«Las sirenas cantándose entre sû, Cat Rambo
Agregado en 11 julio 2011 por dany in 220, Ficciones, tags: CuentoEEUU |
En la cabina, Niko se inclinó detrás de mÃ, elevando la voz para hacerse oÃr por encima del rugido del motor y el agua.
Cuando hagas la Elección ¿qué serás? ¿Chico o chica?
Le habrÃa contestado si hubiera pensado que realmente le importaba. Pero para entonces estábamos lejos de la costa, rumbo al BotÃn, y él sólo querÃa charlar, sabiendo lo que tardarÃamos en llegar allá. No le importaba que yo fuera masculino o femenina, porque no dejarÃa de ser Lolo, su camarada. Percibà que el barco escuchaba, pero sabÃa que yo no querÃa que hablara, que si iba demasiado lejos lo apagarÃa.
De modo que continué timoneando el MarÃa Magdalena y le respondà a Niko que no sabÃa y que no importaba, a menos que lográramos sacar tajada del BotÃn antes de que llegaran los desguazadores corporativos. Después, nos quedamos otra vez en silencio y sólo existió el retumbar del motor que ascendÃa por mis pies. Jorge Felipe se dio vuelta en la hamaca que habÃamos conseguido hacer entrar en la cabina y colgar de unos ganchos clavados al entablado de la pared. EmitÃa algo que podÃan ser ronquidos, pedos o tal vez las dos cosas.
Jorge Felipe era el que habÃa averiguado lo del BotÃn. TenÃa unos cuatro o cinco kilómetros de extensión, dijo el sujeto que lo habÃa localizado. Cuatro o cinco kilómetros de restos de primera calidad que flotaban en el océano: trozos de plástico viejo, madera y Dios sabÃa qué más, acumulados por las corrientes, concentrados en un solo lugar. Todo recuperable, por un valor de cinco nuevos centavos por libra. En el lapso de una semana, los barcos de los desguazadores corporativos estarÃan allÃ, desmantelando y cargando todo ese dinero en las máquinas de la empresa, en las bocas de la empresa.
Pero nosotros llegarÃamos primero y cortarÃamos una porción suficiente para que todos ganáramos. Yo querÃa poder Elegir y no serÃa posible hasta que pudiera pagar los honorarios médicos. Niko decÃa que no estaba ahorrando para nada en especial, pero en verdad sà lo hacÃa: tendrÃa el dinero necesario para descansar un mes, sin preocuparse por alimentar a su madre, a su numerosa familia.
Jorge Felipe sólo querÃa salir de Santo Nuevo. Cualquier modo de escapar de nuestra aldea le parecÃa bien, y el primer paso era pagarse un pasaje. Deseaba irse antes del comienzo de la temporada de tormentas, cuando todos vivirÃamos de lo que pudiéramos hasta que, en primavera, florecieran nuevamente los turistas.
El invierno era una época frugal. Jorge Felipe, aunque ahora roncaba plácidamente, sentÃa la mordedura de la desesperación. Por eso estaba dispuesto a repartir las ganancias conmigo a cambio del uso del MarÃa Magdalena. La mayor parte del tiempo no tenÃa mucho que decirme. Yo lo asustaba, lo sabÃa. Se lo habÃa dicho a Niko para que él me lo dijera a mÃ. Pero no tenÃa otros amigos con barcos capaces de salir a desguazar una porción del BotÃn y llevarla a vender, remolcándola a razón de cinco nuevos centavos por libra. Y yo, por mi parte, pensaba que él era mezquino, malvado y peligroso. Pero era el que conocÃa las coordenadas del BotÃn.
Incliné la cabeza y escuché los motores, verificando los ritmos para asegurarme de que todo funcionaba bien. A mis espaldas, el tartamudeo familiar de la bomba de agua no era motivo de preocupación y tampoco la manera en que tosÃa el balastro cuando se encendÃa. ConocÃa todos los sonidos del MarÃa Magdalena. Es viejo pero funciona y, entre los hidromotores y los paneles solares, se las ingenia para seguir adelante.
A veces me imaginaba que lo estrellaba contra un arrecife y me alejaba nadando, abandonándolo a su suerte para que acabara cubierto de caca de pájaro y de algas, mientras su voz suplicaba, persistente, durante el tiempo que aguantaran las baterÃas. A veces, me imaginaba que tomaba un pequeño láser de corte y hacÃa picadillo todo, excepto su indefensa caja cerebral, que se encontraba debajo del entarimado, en las profundidades de la cabina; luego, le seccionaba los cables de entrada uno por uno, dejándolo solo. A veces, imaginaba cosas peores.
Lo heredé de mi tÃo Fortunato. Mi tÃo amaba a ese barco como a una mujer, y el barco hacÃa cosas por él hacÃa durar más los últimos restos de combustible, se volvÃa un poco más eficiente que nunca hacÃa por mà ni por ningún otro. Como una mujer abandonada, aferrada a un amante que habÃa continuado con su vida. La IA se podÃa desarmar y rediseñar, re-imprimir, pero se perderÃan todos sus conocimientos. Su capacidad de reconocerme.
La cabina estaba como la habÃa dejado mi tÃo: su gorra de béisbol colgada de la percha junto al umbral, las fotos de chicas adheridas con laca a las paredes de madera. A veces, se me ocurrÃa cubrir esas fotos con pintura. Pero me recordaban a mi tÃo; me recordaban que no debÃa perdonarlo. Uno hubiera pensado que se conformaba con ellas, pero tal vez sólo servÃan para incitarlo a más. Algunos sostienen que es eso lo que ocurre con la pornografÃa: cada vez más, hasta que el hombre no puede controlarse.
