Revista Axxón » «Los riesgos de hablar mandarín», Marcelo Difranco - página principal

¡ME GUSTA
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ARGENTINA

Aníbal se sintió tentado de preguntarle al Dr. Hu si ese leve aroma a azafrán y frutas tropicales pertenecía a algún perfume asiático caro, pero se contuvo, más concentrado en el dolor que le producía la luz de la linterna en su pupila derecha que en otra cosa. Trataría de recordarlo, debía preguntar al médico la marca y sobre todo el precio del perfume, ya que tal vez lo consiguiera en el aeropuerto de Shangai en su próximo viaje.

Se secó las lágrimas y se dirigió al escritorio del doctor, quien lo invitaba a sentarse. Por unos segundos lo vio azul, luego verde, finalmente rojo con puntos naranjas hasta que, parpadeando fuertemente, lo estabilizó en un amarillo pálido que se diluía hasta desaparecer.

El Dr. Hu, en silencio, hacía unas rápidas anotaciones en un mandarín nervioso, la pluma quebrando las fibras del papel con un débil rumor, como un festín de polillas hambrientas. Luego levantó la vista y lo observó por unos minutos, hasta que la cara le estalló en una sonrisa que casi le hacía desaparecer los ojos.

—¿Cuánto tiempo hace que se implantó la neurona? —preguntó el médico, en un mandarín transparente y neutro.

Aníbal sacó rápidamente la cuenta de los días:

—Dos meses, aproximadamente.

El Dr. Hu siguió rasgando su block de notas, asintiendo.

—Su mandarín es muy bueno ¿Alguna molestia? ¿Dolores?

—Ninguno.

—¿Como compró la neurona?

—En un remate en Internet. El vendedor fue el nieto de la persona, una mujer bastante mayor, doctora en física, que vivió en Beijing muchos años. Quise comprar el doctorado también, pero aparentemente no estaba a la venta.

Hu buscó un anotador, pasó un par de páginas y se detuvo.

—Bien, Sr. Aníbal, no sé si usted tiene una idea de por qué lo llamamos.

—Más o menos —mintió Aníbal.

—Es muy simple. Desde que comenzó todo esto de los implantes de neuronas, sobre todo esta venta alocada de idiomas y conocimientos, hemos notado algunas anomalías en el funcionamiento de los procesos neurológicos, que estamos intentando corregir —explicó Hu, mientras revisaba su anotador.

Un sudor frío recorrió la espalda de Aníbal. Se preguntó si había invertido sus treinta y cinco mil yuanes americanos en comprarse un tumor.

—¿Qué tipo de anomalía, doctor?

—Nada grave, amigo —lo intentó tranquilizar Hu—. Cosas de forma, como significaciones desplazadas, alteraciones en la percepción, alucinaciones… Le cuento un caso: el otro día entrevistamos una persona que desde que se implantó una neurona de idioma sueco no pudo volver a comer bananas. Otro, en este caso con un implante de inglés, al que la palabra «dreadful» le provocaba incontenibles ataques de risa de más de quince minutos en promedio.

Aníbal se sintió un poco más aliviado, aunque la perspectiva de hacer el ridículo o revelar partes poco amables de su personalidad le resultaba inquietante.

El doctor Hu agitó el anotador, sonriente:

—Hemos diseñado un cuestionario, en colaboración con algunos colegas, con el cual, mediante la investigación de las imágenes que están asociadas a algunas palabras, podemos detectar las anomalías. Es corto y sencillo, pero para que tenga éxito usted debe esforzarse en la descripción detallada de la imagen. Cuanto más precisa la descripción, mejor. ¿Comenzamos?

—De acuerdo.

El doctor Hu se dirigió hacia una camilla y lo invitó a recostarse, cosa que a Aníbal le pareció excesivamente dramática para un cuestionario, hasta que el doctor comenzó a llenar su cabeza de electrodos. Se sintió preocupado e incómodo.

—¿Y eso? —preguntó, algo alarmado.

—Nada. Rutina. ¿Comenzamos?

—Comenzamos.

Hu estuvo un par de minutos en silencio. Hasta que empezó con la lista de palabras en mandarín.

—Banco.

La palabra banco, en la mente de Aníbal, reproducía un edificio gris, de fachada plana con algunos detalles helénicos, y puerta blindada lustrosa y sólida.

—¿Nada más? —interrogó Hu.

—Nada más —dijo Aníbal.

—Vuelva a pensar en el banco. Repítase la palabra Banco… Banco…Banco.

Aníbal volvió a ver aquel triste edificio, gris, excesivamente grande y convencional. De pronto, advirtió que la puerta blindada estaba entreabierta, revelando un pálido reflejo dorado. Sintió curiosidad y cruzó el umbral. En el hall de entrada del banco, una majestuosa estatua de San Jorge y el Dragón, en oro puro, interrumpía el paso a las escaleras.

—Dígame, señor Aníbal: ¿es el dragón una especie de cocodrilo gigante?

—Así es —respondió, intrigado.

—¿Algo más que quiera destacar? —preguntó Hu.

