ESPAÑA |
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Tú tienes que haber leído en alguna parte que cuando lo ridículo se imbrica con la desgracia ahí sí que la suerte o el destino o la propia imbecilidad de uno se están cebando en esa combinación de factores que construyen la felicidad. Y es que de hecho se la puede analizar fácilmente: dos o tres hábitos bien compaginados y listos. Pero entonces se cruza algo, que puede provenir o no de la voluntad de otra persona, y con una lógica quirúrgica se desmonta el tinglado. Lo que yo digo es que lo peor de esa disolución o del atasco (porque a veces no destruye nada, sólo aborta principios continuamente) se genera en lo ridículo, porque la felicidad es una cuestión de propósitos y el afectado no la defiende contra lo que no parece una oposición en firme, sino una simple falla estética sin trascendencia. ¿Me entiendes? No. Bueno, quiero decir que lo ridículo o lo insignificante tienen licencia donde no la tienen reveses más serios, como una quinta columna del caos.
Arturo hizo bastante mal en no hacerme caso. Le dije «mira, este personaje podría ser la estrella de varias cenas de idiotas, pero no es fiable, hay un suelo resbaladizo cerca de él». Y Arturo se empeñaba en defenderlo. Me decía que no lo consideraba un idiota, sino un tipo muy válido, con características de las que sólo se ríe la gente superficial (como él, cinco minutos antes de desembocar en esta digna confesión de amistad sincera). Yo lo frecuentaba menos, pero lo observaba con grima. Me he reído yo también mucho de ese tal M. Hemos sido amigos más distantes, tenía algunos gustos bien perfilados. Sobre todo en música. Daba el pego de resuelto, de culto, hasta de divertido. No te creas, Beatriz, que Arturo y yo íbamos de selectos. Tengo varios buenos amigos que parecen unos pobres tontos en algunos ambientes en los que coincidimos, y yo mismo doy pena con mi bufanda y mi boina bohemia entre la gente de Alicia.
Es normal, ¿qué te estoy contando? Quizá me he explicado mal. O no, va por ahí, porque lo que le pasó a Arturo pareció un escarmiento. Buscarse un amigo como una mascota no pinta bien. Ya sabes que Arturo siempre estuvo no ya molesto, sino frenético con respecto a la soledad. Siempre, para escapar a los derrumbes interiores, procedía a suicidios parciales, como yo les llamaba: viajes, novias feas, amistades estrambóticas y actividades obsesivas, en medio de un consumo más bien desorbitado de chocolate, huevos, dulces y, al final, licores. De hecho, mantenía la compostura bastante bien, pero yo le conocía, aunque pasé mucho siempre de hacerle de enfermera. Tres horas hablando de nada por terrazas del centro podía aguantárselo una vez a la semana, no más. El resto del tiempo me importaba poco cómo se las arreglara. Como si me preocupara, más que su amistad, un decoro conveniente a todos, amigos, conocidos, conciudadanos, me conformaba con que sus remedios a su soledad fueran tan cívicos. Al reencontrarlo, yo también me aliviaba algo de lo mismo que él, poco después de esquivar sus quejas en falso contra el pasmo del sistema, la moral, historias. Pero no iba a esforzarme en nada más que en aconsejarle conformidad y relajamiento.
Lo que pasa es que entonces me presentó a M., compañero de trabajo, un chaval excelente. Y, sobre todo, inofensivo.
—Gerardo, no creo que haga falta que me hables de ese tal M. y me cuentes esas cosas un poco extrañas. Yo sólo quiero saber si me ayudarás con él ahora, una vez a la semana al menos.
Ni hablar. Me da manía tratarlo así como está. Yo se lo dije pero él siguió su amigueo bobo con ese M. No son cosas raras. A Arturo le hacían falta en su vida elementos desechables y simples y pensó que con él los había conseguido. Incluso pasó de mí alguna vez. Estaría bueno que ahora creyeras que eran celos. Al contrario, mi amistad, que siempre fue fofa e inerte, se depuró. Le advertí que esa sonrisa temblona con que acogía los detalles sobre algunos problemas laborales que le contaba a la larga minaría su sensibilidad. Él me contestaba que no lo hacía con mala intención, que era un tipo demasiado franco. Y yo me callé unas semanas, refutado. Pero fui observándole más aún.
