ARGENTINA |
La llovizna mojaba los troncos de los árboles. El lodazal que formaba la nieve derretida le dificultaba la caminata y las ramas parecían impedirle el paso. Rouch caminó entre las ramas tras las cuales estaba la boca de la cueva, oculta a su vez por grandes peñascos.
Había usado el escondite muchas veces, pero nunca durante el crudo invierno, sino cuando el sol era más cálido y la primavera llenaba de dulces aromas el prado que estaba más allá de la colina.
La humedad y el frío atravesaban el paño de su viejo abrigo y ya casi no sentía los pies a pesar de las botas de cuero y los dos pares de medias de abrigada lana.
Juntó las manos, sopló entre ellas para calentarlas y entró al escondite.
Se quitó el sombrero mojado, dejó el morral en una piedra con forma de mesa y con los dedos se limpió la mezcla de agua y sudor de sus ojos enrojecidos.
Agradeció a los trasgos del bosque haber llegado justo antes de que cayera el sol. Le quedaba buscar algunas ramas secas para hacer el fuego, y pasar la noche a resguardo de los lobos.
Antes se sentó en el suelo rocoso y retomó el aliento. Venciendo la pereza, volvió a salir para buscar ramas lo más secas posibles y algo de yesca que obtuvo de la pulpa descompuesta de los troncos caídos. La luz del sol amortiguada por las espesas nubes disminuía rápidamente, así que se apresuró a regresar al refugio.
Seleccionó un recodo del lugar con algunas salientes, que lucía confortable. Encendió la yesca con el pedernal y sopló con cuidado, hasta obtener una pequeña fogata. Con maestría apiló leña y sonrió al ver que el fuego crecía ávido.
El humo lo hizo toser, pero era un precio pequeño a pagar por la luz, el calor y la seguridad. Apenas obtuvo llamas aceptables, se quitó la ropa y la puso a secar colgándola de las salientes rocosas.
Con cuidado examinó el lugar en busca de alimañas y sólo luego de liquidarlas una por una pudo sentarse a descansar. El agradable calor del fuego hizo que se relajara, debía mantenerse despierto y esperar a la medianoche. A la hora de los lobos tenía que hablar con aquel ser que según la bruja del pueblo vivía en el más añoso de los árboles del bosque.
Abrió el morral y cortó pan y queso que comió con avidez, tomó unos sorbos de agua y se sintió mejor. Relajado, clavó los ojos en las llamas.
—Ven —le susurraba ella en sueños—, es nuestra hora.
Él despertaba y veía una imagen que flotaba envuelta apenas con un velo, largo hasta las caderas, que cubría sus senos. Luego desaparecía de a poco, fundiéndose en las paredes blancas de su habitación.
Cada noche la mujer se le acercaba más; casi podía oler su inconfundible perfume y cuando creía rozarla con la punta de sus dedos, volaba hacia la nada, dejándolo vacío.
Desesperado, decidió ir a consultar al sacerdote. Entró a la enorme iglesia de piedra y como siempre se quedó extasiado por la luz que entraba por los vitrales, allá en lo alto. Dejó que su pecho se llenara del aroma a incienso y que sus oídos se inundaran de la música de órgano que se elevaba a Dios, haciéndolo sentir tan pequeño. Caminó con paso lento y silencioso por entre los bancos hasta que encontró al padre rezando, arrodillado ante un enorme Cristo que los miraba desde lo alto.
—Padre, ella volvió —dijo contrito, sombrero en mano.
—Deberías haber muerto, ¿sabes? Ahora estás en manos del mismísimo Satán.
—Recuerdo muy poco, muy poco —Rouch se tocó la cicatriz en el cuello que escondía tras un pañuelo.
—Nadie sobrevive a un ataque así, tú lo sabes mejor que nadie. Además te trajo al pueblo la bruja, ¿no te dice nada eso?
—¿Qué debo hacer, padre? —preguntó, arrodillado.
—Penitencia —respondió, severo, el prelado—, debes ayunar y mortificar tu cuerpo con el látigo para purificarte. ¡Encomiéndate a Dios! Él te librará de todos los males.
—Acompáñeme, padre —le dijo.
Sin hablar salieron de la iglesia, él miró hacia atrás y un escalofrío le hizo sacudir el cuerpo.
Llegaron a una pequeña cabaña hecha de troncos a la que rodearon hasta llegar a un patio de tierra. Él le indicó al sacerdote una vieja silla abajo del alero para que se sentara, un poco al resguardo del viento frío.
El cura miró mientras él cavaba un pozo rectangular en el suelo helado del patio. Cuando terminó Rouch bajó con su látigo mediante una escalera, que el sacerdote retiró ante su señal.