No puedo decir que mi experiencia lo haya confirmado.
El tÃo Fortunato me dejó el MarÃa Magdalena por culpa, culpa por lo que hizo, culpa porque su sobrina decidió volverse asexuada, ocultando todo en lugar de convivir con su condición de mujer. Fui la primera de la aldea en optar por la Elección, pero no la primera en el mundo, ni remotamente. Para entonces ya estaba de moda y muchas celebridades se lo hacÃan a sus hijos por «razones terapéuticas». Mi abuela, Mamá Fig, decÃa que era antinatural y contrario a las leyes de la Iglesia, y todos los sacerdotes de las islas vinieron a hablarme. Pero no cambié de opinión. HabÃa un fondo especial para los sobrevivientes de ataques sexuales. Asà me lo pagaron, aunque no quise decirles quién era el culpable.
No podÃa hacer que lo castigaran. Si lo encarcelaban, mi abuela perderÃa su único medio de sustento. Pero sà podÃa librarme de sus garras, convirtiéndome en algo imposible para el sexo. Neutra. Neutra, hasta que quisiera elegir un género. Sin embargo, nadie me dijo que entrar era gratis, pero que salir costaba dinero. Costaba mucho.
Cuando me enteré de que me habÃa dejado el barco, no lo quise. Lo dejé inmóvil en el muelle dos semanas, llenándose de lapas, antes de ir a verlo.
No habrÃa ido nunca, pero el invierno me estaba enloqueciendo. No encontraba trabajo; no tenÃa nada que hacer salvo sentarme en casa, con mi abuela, y escucharla preocuparse por los hijos de una vieja amiga y por los pormenores del guión de sus telenovelas favoritas.
Cuando finalmente me acerqué al MarÃa Magdalena, no me habló hasta que lo abordé. Primero, permanecà de pie y lo miré. No es gran cosa. Resumiendo: tiene forma de caja y está treinta años desactualizado; un barco originalmente descerebrado, con unos toques que lo han puesto un poco a tono con este siglo.
Me imaginaba vertiendo ácido en la cubierta y observando cómo la carcomÃa, entre siseos y chisporroteos.
Mientras ascendÃa por la planchada, sentà el suave balanceo bajo mis pies. No hay nada parecido a estar en un barco; cerré los ojos para sentir ese vértigo, como si fuera la mano conocida de un amigo tomándome del codo.
Me imaginaba que unos imanes lo hacÃan pedazos, que los bulones salÃan volando, como si lo desmantelaran en un dibujo animado.
Laura dijo un altavoz, como si yo no hubiera desaparecido durante seis años, como si me viera todos los dÃas. Laura, ¿dónde está tu tÃo?
Me imaginaba que se desintegraba, se destrozaba, se convertÃa en átomos silenciosos.
Ya no soy Laura dije. Soy Lolo. Soy de género neutro.
No comprendo dijo.
Tienes conexión con la Red dije. Busca «género neutro» y «operación biomod».
No estaba segura de si la pausa que siguió era para crear un efecto teatral o si realmente tenÃa dificultades para entender los parámetros de búsqueda. Después dijo:
Ah, ya veo. ¿Cuándo te la hiciste?
Hace seis años.
¿Dónde está tu tÃo?
Murió dije rotundamente. Guardaba la esperanza de que las máquinas inteligentes fuesen capaces de sentir dolor, de modo que hundà el cuchillo todo lo que pude. Apuñalado en una pelea de bar.
Su voz siempre tenÃa la misma afectación inexpresiva, pero yo imaginaba/deseaba escuchar un dejo de tristeza y pánico.
¿Quién es mi dueño ahora?
Yo. Sólo durante el tiempo que tarde en venderte.
No puedes, Laura.
Lolo. Y sà puedo.
Las licencias para operarme, la de turismo, la de pesca deportiva, incluso la de mensajerÃa, no se pueden transferirse a un nuevo dueño. No te pagarán mucho por un barco que no se puede usar.
Oh, no lo sé dije. Si te vendo como chatarra, me harás ganar una cantidad decente.
Volvió a hacer una pausa.
Sigue usándome, Lolo, y ganarás lo suficiente para mantenerte a ti y a Mamá Fig. Tu tÃo tenÃa contratos de trasbordo y todas las temporadas son buenas si haces un par de viajes con turistas de bajo presupuesto o muy excéntricos.
Tuvo la delicadeza de no seguir presionando. No me quedaban muchas opciones y era la única forma de mantenernos, a mi abuela y a mÃ, mes a mes. Con el MarÃa Magdalena, mi situación era muchÃsimo mejor que la de Niko y Jorge Felipe. Ocasionalmente, podÃa comprarme una camisa o un disco nuevo, en lugar de tener que usar algo rescatado del mar.
Hacia fin de año llegamos a un acuerdo. Ahora, el barco sabÃa que no debÃa hablarme la mayor parte del tiempo. PodÃa estar conmigo en todos lados. Los micrófonos del tamaño de un botón refulgÃan a lo largo de la barandilla del frente, en el retrete, incluso en el pequeño bote salvavidas abrazado a un costado. Pero él permanecÃa en silencio, excepto en la cabina, donde me informaba sobre las profundidades, el clima, la temperatura del agua. Yo le decÃa hacia dónde debÃamos ir. Un trato laboral e impersonal.
