«Las marcas del diablo», Marcos Zocaro
Agregado en 21 enero 2010 por admin in 204, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
I
El Taller literario funcionaba en el decadente Club Libertad y era coordinado por una escritora que ya había publicado cerca de diez libros, un dato más que alentador para un chico de quince años que sueña con convertirse en escritor pero no tiene a nadie que lo guíe en ese arduo proceso.
De los doce aspirantes a cuentistas, novelistas y demás «istas» enfermos por la literatura que conformábamos el Taller (de los cuales yo era el más precoz), Ernesto fue el primero en sobresalir: no por sus dotes narrativas, ni por la barba que le usurpaba la mitad de la cara y la melena que le cubría toda la espalda (algo muy típico en aquella época), sino por el vertiginoso ritmo al que las palabras escapaban de su boca. Fue esa verborragia, ese amor incondicional a no parar de hablar y a emitir una opinión sobre todo, el que lo hizo protagonista del primer incidente.
Un día, mientras la profesora leía un fragmento de una novela de Jean Paul Sartre, de alguna forma que en ese momento no entendí, todo se desmadró. De la mano de Ernesto, y con aportes de Carlos, Tania, León y varios compañeros más, la clase se sumió en una ruidosa discusión sobre la realidad política del país (de la que, para ser sincero, yo sabía muy poco); discusión que para nada se relacionaba con la literatura y que a los pocos segundos de haberse iniciado fue aplacada por la profesora, cuyo rostro se había teñido súbitamente de una preocupación rayana al terror. Fue quizás ese terror el que la llevó, una vez que retornó la calma, a amenazar con expulsar del Taller a todo aquel que osara volver a tocar «esos» temas.
Luego de ese día, Ernesto continuó haciendo gala de su locuacidad, amagando varias veces con reavivar la discusión sobre los temas prohibidos, pero teniendo la precaución de no franquear el límite impuesto por la profesora. Y, contagiados por su energía y sus ganas de participar en clase, todos los demás empezaron a imitarlo. El único que permanecía indiferente era Rafael: de una seriedad conmovedora y un aspecto digno de un evangelista ortodoxo, no abría la boca ni para opinar sobre sus propios textos; hasta de a ratos daba la impresión de que no le gustaba la literatura y que estaba allí sólo por obligación. Yo mismo había logrado vencer mi poderosa timidez y me lanzaba gustoso a preguntarle a la profesora cualquier duda concerniente a mis textos, en especial si se trataba de «El pozo», el cuento sobre el que trabajaba desde el primer día. Y creo que para que esto ocurriera, para que mi timidez fuese cosa del pasado, fue fundamental un gesto que tuvo la profesora una tarde después de clases: imprevistamente se había largado a llover a cántaros, y al ver que mis padres no podían ir a buscarme, ella se ofreció a llevarme en su auto hasta mi casa. En la primera parte del trayecto yo sólo me limitaba a responder escuetamente a sus indagaciones sobre mi vida privada o sobre mis gustos literarios, pero, poco antes de llegar a casa, para mi sorpresa, ya le estaba hablando como si fuese mi mejor amigo. Es más, ella hasta me prometió que un día me llevaría a su casa para enseñarme su «biblioteca». Esto me sirvió, y hasta diría que fue indispensable, para vencer mis miedos y entrar en confianza.
Así, con la participación de todos (o casi todos) y alejado de las antiguas polémicas, en el aula se fue creando un ambiente sumamente agradable para trabajar. Sin embargo, a mediados de mayo, justo a la clase siguiente de que Tania abandonara abruptamente y sin causa aparente el Taller, sentí cómo algo extraño había sucedido y la armonía se había quebrado.
Fiel a mi costumbre, el día en cuestión llegué bastante temprano al Club Libertad. Entré por la puerta principal y, luego de pasar por al lado de la desierta cancha de básquet, subí las escaleras hasta el primer piso. Carlos ya estaba en la puerta del Taller, recostado sobre uno de los sillones del pasillo y abrazando el cuadernito con sus cuentos (verlo en esa posición me hizo recordar a mi abuelo, al que hacía como dos años que no veía porque se había ido a trabajar a Brasil). Me recibió con una sonrisa de oreja a oreja y, con su clásica actitud paternal, me preguntó cómo andaba en el colegio. Y, antes de que empezara a recitarle mi discurso plagado de mentiras, llegó Ernesto y me ahorró el esfuerzo. Me paré para saludarlo pero él me esquivó y entró directamente al aula. Siempre nos habíamos llevado bien, éramos compañeros de banco y hasta compartíamos el escritor favorito, por lo que su comportamiento me desconcertó. Al darse cuenta de lo sucedido, Carlos me dijo al oído que Ernesto, seguramente, se había peleado con la novia (pero yo sabía que no tenía ninguna).