Durante siete días con sus noches se autoflageló sin piedad, tomando como único alimento agua bendita que le acercaban algunos fieles, y cada noche, como una burla y como una caricia, ella regresaba en la madrugada.
—Ven —sollozaba y cada lágrima era un bálsamo para su carne castigada.
Al octavo día Rouch salió penosamente del pozo, curó sus heridas, comió comida caliente y decidió ir a hablar con la bruja.
Vivía en los linderos del pueblo en una casa rodeada de abetos. El silencio del lugar lo amedrentó, suspiró profundo y golpeó tímidamente la puerta.
—Adelante, Rouch —la voz de la bruja era curiosamente musical.
Abrió la puerta y entró a una habitación cuyo suelo estaba cubierto de velas encendidas a espacios regulares, al fondo, contra una de las paredes, estaba ella de pie como esperándolo.
—Sé a qué vienes —dijo, antes de que él pronunciara palabra—, ella te atormenta ¿no es así?
Él entrecerró los ojos para distinguirla pero apenas vio una silueta oculta en las sombras vacilantes de los candiles.
—Me llama, todas las noches me llama —respondió él, con voz temblorosa.
—¿Ella? —preguntó la bruja y apareció la mujer envuelta en velos entremedio de las llamas.
—Sí —susurró, y una extraña sensación le recorrió la nuca, hasta su estómago—. Ya no resisto más, necesito encontrarla.
—Te lo advierto, si la buscas no hay regreso —lo apuntó con un bastón de retorcida madera.
—¿Por qué me atormenta? —la imagen se alejaba, casi hasta desaparecer y luego volvía hasta una distancia un poco más allá del alcance de su brazo extendido. Él casi podía ver su mirada suplicante.
—Tú la atormentas a ella —dijo la bruja arrastrando cada letra—. Te espera en el centro del bosque el próximo plenilunio.
—¡Explíqueme qué es lo que pasa! —gritó Rouch.
—Es hora de que encares tu destino —dijo la bruja, se dio media vuelta y desapareció misteriosamente.
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Cuando dejó de mirar el fuego para caminar hasta la entrada de la cueva, vio que la luna iluminaba entre las nubes el paisaje, poblándolo de misterio. Rouch salió de la cueva e hizo un gesto con los hombros, como envalentonándose.
Caminó iluminándose con una antorcha, temeroso ante cada sonido. Cada llamada del búho lo hacía temblar y a lo lejos aullaban los lobos.
Apuró sus pasos hasta que encontró el sendero que llevaba al viejo árbol que crecía en el centro del bosque, en un claro que resplandecía con la luna.
Apenas entró al círculo plateado oyó un largo aullido. La luz de la luna se fue materializando en piernas, caderas, el torso y la cabeza de ella que lo miraba, completamente desnuda frente al árbol que bailaba, llameando bajo los rayos lunares.
—¡Rouch! —sonrió ella y lo señaló con sus manos—. ¡Al fin, al fin!
Él sólo atinó a arrodillarse, ella se acercó con displicencia lobuna y le pasó el vientre por sus narices. Rouch sólo atinó a besarla con fruición. Ella rió salvaje, eterna. Hipnotizado sintió como lo empujó para ponerlo boca arriba sobre el suelo helado y le arrancó la ropa con furia para montarse sobre él. Lo absorbió con su sexo cálido que contrastaba con el frío que mordía su espalda. Rouch la miró a los ojos mientras ella gemía enloquecida cabalgándolo, sacudiendo su cabello blanco al mismo ritmo que el viejo árbol del centro del bosque.
La luna brillaba y brillaba sobre la piel de ambos, encendía sus rostros y sus cabellos, ondulaba por la cadera de ella, hacía sombra en sus senos, insinuaba el vello de su pubis. La mujer rió a carcajadas o aullidos cuando él se sacudió en espasmos de placer, le arañó el pecho con ambas manos, y cayó exhausta sobre él.
Rouch cerró los ojos, quiso abrazar a aquella mujer poderosa pero no pudo, había desaparecido. Desesperado, se puso de pie y miró a su alrededor. De pronto veía cada árbol en la noche, podía distinguir entre las sombras a los huidizos conejos de campo, podía percibir su olor a miedo, escuchaba el sonido de sus acolchadas patas.
Los aullidos de los lobos le daban la bienvenida y aspiró jubiloso el aire frío y libre que inundaba cada célula de su brioso cuerpo.
Sintió que a su lado estaba ella: su loba, salvaje y ávida. La luna llena rasgó las nubes cada vez más pálidas y él le aulló poderoso, la noche helada llevó su sonido muy lejos.
