MÉXICO |
A mis nietos Carolina, Yeztla y Mario, a quienes les improvisé este cuento una tarde en Veracruz.
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La alcurnia del Canelo era muy dudosa, pero con certeza distaba mucho de ser aristocrática. Cierta inoportuna cruza de perra callejera con gozque corriente empañaba su pedigree. Por ello, lejos de llamarse «Duque» o «Príncipe», su nombre provenía del pelaje que en su infancia fue de vulgar color canela medio rojizo pero que a los trece años cumplidos tiraba más bien a marrón muy deslavado. Ajeno a una vida muelle, las privaciones lo habían deteriorado a tal punto que ni su mamá lo hubiese reconocido de verlo otra vez, lo cual al Canelo no le parecía raro, pues fama tienen las madres caninas de olvidarse pronto de su prole, de ahí la popularidad del insulto aplicable a cualquiera, hombre o mujer: ¡Hijo(a) de tu perra madre! Además, las peleas cotidianas de las cuales antaño salía triunfador sistemáticamente, las perdía ya una tras de otra; un bulldog llamado Bush le tenía ojeriza y apenas lo columbraba se le iba encima y lo remolía sin piedad, como si fuese un fedayín iraqués. Una tarde gris, como de tango, Bush lo oteó no obstante sus rodeos para evitar la calle donde el verdugo feroz vivía. Fue tal la felpa recibida que salió del pleito rengueando y con una oreja casi desprendida. Bush era cruel, podía finiquitar al can minusválido y sin embargo lo dejaba vivir para tener el placer de darle otra revolcada sanguinolenta.
Después de esa revolquiza, el Canelo presintió llegada su última hora y arrastrándose llegó al montón de chatarra donde tenía su guarida. Ahí determinó morir en paz, como cualquier guerrero de las Termópilas que sabe llegado su heroico fin.
El Canelo vivía en un pueblo que pomposamente llevaba el nombre de Ciudad Cruz Azul, dentro del municipio de Tula, Hgo. Ahí existía una gran fábrica de cemento y en su parte trasera se hallaba un antiguo depósito de chatarra.
En 1940, una noche, un aerolito fue a estrellarse contra el chatarral y se enterró profundamente. La montaña de fierros viejos se cimbró, saltó, bailó graciosamente y cayó sobre el cráter hecho por el aerolito, cubriéndolo por completo. En ese encontronazo, una muela cariada hecha de acero y con peso de diez toneladas, desechada de la quebradora de roca, obstruyó el cráter como si fuera un tapón de sidra. Encima de la muela cayó más chatarra con gran estruendo y desprendimiento de calor y luego, frío el entorno, todo quedó en silencio. En el transcurso de las décadas siguientes el depósito fue vaciado varias veces y vuelto a llenar de chatarra, pero la muela, cubierta por un metro de tierra, pasó desapercibida y, desde luego, el aerolito furtivo también.
El día en que el molonqueado Canelo presintió su muerte por inanición, desangramiento y vejez, se escurrió fatigosamente entre aquel laberinto de láminas, resortes, ruedas y hierros oxidados y se refugió en el interior de una sección de molino de bolas ya obsoleta y por eso dada de baja en la fábrica. Respiraba con dificultad y había entrado en la última fase de la agonía. De pronto, un gran sismo, un terremoto sacudió el depósito de chatarra; y no tan sólo al depósito, sino al pueblo entero y toda la parte occidental del país, devastando rancherías, pueblos, ciudades chicas y medianas y dándole un gran susto a la mismísima capital.
Trepidatorio y ondulatorio del 9 de Mercalli, logró el sismo mover la muela que taponaba el cráter del aerolito. El Canelo apenas si se percató del tremendo sacudón. El molino cilíndrico rodó medio metro, el baile telúrico duró un par de minutos y luego todo volvió a estar quieto. Pero ya ninguna de las piezas de chatarra se encontraba en su antiguo lugar.