A las seis en punto empezó la clase. Sentado a mi lado, Ernesto no me dirigió la palabra ni una vez. Por un momento creí que el problema era conmigo, por algo que yo había dicho o hecho en la última clase, pero rápidamente comprobé que me equivocaba, pues su silencio era indiscriminado y alcanzaba a todos por igual. Es más, por primera vez en lo que iba del año no quiso leer su último cuento breve (o quizás ni siquiera lo había escrito). Y sus ojos estaban huidizos como nunca. Y las mangas del suéter le llegaban hasta la mitad de las palmas de las manos, procurando ocultar las horrendas cicatrices que en uno de sus descuidos alcancé a verle. Eran varios surcos en la piel que rodeaban su muñeca derecha y que parecían no haber cicatrizado del todo; uno al lado del otro, un par incluso se perdía por la parte superior de su antebrazo. Al verlos, un frío polar recorrió mi columna y tuve que reprimir un grito de espanto.
Advirtiendo mi expresión, Ernesto volvió a cubrirse la muñeca con la manga del suéter. Y, antes de que la cosa pasara a mayores, el timbre sonó y Ernesto se perdió entre la marea humana que abandonaba el aula.
Hasta la mañana siguiente no paré de darle vueltas al asunto. Las cicatrices, y justo en esa zona del cuerpo, no hacían otra cosa más que insinuarme un intento de suicidio, tan presente en la literatura como en la vida real. De sólo imaginarme la situación se me erizaba la piel. Pero, para no pensar más en eso, finalmente terminé desechando la idea, y ni siquiera contemplé la posibilidad de preguntarle a Ernesto sobre el tema: jamás me hubiera animado.
Salvo excepciones, el hecho no volvió a sobrevolar mi cabeza hasta dos días después, cuando regresé al Taller y Ernesto (ahora impecablemente afeitado y con el pelo corto, irreconocible) eludió otra vez mi saludo y el de todos los demás: apenas le dedicó un imperceptible cabeceo a la profesora. Y, para acrecentar mi desconcierto, sin excusa alguna cambió su asiento de al lado mío por el que había dejado vacío Tania. Pero, por más distancia que pusiera entre los dos, y por más buzo con mangas abotonadas que usara, yo sabía que allí estaban aquellas desagradables e inquietantes marcas en la piel.
Desalentados por la falta de participación de Ernesto, el resto de mis compañeros y yo también dejamos de intervenir y nos acoplamos al silencio de Rafael; un silencio que la profesora, extrañamente, no se esforzó por romper. Nadie leyó sus cuentos (o poemas en el caso de algunas chicas) ni consultó en privado a la profesora alguna duda sobre los mismos. Simplemente nos concentramos en nuestros textos y corregimos lo que pudimos; y, al final de la clase, tomamos nota de lo que la profesora escribió en el pizarrón. Fue precisamente mientras copiaba, que miré hacia mi izquierda y por accidente (o por alguna estratégica jugada del Destino) volví a ver las lastimaduras: esta vez no estaban sitiando la muñeca de Ernesto, sino que se asomaban tímidamente por la parte posterior del cuello de Carlos. Una incluso le rasguñaba la base del cráneo. Parecían tener vida propia. Disimuladamente, corrí mi silla unos centímetros hacia el costado para conseguir una mejor visión, pero Carlos (quizás sintiendo la presión de mi mirada sobre su cuello) se tiró hacia atrás y sus cicatrices volvieron a la privacidad. Y, en un acto magníficamente coordinado, sonó el timbre.
¿Qué eran aquellas lastimaduras que primero habían atacado a Ernesto y ahora se ensañaban con el cuello (y tal vez con toda la espalda) de Carlos? Y no eran solamente las lastimaduras, también estaba la incomprensible y repentina alteración de las conductas. Si bien Carlos ya se caracterizaba por ser un hombre callado y retraído, en Ernesto los cambios habían sido radicales: no sólo se había afeitado y desecho completamente de su larga cabellera, sino que la locuacidad había sido borrada de su personalidad.