Niko subió a cubierta. No lo culpaba. En la cabina hacÃa mucho calor. SabÃa que el MarÃa Magdalena me alertarÃa si habÃa problemas, pero me gustaba tener el ojo atento a todo.
Jorge Felipe se retorció y asomó la cabeza por encima del borde de la hamaca. Su cabello oscuro estaba erizado, proyectándose en todas direcciones como las pajas de una escoba rota.
¿Ya es de mañana? preguntó con la voz áspera.
Faltan un par de horas.
¿Dónde está Niko?
Salió a fumar.
Gruñó. Mierda, qué calor hace aquà dijo. Balanceó las piernas y las sacó de debajo de la manta de esterilla; saltó al suelo. ¿Quedó algo de sopa?
En el termo del armario.
Detrás de mÃ, el microondas lanzó unos bips de protesta mientras él accionaba los controles. La pantalla era de un color verde estable, granuloso, y me mostraba la superficie de las profundidades, debajo del barco. Pilas de arena acumulada y arrecifes. Se comentaba que era posible localizar un barco hundido por la rectitud antinatural de una lÃnea, la extrañeza de un ángulo. No era probable, pero se hablaba de ello de la manera en que se relatan las anécdotas del amigo del primo de un vecino.
Caliéntame un poco dije.
¿De sopa o de café?
Café respondÃ, y él metió otro jarro en el microondas.
Niko apareció en la puerta.
Hay sirenas allá fuera dijo. Tengan cuidado si van a nadar.
Jorge Felipe me dio el jarro, tan caliente que casi me quemó la piel cuando lo envolvà con mis manos.
Sirenas de mierda dijo. Las odio más que a los tiburones. Una se enredó con mi hermana y casi la mata.
Todos los de la isla se han enredado con tu hermana. Me serviré un café y volveré a salir dijo Niko, y eso hizo.
Jorge Felipe lo observó marcharse.
Tiene una puta obsesión con las sirenas.
Sirenas. Antes de que yo naciera habÃa más turistas. Ahora siempre hay turistas, pero no tantos. Algunos venÃan aquÃ, incluso especÃficamente, por las playas. O por la biociencia barata del mercado negro. Y un biocientÃfico del mercado negro se especializaba en convertirlos en sirenas.
Supongo que pagaban mucho. Un cuerpo de última moda con el que podÃan nadar y simular que siempre habÃan sido criaturas marinas. Fue muy popular durante un año, decÃa Mamá Fig.
Pero el cientÃfico no era tan bueno, ni tan meticuloso. O tal vez no comprendÃa todas las consecuencias del ADN que utilizaba. Algunos decÃan que lo hizo deliberadamente.
Porque las sirenas ponÃan huevos, de a centenares por vez, o al menos esa especie lo hacÃa. Y las nacidas naturalmente no tenÃan mentes humanas que las guiaran. Eran como tiburones: comÃan, mataban, comÃan. La mayorÃa de las sirenas originales se marcharon cuando descubrieron que los mares estaban llenos de productos quÃmicos o que allá abajo, en lugar de canciones de ballenas, oÃan los sonares de los submarinos y las señales de los barcos. Cuando las pocas que quedaban se dieron cuenta de que estaban engendrando crÃas les gustara o no, también salieron. Supuestamente, una o dos se quedaron y ahora viven en el mar con su prole, que es dos veces más malvada que todo el resto.
Vigila la pantalla dije, y subà a cubierta. El sol se asomaba: rodajas doradas, rosadas y azules en el oriente. Se reflejaba en los agujeros de la barandilla del MarÃa Magdalena, en los sitios donde yo habÃa clavado el cuchillo, dejando marcas de viruela en el rostro del barco.
Niko observaba el agua. La luz danzaba sobre ella, intensa y cegadora. El viento traÃa gotas de rocÃo que aguijoneaban los ojos. Lamà la sal de mis labios resecos.
¿Dónde las ves? pregunté.
Señaló, pero al principio no vi nada. Tardé varios minutos en distinguir un coletazo de aletas, una sombra interceptada por una ola que se elevó y descendió.
Las ves salir de estas profundidades en todo momento dije. Niko no habÃa navegado mucho en el barco. Le daban náuseas en cualquier parte más allá de los diez metros, pero Jorge Felipe lo habÃa reclutado para que me coaccionara a colaborar. Le habÃa regalado una provisión de sofisticados parches antináuseas. Miré de reojo. Uno de ellos refulgÃa como una agalla calcárea en un costado de su cuello.
¿SÃ? dijo él, con la vista clavada en el agua. No me estaba mirando, de modo que yo lo miré a él, a su rostro, tratando de fijar los detalles en la memoria. Tratando de imaginármelo como una foto. La lÃnea de su mandÃbula era suave, ensombrecida por una barba de varios dÃas. El cabello que le cubrÃa las orejas se enredaba en rizos, comenzaba a formar tirabuzones aplastados por el sueño. TenÃa pestañas largas, más largas que las mÃas. El sol ascendió un poco más y la luz cegadora se tornó tan brillante que me hizo doler los ojos.
Ponte un sombrero le dije a Niko. Será un dÃa caluroso y feo.
Asintió, pero se quedó donde estaba. Comencé a decirle más, pero me encogà de hombros y regresé adentro. Me daba igual. Sin embargo, cuando vi su sombrero de paja en el suelo, se lo di a Jorge Felipe y le dije:
Cuando salgas, llévale esto a Niko.
