Página Axxón Axxón 152
Crónica invasiva
Por Andrés D.

 

Buenos Aires, 5 de julio de 1807.

Sentado aquí, en un banco de la iglesia de Santo Domingo, varado en tiempos que preceden a mi propio nacimiento, contemplo por primera vez la inasible vastedad del universo y reflexiono sobre cuántas cosas ignoro.

Para empezar, ignoro qué hora es. De lo contrario, la consignaría junto a la fecha. La ignoro porque el único reloj del que dispongo, éste que está engarzado en la tapa del medio Anacronicón con el me quedé luego de los eventos proximopasados, carece de toda aguja. Y aunque no fuera así, si fuese la una o las dos no podría saberlo, ya que ambos números se han borrado del cuadrante. Ignoro también por qué los invasores británicos me arrastraron con ellos a la iglesia. Y, ya puesto, tampoco sé qué corno están hablando.

 

Mismo día, un rato más tarde.

¿Me parece a mí, o acabo de verlo a Otis?

 

Otro rato más tarde.

Empiezo a entender algunas cosas. Le pedí al reloj que me diera el don de entender lo que dicen todos. Después tuve que pedirle que me diese el don de que además me entiendan a mí. Al hacerlo, se borraron el 3 y el 4. Ahora está claro: la cantidad de deseos es limitada. Me gustaría saber cuántos me quedan, pero aparentemente uno de ellos me hizo olvidar cómo se resta.

Otra cosa que entendí es por qué estoy aquí. Aún llevo puesto el uniforme escolar de la República Sarmientina. Me vieron con la pollera a cuadros y pensaron que era un escocés. Lo confirmé cuando un oficial me preguntó:

—¿Es usted uno de los highlanders?

—Si no me morí con todo lo que me pasó, debo serlo.

Lo que ahora no entiendo es qué debo hacer con el fusil que me puso en las manos, y tengo miedo de preguntar. Creo que lo pondré a buen resguardo en uno de los confesionarios, para que no se pierda. De paso, veré si hay suficiente espacio para ocultar también al portador.

 

Confesionario.

Como si no hubiera ya bastantes cosas que no entiendo, ahora debo explicarme cómo demonios estoy haciendo para escribir en la oscuridad.

Me ocuparé de eso más tarde; ahora otros asuntos reclaman mi atención. Desde afuera llegan los sonidos de la lucha. No sé durante cuánto tiempo será esta iglesia un fuerte seguro. Cuánta razón tenía el profesor aquél que me decía: "Estudiá historia, algún día te puede salvar la vida."

Agregando al tono lúgubre de la situación, un gaitero se ha puesto a tocar algo que se parece mucho a un blues. Es todo tan deprimente que tengo suerte de que mi fusil esté descargado. O a lo mejor el que tiene suerte es él.

La melancólica sinfonía de falsetes suena como un lamento. Y ahora que lo pienso mejor: no sólo suena, sino que es un lamento. Dice: "¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Ya no lo soporto!" ¡Este reloj me la volvió a hacer! ¡Realmente entiendo lo que dicen todos!

 

A quién le importa la hora.

¡Era Otis nomás! Lo vi cuando un cabo me abrió la ventanita para confesar sus pecados. Corrí de inmediato a él.

—¡Otis! ¡Nunca pensé que me alegraría de verte!

—¡Soldado! ¿Cómo se atreve a dirigirse de esa manera a un oficial superior? ¿Por qué no está en su puesto, defendiendo el fuerte?

—¿Eh? Dale, Otis, dejate de jorobar. ¿Cómo llegaste acá?

—Pues si debe saberlo, llegué a bordo de la fragata Frisbee. Partí de Southampton en marzo. ¿Y usted?

—Hum... Dejame pensar, que hice varios trasbordos. En diciembre de 2004 me subí a un tren que estaba lleno de monstruos espantosos, sin el adecuado complemento de mujeres ligeras de ropa. Después...

—Un momento. ¿Dijo usted 2004?

—No, no, dije que no había ninguna.

—Claro que sí, usted dijo diciembre de 2004. Eso es cinco meses luego de mi partida. Yo provengo de julio de 2004.

—Mirá vos. Dentro de ciento noventa y ocho años, para el número 152 de Axxón, se va a cumplir un año.

—Le ruego me perdone, ¿me pareció oír Axxoun? Esto es toda una conmoción. Yo era cronista allí, aunque supongo que eso ya lo sabe. ¿Lo envía Lord Bradbury Pitt? ¿O acaso el director de la revista, Sir Edward J. Carlton? ¿Vienen más refuerzos con usted?

