Revista Axxón » «Carretera a París», Raelana Dsagan - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ESPAÑA

 

1. Barro

 

El suelo estaba húmedo, pequeñas gotas de lluvia habían caído durante toda la mañana, ocultando el sol. George sentía el frío calándole los huesos, temblaba, quería pensar que todo aquello no era real, que era un sueño. ¿Cuándo se convirtió en pesadilla? No quería abrir los ojos, como si así pudiera evitar volver a la cruda realidad. Era en vano, la realidad estaba a su alrededor, la sentía: las piedras que se clavaban en su espalda, el olor a sangre seca, el sabor del barro en los labios, el susurro de unos dedos muertos rasgando la tierra y, muy al fondo, el débil taconeo de unos pasos que se acercaban, que estaban cada vez más cerca. George no sabía si sería mejor contener la respiración y fingir que estaba muerto. ¿Esa treta podría salvarlo? O quizás fueran amigos y al verlo muerto pasaran de largo, sin ayudarle. Supervivientes como él. ¿Existirían? ¿Habría alguien más?

Intentó prestar atención al sonido, pero no era capaz de reconocer la diferencia entre los pasos de los vivos y los muertos. George sentía que las lágrimas acudían a sus ojos sin que pudiera evitarlo. Los muertos no lloran. Los muertos no lloran. Podía contener la respiración, pero no era capaz de contener el llanto. Durante toda su vida sólo había derramado lágrimas por dos motivos: de rabia y de miedo. Ahora mismo sentía vívidamente las dos emociones y sabía que no era capaz de dominarlas.

Los pasos se acercaban cada vez más hasta que se detuvieron a su lado, pasos arrastrados, pasos cansados; el sonido de un cuerpo al dejarse caer pesadamente en el barro, a su lado; el tacto de una mano en la garganta, buscando el pulso. Un suspiro de alivio. Silencio. Notaba la respiración a su lado, lenta y pastosa, amigo o enemigo debía estar en tan malas condiciones como él. El olor de la sangre se había vuelto más penetrante ahora, o quizás eran imaginaciones suyas. Se decía que el miedo agudiza los sentidos. George sentía que su corazón latía cada vez más fuerte.

¿Se atrevería a abrir los ojos? ¿A volver a la pesadilla? ¿No sería mejor dejarse llevar por los sueños, olvidar, pensar en momentos felices mientras esperaba el final? Estuvo a punto de ceder a esa tentación cuando sintió un puntapié en las costillas que le hizo lanzar una exclamación de dolor. Abrió los ojos, al fin, parpadeando para acostumbrarse a la luz de la tarde. Nada había cambiado, seguía estando en aquella sucia zanja, junto a la carretera, a su alrededor sólo había escombros y barro. El cadáver que había conseguido abatir estaba en el suelo con el cráneo partido en dos, sólo quedaba un solitario brazo, separado del cuerpo, que rasgaba la tierra intentando acercarse a él, los dedos de la mano se abrían y se cerraban, intentando arrastrarse por el barro sin conseguirlo.

George observó de reojo la figura que se había dejado caer a su lado, sus ropas estaban ajadas, sus brazos cubiertos de cicatrices. Dudaba si eso sería bueno o malo. Intentó incorporarse, le dolía el costado, un pinchazo agudo que le indicaba que algo estaba roto. Buscó el sol en el cielo pero no lo encontró, las nubes parecían un toldo gris pero por primera vez desde que había pisado suelo francés no llovía.

George se miró las manos, manchadas de barro, pero no había nada donde limpiárselas, miró a la persona que se había sentado a su lado, se entretenía abriendo un paquete de cigarrillos y no lo miraba. Tampoco tenía muy buen aspecto, sucio y manchado de barro. George entonces lo reconoció.

—¡Oh, no!

 

 

2. Agua

 

Encontraron un riachuelo no lejos de allí, donde pudieron lavarse la cara y asearse un poco. Todo parecía estar en paz, los pájaros cantaban en los árboles, el agua bajaba rápida y fresca y los dos permanecían en silencio, un silencio que se había instalado entre ellos después de las primeras frases de reconocimiento.

—Matthew Dickinson.

—George Carter.

La educación de George hizo un amago de extender la mano para saludar a su antiguo condiscípulo, pero las de Matthew permanecieron en los bolsillos, dejando claro que las convenciones sociales le importaban tan poco como cuando ambos iban a la escuela. Era mejor así, George se alegró de no haber llegado a extender la suya.

—¿Llevas mucho tiempo en Francia?

—Apenas una semana, venía en viaje de negocios, ahora me dedico a la importación de vinos —explicó George, escuetamente.

—Yo hace un par de años que vivo aquí. Ahora voy hacia París.