* * *
Observando desde la barandilla, localicé a tres barcos de la corporación antes de que llegáramos al BotÃn. Por un momento, me pregunté por qué estaban tan alejados uno del otro y luego me percaté del tamaño del BotÃn. Era enorme: kilómetros de ancho. Los barcos estaban reunidos a su alrededor y los zumbadores descansaban con las alas extendidas para recargar los paneles solares.
Deben de habernos visto al mismo tiempo. Un zumbador plegó las alas sombras cubiertas de telarañas plateadas y se aproximó. Conforme se acercaba, vi el logo de Novagen en un lateral y en el casco espejado de su ocupante.
Este salvamento está reservadodijo el altavoz, también con el logo.
Me rodeé la boca con las manos para gritar:
El salvamento no está reservado hasta que lo tengan amarrado con cuerdas. A menos que vayan a remolcarlo completo, tenemos derecho a hincarle el diente.
Salvamento reservado repitió el piloto. Miró al MarÃa Magdalena de arriba abajo y frunció el labio. La mayor parte del tiempo, me gustaba su apariencia destartalada de mierda, pero ahora, por un breve momento, me henchà de orgullo. Mejor ten cuidado, chiquilla. Cuando se entrometen los trabajadores independientes, ocurren accidentes.
Ya lo sabÃa. A los barcos corporativos les gustaba hundir a la competencia y disponÃan de una decena de métodos solapados diferentes para hacerlo.
Junto a mÃ, Jorge Felipe dijo:
¿Vas a permitir que nos ahuyenten?
No respondÃ, pero le hice un gesto de asentimiento al piloto y dije: MarÃa Magdalena, retrocede.
Nos desplazamos hacia el otro lado.
¿Qué vas a hacer? preguntó Niko.
Vamos a detener los motores y a dejar que las corrientes que amontonaron el BotÃn nos atraigan hacia él dije. Buscan motores activos. Después de que oscurezca, no advertirán que avanzamos. Mientras tanto, fingiremos estar pescando. En realidad, no fingiremos.
Trajimos nuestro equipo de pesca. Las sirenas nos habÃan abandonado y yo esperaba encontrar un cardumen decente de algo; peces de las profundidades, como mÃnimo. Pero en las lóbregas aguas que rodeaban el BotÃn no habÃa nada vivo. Los tentáculos de plástico ondeaban como algas inquietas, engullendo nuestros anzuelos hasta que las cañas se torcÃan y arqueaban con cada ola.
QuerÃa que los barcos corporativos vieran nuestras lÃneas de pesca. Una vez por hora, nos sobrevolaba un zumbador que iba y venÃa entre dos de los barcos más grandes.
Cuando bajó el sol, descendà a la cabina. Los demás me siguieron. Examiné los datos del clima en el flanco metálico de la consola principal, lleno de cicatrices.
Pero tardamos más de lo que habÃa pensado. Cuando terminamos de cortar nuestra porción con los pequeños láseres y la liberamos, el sol ya se asomaba. Hoy estaba más nublado, y bendije a la niebla. SerÃa más difÃcil detectarnos.
Trabajamos como demonios, lanzando los ganchos, cortando pedazos y arrojándolos al interior de la red de carga. Buscamos buen material: productos electrónicos con metales preciosos que podrÃan recuperarse, buen cristal, algunos recuerdos que luego podrÃamos vender en Internet. Mariscos… nos alimentarÃamos con ellos una semana si no habÃa otra cosa. Dos patitos amarillos se bamboleaban detrás de una red metálica para recubrir botellas. Los recogà y me los guardé en el bolsillo.
¿Qué era eso? dijo Jorge Felipe, a mi lado.
¿Qué era qué? Yo estaba recogiendo la red anaranjada, festoneada de algas muertas.
¿Qué te metiste en el bolsillo? Entrecerró los ojos con sospecha.
Saqué los patos del bolsillo; se los mostré.
¿Quieres uno?
Hizo una pausa, mirando mi bolsillo.
¿Quieres meter la mano? dije. Incliné la cadera hacia él. Ya me estaba fastidiando.
Se sonrojó. No. Sólo recuerda que nos repartiremos todo. Recuérdalo.
Lo recordaré.
Hay un águila nativa de estas islas. La llamamos alas marrones. El año anterior, habÃa visto a Jorge Felipe con una en la mano, negociando con unos turistas atracados en el embarcadero.
¿Quieren comprar un ave? les preguntó, sentado en su canoa y mirando hacia arriba, hacia el barco tostado, dorado, del color del dinero. Sostuvo al animal en alto.
Esa es una especie en peligro, hijo dijo un turista. Su rostro enrojecido por el sol se estaba poniendo aún más rojo.
Jorge lo miró con ojos vacÃos e inexpresivos. Después bajó al pájaro, le sumergió la cabeza en el agua un momento y volvió a sacarlo, mientras el ave graznaba y forcejeaba.
¡Deténganlo! chilló una mujer.
¿Quieren comprar un ave? repitió Jorge Felipe.
No les alcanzaban las manos para arrojarle dinero. Jorge soltó al alas marrones y el pájaro se alejó volando. Esa noche nos invitó tragos a todos, incluso a mÃ, pero yo continuaba viendo esa mirada vacÃa en sus ojos. Me hacÃa dudar sobre lo que habrÃa ocurrido si los turistas se hubiesen negado.