—Ehhh...

—Aunque... Un momento... Tal vez es usted un enviado de los malditos jacobinos, que trae la misión de socavar los cimientos históricos de nuestro magno y divino Imperio. O acaso es un emisario de los despreciables perros franceses, que viene a asegurar el fracaso de la liberación de Sudamérica para entregarla luego a Bonaparte. ¿Es así? Le ruego que me conteste.

—Eh... Esteeee...

—No trate de cambiar de tema. ¿Qué hace con ese anotador y ese lápiz?

—Yo... Estoy escribiendo todo esto. Usaría mi grabadora, pero no está inventada.

—Oh. Pero entonces, ¿viene usted a hacer una crónica de los eventos para las generaciones futuras? ¿Por qué no lo dijo antes? Por favor, no olvide mencionar que yo he sido el principal estratega de la reconquista de Good Breathingham, que en estos tiempos aún se llama Buenos Aires. Tal vez Su Majestad me conceda al fin el título de Marqués de Parchment City.

—Anoto, anoto...

—¿Hay algo que quiera preguntarme?

—Sí. ¿Sabe qué hora era cuando empezaron a cañonearnos?

—Hora de rezar.

—Gracias. ¿Y quién es ese petiso gritón tan molesto que anda de un lado a otro?

—Es el general Bob Craufurd. Creo que está molesto conmigo por algo.

—Hum... ¿Tal vez sea porque su estrategia nos dejó encerrados en una iglesia, rodeados de criollos que nos quieren comer crudos a pesar de todos los soldados que terminaron fritos?

—Es posible, no lo descarto. Pero estoy seguro de que se apaciguará cuando conozca mis planes para revertir la situación.

—¿Sí? ¿Cuáles son esos planes?

—Son sencillos. En primer lugar, debo encontrar el poema esotérico que me dio Lord Pitt. ¿No lo ha visto usted? Hace casi tres años que lo busco.

—No creo. ¿Cómo era?

—Esotérico.

—No, me parece que no.

—Es una verdadera contrariedad. He intentado reproducirlo de memoria, pero todo lo que he logrado escribir han sido estos apéndices, notas al final y bibliografía.

—¡Qué coincidencia! Justo lo que me falta para completar este libro que tengo colgado del cuello. Mire, se lo cambio por este poema gauchesco escrito en un lenguaje extraño, que lo tengo repetido.

—Oh, por los bigotes de Henry Morgan, esto es precisamente lo que estaba buscando. Es usted un ángel. ¿Cómo puedo agradecérselo?

—Busque la manera de sacarme entero de acá. Se lo pediría a este reloj, pero conociéndolo, preferiría pedirle a Gengis Khan que me opere de las amígdalas.

—Oh, no se preocupe por eso. Esta misma noche, usted y yo estaremos en casa del alcalde cenando costillas de cerdo en salsa de menta. Sólo debo confirmar mi corazonada de que entre estos centenares de estrofas hay una que invoca un ejército espectral. Y luego, rogar al cielo porque esté de nuestro lado. A ver... "Guapetu Bilboco Bolzi / brevitardis hij'ermanu..."

—Buena suerte.

Hora de temblar, supongo.

 

Ahicito nomás.

Conseguí una corneta y mantuve un interesante diálogo con la gaita.

—¡Al fin alguien que habla mi idioma! —la oí decir—. Hace tanto pero tanto tiempo que no converso con nadie, que casi no me importa que tenga una pronunciación tan espantosa.

Luego me contó su historia. Una historia terrible:

—Yo formaba parte de una expedición que llegó hace siglos a explorar este mundo tan extraño. Bajamos en una región que nos gustó mucho, montañosa y con muchos lagos. Tratamos de hacer contacto con los nativos, unos bípedos a rayas azules muy amantes de la libertad, pero fuimos atacados. Aparentemente, estas criaturas pensaron que sería buena idea masacrarnos y usar nuestros cuerpos disecados como armas sonoras. Yo sobreviví gracias a mi talento para hacerme el muerto. De hecho, era el simulador necrológico oficial de mi tripulación. ¡Pero ya no lo resisto! ¡Ayúdeme, por favor!

Aun estoy asimilando estas revelaciones.

 

Interior. Iglesia. Día.

Otis ha vuelto. Se lo ve abatido.

—¿Sabe qué? Creo que usted tenía razón. Deberíamos buscar algún modo de huir mientras se pueda.