La mujer devenida en loba caminó a su alrededor y lo miró fijamente. Él comprendió y la siguió hasta el árbol que resplandecía plateado. Al acercarse se distinguió una abertura en su tronco centenario y ella saltó para desaparecer dentro de él.
Sin dudarlo la siguió, apenas cabía en el estrecho corredor que se abrió en una estancia amplia decorada con cortinados rojos. Sentada en el suelo estaba ella, vestida del mismo color, ojos como rayos azules. Sonrió con muchos dientes y con un ademán le indicó que descansara.
Rouch se sentó sobre sus patas traseras sin poder dejar de mirarla.
—Ya no me recuerdas, me olvidaste —le reprochó ella.
Rouch ladró y le lamió el rostro, rogando perdón.
—Nuestros compañeros —hizo un gesto con la mano y apareció una jauría que se movía nerviosa y tarasconeaba el aire.
El lugar se ensombreció y apareció en una llanura interminable, sin luna y sin estrellas.
Ahora ella corría en su forma de loba hacia las sombras más oscuras y él la perseguía, seguido por los otros licántropos.
Esas sombras le dictaron los secretos a su oído de bestia. Al finalizar le mostraron el bastón de retorcida madera, volvió a su forma humana y lo tomó en sus manos.
Lo examinó con cuidado y recordó cómo desenfundó su inútil espada ante aquella misma manada de lobos que lo rodeaba y cómo dos de ellos clavaron los colmillos en sus piernas para hacerlo caer, dejándolo indefenso.
Recordó el momento en que la enorme loba apoyó las patas en su pecho para morderlo en la garganta y cómo detuvo la dentellada mortal para olerlo.
Recordó el aullido, la lamida áspera y la mordida feroz pero no fatal.
Luego su recuerdo saltó a la choza de la bruja y su delirio, rodeado con velas de llamas vacilantes.
Y su promesa.
—Llévame de regreso y volveré por ti —había dicho él, y los ojos de la bruja brillaron.
Golpeó el suelo con el bastón y dijo las palabras que le habían enseñado.
Aparecieron en el claro del bosque, rodeados de sus compañeros que ladraban y aullaban, él la tomó de la cintura y quitó un mechón de cabello blanco de su rostro.
Los lobos callaron y miraron hacia un resplandor rojizo que se abría paso entre las ramas cubiertas de nieve.
—¡El cura, los aldeanos! —gritó Rouch.
—¡A la bruja! —gritaba la multitud enfurecida.
Sonó un disparo y ella cayó, mirándolo a los ojos.
—Volveré por ti —le dijo, sonriendo antes de morir.
—Apártate —ordenó el cura y lo empujó con violencia—, por poco te hechiza.
Rouch quiso abrazarla pero la turba se la quitó. La tiraron sobre una pira que encendieron con sus antorchas, jubilosos.
Miró su bastón y los ojos rojos de sus hermanos que lo observaban escondidos en la oscuridad.
Rouch comprendió. Emprendió el camino de regreso con los silenciosos lobos como compañía. Debía aceptar su destino: los hombres del pueblo necesitaban de su chamán. Entró a la casa flotando sobre las velas encendidas y ocupó su puesto, allá en las sombras. Ahora debería esperar por ella, ya sentiría una vez más su poderoso llamado y aparecería frente a él para ocupar su puesto, en un ciclo sin fin.
Gustavo A. Courault nació en La Plata en 1958, pero ha vivido casi toda su vida en Santa Fe. Es ingeniero electricista pero se dedica al área de la informática. Escribe desde los 17 años; ganó un premio por un cuento titulado Pensamientos en el colegio secundario, en el marco del taller literario «Santa Teresa de Ávila». Y aunque por muchos años no se animó a publicar, finalmente recapacitó y desde entonces, cada tanto, nos agasaja con sus trabajos.
Hemos publicado en Axxón sus cuentos EL VAGABUNDO, CUIDADO AL CRUZAR LA CALLE y «hWord».
Este cuento se vincula temáticamente con ROJO FEDERAL, de Alejandro Alonso, FABULA (CON AMOR), de Carlos Daniel J. Vázquez, LOBOS ERRANTES, de Jenny Kangasvuo, EL REGRESO DE MANÉ, de Ricardo Giorno y EL TRAPIAL, de Damián Cés.
Axxón 212 – noviembre de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Seres fabulosos : Licantropía : Argentina : Argentino).
Este cuento me gustó cuando lo leí en la selección. Y me sigue gustando.
Muchas gracias Martín :)
bbueno
este cuento esta super bonito es el primer cuento q se me queda
ess xk me guexto
Te felicito GUSTAVO es un cuento bastante bonito.
Hola gustavo te felicito en verdad este cuento es bonito
Muchas gracias por todos los comentarios :)