Cuando los zumbadores advirtieron nuestra presencia, ya estábamos en camino. PodÃan ver lo que estábamos remolcando y ordené al MarÃa Magdalena que supervisara sus conversaciones por radio.
Pero sucedió exactamente lo que yo esperaba. Éramos poca cosa. TenÃamos una porción más grande de lo que me habÃa atrevido a imaginar, pero que no era ni una milésima de lo que estaban llevándose ellos. PodÃan tolerar que unos pocos carroñeros tomaran su bocado.
«Muy bien», pensé, y le dije al MarÃa Magdalena que pusiera proa a casa. Ya habÃa pasado lo peor.
No me di cuenta de lo equivocada que estaba.
* * *
Niko se acuclilló cerca de los motores, mirando el reflejo del sol sobre basura atrapada en la red de carga. OscurecÃa el agua, pero apenas se veÃa; bajo la superficie, se distinguÃan trozos de plástico, botellas y desechos marinos que parecÃan pensamientos no expresados.
Me arrodillé junto a él.
¿Qué pasa?
Niko miraba fijamente el agua, como si esperara que le dijera algo.
Todo está en calma dijo.
Jorge Felipe estaba en la parte superior de la cabina, tocando su acordeón de plástico. Sus talones, negros de mugre, estaban enganchados en los peldaños de la escalera. El plástico que los recubrÃa estaba deshilachado y tenÃa flecos encrespados y abiertos como las cerdas de un cepillo de dientes viejo. La música producÃa ecos en el agua a lo largo de kilómetros; era el único sonido, además del de las olas y el de los silbidos de las sirenas.
Calma dije, entre afirmando y preguntando.
Te da tiempo para pensar.
¿Pensar en qué?
Nacà no muy lejos de aquÃ. Niko contemplaba fijamente las idas y venidas del agua salpicada de sol.
¿Ah, s�
Se dio vuelta para mirarme. Sus ojos eran de chocolate, cerveza y canela. Mi madre decÃa que mi papá era uno.
Fruncà el entrecejo. ¿Uno de quiénes?
Las sirenas.
Tuve que reÃrme. Te estaba tomando el pelo. Las sirenas no pueden tener sexo con humanos.
Antes de que entrara en el agua, idiota.
Ah dije. ¿Y cuando salió?
Ella decÃa que nunca salió.
¿Entonces piensas que aún sigue allÃ? Amigo, cuando los ricachones descubrieron que el agua tenÃa mal olor y era muy ruidosa, abandonaron esa vida. Si no salió, está muerto.
Yo observaba la basura que estaba cerca de nosotros, cuando de pronto descubrà lo que habÃa encendido la chispa de su pensamiento. Las sirenas habÃan vuelto. Se desplazaban a lo largo del borde de la red. Cuando tironearon de ella, la red se estremeció.
¿Qué están haciendo? pregunté.
La picotean dijo Niko. He estado observando. Arrancan trocitos. No sé para qué.
No las vimos cerca del BotÃn. ¿Por qué?
Niko se encogió de hombros.
Tal vez tanta basura es demasiado tóxica para ellas. Tal vez por eso tampoco vimos ningún pez por allÃ. Aquà hay menos. Tolerable.
Jorge Felipe puso los pies sobre la cubierta.
Tenemos que alejarlas dijo, mirando nuestro cargamento con el ceño fruncido.
No protestó Niko. Hay muy pocas. En todo caso, se llevan el material suelto que resulta un lastre. Puede que hasta nos permitan navegar más rápido.
Jorge Felipe le lanzó una mirada calculadora. La misma que les habÃa lanzado a los turistas. Pero lo único que dijo fue:
Está bien. Si hay algún cambio, háganmelo saber.
Se marchó. Nosotros nos quedamos escuchando el canto de las sirenas.
Pensé en estirar el brazo para tomar a Niko de la mano, pero ¿qué hubiera logrado con eso? ¿Y si él retiraba la mano? Finalmente, regresé adentro para verificar la trayectoria.
* * *
Llegada la noche, las sirenas eran tan abundantes que se veÃa que el BotÃn se encogÃa, se disolvÃa como una tableta en el agua.
Jorge Felipe salió con su arma.
¡No! dijo Niko.
Jorge Felipe sonrió. Si no quieres que les dispare, Niko, restaré lo que se están llevando de la parte que te toca. Si aceptas que todo lo que quede es mÃo, no les tocaré una escama.
De acuerdo.
Eso no es justo objeté. Él trabajó en la carga tanto como nosotros.
Jorge Felipe apuntó el arma hacia el agua.
Está bien me dijo Niko.
Pensé para mis adentros que compartirÃa mi parte con él. No me alcanzarÃa para la Elección, pero cubrirÃa la mitad. Y Niko quedarÃa en deuda conmigo. No estaba nada mal.
Ya sabÃa cuál serÃa mi Elección. A Niko le gustaban los chicos. A mà me gustaba Niko. Una ecuación simple. Se supone que la Elección te permite hacer justamente eso. Elegir el sexo que quieras, cuando quieras. No aceptar ninguno a la fuerza cuando no estás listo.
El MarÃa Magdalena ve todo lo que ocurre dentro del rango de las cámaras de cubierta. No sé por qué me sorprendà cuando regresé a la cabina y me dijo:
Te gusta Niko, ¿verdad?
Cállate dije. Miré la pantalla. Las sirenas titilaban allà como sombras de carne y hueso.
No confÃo en Jorge Felipe.