Nada más. Caminaron durante un rato, juntos y en silencio, hasta que encontraron el riachuelo y ambos pudieron comprobar que las heridas que se ocultaban bajo la capa de barro que los cubría eran sólo superficiales. George bebió con avidez el agua fresca, que le supo mejor que el más selecto de los vinos.

—No tienes muy buen aspecto —comentó Matthew, y era cierto, la barba de los últimos cuatro días cubría sus mejillas y sus ojos estaban circundados por profundas ojeras, el pelo estaba revuelto y, después de pasar por el riachuelo, mojado.

—Tú tampoco estás mucho mejor —contestó.

Matthew esbozó una media sonrisa, como diciendo «a mí me da igual». Se dejó caer sobre la hierba y sacó un cigarrillo del paquete.

—Éste no sabrá a barro —dijo, tendiéndoselo a George que dudó un segundo antes de aceptarlo. ¿Una ofrenda de paz? La sonrisa burlona de Matthew parecía desafiante, aunque él siempre había adoptado esa pose. George no lo conocía lo suficiente para entenderlo, nunca se habían llevado bien. Aceptó el cigarrillo.

El atardecer teñía el cielo de color ámbar pero en esos momentos ninguno de los dos tenía prisa. El frío de la noche era algo que estaba muy lejos. El cansancio, las heridas, el hambre y el miedo, todo estaba muy lejos. George se dejó caer al suelo, junto al río, lejos de Matthew, que había apoyado la espalda contra un árbol, tenía otro cigarrillo en las manos y miraba al cielo en silencio mientras dejaba que se consumiera entre sus dedos.

George lo miró un momento. Llevaba una semana solo en un país que no conocía, sus contactos habían desaparecido durante aquella extraña plaga que levantaba a los muertos y los hacía caminar sobre los campos. No entendía apenas el idioma y lo único que había podido hacer era escapar antes de que se abalanzaran sobre él y lo convirtieran en un monstruo. Y ahora encontraba a un compatriota, un antiguo compañero de escuela con el que hubiera podido hablar pero habían pasado demasiados años, siempre habían sido demasiado opuestos. George pensaba que ahora que tenía a alguien con quien hablar no tenía nada que decirle.

 

 

3. Noche

 

Avanzaban en la oscuridad por la vieja carretera. Sería lo más seguro, había dicho Matthew, intentar evitar el campo abierto y seguir un camino que los llevaría a alguna parte. George sentía frío y trastabillaba al tropezar en oscuridad, siempre había sido un poco torpe. Oía los pasos arrastrados de su compañero delante de él. Sabía que, si caía, Matthew no lo esperaría.

Ninguno de los dos estaba a gusto, pero continuar juntos parecía la mejor opción. Temían acercarse a las casas, observaban las granjas desde lejos y veían que el horror continuaba, los muertos caminaban y buscaban, olisqueaban el aire. George no sabía qué estaban buscando pero parecían no encontrarlo nunca. Permanecieron lejos siempre que pudieron, si los descubrían no tendrían escapatoria y terminarían siendo como ellos.

Quizás el horror estaba sólo en verlos, quizás al ser uno de ellos dejara de tener miedo, de sufrir, de llorar. Los muertos no lloran, te miran con sus ojos ciegos y balbucean algo que quizás sea tu nombre. ¿Qué pensarían? ¿Qué sentirían? Matthew decía que simplemente tenían hambre.

De pronto los pasos de Matthew se detuvieron y George estuvo a punto de chocar con él en la oscuridad.

—¿Qué ocurre?

—Shhhh —siseó Matthew—. Oigo algo.

La mano de Matthew se apoyó en su brazo y lo empujó fuera de la carretera con tanta fuerza que George cayó al suelo. Se agacharon junto al arcén. El sonido era cada vez más fuerte, pronto George lo oyó también y vieron las luces. Un automóvil que se acercaba, iba a poca velocidad, como si intentara también no hacer ruido.

—¿Serán… ellos?

Matthew se encogió de hombros.

—Los muertos no conducen. ¿Qué tal va tu francés?

—Nunca se me dio bien ¿y a ti?

—Siempre me dormía en las clases ¿recuerdas?

—Eso cuando aparecías —murmuró George, más para sí mismo que para él. Matthew le miró burlón.

—¿Acaso me echabas de menos, Carter? Yo habría dicho lo contrario.

Matthew se levanto de pronto y saltó a la carretera, balbuceando en un torpe francés:

Secours! Aidez-moi!

El coche se detuvo, Matthew se acercó a la ventanilla del conductor y hablaron en voz baja. George esperó escondido, dudando si salir de su escondite o no, entonces vio cómo Matthew palmeaba el brazo del conductor y daba la vuelta, para subir al coche por el otro lado. El automóvil arrancó y se alejó de allí.