El Canelo, en vez de cerrar los ojos y morir como era su destino manifiesto, los abrió y vivió contrariando a la madre naturaleza. Se sintió menos fatigado, ya no desfallecía y, algo insólito: tenía hambre. Buscó un nuevo camino para salir de aquel maremágnum de chatarra y utilizando la tradicional perspicacia canina no tardó mucho en hallar la salida. Si hacía poco tiempo las cataratas le proporcionaban una vista nublada, ahora su vista era diáfana. No se preguntó la causa de tal fenómeno pues la mejoría le pareció algo muy natural. Sucedió que la región del lóbulo frontal del cerebro llamada «área de Broca» en los humanos y con un equivalente en los canes había tenido un cambio notable: podía razonar con lógica, avance evolutivo insólito que tal vez lo llevase a situaciones inéditas para un can, como hablar.
La muela de acero se desplazó lo suficiente como para dejar expedito el camino al aerolito. En la superficie rugosa de éste se abrió una rendija no mayor de un centímetro de longitud y dos milímetros de ancho. Por dicha rendija salió una llamita azul, muy parecida a los fuegos fatuos de unos cinco centímetros de altura y tres de espesor, temblorosa y tímida se elevó un palmo y comenzó a vagar. De pronto se detuvo y luego se lanzó rápida y certera hacia la cabeza del Canelo. Se posó en ella, la rodeó como midiéndola, como explorándola, se plantó en la oreja maltrecha, buscó el conducto auditivo y desapareció en el interior de la testa canina. Ya adentro exploró el cerebro. Patinó sobre las viejas neuronas revitalizándolas, jugueteó con la plasticidad sináptica y cambió las propiedades funcionales de las sinapsis creando la sinaptogénesis, elevando nuevas conexiones sinápticas en el stratum lucidum, reforzó los impulsos eléctricos y distendió los nervios haciéndolos más resistentes al efecto del tiempo. Una hora después, el cerebro del Canelo se impregnó de un tinte azul pálido desde la superficie hasta lo más hondo de las circunvoluciones. ¡Ya era otro!
Por lo pronto, el Canelo sufría hambre y sed; sentía la necesidad imperiosa de calmar ambas urgencias. Sabía dónde encontrar alimento abundante; la visión de gatos y ratas destrozadas por sus dientes lo llenó de alegría. Recordó cómo los gatos últimamente se burlaban de él, pues con toda desfachatez se paseaban casi rozándolo, sabiendo que jamás podría alcanzarlos dado su estado lastimoso. Emprendió la marcha hacia el caserío.
Pero no le salieron al paso los gatos retadores, sino el temible Bush, quien se sorprendió sobremanera de verlo aún vivo, ya que detrás de la última zarandeada calculó que no sobreviviría la noche. «Bueno», se dijo Bush, «si no tuvo bastante es hora de terminar con él», y se lanzó a toda carrera hacia el Canelo, quien lo vio venir sin sentir el miedo cerval que le hacía eludirlo. Bush dio un elegante salto de tigre para caer sobre el lomo tachonado de mataduras de su despreciable enemigo.
El Canelo se dejó caer y presentó su vientre, Bush lo acometió, las fauces abiertas y babeantes, pero no pudo darle la primera dentellada porque el Canelo lo recibió con sus patas delanteras. Horas antes sus uñas estaban rotas y melladas completamente: en ese instante, sus uñas eran como navajas de gallo y se incrustaron en el cuello del fortachón Bush. No le dio tiempo a reponerse de la sorpresa, poco antes el Canelo no tenía un colmillo sano, ahora sus colmillos eran filosos estiletes puntiagudos y se clavaron directamente en la garganta del perrazo. Bush no supo cómo era posible su derrota. Sólo sintió que la vida se le iba por la hemorragia provocada en su cuello. La pelea no atrajo la atención de los vecinos porque ellos estaban muy ocupados en el recuento de los daños sufridos por el sismo. Por eso nadie vio cómo el Canelo arrastró el cadáver de Bush hacia un macizo de jaras y detrás de él lo devoró dejando tan sólo el esqueleto.