Yo tampoco. Pero igual quiero que te calles.
Lolo dijo. ¿Alguna vez me perdonarás por lo que ocurrió?
Extendà la mano y apagué su voz.
* * *
No obstante, cuando Jorge Felipe hizo su movida me tomó por sorpresa. HabÃa encendido el piloto automático, decidida a echarme una siesta en la hamaca. Cuando desperté, lo descubrà revisando mi ropa.
¿Qué recogiste, eh? ¿Qué encontraste en el agua? siseó. Su aliento apestaba a café rancio, a cigarrillos y a acidez metálica.
No encontré nada dije, apartándolo de un empujón.
¿Es verdad lo que dicen, eh? Ni verga ni coño. Me hurgó con los dedos.
Traté de gritar, pero me tapó la boca con la otra mano.
Todos queremos este dinero ¿eh? dijo. Pero yo lo necesito. Tú puedes seguir con tu vida de anormal, corriendo tras Niko a lo tonto. Y él puede seguir avanzando en su ruta al fracaso. Yo saldré de aquÃ. Pero supongo que no quieres que nadie se meta contigo. Dame tu parte o te dejaré más arruinada de lo que ya estás.
Si yo no hubiese apagado su voz, el MarÃa Magdalena me habrÃa advertido. Pero en el pasado nunca me habÃa advertido.
¿Vas a ser buena? preguntó Jorge Felipe. AsentÃ. Me soltó la boca.
Nadie volverá a navegar contigo, nunca más.
Rió. El mundo es muuuuucho más grande que este lugar, chicoca anormal. Con el dinero me compraré un pasaje para salir de aquÃ.
Recordé el arma. ¿Hasta dónde llegarÃa para asegurarse ese pasaje?
Está bien dije. Mi boca tenÃa el gusto de las manchas de tabaco de sus dedos.
Sentà sus labios calientes en mi oreja.
OK, chicoca. Sé buena y yo seré bueno.
Oà que la puerta se abrÃa y se cerraba cuando se marchó. Temblando, me desenredé de la hamaca y fui hasta la consola del timón. Encendà la voz del MarÃa Magdalena.
No puedes confiar en él me dijo.
Me reÃ, con un tinte de pánico en la voz.
Vaya novedad. ¿Existe alguien en quien pueda confiar?
Si hubiese sido humano, me habrÃa respondido: «Yo».
Pero, por ser una máquina, actuó con más sensatez. Sólo se escuchó el silencio.
* * *
Cuando era pequeña, adoraba al MarÃa Magdalena y estar a bordo. Imaginaba que era mi madre, que cuando mami murió habÃa elegido no ir al Cielo, sino poner su alma en el barco para cuidarme.
También adoraba a mi tÃo. Me dejaba timonear el barco, sentada en sus rodillas; me dejaba correr por la cubierta, revisando las lÃneas y verificando que la bordada estuviera despejada; me dejaba pescar tiburones y mantarrayas. Una vez, volviendo a casa, bajo el puente General Domingo, señaló el agua.
Al principio, parecÃan enormes burbujas marrones que ascendÃan a la superficie. Luego me di cuenta de que eran mantarrayas, quizás un centenar, que nadaban entre las olas.
Iban a algún sitio, no sé dónde.
Mi tÃo esperó hasta que cumplà los trece. No sé por qué. Cuando los cumplà era tan flaca y sin formas como el dÃa anterior, el último de mis doce años. Me llevó a navegar en el MarÃa Magdalena y esperó hasta que estuvimos mar adentro.
Me violó. Cuando terminó, me dijo que si lo denunciaba lo meterÃan en la cárcel. Mi abuela no tendrÃa a nadie que la mantuviera.
Al dÃa siguiente, presenté mi solicitud en la Agencia Libre. Fui a la clÃnica y les dije lo que me habÃan hecho. Que habÃa sido un desconocido y que querÃa transformarme en Sin Género. Trataron de convencerme de lo contrario. Están obligados legalmente a hacerlo, pero fui inflexible. Me hicieron caso y después vivà en la calle algunos años. Hasta que vinieron a avisarme que mi tÃo habÃa muerto. El MarÃa Magdalena, el que habÃa permanecido en silencio, era mÃo.
Escuchaba a Jorge Felipe en la cubierta, tocando el acordeón otra vez. Me pregunté qué estaba haciendo Niko. Mirando las sirenas.
No sé qué hacer me dije. Pero respondió el barco.
No puedes confiar en él.
Dime algo que no sepa respondÃ.
En la pantalla, las sombras borrosas de las sirenas intersectaban la tenue lÃnea de la basura. Me pregunté qué querÃan, qué hacÃan con el plástico y la tela que nos arrebataban. No me imaginaba que alguien pudiera conservar algo en las profundidades del mar, salvo el agua en sus agallas y la sangre en sus venas.
Cuando Jorge Felipe entró para hacer café, me acuclillé junto a Niko, que seguÃa contemplando a las sirenas. Dije con apremio:
Niko, puede que Jorge Felipe intente algo antes de llegar a tierra firme. Quiere tu parte y la mÃa. También le gustarÃa quedarse con el barco. Es un cabrón codicioso.
Niko miraba fijamente el agua.
¿Crees que mi padre está all�
¿Estás drogado?
TenÃa las pupilas grandes como platos. En la cubierta, a su lado, habÃa un jarro de café.
¿Jorge Felipe te trajo eso?
