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EL FINAL DE LAS PARTESAdam Gai |
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Junté los trocitos, con la habilidad que me caracteriza, armé mi pie derecho y unté con goma de caucho los puntos de unión, afianzando de ese modo mi restauración por un tiempo razonable. El descalabro no fue provocado por un movimiento brusco, la pisadura de un elemento viscoso o el patinazo sobre un piso enjabonado. Ocurría así, como así, intempestivamente. Esta vez fue el pie, pero antes había sido, la cadera, una oreja, el pene, y todavía faltaba lo peor.
Ustedes pueden entender si lo vivieron en carne propia, lo que significa transitar por la vía pública y de pronto percatarse que un pedazo de cuerpo se desprende y se estrella contra el suelo como un vaso haciéndose añicos. Yo aprendí a mantener la serenidad en tales circunstancias, pero no pude evitar que me embargara una sensación dolorosa de ridículo. Por suerte, gozaba de la ventaja que me confiere mi oficio de ceramista para actuar eficazmente en la emergencia.
Si me pongo a pensar un poco, casi no quedaba un miembro de mi cuerpo que no hubiera sufrido una fractura de gravedad. El desprendimiento podía sobrevenir en cualquier sitio y estado, la casa, la calle, despierto o soñando. La consulta a un osteópata en nada había cooperado para consolidar mi anatomía, y sólo sirvió para que él enriqueciera su experiencia y publicara en una revista especializada un artículo apasionante sobre el caso. Tampoco apacigüé mi intranquilidad recurriendo a un sicoanalista, quien, malhumorado por las sustancias que le mancillaban el diván cada vez que se me partía el culo, acabó por interrumpir las sesiones y despedirme, con el pretexto de que yo no colaboraba sino para el cultivo de mi complejo de Edipo. Hallé cierto consuelo en la escasa gente amiga que conocía mi secreto y me miraba con ojos comprensivos cuando yo, en su presencia, debía reparar mis grietas con la ayuda de un martillito, agujas, hilo o una dosis de pegamento, que llevaba siempre conmigo en un bolso.
El sentimiento trágico se oponía a la resignación, pero afortunadamente nunca perdí la cabeza. Un día decidí tomar el toro por las astas, eché una mirada a los cacharros no terminados de mi taller, clausuré la puerta con un candado y me lancé de lleno a estudiar el asunto. Los libros ad hoc me defraudaron, la literatura científica está plagada de inexactitudes, también los intentos de autorreflexión, el pensamiento no dirigido se inclina a las perversiones más insólitas. No me amilané. Ustedes no pueden pintarse el cuadro de las hierbas que engullí, piedritas que froté y energías que consumí. Al borde del desaliento, opté por convencerme de que un cambio de clima y de paisaje favorecería el proceso de cura. Iluso.
Viajé al interior del país y, en una aldea montañosa, alquilé una pieza en un hotelito apartado, que arrendaban una madre con su hija, junto a un arroyo salvaje.
Todas las mañanas, al alba, yo bajaba a la orilla y me sumergía enteramente, anhelando que el agua helada restañara las heridas. La señora mayor atendía la recepción y cocinaba ella sola las tres comidas diarias, en tanto que la hija se encargaba de la limpieza y el orden. La señora vigilaba con curiosidad mis excursiones matinales a través de un ventanal enorme que daba al lugar de mis operaciones acuáticas, barruntando, como me enteré después, que yo sería un buen partido para su bella hija.
Dejaba sobre una roca el bolso con los instrumentos de auxilio y me internaba en la corriente tumultuosa que descendía por la ladera, apretando fuerte los labios, para que no se desprendieran por el temblor. Ella parecía poner la atención sobre mis músculos, y no sobre las costuras. Tuve la suerte de que jamás, desde su puesto, pudo sorprenderme desarmado, y la vez que se me desató el ombligo, nadé estilo pecho, hasta que lo recuperé y lo restablecí en su mundo.
Cuando descubrí que la hija de la hotelera conservaba intacta su virginidad, me enamoré perdidamente de ella. Entonces se me planteó el problema de la fidelidad y perseverancia que exige un matrimonio normal. Cómo reaccionaría mi consorte ante un cuerpo que podía descuajaringarse sin causa ni aviso. La atrocidad del inconveniente alimentaba mis dudas hasta que finalmente la atracción se impuso a la sensatez y cedí a mis deseos, a los de ella y a los de su madre. Sólo Dios fue testigo de mis remordimientos (siempre controlados) y mi esfuerzo por comportarme como si nada malo tuviera que desencadenarse. Transcurrió un tiempo y nuestro enlace pareció haber neutralizado toda amenaza de desgarradura o desliz de mi parte. Mi optimismo duró lo que se le antojó al destino.