Durante la siguiente semana desaparecieron de Ciudad Cruz Azul todos los perros callejeros y algunos de casa. Nadie se dio cuenta de ello. Nadie notó su ausencia, nadie lo comentó. Durante la segunda semana a partir del terremoto desaparecieron también todos los osados gatos que antes se burlaban del Canelo. Y lo mismo.
Medraba en ciudad Cruz Azul una pandilla de niños depredadores compuesta por el Cuco Nieto, flaco, larguirucho y con un par de mocos colgándole eternamente de la nariz; los hermanos Montoya, prietos y osados, graduados en nivel de excelencia en el trompo; el Flaco Mario, medio güero cuyo parecido al «Flaco» de la pareja cinematográfica «El Gordo y el Flaco» era asombroso, buen jugador de yo-yo; los hermanos Ortiz, blancos y muy buenos para las canicas; y su primo Hilario, cara picada de viruela; la comandaba el Bruja quien ya no era niño sino adolescente; su lugarteniente era Demetrio el Monovano, en el umbral de la adolescencia, indio otomí muy maldiciente. El verdadero jefe de la pandilla era el Chino, de cabello negro muy crespo, pero como residía en el Defe poco aparecía por ahí; sin embargo, cuando el aire de la ciudad se le hacía irrespirable, venía a pasar cortas temporadas y reasumía el mando. Los rapazuelos brincaban del regocijo cuando eso sucedía, porque el Chino tenía coche: una charchina de los 60’s sedán cuatro puertas, color negro. Y no era que el Chino los llevase a pasear por el puro gusto de agasajarlos, sino que con el vehículo, conocido como «El por eso pago», el radio de las depredaciones aumentaba notablemente. En él podían llegar hasta las goteras de Tepeji, de Jilotepec y de Tula, arriar y subir gallinas, puercos, guajolotes y hasta chivas.
El Canelo era la mascota oficial de aquella pandilla que en el pueblo se conocía como «Los Vagos». Normalmente, los Vagos asolaban huertas de frutas y de verduras, gallineros, conejeras, establos y tendejones. La pandilla no tan sólo entretenía sus ocios robando, sino también practicando algún deporte o juego. Por temporadas les daba por jugar fútbol, béisbol, frontón a mano o nadaban en las cenagosas aguas del río que pasaba a un costado del campo deportivo. El Canelo los veía hacer y en su juventud recogía las pelotas que rebasaban los límites del campo. También los acompañaba en sus excursiones depredadoras y era muy apreciado porque sabía acogotar gallinas o conejos sin que cacarearan o escaparan. Claro, últimamente el Canelo ya no estaba para esos trotes, los Vagos no lo habían substituido y a veces le daban los huesos de alguna gallina que habían robado y cocinado al pastor, en lo cual eran expertos.
El perro renovado se sintió con la fuerza suficiente como para hacerla de nuevo como recogedor de bolas en los juegos de sus amitos. Una semana después del sismo jugaban fútbol. Habían retado a otro equipo, pero Pepe Montoya, su centro delantero, no se había presentado. Eso era lo de menos, todos jugaban en el puesto de todos. El juego comenzó, con cinco jugadores (uno de menos); lo iban perdiendo. De repente, todos contemplaron maravillados cómo el Canelo se incorporó al equipo de Los Vagos. Quedaron atónitos, no de que el perro jugara, antes lo había hecho, sino de que tuviese fuerzas, pues apenas días antes lo daban por muerto. El Canelo era versátil, lo mismo iba a la media cancha, que a la defensa, que anotaba goles. El primer gol de Los Vagos fue hecho por el perro. Los adversarios no se amilanaron, redoblaron sus esfuerzos, pero el equipo de Los Vagos, reforzado con el Canelo, resultó invencible: ganaron ocho a tres. Cinco de los ocho goles fueron del perro.
