«La isla de Pierre Marie», Francesc Herrán
Agregado en 31 marzo 2010 por admin in 206, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Hacía tres meses que había llegado allí y no se sentía cansado en absoluto. Por el contrario, lamentaba que sólo pudiera estar allí seis meses. Habría pedido una prolongación de su servicio en la isla, pero, aparte de que tenía pocas posibilidades de conseguirlo, le habrían considerado un tipo raro, en quien no se podía confiar. Le gustaba estar allí, tenía todo lo que necesitaba y, al mismo tiempo, la sensación de depender de sus solas fuerzas. No se aburría, él nunca se había aburrido, siempre tenía algo en quépensar o soñar y, con aquel cielo, aquel aire y aquel mar, era imposible sentirse mal por estar solo ni estar melancólico. Más bien al contrario, era antes de ir allí cuando se había sentido melancólico algunas veces.
Le embriagaba estar en la isla. El mar agitado e infinito, el cielo oscuro, la brisa del norte y las rocas, promontorios y acantilados de aquella isla le producían una embriaguez salvaje. A veces sentía que algo inmensamente grande y poderoso venía desde el lejano norte hacia él, que le esperaba trémulo de admiración y de gozo para unírsele y recorrer los aires y los cielos eternamente con él.
Ocupar un puesto de observación como aquél le había gustado desde que oyó hablar de ello. El trabajo era escaso y el equipamiento de la isla no requería de demasiados cuidados. Tenía un programa propio, que cumplía siempre con exactitud, pues la disciplina siempre le había dado fuerza. Tenía que llamar por la mañana y por la noche a la base y dar la novedad, que siempre era la misma. Por la mañana, su programa consistía en desayunar, hacer las anotaciones meteorológicas y, después, salir y vagar por la isla, escalando todo lo escalable, y bañarse antes de almorzar, a pesar de la frialdad del agua. Esto último era lo que se disponía a hacer Pierre Marie aquel día cuando tuvo la desagradable sorpresa de ver una embarcación de poco calado, apenas una barca, que se acercaba a la isla.
Lo primero que pensó mientras corría fue que ya no podría hacer lo que hacía habitualmente y eso le produjo un gran disgusto. Entró en el «búnker», como llamaba a la estación porque estaba hecha de hormigón, aunque, en realidad, era un blocao, pues no era subterránea, y se puso en contacto con la base, informándoles. Después, cogió su fusil de asalto y marchó al punto de la isla desde el que los había visto y donde suponía que desembarcarían. Efectivamente, cuando llegó, vio que estaban a unos doscientos metros de la playa. Pierre Marie se ocultó y esperó.
El bote estaba ocupado por ocho personas, cinco hombres y tres mujeres. Después de que desembarcaran, Pierre Marie esperó a que se acercaran. Salió de improviso y les encañonó. Se asustaron bastante, pero, cuando comprobaron que era un militar, parecieron tranquilizarse un tanto. Hablaban una lengua desconocida para él, por lo que no se entendieron. Los condujo al «búnker» indicándoles el camino con su fusil y los encerró en una estancia que no usaba. Después volvió a llamar para informar. Esperaba que no le pedirían explicaciones por no haber llamado antes, aunque el radar los había localizado mucho antes de que él los viera, mas él no estaba allí para ver la pantalla. Enviarían un helicóptero para recogerlos. Él no tenía que hacer nada más.
Después de hacer la transmisión, llenó una taza de café, encendió un cigarrillo y se sentó en su butaca. Fumaba dos o tres cigarrillos al día. Le gustaba mucho tomar café, sobre todo, a media tarde. Por la mañana, lo preparaba en la cafetera y lo guardaba en un termo para no tener que volver a calentarlo.
Pensó en los prisioneros con cierta compasión. La estancia en que los había encerrado no era muy grande para su número. Allí, encerrados tras una puerta de acero, no le causarían ningún problema. Se había dado prisa en encerrarlos a causa de su número, que lo había hecho sentirse intranquilo, sobre todo, cuando entraron, a causa de lo reducido del espacio en el «búnker». Parecían gente normal, a pesar de sus ropas, sucias y desgastadas, manchadas por la sal marina, aunque mostraban haber sufrido grandes privaciones, y estaban claramente extenuados. Sintió algo de remordimiento. Si hubieran hablado la misma lengua, quizá les habría preguntado si necesitaban beber o comer. Ahora, Pierre Marie pensaba que tendría que haberlo hecho de todos modos. Pensó que prepararía más café y se lo ofrecería.
Era eso en lo que pensaba cuando oyó un rumor sordo afuera que le puso en tensión. Aquel ruido lo había hecho alguien. En aquella isla, no podía haber otra posibilidad. Pierre Marie se disponía a coger su arma y salir a investigar cuando todo el «búnker» empezó a resonar horrendamente. Una infinidad de golpes caían sobre las paredes y la puerta produciendo un horrible estrépito. Corrió hacia una de las troneras para ver lo que pasaba, que no podía explicarse, y trató de ver a través de la rejilla. Un tremendo golpe sobre ésta, seguido por otros, lo hizo apartarse bruscamente. Cerró la ventana de acero y vio surgir fuego por otra rejilla, a la que seguramente aplicaban una antorcha. Cerró también aquella abertura y las demás. Después, corrió a por su fusil, lo cargó y lo montó. También se puso su pistola al cinto. Corrió hacia la estancia donde había encerrado a los prisioneros, abrió la puerta y les lanzó una mirada. Todos estaban de pie con una expresión de terror en su rostro. Pierre Marie observó que también ellos habían cerrado la única tronera. Sin decirles nada, cerró la puerta y puso el cerrojo. Después cayó en la cuenta de que su terror parecía excesivo y aquello le hizo pensar que ellos sabían algo de lo que estaba pasando y se propuso preguntárselo después.
