. Alves, ¿cuánto falta para que aterrice la sonda?
—Ah, Speedy se desprenderá de la cubierta cerámica dentro de unos... no, ya lo ha hecho. Ahora desplegará el paracaídas, y dentro de unos minutos estará preparado para soltar el rover. Por cierto, nadie lo ha planteado, pero había que tener en cuenta que ahí abajo hay árboles... —hizo una pausa melodramática.
—¿Y? —le apremió Moegham.
—Pues que me he encargado de buscar una abierta y hermosa pradera de césped junto a una pequeña población para hacer aterrizar a Speedy. ¿Qué sería de esta misión sin el bueno de Marcos?
—Una misión más conveniente para mi salud mental —replicó Genovesi.
Alves ignoró la apreciación y se aplicó a los mandos de la sonda, en espera de que Moegham hiciese los últimos ajustes y condujera la sonda hasta la superficie. Ésta se desprendería del paracaídas de un momento a otro, y las bolsas de aire se llenarían para hacerla rebotar a treinta kilómetros por hora cuando hubiese recorrido los últimos metros.
—¿Está centrada la antena? —preguntó Moegham a Genovesi.
—Tú mismo. Prueba a comunicarte con la sonda.
Moegham lo hizo, y ésta respondió a la perfección. Cuando levantó la cabeza descubrió que el aire de la cámara se estaba ionizando, y cualquier expresión que no denotase tensión contenida había desaparecido de sus rostros.
—Bien, Alves. El paracaídas se desprenderá dentro de unos quince segundos, y en un minuto y medio tendré a la sonda desplegada y al rover listo. ¿De acuerdo?
—Está bien.
Era poco más que retórica, destinada a que todos fuesen conscientes de la secuencia de sucesos. Transcurrieron los últimos segundos, y la tensión de Moegham varió ligeramente.
—La sonda está libre. Las bolsas de aire parece que se han inflado correctamente —una pausa—. ¡La sonda ha tocado suelo! Ahora... Creo que ya se ha detenido. Voy a desplegarla.
Bastantes kilómetros por debajo, el tetraedro que encapsulaba la sonda se abrió como una flor de tres pétalos, de tal modo que se alzó hasta estar en la posición adecuada. En el centro, aún asido, estaba el rover, perfectamente dispuesto para comenzar la exploración; mientras tanto, el cuerpo de la sonda haría de relé.
—Bien. Bien, bien, bien —la voz de Alves se desvaneció en un susurro, mientras se preparaba para poner en marcha al robot—. ¿Puedes pasarme ya imagen, Bill?
Moegham activó los componentes necesarios y comprobó la señal. Entonces, con gran ceremonialidad, entró la orden de transmitir imagen.
La pantalla de navegación de Alves se iluminó. Todo estaba borroso.
—Bill.
—¿Sí?
—¿Qué pasa con el enfoque?
Moegham murmuró unas disculpas, y tras unos instantes la imagen se aclaró totalmente.
Alves expiró ruidosamente, e inspiró una nueva bocanada de aire.
—Arbustos. La sonda ha caído en un macizo de arbustos. Bien, ahora es el turno de Speedy. Levántate —movió la palanca—, y anda.
La imagen se tambaleó, y un instante después giró hasta completar una vuelta completa.
—Definitivamente un macizo de arbustos. ¿Ves alguna cosa extraña en ellos, Sandra?
—Bueno, por lo que respecta a lo que se puede ver en la pantalla, bien podrían ser unos ficus de lo más vulgares.
—¡Oh, vamos! La primera forma de vida avanzada que descubre la humanidad, y la comparas con ¡un ficus!
—Cuando Bizarro pisó Marte...
—Sí, sí. Lo sé. Dijo que era como estar dentro de una de esas bolas de cristal que se agitan para que caiga como una nieve. Pero nadie esperaba nada del viejo y decrépito Marte. Esto... ¡es diferente!
—De acuerdo, Marcos. Pero deja de hablar y haz que Speedy nos muestre cómo es de diferente.
—¿Estáis preparados? Pues allá vamos.
El rover se puso en marcha de nuevo, hacia los arbustos que velaban la suave luz del sol. El robot apartó a su paso algunas ramas bajas. Entonces, al fin, la vista se despejó.
Y algo grueso e irregular cubrió el campo de visión de la cámara.
—¡Aah! —fue el alarido unánime; incluso Alves soltó inconscientemente la palanca de mando.
El rover se detuvo, y el «algo» que los cuatro habían vislumbrado se animó y se dilucidó en un ser de forma compacta, de aspecto depredador, con cuatro cortas y robustas patas, unas horripilantes mandíbulas y un denso vello azulón.
—Por todos los estados de América —susurró Moegham—, qué cosa más fea.
La cosa rebulló frenéticamente, dio un par de vueltas, registró el suelo con su hocico y bautizó a Speedy con algún tipo de excreción líquida.
Entonces fue cuando se alejó y despejó la vista de la cámara que transportaba el rover. Ese era justo el momento que iba a quedar grabado en sus memorias, y que los próximos dos años les perseguiría a los cuatro en forma de pesadillas y sueños angustiosos. Porque, cuando aquel ser se apartó, vieron varias formas nuevas. Vieron un ser erguido, bípedo, de gruesa piel marrón cubierta esporádicamente de vello dorado... y vestido con prendas grises y azules. Y, tras él, un edificio con un amplio cartelón en la entrada, y un figurón, muy, pero que muy familiar frente a una vitrina. Y, en fin, fue entonces cuando Alves exclamó, totalmente horrorizado:
—¡La madre que me parió! ¡Que me ahorquen si ese extraterrestre no lleva zapatillas de felpa y un periódico bajo el brazo! —miró más detenidamente la imagen— ¡Que me frían si no está sacando a pasear al perro! —y, finalmente, cuando observó VGA 10 160 240 255
los detalles del segundo plano: —¡Ah! ¡Que Dios me parta con un rayo, si ése no es Elvis!
Porque, la figura, aunque de aspecto extraterrestre, lucía una vestimenta muy similar, asía algo muy parecido a una guitarra, y en definitiva, en el cartelón del edificio, bajo un anagrama ininteligible, rezaba en un peculiar inglés:
«Joe's. Todo de Rock&Roll.»
Francisco es un activo participante de las listas Españolas de correo electrónico de ciencia ficción. Como los lectores habituales de Axxón saben, cumplimos la función de dar a conocer las primeras exploraciones de autores del género. En este caso la exploración tiene que ver con el humor y las antiguos relatos de ciencia ficción.