De ahí en adelante, el Canelo fue incluido como jugador de base. No hubo equipo que los derrotara. Es de advertirse que en Cruz Azul el deporte era más importante que la religión. Su equipo de primera división estatal, ya sea de fútbol o de béisbol, ganaba casi todos los campeonatos. Las copas atiborraban el salón de trofeos de la cementera. Guillermo Álvarez era el capitán del equipo de primera división, compuesto por mocetones entre los veinte y treinta años de edad. Acertó a pasar Guillermo cuando Los Vagos jugaban contra un equipo de muchachos que los sobrepasaban en edad, ya adolescentes todos. Vio cómo el Canelo jugó ese día de portero y comprobó «con sus propios ojos» que no le metieron un solo gol. ¡Ése era el portero que tanto necesitaba! Lo pidió prestado a Los Vagos, pero ellos declararon que su representante era el Chino y sin él ni hablar del asunto. Sin embargo, el Chino no podía venir a negociar el préstamo por la sencilla razón de que sufría una corta temporada en la cárcel de El Carmen, allá en el Defe. El asunto pasaba a ser competencia del Bruja y del Monovano, quienes a cambio de cien pesos (de los cuales repartieron diez al resto de Los Vagos), cedieron los derechos sobre el Canelo por tres meses a prueba.
El can futbolista había experimentado algunos cambios físicos notables. Creció y embarneció. Tenía diez centímetros más de alzada. Esto es, erguido en sus cuartos traseros, medía de hocico a patas un metro cincuenta, el equivalente a un hombre chaparro, lo normal por esos rumbos. Su pelo era lustroso y fino, los músculos lucían su poderío, sus huesos se presentían muy fuertes… y lo eran, dado que su dieta tan especial se prestaba para ello.
Su debut como portero en el circuito de primera división estatal fue un domingo a las doce del día. El equipo Cruz Azul jugaba en Tlaxcoapan. El equipo visitado tenía la fama de duro por lo sucio. Eran no tan sólo marrulleros, sino expertos en el hachazo. Los penaltis no importaban, porque los árbitros de Tlaxcoapan nunca los veían. Era raro que en un juego contra los de Tlaxcoapan el portero no saliera en camilla. Eran rudos, rudísimos, pero les faltaba técnica. Por eso casi siempre perdían contra el Cruz Azul.
Los malosos de Tlaxcoapan no pudieron contra el Canelo; como que anticipaba sus jugadas, sus faules, sus codazos y sus cabezazos al cuerpo. Detuvo todo. El juego se concentró casi todo el tiempo en el área defendida por el Cruz Azul. Pero de pronto se producía una descolgada celeste y era gol seguro. El marcador terminó cinco a cero a favor de Cruz Azul y lo que más lastimó el orgullo tlaxcoapense fue que no salió ningún jugador visitante lastimado. Tuvieron que reconocer la enorme calidad del portero visitante. El mejor de la liga.
El Cruz Azul terminó invicto la temporada y lo que es más, sin gol en contra. ¡Toda una hazaña!
La población de perros callejeros y gatos aventureros en Cruz Azul declinó hasta cero. La producción local de huevos también tuvo números rojos por la misteriosa desaparición de las gallinas sin dejar rastro. Con los conejos igual, lo mismo las chivas y los becerros. Los niños también comenzaron a escasear. La gente le echaba la culpa de todo a las bandas de «húngaros» (así llamaban a los gitanos) que de vez en cuando pasaban por ahí, pero con húngaros o sin ellos, los niños, sobre todo en edad escolar, iban desapareciendo.