Un grupo numeroso estaba fuera golpeando el exterior del blocao, tanto las paredes como la puerta y las ventanas. Por el sonido de sus golpes, debían de estar dándolos con objetos metálicos. Pierre Marie imaginó que cada uno de los de fuera golpeaba con uno. Los golpes propinados contra la puerta los estaban dando tres de ellos. No empleaban ningún tipo de ariete ni golpeaban con instrumentos de cabeza gruesa, como mazos, picos o martillos. Parecían estar utilizando el extremo de simples barras o tubos metálicos —llegó a pegar el oído a la pared, a pesar del dolor que sabía le produciría, para distinguirlo mejor —. No estaban empleando nada que permitiera atravesar una pared ni derribar una puerta metálica. A este respecto, de todos modos, podía estar tranquilo, las paredes eran de grueso hormigón armado, la puerta era de acero y su hoja tenía cerca de medio palmo de grosor y las troneras, aparte de ser demasiado estrechas para que pudiera pasar nadie a través de ellas, estaban protegidas también por planchas de acero. Sólo con explosivos o máquinas podía derribarse la puerta o atravesar las paredes. Pero Pierre Marie no creía que fuera eso lo que estaban intentando, sólo golpeaban por golpear, por pura rabia, rabia por no poder atraparlo a él.
Del exterior no se oía ninguna voz, parecía que se limitaban a golpear con furia. Debían dolerles las manos. No podía saber si realmente era así, si no estaban preparando explosivos para aplicarlos a la puerta. Pero Pierre Marie estaba seguro de que sólo golpeaban y de que aquello era lo único que iban a hacer. Al menos por el momento. ¿Si hubieran podido utilizar otros medios, para qué iban a estar dando golpes? Se dirigió hacia su emisor de radio para llamar a la base. Debía haberlo hecho antes, pero la impresión producida por aquel demencial ataque lo había hecho reaccionar de otra manera. Pierre Marie se dijo que no debía preocuparse. No podrían entrar y los helicópteros trayendo infantes de marina llegarían pronto para que éstos se encargaran de aquellos animales. Entonces Pierre Marie oyó golpes arriba. Estaban rompiendo las antenas. Siguió tratando de enviar el mensaje, pero era inútil, ya habían destrozado la antena de la radio. El ruido y el grosor del hormigón le habían impedido oír los pasos de los que lo habían hecho.
La destrucción de la antena parecía una acción inteligente, pero quizá no lo fuera. Pierre Marie estaba seguro de que no la habían roto para impedirle pedir ayuda, sino por romper todo lo que pudieran. Habían roto todo lo que estaba en el exterior. Comenzaron a sonar golpes contra el hormigón también arriba. Golpeaban justo sobre el lugar en que estaba él. Durante todo el tiempo que duró aquello, fue así. Sabían el lugar en que estaba, por mucho que se moviera, y golpeaban sobre ese lugar, no sólo los que estaban arriba, que calculó que serían cinco o seis, sino también los otros, que golpeaban más y más fuerte en el punto de la pared más próximo a él.
Ahora a él no le quedaba nada por hacer. Por muchos golpes que dieran, no iban a entrar, el hormigón y el acero se lo impedían. No había podido informar de lo que pasaba, pero lo había hecho antes acerca de los prisioneros y habrían enviado dos helicópteros para recogerlos. Pero, en aquel instante, cayó en la cuenta de que por la madrugada había observado signos de mal tiempo. Si éste no se alejaba, no se podría volar ni navegar. Hasta que no llegara el momento de llamar a la base, por la noche, no sabrían que ocurría algo. Bastaban un cielo nublado y una mar picada para dejarlo aislado. Hasta entonces, eso no le había importado. El mal tiempo era corriente en aquella parte del Océano. Podía estar mucho tiempo allí con aquellos seres golpeando el «búnker» como posesos. Se dijo que podía soportarlo, que tenía que controlar la presión. Pero el infernal sonido de aquellos golpes no era lo peor, aunque su cabeza empezara a parecerle que iba a estallar:era la inmensa furia que revelaban. Debían de estar pegando con todas sus fuerzas, sin objeto alguno, por pura rabia, a no ser que quisieran hacerle perder los nervios. Pero el instinto le decía a Pierre Marie que no era así, que no había ninguna inteligencia en lo que hacían.
A aquel ritmo, pronto se cansarían. A no ser que se turnaran. Pero Pierre Marie no creía que hubieran más de los que estaban golpeando. Ninguno de aquellos animales habría podido resistir el impulso de hacer lo que estaba haciendo. Nadie que estuviera con ellos podía ser diferente de ellos. Pensar eso le hizo recordar a los prisioneros. Los golpes eran tremendos y podía advertir que pegaban muy deprisa. Pierre Marie empezó a dudar que fueran a parar. Pensar eso habría sido lo normal en cualquier circunstancia, pero aquellos seres cada vez le parecían a Pierre Marie menos humanos. Quizá no estuvieran sujetos a las limitaciones de los seres humanos. «Si se concentraran todos en un solo punto, empleando la punta para picar con sus hierros, tal vez llegaran a abrir un boquete», llegó a pensar, «pero entonces los acribillaría». Desechó enseguida aquel pensamiento: aquello era una verdadera casamata, no podía abrirse un boquete en el hormigón de sus muros de aquella manera y, si lo hacían, sería mejor porque podría dispararles. Quizá ellos lo supieran, que no podrían entrar porque él no les dejaría. Pierre Marie se preguntó, sin embargo, si ellos sabrían que él estaba armado. Aunque le parecía que eran capaces de no importarles que lo estuviera. Pensó después que lo estaban llamando. Lo llamaban para que saliera, por eso golpeaban. La verdad era que Pierre Marie pensaba que podía hacerlo, abrir la puerta y dispararles. El cargador de su fusil automático tenía veinte cartuchos, el de su pistola, once, probablemente, era suficiente para todos, siempre que no fallara ningún tiro; tenía más cargadores, pero intuía que si estaba frente a aquellos seres no lo dejarían recargar. Pero también tenía tres granadas. Se suponía que no debía tenerlas, no se las habían dado, las había llevado por su cuenta. Podía abrir la puerta de repente, arrojar una y después dispararles.