A Arturo se le puso como condición en RR. HH., si no quería ser desplazado a tareas menos ambiciosas, el certificado L. M. K. para gráficos de empresa. Se afanó mucho. Pero, como suele sucederle, se encalló. Nuestro amigo M. se ve que le ayudaba. Ninguna malicia, pero una batería de «claro, tienes que cambiar de sistema de estudio» que me insuflaba inseguridad hasta a mí, que no tengo nada que ver con su trabajo. Era el punto. Empecé a pensar que es más peligroso el botaratismo que la malignidad, y que, curiosamente, esa naturaleza inconsistente es capaz de perfidias mucho más cáusticas. Como las funciones infalibles de un espécimen más primitivo. Franqueza, afecto. Arturo le escuchaba con entrega. No desconfiaba para nada. Entonces, más seguro de mi punto de vista, se lo volví a advertir. Me daba la razón, pero me metía al tal M. por las narices cada vez que quedábamos, de manera que a partir de ese día ya siempre éramos tres.
Está claro que esto no duró mucho, aunque ya tuve conciencia de que le abandonaba a su suerte. El certificado se sobredimensionaba un poco más en la mente de Arturo siempre que M. le concedía su opinión, retrepado en la silla, con una suficiencia, en serio, espeluznante, zarandeando sin piedad el amor propio de tu sobrino a base de desestimar en seco cualquier propósito de mejorar el estudio. Sencillamente, con una sutileza que andaba por detrás o a espaldas de su propia simpleza, le deslizaba que sacarse el certificado era imposible, y que mejor sería que se conformase. Claro, no había otro remedio; en el fondo, ¿qué pretendía Arturo, ascender a director? Ahora bien, si tan importante era para él obtener el certificado no podía estudiar de esa manera tan directa. Esto no era el instituto. Más le convendría hacer antes un cursillo sobre técnicas de aprendizaje, o escucharle sus consejos (que no acababan nunca de asomar). Te aseguro, Beatriz, que era un espectáculo verle deshacer con un solo gesto de certeza sobrenatural, monolítico, los ingenuos hilados del ánimo de Arturo. Tú sabes que nunca ha sido tonto. Argumentaba en esos momentos con fluidez, con ganas, no dejándose ningún detalle. Pero daba compasión, al otro le bastaba con bajar un poco los párpados y sonreírse como si figuraran en su currículum todos los certificados del mundo para que sus comentarios en verdad vagos tuvieran fuerza de ley. Yo intentaba ayudar, le quitaba importancia al hecho, le decía que yo mismo suspendí dos veces antes de sacarme el B6. Que para nada había que montarse una película sobre esta cuestión. Pero M. lo aprovechaba para volverlo contra el propósito de Arturo de no ser desplazado. Convertía en afán ridículo de trepar en la empresa lo que sólo era prácticamente necesidad de sobrevivir en ella. Te reconozco, Beatriz, que en ese momento clave me desentendí.
Cómo fue descendiendo, dicho así suave. Creo que mediante crisis. Ataques de ira, me parece, contra sí mismo, ataques tan duros que vale la frase que él solía utilizar, que se le rompía la hiel. Tenía que sacar el certificado y llevaba tres suspensos. Le cambiaron el turno y dejó de coincidir a la hora de comer con dos superiores, como antes, y se le escurrieron las influencias. Aunque por lo menos se alegró, pobre infeliz, porque sí que coincidía con M., a quien seguía tratando impecablemente. En febrero el médico le recetó pastillas que le bajaran la tensión. En abril eran preocupantes las taquicardias. En mayo le fui a ver un día aislado y le aguanté unos ojos demasiado abiertos y como jadeantes. Su miedo a la soledad se había quedado atrás, o debajo, cimiento de un edificio más complejo. Al sacarle el tema del certificado de las narices me pareció que ya sólo era la punta del iceberg. «¿Qué te dice M.?», le pregunté, por tocar el punto. «Él cree que me obsesiono». Lo imaginé sentado con criminal confianza, soltándole sus «claro, tú te crees que…». «M. sacó el certificado hace dos semanas», añadió. «Ah», contesté, perplejo y en cambio comprendiendo. Sí, a la primera. En el salto de su mirada a la mía advertí una pizca de envidia, de rabia, como si empezara a entender. No es que M. le quitara la plaza, Beatriz, es que… Me vas captando, ¿no? «Pero ahora me va a ayudar», tuve que oír junto con una voluntaria sumisión más de su amor propio. «Esta semana me dará clases».