George se levantó y vio cómo se alejaba, levantando el polvo a su paso.

—¡Maldita sea! —exclamó.

 

 

4. Viento

 

No sabía cuánto tiempo llevaba andando, había amanecido hacía ya varias horas, aunque apenas se notaba en el cielo encapotado. Las nubes se movían con el viento que también le revolvía el pelo y le secaba las lágrimas. Eso era todo, caminar y caminar por un país desconocido y vacío. ¿Habría llegado ya la epidemia a su hogar en Inglaterra? Los muertos no entienden de fronteras, ni de idiomas. Los muertos no piensan, sólo avanzan y comen. Y avanzan.

¿Acaso no era lo mismo que estaba haciendo él?

¿Estaba ya muerto?

Podría haber muerto mientras estaba andando, su cuerpo podía estar descomponiéndose sin que él se diera cuenta. Quizás ya sus ojos no tuvieran color, quizás si se cortaba un brazo también intentaría culebrear como una serpiente. Se miró las manos. ¿Cuánto tiempo tardaría en convertirse en uno de aquellos monstruos? Quizás estaba muerto y no lo sabía. Seguía adelante, siempre un poco más.

Se detuvo, se dejó caer junto a un árbol, intentando encender la colilla del cigarrillo que le había dejado Matthew. Los muertos no fuman, se dijo. Ni lloran. Ni sienten el viento azotándole el rostro. No estoy muerto, no estoy muerto. Aún.

Era agradable sentir el frío, comenzaba a llover de nuevo, una llovizna fina que daba pequeños golpes en su frente. Era agradable sentir. George tenía miedo de cerrar los ojos y dormir. De despertar y no sentir nada. ¿Qué ven los muertos? Tal vez sólo vean sangre.

 

 

5. Sangre.

 

Encontró el automóvil la noche siguiente. Las puertas estaban abiertas, alguien había arrancado los asientos y los había dejado sobre el arcén, dispuestos como si un invisible espectador hubiera estado observando la escena. Veía rastros de sangre en la carretera, finas líneas pardas que hacían pensar en un cadáver arrastrado. Hasta que se había puesto de pie.

Miró a su alrededor, temeroso. Sólo oía silencio. No había ningún sitio donde esconderse, a su alrededor los campos de labranza se extendían hasta el horizonte. Nada crecía en ellos, como si también la tierra hubiera sido mordida y resecada, y estuviera muerta. Como todos los hombres, menos él.

Encontró el paquete de cigarrillos en el suelo, a pocos pasos de distancia. Quería pensar que se lo merecía, por abandonarle en medio de la carretera, por todas las discusiones que habían tenido en el colegio, pero en el fondo le daba lástima.

Los muertos no navegan, se dijo, Inglaterra estará a salvo. Los muertos no nadan. Y un escalofrío recorrió su espalda, porque tampoco él podía nadar hasta su tierra, tampoco él podría salir ya nunca de allí.

Se quedó un momento contemplando el paquete de cigarrillos, sin saber qué hacer, quizás era mejor rendirse, claudicar. ¿Durante cuánto tiempo podría esconderse?

—Carter.

Oyó la palabra pronunciada correctamente, no había temblor ni balbuceo en la voz. Se volvió. Las lágrimas acudían a sus ojos.

—Siempre fuiste un llorica, Carter.

Matthew parecía haberse consumido durante ese día, sus ojos estaban ahora cubiertos con una fina capa blanquecina que ocultaba sus pupilas. Un nuevo desgarrón en la manga mostraba un trozo de carne arrancada, debía hacer un par de días de eso. No sangraba. No parecía dolerle. Quizás ni siquiera sabía que le faltaba. Su apariencia no era muy distinta a la que tenía el día anterior, quizás se le veía más cansado, ya no parecía molestarle el barro en la cara.

—Estás…

—Sí —Matthew se apresuró a contestar, antes de que George terminara la frase, como si no quisiera oírlo.

—¿Y qué se siente?

—Hambre, mucha hambre. Es difícil de controlar.

—Pero lo haces.

—Ya me conoces, no me gusta hacer lo que se supone que debo hacer.

—Ya estabas muerto ayer.

—Hace cuatro días ya, se hace más difícil a cada momento… No puedo fumar, sólo enciendo los cigarrillos y veo el humo.

George extendió la mano para devolvérselos. Matthew negó con la cabeza.

—Quédatelos, los disfrutarás más que yo.

—¿Vas a matarme?