Pierre Marie se sentó. Se daba cuenta de que tenía miedo, aunque creía que aquel miedo no era racional. No temía enfrentarse a aquellos animales. No creía que pudieran llegar a hacerle nada y, aunque pudieran, no era eso lo que le daba miedo. Pierre Marie estaba seguro de que no tenía miedo de la muerte. Era algo diferente, que no se debía a la amenaza inmediata que pesaba sobre él. Le horrorizaba la furia antinatural de sus enemigos, lo que, para él, era su absoluta inhumanidad. Era esa inhumanidad lo que despertaba en él un miedo profundo, primigenio. Aquella gente quería llegar hasta él y matarlo. Querían entrar para golpearlo con sus hierros. No podían porque las paredes de hormigón se lo impedían, pero no podían detenerse y golpeaban las paredes del «búnker» porque era lo más cerca que podían llegar de él. Estaban tratando de golpearlo a él. El «búnker» se interponía entre él y los golpes, sus muros los paraban, sencillamente, no estaban tratando de derribarlo ni hacían aquello para producir ruido. Si las paredes hubieran desaparecido, no habría habido para ellos ningún cambio, sólo habrían avanzado y seguido golpeando, esta vez, sobre él. Su furia debía de ser inmensa. Tan terrible, que tenían que golpear de todos modos, aunque no le alcanzaran. «Están pegando sobre mí; sus golpes caen sobre mí, sólo que algo los detiene. Es como si me pegaran a mí. Son los golpes que me daráin a mí si pudieran, por eso no pueden parar, por eso golpean con tanta furia», se decía Pierre Marie.
Tan formidable odio dirigido hacia él era insoportable. Pierre Marie sentía que podía hacerlo enloquecer si no controlaba el horror que le producía impidiendo al miedo y a la ira desbordarse. No tenía que perder el control. Se dijo que él estaba seguro, completamente seguro: mientras siguieran así, no podrían hacerle nada. Lo único que le molestaba era el ruido y éste acabaría por cesar; fueran lo que fueran, aquellos tipos tenían un cuerpo físico y éste tenía que agotar sus fuerzas. Pensó en ponerse unos auriculares para amortiguar el ruido porque el estruendo, a pesar de la capa de hormigón, era insoportable, pero no se atrevía por si dejaba de oír algún nuevo sonido que le avisara que estaban haciendo algo más.
Aquellos seres parecían poseídos por un rencor frenético hacia él. Lo que hacían era de una infinita locura. Querían hacerle pagar por algo por lo que deseaban destrozarlo por encima de todo. Parecían tener una necesidad sofocante de hacerlo. Les impulsaba la locura; pero, además, en aquello, había algo absolutamente inhumano, primigenio. Los de fuera eran seres primitivos, su furia era puramente animal. Su anormalidad le daba asco tanto como lo espantaba.
Miró la hora. Vio asombrado que sólo habían pasado treinta minutos desde que aquella locura había empezado. Comprendió cuán larga se le haría la espera antes de que llegara ayuda. Su cabeza estaba a punto de estallar y aquel pensamiento le encendió en ira. No podía estar sentado; recorría el «búnker» fusil en mano —no había soltado el fusil desde que aquello había comenzado —, acercando la cabeza a las paredes, auscultándolas, arrimándose a la puerta y a las troneras, a pesar de que el choque del metal contra el metal era ensordecedor. Sintió un instante el deseo de salir a combatir, para estar al aire libre y no encerrado en aquella atmósfera que le resultaba sofocante. Pensó en las tres granadas guardadas en el cajón de su cómoda de metal. Pero lo mejor, se dijo, era permanecer allí y esperar. Era lo que le daba mayores probabilidades de sobrevivir, aunque le pareciera humillante estar allí encerrado, como escondido, en lugar de enfrentarse con sus armas a aquellos animales sin cerebro armados sólo con tuberías. Entonces, pensó en los prisioneros. Los agresores habían llegado inmediatamente después que ellos, pensaba. Los habían seguido. Debían saber quiénes o qué eran. Seguramente, los perseguían, aunque Pierre Marie estaba seguro de que no trataban de asaltar el «búnker» por ellos, sino para acabar con él. Su objetivo prioritario había cambiado al saber que él estaba allí. Fue a la estancia donde estaban los prisioneros, abrió la puerta y les apuntó con el fusil. Sin entrar, empezó a gritarles. Una furia que no había esperado sentir se apoderó de él:
—¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Qué tenéis que ver con ellos? —Gritaba mientras les apuntaba moviendo el fusil, adelantándolo hacia ellos.
Los prisioneros estaban aterrorizados. Algunos empezaron a hablarle chillando. Otros lo miraban con los ojos muy abiertos, clavando los ojos alternativamente en la punta del cañón del fusil y en su rostro. No entendía lo que decían y eso lo exasperaba aún más. Por los gestos de los que hablaban, entendió que negaban tener nada que ver con los atacantes del «búnker». Pierre Marie sabía que mentían, no era posible que la llegada de los dos grupos a la isla al mismo tiempo fuera casualidad.
—¡Mentira! ¡Estáis mintiendo! —gritó, lleno de ira, y empezó a apuntar con el fusil a cada uno, pasando de uno a otro aleatoriamente.