A la noche, mientras cenábamos con mis padres y mi hermana mayor, la duda había crecido y se había diseminado de forma tal en mi interior, que no aguanté más y les conté lo que había visto. A medida que escuchaba mi historia, el rostro de mi papá se iba transformando hasta volverse irreconocible. Llegó a impresionarme tanto que no logré sostenerle la mirada. Por su parte, mi mamá era presa de un espanto no menos shockeante. Y, como si previese lo que sucedería a continuación, mi hermana soltó los cubiertos, bajó la vista, se puso de pie y se fue a su habitación.
Luego de que la última palabra se escabullera por entre mis temblorosos labios, se produjo un silencio infinito, como si mis padres estuvieran procesando la información que les acababa de dar; aunque algo me decía que ambos sabían más que yo. Parecía que su conmoción se debía, no a lo que les estaba contando, sino al hecho de que yo estuviera enterado de «eso». Me estremecí.
Mi padre por fin habló, y cuando lo hizo deseé no haber abierto nunca la boca.
¿Pero quién te creés que sos para meterte en la vida privada de los demás, me querés decir? Ni tu madre ni yo te educamos así gritó y su voz resonó en toda la casa; y después, siempre a los gritos, me volvió a reprimir por haberme inmiscuido en asuntos ajenos y hasta me amenazó con pegarme si hacía otra vez la misma «barbaridad». Y, para coronar la situación, desde su silla mi mamá me clavó la mirada y sentenció:
No vas más al Taller. Se terminó la literatura. Aprenderás a tocar la guitarra o jugarás al fútbol como cualquier chico de tu edad.
Apenas quise replicar algo, o al menos obtener una explicación coherente de semejante actitud, la voz de mi padre casi rompe todos los vidrios.
Cinco minutos más tarde estaba encerrado en mi cuarto, cubierto con la colcha hasta la cabeza y llorando sin parar. A la media hora, coincidiendo con la finalización de mi lloriqueo, alguien tocó la puerta de mi habitación. Pensé que se trataba de mi mamá, que se había arrepentido, pero no, era mi hermana. Se asomó, me miró con una compasión que no hizo más que preocuparme, y, en una voz muy baja y cargada de temor, me advirtió:
Haceles caso, por favor: no vuelvas a ese lugar.
Pero a la semana siguiente, con el pretexto de ir a la casa de un compañero de la escuela para hacer un trabajo, regresé al Taller como si nada hubiera sucedido. Debía desentrañar el significado de aquellas cicatrices, cuya sola mención había alterado tanto a mis padres. Mi interés por la corrección de mis cuentos había sido relegado a un segundo plano. Encima, hacía unos días había desechado «El pozo» y había empezado a escribir «Detrás de la niebla», un relato largo protagonizado por un chico de mi edad que un día se despertaba y descubría que una densa capa de niebla había descendido sobre el pueblo y que todas las personas, incluidos sus familiares, habían desaparecido sin dejar rastros.
Entré al aula justo cuando la profesora informaba, sin entrar en detalles, que Carlos había decidido dejar el Taller. Con él y Tania ya eran dos los que inesperadamente lo abandonaban. No pude evitar sentir cierta intranquilidad. Y, aunque nunca le había visto una sola cicatriz, imaginé el cuerpo de Tania atravesado por innumerables lastimaduras.
A diferencia de Carlos, Ernesto continuaba ocupando estoicamente su banco. Su rostro había empeorado hasta ser el de una persona demacrada y al borde de la rendición. La profesora debía de haberlo advertido, ya que lo observaba constantemente de reojo, con una extraña mezcla de miedo y lástima en su mirada. Sin realizar un análisis muy profundo, podía advertirse que la razón por la cual Ernesto permanecía en el Taller no era la literatura ni las ganas de escribir, sino que había algo detrás, algo que se relacionaba directamente con las heridas, algo que lo obligaba a no bajar los brazos, a no darse por vencido.
La primera mitad de la clase la dediqué a observar atentamente el comportamiento de mis compañeros, así como también sus manos, sus cuellos y cada parte desnuda de sus cuerpos; en especial, me centré en aquellos que tenía más cerca, como Rafael y Federico. Pero, salvo un mayor retraimiento de Federico y la acentuación del mutismo de Rafael, no noté nada fuera de lo normal. Fue recién en la segunda mitad de la clase cuando vi una vez más las lastimaduras: luego de escribir no sé qué cosa en el pizarrón, la profesora tomó asiento y, al hacerlo, una parte de sus delgadas pantorrillas quedaron al descubierto, enseñando varias marcas que recorrían su piel como lombrices hambrientas.