—Intento resistir, lo intento. No sé cuánto tiempo podré. Tú no lo notas pero yo huelo la sangre. La escucho correr por tus venas. Es como música. La echo de menos.

George asintió.

—Sigamos adelante, caminemos juntos. Mejor un compatriota que un francés.

Matthew intentó esbozar una sonrisa pero sus músculos estaban ya muy tensos. Le costaba. Los muertos no sonríen. Tampoco intentaba ya fingir que respiraba.

George sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió y se lo dio a Matthew, vio que le costaba sostenerlo entre los dedos, que cada vez se veían más torpes e hinchados. Caminaron juntos durante un rato, en silencio, hasta que el cigarrillo se consumió y George observó que había quemado los dedos de Matthew, pero que éste no se había dado cuenta.

Vieron una granja a lo lejos.

—Están vivos —dijo Matthew.

—¿Cómo lo sabes?

—Huelo la sangre —su voz sonaba pastosa, como si le costara pronunciar las palabras. Miró a George—. Te veo borroso, creo que me estoy quedando ciego.

—No quiero ser un monstruo, Matthew. No me conviertas en un monstruo.

Matthew asintió.

—Somos compatriotas, pero tengo hambre, no podré evitarlo mucho tiempo.

 

 

6. Sombra

 

Camille observó la figura que andaba trastabillando, alejándose de la granja. Había permanecido escondida, con sus dos hermanos pequeños, tal y como les habían enseñado. Ahora podía salir, la figura desgarbada se alejaba y había dejado de llover. Esperaba que tardara tiempo en aparecer otro, aunque cada vez aparecían con más frecuencia. Pierre se alejó corriendo hacia la carretera, era demasiado pequeño para entender nada. Entonces gritó y Camille fue corriendo hasta él.

Era un hombre, en medio de la carretera, su piel estaba blanca como la nieve, gruesas lágrimas resbalaban por su rostro. La sangre goteaba desde su antebrazo, cayendo al suelo, alguien le había cortado el brazo izquierdo a la altura del codo. El viento le revolvía el cabello.

Los muertos no lloran.


Ilustración: Valeria Uccelli

Toujours en vie? —preguntó Camille. Él la miró sin entender.

El niño le cogió la mano, su única mano y sonrió, George intentó devolverle la sonrisa. La chica señalaba la granja, lo llevarían con ellos.

George levantó la vista y observó la figura que caminaba arrastrando los pies, a lo lejos. Matthew ya no era más que una sombra que se alejaba por la carretera, hacia París.

 

 

Raelana Dsagan (Carmen del Pino) nació en Málaga. Es licenciada en Historia del Arte. Ha participado en las antologías de relatos: Calabazas en el Trastero: Tijeras (“El tapiz”), Clásicos y Zombis (“Uno para todos”, (Per)Versiones: Monstruos de la literatura (“El sueño de Planchet”) y Calabazas en el Trastero: Peste («El vino de Narbog»). Fue finalista en el Concurso de relatos de terror y suspense Abismo del Fénix (“Herencia”), en el Certamen de Fantasía Oscura “Realidad incoherente” (“La muerte alrededor”), y en el Premio Domingo Santos 2010 (“El pueblo fantasma”), obtuvo menciones honoríficas en el Concurso de relato corto Sagas Épicas (“La orilla del mundo”) y en Fabricantes de sueños 2008 (“Nacimiento”). Más información en su blog.

Esta es su primera aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con ¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ EL PLASMATRÓN, de Ariel S. Tenorio; ¡DE PIE, SOLDADO!, de Hugo Perrone; OBITUARIO, de Carlos Daminsky y SÓLO POR ELLA, de Gabriel Alvarez.

Axxón 217 – abril de 2011

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Terror : Plaga : Zombies : España : Española).


4 Respuestas a “«Carretera a París», Raelana Dsagan”
  1. ALAZAIS dice:

    me ha gustado mucho, y està muy bien resuelto, pero se parece mucho a una novela de R.Matheson, «SOY LEYENDA»,de la que tambien hay una pelicula protagonizada por Will Smith…. de hecho en vez de novela, el autor podía haber hecho un relato corto….cambia el final, que en l caso de Matheson está traido por los pelos….
    En general, este relato corto me ha gustado más.
    Vale.-A.

  2. Raelana dice:

    ¡¡Gracias por comentar!! Me alegra que te haya gustado :D No he leído la novela de Matheson, aunque sí he oído hablar de ella, a ver si le echo un vistazo.

    ¡Un saludo!!

  3. dany dice:

    Felicitaciones, Raelana. Me gusta encontrarme con cuentos como este «Carretera a París». Y que haya muchos más.

  4. Raelana dice:

    ¡Gracias, dany! :D

  5.  
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