Todos empezaron a hacer desesperados gestos de súplica, diciendo lo que a Pierre Marie le parecía que debía ser «no»en su lengua, moviendo la cabeza y las manos a derecha e izquierda o interponiendo la palma abierta de sus manos entre ellos y el arma. Una mujer se puso de rodillas. Pierre Marie pensó en aquel momento que tenía que dispararles si seguían negando. Entonces, otra mujer dejó de suplicar y se adelantó hacia él. La mujer se puso a asentir con la cabeza y con su brazo izquierdo hizo el gesto de que la seguían, describiendo un arco desde atrás y señalándose con el dedo con gesto convulso. Después, hizo el gesto de agarrar con las dos manos, apretando mucho los puños, y, tras éste, los de retorcer, golpear, desgarrar y destrozar con las manos. Los demás callaron y se quedaron inmóviles. Pierre Marie había comprendido perfectamente. Aquellos seres los habían perseguido para acabar con ellos. Desvió un poco el cañón del arma y los miró un instante en silencio. En lo que a ellos respectaba, se había calmado. Era inútil preguntarles por qué querían matarlos porque no los entendería. Aquello era lo máximo que podía sacar de ellos. Cerró la puerta y se fue.
Pero la ira de Pierre Marie no había terminado. Corrió hacia una de las troneras, abrió la ventana, abrió después la persiana de acero, introdujo el cañón del fusil entre dos de las hojas y disparó. Cuando lo hizo, vio al otro lado un bulto, que identificó como una cabeza, aunque no pudo distinguirla, que desapareció súbitamente tras el disparo, como si éste la hubiera proyectado hacia atrás. Tal como esperaba, le había dado, lo que le produjo una feroz satisfacción. Bajó la persiana y cerró la tronera y, después, corrió hacia la otra para disparar también a través de ella. Pero, esta vez, ya no vio nada al otro lado. Cerró la tronera pensando con satisfacción que los golpes habían cesado unos instantes tras su primer disparo. El segundo no había conseguido el mismo efecto. Ahora, aquellos seres ya no se pondrían delante de las troneras. Así pues, eran capaces de reaccionar a lo que pasaba. No eran sólo capaces de seguir ciegamente su bestial impulso de golpear donde él estaba. Pero Pierre Marie ya no podría hacer nada más contra ellos a no ser que saliera para matarlos. Eso era lo que deseaba en aquel momento porque su rabia no dejaba de crecer. Trató de sentarse, pero no pudo permanecer allí quieto. Se levantó inmediatamente y empezó a recorrer el «búnker» de un lado a otro mientras seguían los golpes. Reventaba de odio; estaba poseído por una rabia ardiente, devoradora. El odio que sentía en los de fuera producía en Pierre Marie una furia incontenible. Era algo tan inexplicable, tan injusto, tan inmotivado, que experimentaba una necesidad sofocante de venganza. Hablaba en voz alta. Aquello era inconcebible. ¿Qué les pasaba a aquellos locos? ¿Qué derecho tenían a hacerle aquello? Él no les había hecho nada. Acabaría con ellos. Quería matarlos, destrozarlos, aplastarlos. No aguantaría aquello. No permitiría más que le hicieran aquello.
Durante un instante, Pierre Marie sintió el impulso de coger sus granadas, abrir la puerta y precipitarse afuera para matar a sus enemigos, pero se contuvo. Pensó que aquello era un error. Lo más inteligente y lo más seguro era esperar a que llegaran los infantes de marina a socorrerlo. Ellos pondrían fin a aquello sin ningún problema y sin riesgo ni para él ni para ellos. No tenía sentido arriesgarse. Quizá tardaran en llegar y aquellos animales hicieran algo verdaderamente peligroso, que les permitiera entrar, pero sería cuando eso ocurriera que él tendría que actuar, no ahora, cuando no sabía lo que iba a ocurrir y lo más probable era que todo se resolviera bien para él. Mientras ésta fuera la probabilidad más segura, él debía permanecer allí dentro. Pero es que los nervios estaban a punto de estallarle. Sentía aquel horroroso ruido en todo su cuerpo. Pierre Marie se dijo que no debía perder el control. Tenía que luchar contra aquello. Aquellos cerdos no iban a volverlo loco. Sería indigno de él y de su condición de soldado que lo hicieran. Era su deber mantener la serenidad y hacer lo más adecuado en el cumplimiento de su misión. Él era un soldado y no podía perder la cabeza. Se había preparado para situaciones peores que aquélla. Estaba quedando verdaderamente mal. Su deber en aquel momento era la paciencia. Cualquiera que fuera la situación, él debía mantener la cabeza fría. No podía derrumbarse ante la presión. Saldría a combatir sólo si era absolutamente necesario.
Pensando así, Pierre Marie se calmó todo lo que podía calmarse en aquellas circunstancias. Pensó que tenía que dar de comer y de beber a los prisioneros y sintió remordimiento por no haberlo hecho, a pesar de la poca simpatía que le inspiraban, pues para él eran intrusos, aun si no eran los responsables de lo que ocurría. Con lo que estaba pasando, no tendrían muchas ganas de comer, pero, si tenían sed, beberían si les daba de beber. Cuando entró, observó el alivio que les causaba saber que era a eso a lo que había venido. Una de las mujeres se atrevió a decirle tímidamente una palabra que, aun sin entenderla, no le costó identificar como gracias. Se fijó en ellos después de que bebieran. Comprobó que el miedo los carcomía, el miedo a los de fuera. El miedo parecía haberlos desgastado, reduciéndolos a desechos humanos sin fuerza de ninguna clase. Eso era lo que le parecían, con su forma vacilante de moverse. Sintió compasión por ellos. Pierre Marie no sabía quiénes eran ni lo que eran y no podía confiar en ellos, pero se sintió identificado con ellos en aquel instante. Habían llegado allí huyendo de aquellas bestias desde Dios sabía cuánto tiempo y, cuando estaban cerca de ser alcanzados en medio del mar, donde no hay dónde esconderse, habían visto aquella isla y habían desembarcado en ella porque era su única esperanza de hallar refugio. Y él sólo podía proporcionarles aquél, donde permanecían encerrados esperando a que entraran sus enemigos. Pierre Marie se dirigió a ellos, esperando que comprendieran lo que decía por el tono.