A juzgar por el miedo que desprendían sus ojos, Ernesto también las había visto. Pero él y yo éramos los únicos. Los demás seguían ignorándolo todo, concentrados en sus ficciones, en sus mundos de fantasía.
Los veinte minutos que restaban para el timbre me los pasé concentrado, hipnotizado en esas cicatrices. Y, debido a mi falta de disimulo, al terminar la clase la profesora me detuvo en el pasillo. Sin darle tiempo a que me reprochara nada, le pregunté por las heridas en sus pies. Y a continuación creí sufrir una regresión temporal y estar en mi casa, frente a mis padres, varias noches atrás. «Atrevido», «mocoso», «mal educado» fueron las palabras que predominaron en aquel violento e incomprensible griterío que me tuvo como blanco. Ni las personas de la Secretaría, ni mis compañeros, ni los chicos que jugaban al básquet en el piso de abajo, nadie, absolutamente nadie me libró de aquella tortura. El pasillo estaba desierto y en todo el Club Libertad no se oían otros ruidos que no fuesen los que salían estrepitosamente de la boca de la profesora. Una profesora cuya conducta distaba una enormidad de aquella que, no hacía mucho tiempo, en medio de un diluvio me había llevado en su auto hasta mi casa para que no me mojara.
Después de una eternidad, la profesora por fin se calló. Sus ojos vagaron un momento por las paredes, hasta que volvieron a posarse sobre mí. Y sus labios retomaron el movimiento. Pero no fue un nuevo griterío, sino una simple y calma observación: «Estás expulsado del Taller». Acto seguido, con varias lágrimas agolpándose en sus ojos, entró a la Secretaría y no la vi más. Pero, lamentablemente, eso no fue todo: antes de que terminara de entender lo sucedido, en especial la parte de «Estás expulsado», de la nada apareció Ernesto y, sin preámbulo, me agarró del cogote y me levantó unos centímetros sobre el suelo. Con el rostro más desencajado que el de la profesora, me «avisó» que si me volvía a ver por el Taller, e incluso por el Club, me pegaría una trompada inolvidable.
Al llegar a mi casa me recluí en mi habitación y, con el pretexto de una descompostura, ni siquiera comí. Estuve a punto de hablar con mi mamá y contarle las «novedades», pero eso hubiera empeorado las cosas, ya que yo le había desobedecido y había regresado al Taller. Extrañamente tampoco lloré. Más que haberme asustado o herido, mi insólita expulsión no había hecho otra cosa más que acrecentar mi incertidumbre respecto al significado de las cicatrices.
Esa misma noche tuve un rapto de inspiración y escribí hasta bien entrada la madrugada: «Detrás de la niebla» ya contaba con casi diez carillas. Desde que había empezado con el cuento, tenía bien en claro tanto el principio como cada uno de los hechos que desembocarían en el ya ideado final. Sin embargo, a medida que escribía y la trama avanzaba, la historia se me escapaba de las manos. Surgían personajes que yo jamás había concebido y existían sucesos que ni por casualidad podían haber nacido de mi pluma, pero que estaban ahí, plasmados en el papel. El cuento en su totalidad se me iba haciendo extraño, ajeno. Aun así, no podía abandonarlo.
II
Decidido a hallar respuestas, dos días después fui al Taller. No entré, sino que me escondí detrás de un árbol en la vereda de enfrente y esperé a que mis compañeros abandonaran el Taller y el Club Libertad, lo que sucedió a las siete en punto. Primero salió el inmutable Rafael; y último de todo lo hicieron León, Federico y Ernesto. Yo aguardé a que Ernesto se apartara del resto y lo empecé a seguir. Al final de aquella virtual persecución, tal vez me «enseñara» el motivo de sus contagiosas lastimaduras.
Desde el principio mantuve una distancia prudencial, y en algunas partes del trayecto debí alejarme aún más ya que Ernesto se daba vuelta constantemente, como si sospechara que alguien lo estaba siguiendo. Hasta llegó a implementar una táctica sacada de las novelas de John Le Carré: detenerse frente a la vidriera de un negocio para verificar, a través del reflejo de ésta, si alguien lo escoltaba.