En eso llegó al pueblo el circo «Familia Ataibo», integrado por Paconacho Ataibo padre, de profesión original cocinero y dueño del circo que llevaba su nombre; bajito, septuagenario, de mostacho villista, rechoncho, orgulloso de tener dos hijos extraordinarios: el mayor, más que su hijo su amigo, el botijón Paconaco Ataibo, y Benito el menor. Paconacho era el maestro de ceremonias del circo, también cocinaba para las fieras y los cirqueros, llevaba las cuentas y decidía qué ruta itinerante era la mejor. Paconaco era el jefe de los payasos, se ponía una peluca verde muy frondosa, de nariz, una bola roja, en el rostro los afeites naturales en todo clown, vestimenta acorde con una gran panza que no era artificial sino genuina, y también era el vendedor de boletos. Benito era el cuidador de las fieras y el maestre de la lona, esto es, quitaba y ponía la carpa ayudado por los mozos de cuadra. El circo contaba con dos fenómenos: el enano llamado Pepón de la Colina y la mujer más fea del mundo, de nombre la China Mendoza, además de dos extraordinarios acróbatas y trapecistas, Víctor Mofles Kolea y Quique González Perrero, amén de barrenderos, tramoyistas y demás encargados de la utilería y el montaje que cambiaban seguido pues los sueldos eran de hambre.
El circo Ataibo no era de primera clase, sino de esos circos de la legua que si bien a veces llegaban a las grandes capitales no pasaban de sus andurriales. Pero daba para vivir sin trabajar demasiado, y eso era ganancia porque la familia Ataibo profesaba un terror rayano en pánico a todo lo parecido al trabajo rudo. Grande fue la admiración de don Paconacho al ver después de la matinée dominical en el campo de fútbol jugar de portero a un perro. Pero mayor fue su pasmo al comprobar que era un arquero formidable. ¡Qué desperdicio de talento! ¡Con un entrenamiento adecuado ese can podría ser la estrella de su circo! Decidió adquirirlo a cualquier precio, si bien eso de «cualquier» era vana ilusión, el perro valía más que el circo entero, pero no se desanimó, fue a buscar al capitán del Cruz Azul, el grandote centro delantero Roberto, apodado el «Sesho», hijo de la fondera doña Dolores Dorantes. El Sesho oyó con interés la propuesta de compra, pero lamentablemente él no podía decidir porque el perro pertenecía al equipo infantil de Los Vagos; quiso la buena fortuna de don Paconacho que por esos días anduviera de visita en el pueblo el Chino quien apenas supo de la pretendida compra se apersonó en el circo. El regateo no duró mucho porque el Chino andaba escaso de fondos debido a que recién había salido del frescobote. Ni siquiera consultó con la pipiolera por fungir como su jefe indiscutible. El Canelo fue cedido definitivamente al circo Ataibo en quinientos pesos, una suma ni muy grande ni muy chica, aunque la transacción fue tan rápida que no dio tiempo a que el equipo Cruz Azul mejorara la oferta. Se firmó el contrato de cesión respectivo y el Canelo fue metido en una jaula vecina a la de un león asmático. Para ese entonces el tamaño del Canelo era similar al del león.
El mismo don Paconacho se encargó del entrenamiento del Canelo y, no sufrió decepción alguna porque el can aprendió pronto a caminar en la cuerda floja, a sostenerse sobre una pelota gigante haciendo cabriolas, en la acrobacia demostró ser tan hábil como Flores Kolea y González Perrero, hasta compitió como payaso con Paconaco y hacía reír más que él, decididamente tenía muy buena vis cómica. Desde entonces el circo Ataibo fue un éxito ahí donde se presentaba. Y no obstante su tamaño, el Canelo seguía siendo un perro fiel con sus amos: se echaba de espaldas y encogía sus patas para que le rascaran la barriga, hacía pequeños mandados y lamía con fruición las manos de sus amos. ¡Ah! Y no comía mucho. Fue tal la confianza despertada por tan maravilloso can que don Paconacho decidió no enjaularlo más y el Canelo se paseaba muy orondo dentro y fuera del circo.
En aquella gira por el estado de Hidalgo aumentó el elenco circense con varios fenómenos; en Tlahuelilpan contrataron a la enanita Ángeles Juárez, en Ixmiquilpan al enanito Agustín Cadena, en Tasquillo a los payasos Chóforo y Fito Kosteño, en Huichapan al gordo Daniel Sada, en la zona roja de Tula a Chelo Sáizar, la Cantante de Rancheras, en Real del Monte a la garrocha humana Alejandro Sandoval, en Huejutla al hombre-gato Héctor de Maugatito; don Paconacho compró una carpa más grande y el circo iba en vías de ser el mejor de Latinoamérica. Con la bonanza, Paconaco se dedicó por entero a escribir la biografía de su papá y también la historia del circo Ataibo.