Sà dijo. Estiró la mano para tomarlo, pero yo arrojé lo que quedaba por la borda.
Vuelve a tus cabales, Niko dije. Puede ser de vida o muerte. Nos faltan dieciséis horas. No intentará nada hasta que estemos a pocas horas de llegar. Es perezoso.
No sabÃa si me habÃa comprendido o no. Sus mejillas estaban inflamadas por el sol. Entré, busqué la vieja gorra de béisbol de mi tÃo y se lo llevé. Estaba balanceando un brazo por encima de la barandilla. Lo agarré; lo hice retroceder.
Te morderán o te arrastrarán le dije. ¿Me entiendes?
Jorge Felipe salió de la cabina, sonriendo.
¿La pasas bien, Niko? ¿Quieres ir a visitar a papá, a chapotear? Agitó los dedos frente a Niko.
¡No digas eso! dije. No lo escuches, Niko.
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Detrás de nosotros, algo agitó en el agua y todos nos volvimos. Era una sirena enorme, con la mitad del cuerpo fuera de la superficie, arrojándose sobre la masa de basura. Yo no tenÃa idea de lo que estaba tratando de hacer. ¿Agarrar algo? ¿Aparearse con ese algo?
El arma se disparó. La sirena cayó hacia atrás, mientras Niko gritaba como si la bala le hubiera dado a él. Giré y vi el arma apuntando a Niko; estalló el disparo y no pude hacer nada. Niko se sacudió y cayó hacia atrás, sobre la maraña de la red de carga.
Sus manos golpearon el agua como pájaros moribundos. Algo lo arrastró hacia abajo, quizás las sirenas, quizás tan sólo el lastre de la red.
Traté de sujetarlo, pero la mano de Jorge Felipe me aferró del cuello, empujándome hacia atrás con un fuerte golpe en la garganta. El dolor me dobló en dos, al tiempo que intentaba recuperar el aliento a pesar del ardor de la contusión.
Qué pena lo de Niko dijo Jorge Felipe. Pero a ti te necesito para que sigas piloteando. Entra y no te metas en problemas. Me empujó hacia la cabina y yo entré trastabillando, alejándome del viento y del ruido del agua.
Me detuve, tratando de respirar, con las manos apoyadas en las paredes de madera. Me pregunté si Niko se habrÃa ahogado rápidamente. Me pregunté si era asà como Jorge Felipe planeaba matarme. A mi alrededor, el barco zumbaba y gruñÃa: sonidos mecánicos que alguna vez me habÃan parecido tan seguros como el vientre de mi madre.
Aguardé a que el barco dijera algo, cualquier cosa. ¿Estaba esperando que le pidiera ayuda? ¿O sabÃa que no podÃa hacer nada?
Por debajo del zumbido, escuché el canto de las sirenas, un gemido cuyos ecos atravesaban el metal se entremezclaba con el rumor habitual del MarÃa Magdalena.
Cuando le pregunté cuánto faltaba, el barco no fingió que no entendÃa la pregunta.
Quince horas, veinte minutos.
¿Hay armas a bordo de las que no estoy enterada? Me imaginaba que mi tÃo debÃa de tener algo, cualquier cosa. Un lanzador de arpones o un cuchillo para tiburones. Algo vil, letal y masculino.
Pero el barco respondió que no. Con la misma voz inexpresiva de siempre.
En ese momento hubiera podido echarme a llorar, pero eso era cosa de chicas. Yo era más que eso. Era la dueña del MarÃa Magdalena. De algún modo, matarÃa a Jorge Felipe y vengarÃa a mi amigo.
Cómo, no lo sabÃa.
Afuera se escuchó un chapoteo; habÃa algo atrapado en la red. SalÃ, dándole un empujón a la puerta, y vi que Jorge Felipe observaba el agua. Pasé junto a él, apartándolo de un empellón, sin saber si él me lo impedirÃa. Después, sus manos aparecieron junto a las mÃas y me ayudó a subir al barco al sofocado Niko.
Bienvenido otra vez, hombre dijo, mientras Niko caÃa sobre sus manos y rodillas, vomitando agua y bilis sobre la cubierta.
Por un instante, pensé que todo saldrÃa bien, por supuesto. Jorge Felipe habÃa reconsiderado su plan de matarnos. LlegarÃamos al puerto, venderÃamos el cargamento, le darÃamos su dinero y cada uno se marcharÃa por su lado.
Vi que adivinaba mis pensamientos. Lo único que hizo fue apoyar la mano sobre el arma y sonreÃrme. Advirtió que yo volvÃa a tener miedo y eso lo hizo sonreÃr más.
Detrás de mÃ, Niko jadeaba y escupÃa. HabÃa otro sonido además de los susurros y golpes del oleaje. El MarÃa Magdalena, murmurando, murmurando. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué estaba pasando por su mente, qué habÃa visto durante ese tiempo bajo el agua? ¿Las sirenas, con sus ojos blancos como el invierno, habÃan venido a contemplar su rostro? ¿Su padre estaba entre ellas, enloquecido por el solipsismo y las canciones marinas, mirando a su hijo sin ningún pensamiento en la cabeza?
Me quedé quieta, bajo la mirada de Jorge Felipe. Si me encerraba en la cabina, ¿cuánto tardarÃa él en romper la cerradura? Pero cuando avancé hacia la cabina me detuvo con un gesto.
Ahora nodijo. Su tono de arrepentimiento, pensé, era más por el tiempo que tendrÃa que pasar despierto frente al timón que por cualquier otra cosa.