Cuando nos acercábamos al final del viaje, su actitud paranoide se agravó hasta tal punto que creí que había enloquecido. Se ataba los cordones de las zapatillas cada dos segundos; simulaba estar interesado en los cartelitos pegados en los postes de luz sólo para detenerse y poder observar alrededor; le preguntaba la hora a cada persona que pasaba por al lado con el único objetivo de darse vuelta. Ya no sabía qué inventar para asegurarse de que nadie lo siguiera. Encima, con algún oculto propósito que recién varios años más tarde logré desentrañar, procuraba tomar todas las calles en contramano, con los autos viniendo de frente. Hasta llegó a dar, innecesariamente, una vuelta manzana para evitar ir por una calle en el mismo sentido que los vehículos.
Caminó hasta llegar a una casita cuyo frente se escondía, exitosamente, detrás de las crecidas plantas del jardín. Yo me frené en la esquina, en la parada de colectivos, y desde allí vi cómo otros dos chicos de su edad, ambos tan barbudos como la vieja versión de Ernesto, salían a recibirlo. Según me había comentado en una ocasión, él vivía en un edificio.
Una vez asegurado de que ya todos hubieran ingresado a la casa, me acerqué. Desde afuera parecía que la vivienda estaba abandonada. Las plantas alcanzaban un tamaño desproporcionado y algunas incluso surcaban las paredes, acompañando a las numerosas e imponentes rajaduras que allí había. Es más, una de estas rajaduras, enorme, nacía cerca del techo y moría en un charquito del suelo. Ver esa escena me dio cierta impresión, y hasta me hizo recordar la fachada del famoso castillo de Poe. Y temí que fuera a terminar igual.
No sin miedo a ser descubierto y no poder justificar mi presencia en el lugar, salté sigilosamente la parecita de la entrada y me metí en el jardín, buscando algún modo de ver lo que sucedía allí dentro. No fue difícil. La rajadura principal, en un tramo de varios centímetros, tenía una profundidad tal, que me permitió ver parte del interior de la casa.
El lugar no era más prolijo que lo que sugería la fachada. Adornando una de las paredes, además de indescifrables pintadas rojas, había una esmerada caricatura de un anciano barbudo aferrando un libro contra su pecho. Sus ojos, desorbitados, miraban hacia un costado, donde sentados a una larga mesa, todos de espaldas a mí, estaban Ernesto y seis amigos. A Ernesto lo reconocí fácilmente debido al poco pelo que poblaba su nuca, en contraste con las largas cabelleras que lo flanqueaban.
Ubicado en una punta de la mesa había un anciano (de una extraordinaria similitud con el dibujo de la pared) avocado al dictado del texto que sostenía, rígidamente, a la altura de sus ojos; Ernesto y compañía eran los encargados de volcar en una hoja lo que escuchaban. Debido a la distancia, y a la pequeña dimensión del orificio por el cual estaba espiando, no pude discernir lo que dictaba el anciano; sólo oí algunas palabras sueltas, como «pueblo», «libertad», «democracia», o cosas así. Por un instante, luego de descartar la idea de que aquello se trataba de un grupo literario, pensé que era una secta.
Terminado el breve dictado, Ernesto y los demás, incluyendo al anciano, colocaron sus hojas a un costado y, según deduje, empezaron a realizar copias de la misma. Lo hacían a un ritmo frenético, como si el tiempo no les alcanzara para realizar todas las copias necesarias. Al principio creí que era un juego; pero más que un juego aquello parecía un ritual. Es más, en un momento dado, uno de los sujetos dejó de escribir, volteó hacia Ernesto y le preguntó cuándo repartirían los «panfletos»; y, sin levantar la vista de los papeles y delatando una urgencia alarmante, Ernesto respondió: «Lo antes posible».
Posteriormente, el anciano miró a Ernesto y le susurró algo que no logré captar, pero que provocó que todos soltaran sus lápices y prestaran atención. Casi sin demora, Ernesto dijo:
Soy yo el que me arriesgo, nadie más saldrá lastimado.
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Inmediatamente se desató un murmullo generalizado, que Ernesto no tardó en silenciar sentenciando:
Por más peligroso que sea, no me iré de ese lugar. Ahora, por favor, sigamos con lo nuestro.
Ya nadie más habló.