—No tengais miedo. No entrarán aquí. Antes los mataré. Tengo armas, granadas y bastantes municiones. Puedo acabar con ellos si no llega la ayuda a tiempo.
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Y Pierre Marie creyó lo que decía.
Pasó un rato. Todo seguía igual. Los golpes seguían sonando, pero a Pierre Marie ya no le resultaban tan insoportables. El grosor del hormigón armado del «búnker» los amortiguaba bastante, en realidad. Había sido su estado mental, pensaba, el que había hecho que fueran tan molestos para él. Sentado en una silla en el centro de la sala con el fusil sobre las rodillas, Pierre Marie recorría con los ojos las paredes y la puerta, vigilando. No creía que los golpes sonaran menos fuertes, a pesar del tiempo que llevaban dándolos. A Pierre Marie, la anormalidad de tal hecho ya no le asombraba. Los golpes no pararían nunca. ¿Por qué ibana parar? No había ninguna razón para que lo hicieran. «¡Clanc, clanc, clanc!», repetía para sí mismo con sarcasmo, imitando los golpes. Incluso los acompañó golpeando con los nudillos sobre la mesa: ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Pierre Marie ya no recorría el búnker para ver si captaba algo que le descubriera las intenciones de sus enemigos. Debía haberlo hecho. De hecho, era su deber hacerlo y no sólo para consigo mismo. Pierre Marie no sentía deseos de levantarse de la silla. De todos modos, se decía, sabía muy bien dónde estaban aquellos cerdos: donde estaba él. Allí donde él estuviera, allí estarían ellos, sin hacer otra cosa que dar golpes. Los golpes lo seguirían a lo largo del «búnker». Mejor ahorrarse aquello. Ya llegarían en su ayuda y acabarían con ellos. Él sólo tenía que esperar.
Repentinamente, sin nada que lo anunciara, los golpes cesaron. Pierre Marie se levantó de un salto, dio un par de pasos y quitó el seguro de su fusil de modo reflejo. Se esforzó por escuchar y recorrió frenéticamente las paredes con la vista. Fuera, no se oía nada. Pierre Marie no creía que hubiesen parado por cansancio o por la conciencia de la inutilidad de sus esfuerzos. Habían parado porque estaban preparando algo, algo mucho peor, aunque no podía imaginar qué. Sabía que no tenían explosivos ni nada con lo que derribar la puerta, si no, incluso aquellos seres sin inteligencia habrían intentado hacerlo. No entendía qué cambio se había producido para que intentaran otra cosa y eso le producía miedo. Comprobó su fusil otra vez. La ansiedad empezó a hacérsele insoportable. A pesar de lo que pensaba, se sentía indefenso. No tenía donde cubrirse allí dentro y no podía ver lo que había a su alrededor. Nunca había creído que el blocao fuera algo que pudiera impedirle protegerse, pero ahora descubría que así era. Si tenían un medio para penetrar las paredes del «búnker», no tenía manera de ver por dónde iban a hacerlo. Empezó a recorrer el «búnker». Pensó en ir a ver la cámara donde estaban los prisioneros. También por allí podían intentar entrar. Pero cambió de idea. Se dirigió a la pared de en medio. Ella le serviría de protección, al menos, por un lado. No apartó la vista de la puerta y las troneras.
Oyó débilmente lo que le pareció un chisporroteo. Era el primer sonido exterior que oía desde que había empezado aquello aparte de los golpes. Durante unos instantes, trató de imaginarse qué podía significar aquel sonido. Finalmente, se le ocurrió lo que podía ser. Se acercó a la puerta y apoyó la mano en ella. Estaba muy caliente. Con el acero de las troneras, pasaba lo mismo. Puso la mano en la pared de hormigón del «búnker». Estaba levemente caliente. Pierre Marie sintió que la temperatura allí dentro había aumentado. Habían prendido fuego al exterior del «búnker». Pierre Marie se imaginó la construcción envuelta en llamas, como una bola de fuego. De alguna manera, aquellos seres habían percibido que podían hacer algo más positivo para conseguir lo que querían que dar golpes sobre una pared de hormigón armado. Debían de haber utilizado algún tipo de fuel, quizá combustible para barcos, que tarda mucho en apagarse. El hormigón podía resistir el fuego. Aquel blocao era una auténtica fortaleza, la puerta y las troneras se cerraban herméticamente, la entrada de aire estaba protegida y tenía filtros para depurar el aire de cualquier contaminación química y bacteriológica. Pero el fuego y el humo podían bloquear la entrada de oxígeno y el interior era reducido. No tenía otra opción que salir. Ahora, que había llegado el momento de enfrentarse a ellos, Pierre Marie no tenía miedo. Tenía muchas posibilidades. Confiaba en que sus armas le permitirían abrirse paso entre ellos. Después subiría a un lugar alto y los mataría a todos cuando intentaran subir tras él. Creía que podía matarlos a todos.