Desde luego, ahí donde llegaba el circo Ataibo la niñez menguaba notablemente, no se diga perros callejeros y gatos vagabundos. Pero no tan sólo eso, cuando el circo llegó a Huejutla, en la Huasteca, desaparecieron todos los asistentes a todas las funciones. Asombrosamente, a nadie parecía importarle, o nadie se interesaba por esas desapariciones, la gente acudía en tropel atraída por el anuncio de la actuación del perro más grande del mundo. A la sazón ya el Canelo tenía el tamaño del elefante, la gente gozaba del espectáculo del cual la estrella indiscutible era el Canelo. Luego de la función, el ingenio mercantil de Paconaco inventó un ingreso más: retratarse con el Canelo costaba cincuenta pesos por piocha. Chicos y grandes deseaban aparecer en la foto y todo el público formaba cola para tal fin porque al payaso mayor se le ocurrió ponerle una boina como la del Che. Todos entraban, Benito hacía la foto, pero nadie salía, misteriosamente la muchedumbre desaparecía y el superperro engordaba a ojos vistas. Así, el Canelo despobló toda la huasteca hidalguense y de regreso rumbo a Pachuca, la capital, despobló cuanta ranchería y poblado halló a su paso. El suceso podía haber sido noticia de primera plana o alarma en cualquier noticiario, pero nadie reclamaba las desapariciones y, cuando el circo Ataibo llegó a Pachuca, el enorme can era ya del doble de tamaño del elefante. Casi no cabía en la carpa pero continuó creciendo aunque a un gradiente menos rápido.
En Pachuca el circo Ataibo vendió con mucha anticipación las entradas de dos funciones diarias, lleno completo durante un mes, fotografías individuales y colectivas por las mañanas. No necesitó don Paconacho aumentar el elenco artístico circense; con el Canelo y los antes dichos bastaba y sobraba. Es más, una noche desapareció el elefante y nadie se alarmó, asimismo todas las fieras desaparecieron poco después pero no importaba, como atracción estrella el Canelo era un fenómeno. A la primera función nocturna acudió gente muy importante; ahí estaba toda la tribu Lugo-Verduzco-Gil-Rojo, ex caciques, caciques y futuros caciques de la entidad, la flaca lombricienta Lulú Parga, secretaria de Cultura y el ex gober Güero de Rancho, muy impopular porque se había gastado el erario público del último año del sexenio en una precampaña mediática inútil persiguiendo la candidatura a la Grande por el PRI. Don Paconacho, en su función de maestro de ceremonias anunció la actuación del Canelo. Pero antes salió al redondel Paconaco, el payaso principal, quien hizo dos o tres bufonadas adulando al poder local. Luego, en medio de una nutrida diana apareció el Canelo y todos los reflectores se encendieron y lo enfocaron. El perro gigante bailó graciosamente, luego hizo piruetas con una pelota de fútbol, enseguida echó varias maromas recibiendo palmas nutridas y ovaciones cerradas. Hizo una pausa y abrió tamaño hocico. Aspiró profundamente, aspiró y aspiró, y por su hocicazo penetraron todos los espectadores. Los degustaba con deleite sin siquiera masticarlos. Sólo hizo intento de vomitar cuando la lombricienta Parga pasó por su garganta: ¡sabía tan amarga como el ruibarbo! Los caciques le supieron a pulque y el Güero de Rancho a calabaza de castilla en miel.