La hilera de barbudos y pelilargos (y Ernesto) estaba de espaldas, indiferente a la transmisión del partido entre Argentina y Perú que se veía en un pequeño televisor, en blanco y negro y sin volumen, apoyado en una mesita contra la pared opuesta. La única persona interesada en el partido era una señora sentada en un sillón de mimbre frente al televisor. Mi pobre visión me impidió ver el marcador, pero a juzgar por la emoción de la señora, que no paraba de sacudir la cabeza mientras que con un pañuelito blanco se secaba las lágrimas que escapaban de sus ojos, sumada a los enérgicos festejos en la tribuna local, supuse que Argentina estaba ganando. Y, aunque jamás me agradó el fútbol, me alegré.
Si bien no llegaba a comprender cabalmente lo que allí sucedía, era obvio que todo se desarrollaba en silencio y en paz (salvo por la breve discusión), por lo que arribé a la conclusión de que las cicatrices a Ernesto no se le habían producido en esa peculiar casita, así que decidí marcharme. Un segundo antes de hacerlo, vi cómo un nene de unos cinco años aparecía en la sala con una pajarera en la mano, se dirigía a la señora y, lamentándose, le decía: «Abuela, abuela, se trabó la puertita y no puedo hacer que la palomita salga». Era una paloma de una blancura hermosa. Al verlo, la señora agarró al nene de la mano, lo tiró hacia ella, lo abrazó y lloró. Argentina había metido un gol.
Me fui.
III
A la semana siguiente volví a la puerta del Club Libertad y utilicé la misma metodología que la vez anterior. Pero ahora seguí a Rafael y a su eterna seriedad.
Nunca le había descubierto ni una mínima lastimadura en su cuerpo, como así también nunca lo había visto intervenir en las repentinas y sórdidas discusiones sobre temáticas sociales que se desataban a espaldas de la profesora. Ni en las clases intervenía; pero eso sí, siempre estaba atento, pendiente de lo que dijera o leyera cada uno de nosotros, y tomaba nota aun cuando no había necesidad de hacerlo. Además, al contrario de muchos de mis compañeros (ex compañeros a esa altura), su comportamiento no había variado en lo más mínimo, como si se esforzara permanentemente en mantener las sospechas alejadas de él. En fin, fue todo esto lo que me hizo sospechar.
Al contrario de Ernesto, Rafael no dejó entrever una personalidad paranoica; no se dio vuelta ni siquiera una vez y mantuvo la cabeza excesivamente levantada, tal vez preocupado por los nubarrones negros que amenazaban con cubrir el cielo. Caminó hasta llegar a la Plaza San Martín, donde giró a la izquierda y continuó con su despreocupada marcha por unas cinco cuadras más, hasta detenerse frente a un negocio con la persiana bajada y una puerta lateral cerrada. Golpeó con la mano unas cinco veces seguidas contra la persiana y unas dos veces más contra la puerta. Sin pausa, como si fuese una especie de contraseña. Yo miraba todo desde el zaguán de un edificio, donde me había escondido para evitar que me descubriese.
Mientras esperaba que le abrieran, quizás por aburrimiento, quizás por impaciencia, o quizás por un súbito brote de paranoia, su cabeza engominada empezó a voltear en todas direcciones, así que yo no tuve otra opción más que dejar de asomarme por la pared. De todas formas, a los pocos segundos oí el rechinar de una puerta abriéndose. Y otro rechinar cuando se cerró. Aguardé unos instantes y a continuación salí de mi posición y fui hasta el lugar. El supuesto negocio no tenía cartel alguno que indicara su nombre o al menos el ramo comercial al que pertenecía; era sólo la cortina bajada y la puerta lateral recién cerrada.
Me acerqué a la cortina y, sin necesidad de apoyar la oreja sobre la misma, pude oír numerosas y extrañas voces; y hasta gritos ahogados. Me dio la sensación de que allí dentro había una decena de personas, o más; aunque por fuera el local parecía abandonado.
Me alejé unos metros, hasta sentarme sobre el capó de un Falcon verde estacionado en la calle, y esperé a que Rafael o algún otro saliera del lugar. Durante los primeros minutos no pasó nada, la puerta ni amagó a abrirse. Pero al cumplirse la media hora de espera se oyeron repentinos alaridos que rasgaron el aire. Me asusté y estuve a punto de escapar, pero mi curiosidad me venció. Y hasta el día de hoy maldigo que esto haya sucedido. Desde ese momento no deseé otra cosa más que borrar aquellas imágenes de mi mente. Hasta en un par de oportunidades intenté, sin éxito, arrancarme los ojos.