Pierre Marie cogió sus tres granadas, comprobó su pistola y se guardó los cargadores restantes del fusil y de la pistola en los bolsillos. Desechó ponerse guantes para abrir la puerta por si le estorbaban para usar las armas y optó por coger dos trapos. Después, fue a abrirles la puerta a los prisioneros. Antes de llegar, éstos comenzaron a dar desesperados golpes en ella. Se habían dado cuenta de lo que ocurría. Pierre Marie les abrió. Estaban apiñados ante la puerta, pero no se precipitaron a través de ella cuando abrió. No se atrevieron. Trataron de hablarle, pero él dio media vuelta y se dirigió a la salida. Cuando llegó a la puerta de acero, se volvió y vio a los prisioneros al otro lado de la estancia. Con un gesto, los hizo detenerse. No los quería cerca. Sacó una granada y quitó el seguro, pero sujetó la espoleta para impedir que saltara. Sirviéndose de los trapos, hizo girar la manivela de la puerta y la abrió de un tirón. Una vaharada de aire caliente, junto con humo y llamas, entró cuando lo hizo sin que éstas llegaran a alcanzarle, pero cesó enseguida. Tal como había esperado, el hueco de la puerta estaba libre de llamas. Estas sólo se agitaban en el marco. Pierre Marie dejó saltar la espoleta de la granada y la tiró afuera. Se puso a un lado de la puerta y esperó a que estallara. Cuando lo hizo, ignorando cómo le había ensordecido el estruendo, saltó afuera sin vacilar, a través de las llamas. Salió disparando ráfagas delante y a los lados sin parar de correr y vio fugazmente caer unos bultos no muy parecidos a figuras humanas, aunque Pierre Marie sabía que lo eran.
Pierre Marie llevaba recorridos unos quince metros cuando se volvió y vio a una gran cantidad de gente alrededor del «búnker» que corría en pos de él. El «búnker» estaba en llamas. Pierre Marie vio también a los prisioneros asomados a la puerta. Siguió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas, pero la distancia que le separaba de sus perseguidores no era lo bastante larga. Éstos habían formado un grupo compacto y corrían tras él con sus hierros en alto. Eran más de los que él había pensado. Pierre Marie corría hacia una parte de la isla donde había altas formaciones rocosas, a lo alto de una de las cuales esperaba subir para disparar con seguridad sobre sus enemigos. Antes de llegar allí, no tenía ningún sitio donde refugiarse. Sacó la otra granada, le quitó el seguro, se detuvo, hizo saltar la espoleta y la lanzó sobre el grupo. Lamentaba que fuera una granada ofensiva, sin metralla, pero eso le permitía lanzarla desde tan cerca. Tras la explosión, disparó a través del humo y volvió a emprender la carrera sin esperar a ver los efectos de lo que había hecho. Al cabo de unos momentos, miró atrás. Sus perseguidores seguían tras él. Pierre Marie trataba de adaptarse a los desniveles del terreno y de sortear los obstáculos que encontraba en su carrera. La distancia entre él y sus enemigos era de unos veinticinco metros. A Pierre Marie le había horrorizado su aspecto. Subió una dura pendiente. Cuando llegó a lo alto, se volvió para disparar. Ahora, sí que los vio caer sin que el grupo se detuviera ni se dispersara ni disminuyera la velocidad a la que corría. Pierre Marie sólo pudo hacer unos pocos disparos antes de que el cargador se le agotara. Las caras contraídas de aquellos seres eran espantosas. Cambió el cargador y echó a correr otra vez.
Pierre Marie se lanzó a toda la velocidad que le permitían sus piernas por un terreno llano, uno de los pocos que había en la isla. Al cabo de un tiempo, creía haber recuperado y aún aumentado ligeramente su ventaja, pero seguían estando terroríficamente cerca. Era inútil tirar otra vez sobre ellos, porque, a no ser que los matara a todos, no los detendría. El terreno se hizo irregular y Pierre Marie empezó a acusar el cansancio acumulado aquel día infernal. Era ya incapaz de pensar porque el pánico lo dominaba. Se había convertido en una presa a la que daban caza. Perdió pie y cayó de cabeza en un hoyo de cuatro metros de profundidad. Pierre Marie conocía perfectamente aquella pequeña isla, pero había olvidado la existencia de aquel hoyo. Era una especie de embudo que habían realizado en el pasado con un propósito que habían abandonado y que Pierre Marie desconocía y que el tiempo transcurrido había rellenado sólo en parte, a pesar del clima inclemente de la isla. El golpe fuetremendo. Permaneció unos momentos atontado. Cuando intentó levantarse, sólo pudo hacerlo lenta y torpemente. Se puso en pie y recogió su fusil. Iba a lanzarse hacia el borde del hoyo cuando se detuvo. Tenía los pasos de las bestias casi encima. Le habían alcanzado mientras estaba en el fondo del hoyo. Apuntó al borde del hoyo y vio aparecer tres cabezas. Disparó y las tres cabezas desaparecieron. Estaban rodeando el hoyo sin dejarse ver. Pierre Marie sacó su última granada, quitó la espoleta y la lanzó fuera. Cuando estalló, salió del hoyo, pero se le echaron encima. Pierre Marie disparó tumbando a dos antes de que cayeran sobre él. Dio un culatazo a uno, después, recibió un golpe con un tubo metálico en el hombro, trató de defenderse con el fusil, fue agarrado por multitud de manos, lo tiraron al suelo, un golpe cayó sobre su fusil haciendo que éste lo golpeara en la frente, siguieron golpeándolo y perdió progresivamente la consciencia mientras una garra le cogía la oreja y se la retorcía apretándola contra su cabeza.
Debió de recobrar parcialmente la consciencia a ratos, pues, después de un período de oscuridad, recordaba haber sido arrastrado por el suelo, llevado colgando de los brazos y las piernas y ser izado y llevado en alto. Menos vagamente, recordaba también haber estado tumbado en un suelo arenoso y húmedo con los brazos extendidos, rodeado de gente alejada de él varios pasos. Después, no recordaba nada, salvo ir tumbado en una plataforma móvil. Hasta varios días más tarde, no recobró la consciencia de dónde estaba, en el hospital de la base, ni recordó lo que le había pasado.