En Pachuca no quedó ni un alma, hasta el villano hidalguense más impopular conocido como la Sosa Nostra fue engullido con limpieza. Pero hubo un problema, el patriarca del circo hizo una fabada con salchichas podridas que nadie más que él tuvo el valor de tragar y la intoxicación que pescó le costó la vida. El circo Ataibo llegó con crespones de luto a Tizayuca, en los límites con el Edomex. Aquel monstruoso perrazo salió a hacer el paseo inaugural de la breve temporada llegando hasta las goteras sur de la ciudad; abría el desfile de presentación el Canelo en cuyo lomo iba un catafalco con el cuerpo de don Paconacho ya en franco estado de descomposición; el muerto iba tocado con un turbante cuajado de gemas falsas; en la cola perruna Benito había atado una auriga desde donde hacía visajes cómicos; más atrás, el Botijón de Gijón encabezaba el resto del elenco provisto de un megáfono de pilas, invitando a la población a presenciar la primera función, seguido por los trapecistas y malabaristas Mofles Kolea y González Perrero, los enanitos Ángeles y Agustín hacían las delicias de los pequeñuelos, la Cantante de Rancheras cantaba acompañada por el mariachi local «Yo me muero donde quera»; Alex Sandoval no necesitaba de zancos para sobresalir por su altura, todos iban ataviados con sus trajes de gala refulgentes de lentejuelas y entorchados aunque los mozos de cuadra como Horacio Puercayo, Pepe Zárate y Rolox Diez, quienes batían la tambora, los tamborines y un teponaxtle, vestían el uniforme de fajina; seguidos en fila india por los acomodadores, boleteros, barrenderos y tramoyistas en traje idéntico de color verde perico con vivos de amarillo bilioso, gorro tipo casco prusiano del Káiser: Juan H. Luna, Pancho Hagenbeck, Pico Vite, el Bef, Titino Sánchez, Virolo Ronquillo, Jorge Mocho, Juancho Madrid, Vitico Luis González y, cerrando la marcha, un tipo de gafas que bien a bien no sabía lo que estaba haciendo ahí: Nachín Padilla, idéntico a Dedillo cuando era joven.
Antes de dar vuelta para el regreso hacia la carpa, el Botijón de Gijón exclamó viendo hacia el sur, señalando un punto lejano donde suponía estaba la capital del país:
—¡Triunfaremos en el Defe! ¡Vaya que si triunfaremos! Veinte millones de almas gozarán de las funciones de este sin par y maravilloso circo.
El Canelo exclamó, relamiéndose los belfos:
—¡Veinte millones! ¡Vaya atracón que me daré!
Ni los cirqueros ni los mirones se asombraron de oírlo hablar. Tampoco se atemorizaron por aquella extraordinaria guía caníbal. Pese a su gran tamaño, el Canelo no dejaba de ser un perro, el mejor amigo del hombre.
Gonzalo Martré nació en Metztitlán, Hidalgo, en 1928. Realizó estudios de ingeniería química en la UNAM y fue profesor y director de la preparatoria Uno. Militó en los partidos Comunista Mexicano (PCM) y Socialista Unificado de México (PSUM). Ha escrito una obra extensa y variada que abarca novela, cuento, relato, ensayo, crónica y reportaje. Entre sus libros se destacan Los endemoniados, Safari en la Zona Rosa, La noche de la séptima llama, El Chanfalla, Dime con quién andas y te diré quién herpes, ¿Tormenta Roja sobre México?, Apenas seda azul, Los símbolos transparentes, y La emoción que paraliza el corazón. Con semejante obra a nuestro alcance no duden los lectores que Gonzalo será visitante asiduo de Axxón en los próximos meses.
Ya hemos publicado sus cuentos CUANDO LA BASURA NOS TAPE, LOS ANTIGUOS MEXICANOS A TRAVES DE SUS RUINAS Y SUS VESTIGIOS, LAS ALEGRES COMADRES DE HUIXNSOR y LOS CONEJOS COGELONES.
Este cuento se vincula temáticamente con CONÓCETE A TI MISMO de Luis Mazzarello; HIELO de Juan Pablo Noroña y PROYECTO CHANCHA BONITA de Juan Pablo Noroña.
Axxón 217 – abril de 2011
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Humor : Animales inteligentes : México : Mexicano).