Con los latidos del corazón lastimándome el pecho, me fui acercando, muy lentamente, a la puerta. Los gritos recrudecieron. Eran de ultratumba.
Me agaché y puse un ojo sobre el orificio de la cerradura… e inmediatamente salí despedido para atrás. No había logrado ver todo, pero lo que sí había visto era suficiente como para que mi terror fuese indescriptible. Debí haberme ido, correr hacia mis padres y pedirles perdón por haberles desobedecido y luego ir con mi profesora y agradecerle por la expulsión; pero, desgraciadamente, cometí el peor error de mi vida: volví a espiar por la cerradura y a verlo todo con mayor claridad.
El negocio no era tal, sino que se trataba de un enorme galpón en penumbras, repleto de camillas metálicas sobre las que yacían personas desnudas que no paraban de gritar y de llorar y de suplicar, retorciéndose a causa de los aparatitos que les apoyaban sobre sus cuerpos, o de las laceraciones que les provocaban con cadenas, o de las trompadas que les propinaban sin misericordia. Los frágiles cuerpos se movían en convulsiones espasmódicas, como si hubiesen sido poseídos por mil demonios. Era un sufrimiento de proporciones bíblicas. Y lo más escalofriante: los responsables de tremendo calvario no eran humanos, sino gigantescos monstruos verdes, cuyos rostros, similares a un reptil, eran deformados por siniestras sonrisas que acompañaban a cada grito de dolor. Y aquellas miradas, aquellas miradas eran de una frialdad inconcebible…
Mezclado entre estos monstruos, con las manos en los bolsillos, observando la situación con una calma inaudita, imperturbable, se encontraba el mismísimo Rafael, escoltado por otros dos sujetos que parecían ser sus gemelos.
En medio del espanto oí pasos detrás de mí. Volteé y vi a un sacerdote, precedido por un enorme crucifijo, viniendo por la vereda. A medida que se me acercaba le clavaba más y más la mirada, a la vez que intentaba decirle algo, gritarle lo que estaba sucediendo, pero las palabras se rehusaban a salir de mi boca. Y cuando pasó a mi lado, yo estaba tan petrificado que ni siquiera fui capaz de agarrarlo de la sotana para llamar su atención. Y, lamentablemente, el sacerdote tampoco me vio y continuó, inmutable, por donde venía.
Los nubarrones negros habían dejado de ser una amenaza para convertirse en realidad. Los truenos comenzaron a sacudir la noche.
Creí estar atrapado en una pesadilla, pero por más fuerza que hiciera no conseguía despertarme. La única esperanza que me quedaba era que todo fuese parte de mi imaginación. Así que volví a ver por la cerradura. Pero el infierno era real; tan real como los gritos y los llantos y las súplicas… Escapé desesperadamente y corrí, corrí y no dejé de correr hasta llegar a mi casa, donde me encerré en mi cuarto y no salí por varios días. Aún hoy, a más de quince años de los hechos, aquellas tortuosas imágenes siguen retornando sin piedad a mi mente, acosándome, no dejándome dormir, ni respirar, ni vivir. Y, en medio de la tormenta de recuerdos, en especial veo, nítida como ninguna, la última imagen que se estrelló en mis retinas antes de la huida: veo una camilla, veo un rostro bañado en sangre, veo cicatrices multiplicándose, veo una revolución agonizante, veo al pobre de Ernesto.
Marcos Zocaro nació en 1985, en La Plata, provincia de Buenos Aires, Argentina, donde sigue viviendo y estudiando. En el 2008 le publicaron 8 cuentos policiales en el diario HOY de La Plata (dos de ellos recibieron una mención especial), otro cuento en «Colección Negra» (una antología de una editorial platense). Este año también ganó una mención de honor en los premios Junín País y el segundo premio del concurso de cuento del Rotary Club de City Bell.
Hemos publicado en Axxón: PECADOS (192)
Este cuento se vincula temáticamente con EL SÍNDROME DE PINOCHO, de José Miguel Pallarés, LA MUERTE DE MARÍA CALEDONIA SIFUENTES QUINTERO, de José Luis Velarde, LA PLAYA, de Ricardo Curci
Axxón 204 – enero de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Política : Realidad Alterada : Monstruos : Argentina : Argentino).