—¿Ah, sí? ¿Qué le hizo cambiar de idea?

—Una conversación que acabo de tener con el general Bob me hace sospechar que no tengo muchas esperanzas si me quedo aquí.

—¿Sí? ¿Qué le dijo?

—Ya sabe, las vaguedades típicas del caso. Cosas del estilo de: "Sir Otis, su táctica de avanzar por la ciudad con las armas descargadas ha dado resultados vergonzosos. En cuanto encuentre una sola bala, lo haré fusilar".

—Un momento... ¿No tienen balas? Entonces, ¿cómo resisten?

—Usamos una estratagema psicológica que yo mismo he ideado. En un tiempo fui aficionado a la guerra psicológica, ¿sabe? Incluso usé esos conocimientos en una serie de cuentos que escribí.

—¿De qué se trata?

—De un imperio galáctico en que unos híbridos de humanos y animales son esclavos...

—Le pregunto por su estratagema.

—Ah, eso. Pues vea, es bien sencillo. Se trata de explotar las expectativas y condicionamientos del oponente. Primero se establece una posición de superioridad apuntándole con el fusil. Eso es muy importante.

—Ajá. ¿Y después?

—Luego se lo mira directo a los ojos y se le grita: "¡Bang!". A lo cual suele ser recomendable añadir la coletilla: "¡Estás muerto!".

—¿Y funciona?

—Debo admitir que los resultados no son los que yo esperaba. Tal vez debería usar psicología inversa.

—Empiezo a entender. A ver, ¿no había una bala por algún lado?

—Ya la buscará luego. ¿Qué hace con esa gaita?

—Discutíamos la manera de salir de aquí.

—¿Y llegaron a alguna conclusión?

—Sí. Dice que tiene un oído muy fino y que notó que a veces sonaba hueco cuando los soldados marchaban por las calles. Yo le dije que debajo de la ciudad hay túneles antiguos, y se nos ocurrió usarlos para escapar.

—Sí, yo también he oído hablar de esos túneles. Pero, ¿pasan por debajo de la iglesia?

—¿Importa eso ahora?

Me dio la razón. Ahora se trataba de levantar una baldosa y ponerse a cavar. Por cierto, será mejor que me una a ellos. Me están mirando feo por estar acá escribiendo mientras ellos se desloman cavando.

 

Posta. Afuera es noche y llueve tanto.

Estamos los tres sucios, agotados y muertos de frío. Pero valió la pena. Luego de caminar horas, primero por los túneles y después a campo traviesa, llegamos a una posta justo a tiempo para guarecernos de la lluvia.

Era el momento de la despedida. Intercambié unas últimas palabras con la gaita a través de la corneta.

—Qué raro. Siempre pensé que las postas estaban en los cruces de caminos.

—Está en un cruce de caminos. Aquí es donde la hiperautopista Hydra-Casiopea intersecta la cronorruta Pleistoceno-Destrucción Lunar. Ya vi a un conocido que me va a llevar de vuelta a mi mundo. A ustedes tampoco les va a resultar muy difícil encontrar alguien que los lleve a su tiempo. Recuerden: si ven gente idílica y monos subterráneos, ya se pasaron.

En efecto, no tardamos en hallar un transportista que iba por esa ruta. Nos indicó que en ese momento llevaba dirección contraria, pero que con mucho gusto nos haría el favor de recogernos a la vuelta. Afortunadamente, dada la naturaleza de aquel cruce, para encontrarlo de vuelta nos bastó con ir a buscarlo a otra mesa.

 

Mi casa. Diciembre de 2004.

¡Al fin! ¡De vuelta en casita! Es un placer estar de regreso, con mi ropa, mi PC, mi cama, mis muebles, mis títeres embalsamados... ¡Y con material como para seis meses de AnaCrónicas!

Durante el viaje de regreso no ocurrió nada digno de mención, si omitimos que, a la altura de 1963, el Otis extratemporal se volvió loco viendo el paisaje histórico y saltó por la ventanilla. ¿Por dónde andará ahora? ¿Será el mismo Otis que yo conocí cuarenta años después? Y las páginas de El Gaucho de los Anillos que traía entonces, ¿serán las mismas que le di yo? Si es así, ¿por qué en todo ese tiempo no parece haber envejecido un solo día? ¿Y por qué no me reconoció? ¿Será que le borraron la memoria? ¿Cuántas preguntas más debo escribir para dar por terminada esta crónica? La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento.

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