Dejó de contemplar la estatua de San Jorge y se dirigió hacia la calle. Era un día crudo de invierno y nevaba. Frente al banco, un bosque de pinos blanqueados por la nieve. Quiso cruzar la calle, pero chocó inesperadamente contra un transeúnte. «Pardon» dijo, a modo de disculpa.

—Suena francés —dijo Hu, acariciándose el mentón—. ¿Y cómo es esta persona?

—Muy distinguida, muy noble —respondió Aníbal, sin pensar.

—Ajá.

Hu hizo algunas anotaciones, con un gesto de preocupación.

—Creo que hay algún problema en las palabras relacionadas con la economía. Un banco, que es un templo, que es frío, y que nos enfrenta a gente distinguida y noble. No está muy claro, pero hay un aparente problema moral de esta doctora en física con el dinero ¿no cree?

—Si usted lo dice…

—Sigamos.

La siguiente palabra fue «número». Aníbal vio una sucesión de cifras y cifras, operaciones matemáticas, fórmulas incomprensibles sin fin. Pero una sensación de ahogo comenzó a invadirlo.

—Doctor, veo sólo números, pero me siento un poco mareado.

—Espere, ¿mareado?

El malestar se hizo cada vez más insoportable. Le daba arcadas el olor a moho y orina, cada vez más nauseabundo, brotando desde la oscuridad. La humedad se adhería a su piel, llena de escaras y heridas, provocada por las torturas de los soldados del Zar. Quiso huir de ahí, pero el peso de los grilletes en su cuerpo descarnado le impidió moverse. Ciego, en la oscuridad y preso del espanto, sólo pensó en su hermana, violada hasta la muerte por los soldados, los riñones reventados a patadas, la nieve teñida de sangre…. No pudo contener el grito:

—¡¡Natasha!!

A pesar de los calmantes y la amabilidad de las enfermeras, Aníbal siguió sollozando la siguiente media hora. Maldita la hora en que compró esa neurona y maldita la vieja desgraciada. Seguramente, habría miles de personas que hablaban mandarín, personas simples y sanas sin problemas con soldados rusos y dragones. Justo le tenía que tocar una psicópata.

El Dr. Hu, con una sonrisa amable y tranquilizadora, le alcanzó un té.

Ilustración: Valeria Ucelli

—Siento mucho lo sucedido, señor —dijo Hu, ahora en perfecto castellano—. Por hoy ha sido suficiente, no queremos exponerlo a una crisis. Para su tranquilidad, le digo que el problema es perfectamente solucionable. La neurona tenderá a estar más estabilizada en las próximas dos semanas. Por lo pronto, evite las transacciones económicas con gente de China, o en mandarín.

—Gracias, doctor —balbuceó Aníbal.

Adiós viaje a Shangai. Encima, pensó, ni siquiera se acordó de preguntar por el perfume.

«Vieja zorra» pensó Hu, encendiendo la laptop. Estaba bien pensado, pero tampoco era una obra maestra de la criptografía. Era una codificación bien simple.

Empezó por lo más fácil: San Jorge, obvia referencia a Georgetown y el dragón, el Gran Caimán. Una cuenta bancaria con bastante oro.

Las sospechas de que la doctora Benítez estaba vendiendo información secreta habían surgido en el gobierno chino casi al mismo tiempo que el cáncer que finalmente la mató. En algún momento, el propio ministro había dicho que lamentaba no haber podido matarla con sus propias manos, pero que, a fin de cuentas, el cáncer lo había hecho bastante bien.

Hu la comprendía. Casi como él mismo, la doctora había dejado su vida por el trabajo, recolectando migajas.

El nombre del banco estaba un poco más oculto: los pinos nevados, la persona noble, las disculpas en francés… ¿El Royal Bank de Canadá?

En Gran Caimán había una sucursal, así que era probable.

El método de encriptamiento también era de los más tradicionales: el cuadrado de Polibio, que usaban los nihilistas presos en las cárceles del zar. Según el cuadrado, Natasha forma el 33114411432311.

Corrigió el texto final de los dos mails, y los leyó en voz alta. Empezó por el primero:

«Estaba codificado en nivel neuronal. El dinero estaría en el Royal Bank of Canada, sucursal George Town (Gran Caimán). Cuenta número 33114411432311. Información a confirmar».

El segundo mail era mucho más breve:

«No se halló la información a nivel neuronal».

Ahora sí venía lo más difícil. Antes de que el sol se pusiera, Hu decidiría qué mail mandar. Pensándolo bien, al gobierno del pueblo le sobraba dinero.

 

 

Marcelo Difranco nació en Buenos Aires, Argentina, en 1963. Publicó anteriormente «Incidente en la base de lanzamiento de misiles» (Axxón 163) y actualmente es co-conductor del programa radial «Capitanes del Espacio», sobre ciencia ficción y rock progresivo.

Hemos publicado en Axxón: INCIDENTE EN LA BASE DE LANZAMIENTO DE MISILES (163),
EL PREDICADOR (163)

 


Este cuento se vincula temáticamente con PROGRAMA 1014, de Jorge Munnshe, EL PERFORMANCE DE LA MUERTE, de Yoss

 

Axxón 201 – octubre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Memoria : Implantes : Argentino : Argentina).

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