Me empeñé en estar. Vi necesario reaccionar por lo menos entonces. Yo de amigo tengo el nombre sólo. Creo que hubo también algo de humanidad. Hizo falta que insistiera tres veces, porque las dos primeras no me cogió el móvil. Y llegué tarde, porque la última vez ya llevaban un rato. Hacía días que no veía a M. Me dio miedo volver a encontrarme con su cara. De verdad, hice acopio de valor subiendo en el ascensor plateado, con espejo, del bloque distinguido y pijo en el que vive Arturo. Me temí que M. hubiera sacado ya la personalidad sólida y maldita que explicaría tanto daño. No. El tipo hueco e inocuo de siempre, sentado en el sofá hojeando un libro cualquiera, como esperando que alguien le abriese la cabeza por capricho. Arturo y yo podíamos sentirnos llamados sin querer a cometer alguna burrada contra el pobre muchacho, con lo insignificante que parecía. Pero Arturo lo trataba incluso demasiado bien. Mientras nos preparaba la cena, mantuve un rato de charla. «A ver», pensaba, «a ver si me pasa lo mismo». Pero el tío me escuchaba con el respeto estándar que todos usamos y aunque aventuré tres o cuatro quejas de desorientación sobre aspectos de mi vida, él se limitó a dejarme hablar. Me relajé. Luego depositó el libro en la estantería y se pasó por la cocina a buscar una cerveza. Le hizo un comentario distraídamente atroz sobre aquel libro, de modo que repercutía sin remedio en el gusto literario de Arturo. Pensé que lo más peligroso era que yo no pudiera experimentarlo. Oyéndoles de lejos, me pareció que el sofá era un potro de tortura que yo estaba supervisando para más tarde y también que comprobaba que los muebles iban a mantenerse en silencio.
Se cenó. Yo no sé por qué tuvo que prepararnos doce huevos rellenos y siete crepes. Y luego los licores y las pastas. Sus fugas por sobreabundancia. Acto seguido, la clase. Se me invitó muy educadamente a no aburrirme, pero me hice el loco. Lo mejor de todo es que M. ni se inmutó y empezó a instruir a Arturo con una retahíla tan descarada de tonterías que me parecía estar oyendo las patochadas hombreantes de un niño. Arturo se daba cuenta y supe por fin que si no acusaba de nada a la conciencia de M. sí que lo consideraba la causa de su angustia. Por fuerza, al final, como si el dolor se saltara la lógica, Arturo debía rozar la composición de lugar siguiente: M. seguía siendo el mismo pelele, devolviendo el mismo eco de lo que se decía, reflejo de amistad, ectoplasma, pero (y esto era lo que a Arturo le reventaba) ¿por qué tenía que ser un eco precisamente en negativo?, ¿por qué siempre en negativo?; ¿y por qué, en medio de la imponderancia de su personalidad, era capaz de mantener el chorro de una impenitente opinión autónoma, crasamente propia, que pretendía contraponerse como fruto de su intelecto y en el fondo sólo obedecía a un obsceno placer de necia oposición?
La situación se hubiera superado de manera directa. También le había aconsejado que dejara de verlo. Que lo evitara en la empresa, sin explicaciones. Pero es verdad que su amor propio no se hubiera recuperado y, como ominosamente, el certificado habría quedado de todas formas ya lejos de su alcance.