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Una noche estival de especiosa humedad, estando acostado con mi mujer, escuché un cric y un crac, supe de inmediato a qué atenerme, me cubrí hasta el cuello con la sábana y me recorrí el cuerpo restante con la pulpa de los dedos. Comprobé que el abdomen y una rodilla se habían precipitado al suelo. Mi media naranja dormitaba y yo me bajé con cuidado de la cama en la total oscuridad. Avanzando a codazos sobre la alfombra y luego debajo del mueble, busqué afanosamente entre los zapatos, zapatillas, chinelas y montoncitos de pelusa, los pedazos segregados. Alcancé al rato el abdomen, pero la maldita rodilla permanecía oculta. De repente, oí la voz de mi mujer, quedé inmóvil. Me di cuenta, con alivio, que ella estaba hablando en sueños. Proseguí la búsqueda. La ansiedad, el nerviosismo me hicieron chocar un par de veces la cabeza con los listones que sostenían el colchón. Por feliz casualidad mi mano se metió accidentalmente en una pantufla y detectó el objeto perseguido. Ahora podía volver a arrodillarme. Extraje del cajoncito de la mesita de luz, el pegamento y adherí las superficies separadas. Me instalé de nuevo en el lecho y me hundí en un sueño de cuerpo entero.
Yo sabía que los vientos favorables no iban a soplar indefinidamente. Abominable había sido la idea de engañar a esta muchachita rubia que se creía casada con un hombre de posición sólida y no con el ser desapegado, que yacía a su lado. Resolví contarle la verdad, al rayar el sol.
No me atreví. Con la excusa de gestionar un crédito en el banco me marché, prometiendo regresar pronto. Vagando por la ciudad me senté en un banco de plaza para leer el periódico. Súbitamente se me volaron las hojas, lo atribuí a una brisa traicionera, pero no, las que se volaron también fueron mis dos manos, que aterrizaron sin estrépito sobre el césped. Era lo peor que podía haberme sucedido. Me agaché y con los dientes alcé una mano tras otra y las deposité sobre el banco. Metí la cabeza en el bolso de primeros auxilios, que nunca dejaba en casa, y con la boca saqué el tubo de la goma de pegar. Fue una odisea desenroscar la tapita. Por la presión interna la masa glutinosa empezó a fluir. Le lamí y pasé la lengua por lo que debían ser mis muñecas. Ajusté las manos a los antebrazos y me puse a secar al sol. El corazón me batía como si quisiera salirse por el pecho. Me sentía rendido, sin rostro para enfrentar los desastres venideros. Me reencontré tocándome las sienes, los brazos, las piernas. Las manos funcionaban.
Pensé en mis cacharros, yo era como uno de los que no habían sido horneados el tiempo requerido. Deambulaba por la vida, apagado y vulnerable. No sé cómo ni por qué, un ímpetu largamente doblegado me llevó a apartarme de la soledad de la plaza. Tomé un ómnibus al centro de la ciudad. Durante el viaje contemplé con asombro las figuras de los otros pasajeros. Hice lo mismo con los que paseaban por las calles, se agolpaban en las paradas o entraban y salían de las ferias. Me interesaban como si fueran de otro planeta, sus gestos, su semblante, sus voces, sus olores. Compré el boleto de regreso. En la estación olvidé adrede el bolso de los primeros auxilios sobre la mesada de los lavabos.
Adam Gai es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires (ciudad donde nació en 1941) y Doctor en Letras por la Universidad Hebrea de Jerusalén (vive allí desde 1972). Enseñó literatura hispanoamericana en la Universidad Hebrea y español en diversas instituciones. Su tesis de licenciatura (UBA, 1970) fue sobre la narrativa de Anderson Imbert (por entonces se llamaba Valentín Gaivironsky) y la doctoral (Universidad Hebrea), sobre la narrativa de Rulfo (1980). Escribió artículos sobre narradores hispanoamericanos como Carpentier, Bianco, Bioy Casares, Borges, Cortázar. También escribió una novela que permanece inédita y una serie de cuentos, algunos de los cuales se han publicando en revistas electrónicas: "A dúo", que fue finalista en el concurso de la revista Axolotl, "Matar a Borges", que apareció en la revista El coloquio de los perros N° 15 y un minicuento en el fanzine cubano Minatura. Es casado; tiene dos hijos y una nieta. Esta es la segunda vez que publicamos material suyo en Axxón, pues ya ha aparecido en el número 171 con "Crónica de una sociedad intermitente".
Este cuento se vincula temáticamente con "COMER CON EL PICO Y BATIR LAS ALAS HASTA QUE HAYA MAQUINAS EN EL CIELO", de Carlos Suchowolski (175).
Axxón 179 - noviembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Transformaciones: Transformaciones del cuerpo: Argentina: Argentino).