Le contaron que sus enemigos lo llevaban con ellos cuando los encontraron. Como había esperado, la amenaza de mal tiempo había retrasado la salida del helicóptero que debía recoger a los prisioneros que había hecho Pierre Marie. Pero el fuego de su blocao había sido detectado por un avión que dioel aviso a la base naval, donde habían decidido enviar inmediatamente dos helicópteros con tropas a pesar del tiempo. Desde el aire, habían visto al grupo que llevaba a Pierre Marie. Eran veintidós. Pierre Marie había matado a dieciocho. Los infantes de marina tomaron tierra cerca de ellos. Habían tratado de huir en un primer momento, pero, cuando vieron que no les sería posible, dejaron a Pierre Marie en el suelo y se lanzaron contra los soldados, que dispararon. La mitad cayeron, los otros habían dado media vuelta y tratado de volver a huir. La mayoría fueron alcanzados por los soldados casi enseguida y reducidos rápidamente a culatazos y a patadas, pues, a pesar de la ferocidad de su resistencia, se hallaban débiles a ferocidad de su resistencia, se hallaban débiles. Sólo unos pocos habían logrado escapar en varias direcciones. Un soldado resultó herido de gravedad de un golpe en la mandíbula. Los soldados hicieron la primera cura a Pierre Marie y avanzaron por la isla en dirección al blocao incendiado. Antes de llegar a él, encontraron a un hombre con horrorosas heridas, que se arrastraba lentamente y que trató de alejarse de ellos. Había sido alcanzado por una de las granadas de Pierre Marie.
Uno de los helicópteros sobrevoló la isla y descubrió en lugares diferentes a los tres que se habían escapado de los soldados, que seguían corriendo. También vieron los tripulantes una pequeña embarcación que se dirigía a la isla. El jefe del pelotón de infantes de marina decidió no evacuar todavía a Pierre Marie, por si necesitaba los dos helicópteros, y marchar a recibir a los que iban en el bote. Pasaron al lado del blocao incendiado. No vieron cuerpos en el exterior, aunque sí sangre, y las huellas de la explosión de la primera granada de Pierre Marie. Uno de los soldados, que atisbó a través de la puerta abierta, descubrió por qué. En el interior, junto a ella, había un montón de cuerpos. Después, se contarían siete. Eran los primeros que Pierre Marie había matado. Sus compañeros los habían metido adentro. La embarcación que se dirigía a la isla resultó ser la de los primeros intrusos que habían llegado yque Pierre Marie había capturado, que se habían vuelto a embarcar para huir cuando Pierre Marie los liberó. Al ver a los helicópteros sobrevolando la isla, habían vuelto, considerándose a salvo de sus enemigos. Fueron apresados. Sólo quedaba dar una batida por la isla para capturar a los huidos y comprobar que no había nada más de qué preocuparse. Vieron a uno de ellos en el momento en que saltaba de uno de los acantilados sobre una roca que sobresalía del agua con la intención de matarse . Otro se había cortado el cuello con un trozo de hierro afilado. El tercero no fue hallado nunca y pensaronque se había suicidado lanzándose al mar. También dos heridos que Pierre Marie había dejado tendidos en tierra durante su huida por la isla se suicidaron cuando los vieron : uno, estrangulándose con sus propias manos, el otro, dándose golpes con la cabeza contra una roca. Encontraron la embarcación en la que habían llegado a la isla. Estaba desfondada, lo que había ocurrido cuando habían intentado tomar tierra. Cuando terminó la batida por la isla, Pierre Marie y el soldado herido fueron evacuados en uno de los helicópteros. El hombre al que Pierre Marie había destrozado con la granada ya había muerto cuando esto sucedió.
Sobrevivían trece de los individuos que habían asaltado a Pierre Marie. Sólo cuatro de ellos no estaban heridos. Todos, excepto uno, que moriría durante el trasladoporque estaba demasiado débil, tuvieron que ser atados con cuerdas de nylon, pues se obstinaban en seguir resistiéndose, a pesar de sus heridas. El tiempo mejoró y llegaron más helicópteros e incluso una nave de la Armada y todos los prisioneros fueron evacuados. La información transmitida a la base había desencadenado gran actividad. Se examinó la isla palmo a palmo. También se realizó una exploración exhaustiva de aquella zona marítima. No se encontró nada fuera de lo normal. Oficiales superiores de la Armada y del Ejército, entre ellos, miembros de los servicios jurídicos, se presentaron en la isla. Los hechos fueron considerados de extrema gravedad y se ordenó una investigación muy completa. Cuando se hizo público lo ocurrido, causó gran impresión en la opinión pública, aunque, por tratarse de una zona militar, no se permitió el acceso a los medios de comunicación. Nunca había ocurrido nada parecido. Lo insólito y extremadamente sangriento de aquellos hechos, la furia desenfrenada y la brutalidad primitiva presente en ellos hicieron que el público los recordara largamente.
Se optó por no considerar la acción de Pierre Marie como acción de guerra, a pesar de que sus atacantes habían invadido territorio nacional. La investigación realizada determinó que Pierre Marie había actuado correctamente, así como los infantes de marina llegados en su rescate. Había habido veintisiete muertos, más un desaparecido.
Los individuos que había capturado Pierre Marie dieron toda clase información sobre sí mismos cuando pudieron encontrar un intérprete y se prestaron a colaborar con las autoridades. Procedían de una de las naciones orientales, de la cual declararon haber huido por motivos políticos, declaración a la que no se dio entero crédito. No había ningún vínculo entre ellos salvo el deseo de marcharse, según dijeron. Con esa intención, se habían unido para conseguir un bote a motor. Planeaban llegar a una de las islas principales. En el mar, se habían encontrado con el barco de los furiosos, como ellos los llamaban, que habían tratado de abordarles por motivos que desconocían y los habían perseguido hasta que estuvieron a punto de alcanzarlos, por lo que desembarcaron en aquella isla esperando encontrar ayuda. Afirmaron no haberlos visto nunca antes ni saber nada de ellos. No se hallaron indicios de lo contrario, aunque también esto se puso en duda. Sin embargo, se obstinaron en mantener sus afirmaciones sin que se consiguiera que se apartaran en lo más mínimo de ellas.