Mientras asistía indolente y remoto a la pila de desacreditaciones y desahucios con que M. trufaba su especie de instrucción, cristalinas e impolutas en su brutal franqueza, se me fue llenando el pecho de una gana que hace mucho tiempo que no tenía, si es que alguna vez la tuve. Pensé que era propia de la gente de otra laya. He leído por ahí que aquellos filósofos exquisitos de la Ilustración si se veían en la necesidad también sabían dar puñetazos. Para mí dar un puñetazo es como amenazar al parlamento de un atentado comunicando al mismo tiempo el número de DNI. Un golpe de estado a voces delante de la Moncloa. Una transgresión demasiado expuesta y en frío. Pues bien, Beatriz, yo estaba dispuesto a prestarle a Arturo ese puñetazo imprescindible. Sí, estaba preparado para ser tan amigo como hiciera falta. El pobre Arturo ya bufaba, se removía, se levantaba y cogía un libro de otra cosa. Como un bicho que mueve las patas demasiado ineficazmente contra el alfiler que le atraviesa, estaba empezando ya a faltar el respeto a M., que, en su alciónico y etéreo desprecio, no podía inmutarse: en él o dentro de él no había persona que se pudiera ofender, y por lo tanto, resbalaba. Pero un puñetazo ya sí que era imposible que le dejara igual. Se me hacía agua la boca al pensar en su cabeza rebotando contra la estantería que le venía a la altura de la oreja. El «ay» pueril y el encogerse, la queja y el pedirme explicaciones. La caída desde su torre de suficiencia, con todo el equipo.
Ya estaba tardando. Arturo llevaba cinco minutos en la butaquita supletoria de su despacho, como queriéndose abstraer. Me fijé y le vi amoratado, respirando un filo de aire. Yo estaba a un metro de M., que seguía derramando lo inefable en su magnífico arte tan perverso. Era el momento de soltarle la santa hostia en la parte de rostro donde le cayera.
Mira, Beatriz, no me voy a justificar. No me contuve porque le fallara a Arturo. Le fallo ahora, ya lo sé, qué me importa. Pero entonces no le fallé. Entonces hubiera cometido ese acto, por gusto. Sin embargo, un segundo antes repasé otra vez esas facciones, que parecían las de un muñeco. Movía los labios recalcando los puntos ya vistos con refinamiento e inconsciente regodeo, como si notara sin comprender a través del desplome de Arturo que su perorata era efectiva y en consecuencia, buena. Aspiré y tensé un poco el brazo. Al mismo tiempo calibré en un instante qué era exactamente lo que le pasaba por dentro. Un río de leche atravesado por negros hilos de araña. Y vi que el puñetazo podía romperle las ternillas de la nariz pero se iba a tragar probablemente la seguridad de mi voluntad en un solo buche. Hasta pude sospechar la trampa como si fuese un reptil que no espera sino que alienta como la roída bisagra de dos momentos. Supe que mi egoísmo por nada del mundo quería pasar por lo mismo que Arturo. Si su rostro me daba a mí la certeza de un golpe, a mí, es que su intrascendencia guardaba un cepo de aire para mi pobre rabia y mi triste propósito de salvar a mi amigo. Concluí, por fin, mirándole con impotencia la nuca, chata y gruesa, que, si me abandonaba al impulso, las horas siguientes de aquella noche, solo en mi casa, aunque intentara alegrarme con el recuerdo de la sangre, iban a ser fatales para mi confianza en mí mismo, no me pidas que te explique por qué. Un sinsabor arenoso me puso una mueca.
Atendí a Arturo, que ya no podía respirar. Al menos llamé a la ambulancia.
Daniel Buzón es el pseudónimo para Daniel Álvarez Gómez, que nació en Manresa (España) en 1977. Está licenciado en Filología Clásica y ha aprobado una tesina centrada en el teólogo Juan de Segovia. Sobre él y Nicolás de Cusa publicó a medias con otro un capítulo del libro Religiöse Toleranz im Spiegel der Literatur, 2009 (traducido al alemán por otro más…). Ha dado una comunicación en la UAB. Trabaja desde 2003 como sustituto de latín y griego para el Departamento de enseñanza del gobierno catalán, dando manotazos al aire bajo la E.S.O. Siempre que estas siglas oscurantistas se lo permiten lee, entre otras cosas, la literatura fantástica americana, además de filosofía y poesía. Como escritor literario, han pasado de él en una decena de certámenes.
Hemos publicado en Axxón su cuento BUCÓLICA (CON SÁTIROS Y NINFAS).
Este cuento se vincula temáticamente con EL CONSERVACIONISTA, de Gonzalo Santos; DESCONEXIÓN, de Ángel Villán y ENTRE HUMANOS, de Claudia Cortalezzi.
Axxón 217 – abril de 2011
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Psicología : Manipulación : España : Español).