El barco murmuraba, seguÃa murmurándole algo a Niko. ¿Por qué no me habÃa alertado? DebÃa de saber lo que se estaba gestando, como una tormenta en el horizonte. Seguramente, yo no era la primera.
Comencé a girar hacia Jorge Felipe, con la voz del MarÃa Magdalena susurrándole a mis nervios como una lamparilla de luz estropeada. Luego, el peso se desplazó en la cubierta: Niko chapaleando hacia delante, agarrando a Jorge Felipe, trastabillando hasta que ambos cayeron al agua, en medio de un hervidero de redes y sirenas.
* * *
En un cuento de hadas, las sirenas habrÃan traÃdo a Niko de vuelta a la superficie, dejando a Jorge Felipe en las profundidades, mordiéndolo con sus afilados picos de papagayo. En algunos cuentos de cuando los delfines aún vivÃan, ellos rescataban a los marineros que se ahogaban. Y las ballenas les hablaban a los barcos pesqueros, nadando a su lado bajo un cielo lÃmpido y estrellado, en aguas donde no cantaba ninguna sirena.
Pero, en este caso, nadie volvió a la superficie. Describà grandes cÃrculos con el barco, haciendo girar la red de carga una y otra vez. Finalmente, le dije al MarÃa Magdalena que nos llevara a casa. HabÃa comenzado a llover: la lluvia abundante y sombrÃa que indica que el invierno está a un paso.
Saqué los patitos amarillos de mi bolsillo y los puse sobre la consola. ¿Qué pensaba Jorge Felipe que habÃa encontrado? Contemplé la pantalla, el lento desplazamiento y alboroto de los huesos de la tierra, en las profundidades de las aguas frÃas.
¿Qué le dijiste a Niko? pregunté.
Le dije que su padre serÃa asesinado si no lo defendÃa de Jorge Felipe. Y activé mis ultrasónicos. Actuaron sobre su sistema nervioso.
Me estremecÃ. ¿Es eso lo que yo también sentÃ?
No tiene efectos prolongados.
Gracias dije. Me servà un café con tres sobres de azúcar y crema en polvo. Cuando lo saqué del microondas, estaba casi demasiado caliente para beberlo, pero de todos modos envolvà el jarro con los dedos, agradecida por ese calor.
PodrÃa haber dormido. Pero cada vez que me acostaba en la hamaca sentÃa el olor de Jorge Felipe y pensaba que lo escuchaba salir del agua y subirse al barco.
Finalmente, salà y observé el agua desde popa. El MarÃa Magdalena encendió la radio: un suave ritmo de salsa con palabras que yo no entendÃa. Comenzó a llover y escuché el sonido de las gotas cayendo sobre la cubierta, a mi lado, y golpeteando el trozo de plástico que me puse sobre la cabeza.
Para cuando llegamos al puerto, las sirenas se habÃan llevado todo lo que estaba en la red, excepto unas marañas de algas. TendrÃa suerte si podÃa recuperar el costo de una taza de café, y mejor no hablar del combustible que habÃa gastado. No importaba. En unas cuantas temporadas más tendrÃa el dinero que necesitaba, si era cuidadosa. Si no ocurrÃan más desastres.
No encontré ninguno de los dos cuerpos en la red. Tal vez el padre de Niko se habÃa llevado el suyo.
El viento y la lluvia casi me hacÃan caer de la cubierta mientras miraba el agua. La red verde se contorsionaba en la oscuridad, como una culpa apenas visible.
Cuando me iba, el MarÃa Magdalena exclamó, como no se habÃa atrevido a hacerlo en años:
¡Que duermas bien, Lolo! Mis saludos a la abuela Fig.
Me detuve y me volvà a medias. Casi no veÃa sus contornos a través de la lluvia torrencial.
A veces, me imaginaba que le prendÃa fuego. A veces, me imaginaba que lo llevaba a un arrecife y le perforaba el casco. A veces, me imaginaba que las olas, o un terremoto, o un gran toro rojo que escapaba en estampida por lo calle lo hacÃan trizas.
Pero el invierno era largo y me sentÃa muy sola cuando me sentaba en casa con mi abuela. Más sola que cuando pasaba el tiempo navegando con él, atormentada por la música de las sirenas.
Buenas noches, MarÃa Magdalena le respondÃ.
TÃtulo original: The mermaids singing each to each © Cat Rambo – Traducción: Claudia De Bella © 2011.
Cat Rambo es una escritora de ciencia-ficción y fantasÃa estadounidense. Sus trabajos han aparecido en las revistas Asimov, Weird Tales y Strange Horizons entre otras. Su colección de cuentos, Eyes Like Sky y Coal And Moonlight, fue publicada el año pasado por Paper Golem Press. «The Mermaids Singing Each to Each» apareció originalmente en Clarkesworld Magazine.
Pueden leer en Axxón LA MARCHA NUPCIAL DE LA NIÑA MUERTA.
Este cuento se vincula temáticamente con DESDE MIS OJOS UNA VIDA, de Jonathan Minila; LA CAZA DE LA BALLENA, de E. Verónica Figueirido y MUJER PEZ, de MartÃn Panizza.
Axxón 220 – julio de 2011
Cuento de autor norteamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Bio-ingenierÃa : Inteligencia artificial : Estados Unidos : Estadounidense).
¡Superb! ¡Y con lo que me gustan las sirenas/ninfas/drÃadas!
Cordialmente,
Yo.