En cuanto a los otros, fue imposible obtener información de ellos, pues su lenguaje, las pocas veces que hablaron, era ininteligible y apenas se parecía a un lenguaje articulado. A los pocos días de su captura, dejaron de hablar, resultando baldíos todos los intentos que se hicieron para hacerles recobrar el uso de la palabra. Nunca se estableció una verdadera comunicación con ellos. Unas pocas de sus palabras habían sido grabadas, pero nadie fue capaz de identificar el lenguaje al que pertenecían. Del examen de sus cuerpos y de sus ropas no se obtuvo ningún indicio que permitiera identificarlos. Presentaban una mezcla de rasgos antropológicos de las razas caucasiana y mongólica. Eran de estatura menos que mediana, de aspecto achaparrado. Se hallaban en estado de desnutrición y cubiertos de heridas supurantes de varios días de antigüedad y llagas más antiguas. La mayoría padecía una extraña afección cutánea que hacía que su piel tuviera un aspecto escamoso y un color amarillento antinatural. Sus ropas, todas ellas muy deterioradas y de baja calidad, eran de diversas procedencias, europeas y asiáticas. Las complementaban, para protegerse del frío, con una abigarrada mezcolanza de elementos como plásticos, lonas (una de ellas era de procedencia militar), gasas, redes y otros, atados al cuerpo o puestos como relleno debajo de las ropas.
Su comportamiento violento no experimentó variación alguna tras su captura, por lo que hubieron de ser atados, golpeados y esposados hasta que se los aisló en celdas acolchadas, con las esposas puestas y bajo permanente observación, pues mostraban una acusada tendencia a hacerse daño a sí mismos; incluso a dos hubo que inmovilizarles la boca con un aparato metálico para impedir que se mordieran a sí mismos. La atención a los heridos fue, por ello, muy difícil y hubo que atarles y sedarles hasta que se recuperaron, lo que no impidió la muerte de dos de ellos. Cuando se les puso a todos juntos para ver si así hablaban, se agredieron brutalmente unos a otros, a pesar de las esposas, y, cuando los soldados del C.P.I. entraron con porras para separarlos, se entabló una feroz refriega en un espacio demasiado angosto que terminó con dos de los prisioneros gravemente heridos y un soldado con un dedo casi arrancado de un mordisco.
La opinión de los psiquiatras que los examinaron fue, sorprendentemente, que no padecían ningún tipo de psicosis, como su comportamiento extremadamente violento y salvaje parecía indicar. Al cabo de algunas semanas, sin que se hubiera llegado a ninguna conclusión acerca de ellos, dejaron de comer y de beber todos al mismo tiempo, por lo que hubo que suministrarles agua y alimentos a la fuerza. Todos los medios por los que se trató de establecer comunicación con ellos y de obtener un cambio positivo en su comportamiento fracasaron y sólo la intensa vigilancia a que fueron sometidos impidió que todos se destruyeran a sí mismos.
Al cabo de un tiempo de ser alimentados a la fuerza, dejaron de rechazar la comida, que regularmente les era ofrecida antes de alimentarles artificialmente, y volvieron a comer normalmente, menos aquellos cuya boca estaba inmovilizada. Su comportamiento ha hecho concebir horribles sospechas acerca de lo que pensaban hacer con Pierre Marie cuando lo llevaban con ellos y fueron interceptados por las fuerzas de la Armada. Actualmente, sólo seis de ellos sobreviven en el centro de dolencias mentales de la Armada, pues, a pesar de su vuelta a la alimentación voluntaria, cinco de ellos languidecieron sin causa aparente y acabaron por morir como consecuencia de un colapso múltiple cuyas causas no pudieron determinarse satisfactoriamente y otro consiguió darse muerte apretando su nariz y su boca contra la pared acolchada de su celda hasta perecer de asfixia.
Pierre Marie permaneció dos semanas en el hospital y su recuperación fue completa. Fue trasladado a la capital y Su Serenidad el Guardián del Pueblo, se interesó por su estado y envió un representante personal al hospital a visitarlo, que le transmitió el interés de Su Serenidad por su salud y sus deseos de que se recuperara pronto y le comunicó que, cuando se hubiera recuperado, Su Serenidad lo recibiría en audiencia.
Poco después de salir del hospital, Pierre Marie tuvo un sueño en que le fue revelado que los invasores que le habían atacado en la isla no querían matarlo ni hacerle ningún daño después de capturarlo. Lo que querían era que él los condujera, que fuera su líder y guía. No les importaba que él los matara o les hiriera antes de conseguir que lo fuera; ya sabían que lo haría. Lo amaban porque era el elegido para guiarlos y aceptaban por ello lo que él pudiera hacerles. El mal que ellos le hicieron se lo habían causado sin odio y formaba parte de ello, era como una especie de pacto de sangre entre ellos que había de sellar su unión. Al despertarse, a la mañana siguiente, Pierre Marie sólo recordaba vagamente lo que había visto en sueños aquella noche, que le produjo una gran repulsión y trató de olvidar desde entonces.
Francisco José Herrán Chenoll, que firma como Francesc Herrán, o sea, con su nombre de pila en catalán, la lengua autóctona de su región, nació en Carlet, en la provincia de Valencia, en España, donde reside, en 1971. Es licenciado en Geografía e Historia y un enamorado de la historia. Ha escrito ensayos y novelas cortas además de cuentos.
Este cuento se vincula temáticamente con LA JUNGLA MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS, de Ariel S. Tenorio, EN LA SELVA, Olga Appiani de Linares, LAS TIRAS, Jesús Pérez Caballero
Axxón 206 – marzo de 2010
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Fantasía : Aventura : Humanoides : España : Español).