«Tierna infancia», Luis Carbajales
Agregado en 4 septiembre 2011 por dany in 222, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Ésta es la historia de cómo dejé atrás la inocencia propia de la niñez, y comprendí por primera vez la realidad a la que habría que enfrentarme. Para que entendáis la situación en la que me encontré, tal y como yo la percibí, es vital que empiece narrándoos mi día a día de aquel entonces.
Siendo aún muy pequeño, mi vida transcurría en el viejo caserón familiar, del que pocas veces salía y nunca me alejaba, y que compartía únicamente con mi amada madre y la servidumbre. Aunque apenas veía a los criados, que solían deambular por la casa con la mirada al frente y sin hablar demasiado, limpiando aquí y allá y haciendo sus labores, sí que mantenía una estupenda relación con mi madre, cuyo amable rostro era todo lo que realmente necesitaba en el mundo. Respecto a mi padre, si tenía alguno, desconocía su identidad, pero no me importaba demasiado.
Nadie más vivía en kilómetros a la redonda, nuestro hogar estaba completamente aislado, y rodeado por un tenebroso bosque en el que yo no osaba adentrarme. Nunca había visto aún el mundo más allá de aquellos árboles, y ni siquiera acudía a la escuela, aunque poseía muchos libros en la biblioteca de la mansión, gracias a los cuales conocía las maravillas del exterior. Más aún, mi madre me daba clases, enseñándome matemáticas, literatura y ciencias básicas.
Aquellas clases eran impartidas por las noches, al igual que casi todas las actividades que realizábamos mi progenitora y yo. Y no era por necesidad, ya que mi madre no tenía trabajo alguno: como noble que era, poseía por herencia una fortuna acorde a su título. Pero tanto ella como yo preferíamos la noche al día. Nos encontrábamos más despiertos, más activos, y, en consecuencia, más felices. No sólo las clases se celebraban de noche: comíamos al ocaso, a medianoche y antes del amanecer; y, si salía a jugar al jardín (aunque disfrutaba más de los interiores de la gran mansión) era bajo la mirada vigilante de la luna.
Respecto a las comidas que menciono, siempre consistían en el mismo plato: un delicioso puré que preparaba mi madre en persona, mezclado con gachas y pan, del que nunca me cansaba y cuya ingestión me proporcionaba un placer indescriptible. Lo engullía con ansia, mientras mi madre me miraba y me acariciaba, sonriendo, y cogiendo de tanto en tanto, como distraídamente, alguna que otra cucharada de su propio cuenco.
Tras la tercera comida, con la llegada del amanecer, siempre se apoderaba de mí un insuperable sopor, incluso aunque hubiera dormido durante la noche (cosa que raramente hacía, o al menos no más que lo equivalente a una pequeña siesta). El calor y la luz del sol me adormecían de alguna forma, y prefería irme a la cama, o descansar sentado en mi cuarto de juegos, observando los bellos y antiguos juguetes que poseía: caballos de madera, soldaditos de plomo, rompecabezas…
Al llegar de nuevo el crepúsculo recobraba el vigor, hubiera dormido lo suficiente o no. Así pues, mi horario era el opuesto al del resto del mundo.
He hablado de mi cuarto de juegos. Este lugar era increíblemente importante para mí, ya que era el único donde, ocasionalmente, me reunía con otros niños de mi edad, que venían de visita a la casa.
Y era éste el único motivo por el que no temía cuando mi madre, de tanto en tanto, abandonaba el hogar durante algunas horas de la noche, dejándome al cuidado de los impasibles criados. Y es que, a su regreso, siempre traía para mí un compañero de juegos. Estos niños y niñas pasaban un rato conmigo en la habitación de los juguetes, y, antes del amanecer, se marchaban para nunca volver.
Normalmente tenían un aspecto sucio y enfermizo, como si fueran pobres o vagabundos. Supongo que les hacía felices estar en mi casa, ya que admiraban sin discreción alguna mi hogar y mis juguetes, e incluso el tamaño de la habitación. Muchos se comportaban de este modo, y parecían felices jugando conmigo, lo cual sucedía hasta que mi madre entraba y se los llevaba de la mano.
Sin embargo, ocasionalmente, me encontraba con algún niño asustado que, bajo una tormenta de lágrimas y sollozos, pedía que le llevaran con sus padres. «No te preocupes», les decía yo, tratando de consolarlos, «te vas a ir dentro de un rato». Podía entenderlos, ya que yo sentía un apego similar por mi propia madre.
También me llamaba la atención, respecto a su aspecto, su tono de piel. Casi todos ellos me parecían extremadamente morenos, casi negros, al compararlos con los habitantes de la mansión: mi madre, los sirvientes, y yo mismo; todos blancos como la nieve. Estuve seguro de que aquellos niños tomaban mucho el sol, al contrario que nosotros.
No me encariñé de ninguno de ellos, pero, por pura curiosidad, le pregunté a mi madre por qué nunca volvían tras marcharse. Ella me contestó que había muchos niños, y que todos merecían disfrutar alguna vez de mi compañía y mis juguetes. Así pues, entendí que, en parte, se trataba de algún tipo de obra de caridad, lo cual explicaba la desaseada apariencia de muchas de mis breves amistades.
Esta explicación, con el apoyo de mi propio razonamiento deductivo, me satisfizo por completo, y así fue hasta cierto amanecer de octubre, hacia el que va encaminado todo este relato y en el cual comprendí lo que hasta ese día ni tan siquiera había imaginado.
Aquella noche, poco antes de que saliera el sol, mi madre se acababa de llevar a mi último compañero de juegos, un chico que gritaba y pataleaba sin parar, y, supongo que en parte por los problemas que el escandaloso joven le había producido, se había olvidado de darme la última comida de la noche.
|
Yo me sentí no sólo hambriento, sino cansado al principio (pensé que debido a la fatiga de haber intentado apaciguar al niño), y luego exhausto, mareado, casi desmayado. Era la primera vez en mi vida que creí estar enfermo. Salí del cuarto de juegos y vagabundeé sin rumbo fijo, desorientado por mi debilidad, por los pasillos, en busca de alguien que me socorriera. Tras unos minutos de lánguido caminar, que me parecieron años, creí escuchar unos gritos provenientes de la habitación de mi madre, que casi siempre estaba cerrada con llave. Me acerqué a duras penas y me apoyé en la puerta, quedando mis ojos justo en frente de la cerradura. Se me ocurrió mirar a través de ella, para averiguar si había alguien dentro.
Podía ver la cama, y, sobre ella, maniatado, al desenfrenado jovencito que poco antes había abandonado la habitación de los juguetes. Por supuesto, era él quien gritaba. Mi madre se encontraba de rodillas sobre el suelo, a su lado, de tal manera que su cara estaba de frente a la puerta, y por lo tanto a mí. Observé cómo, con su mano derecha, tapaba con fuerza la boca del muchacho, levantándole la barbilla y dejando al descubierto su delgado cuello. Por algún motivo, aquello me sobresaltó, pero seguí mirando con ardiente curiosidad.
Mi madre, maestra y mentora abrió sus pequeños y pálidos labios, que tantas veces me besaron, y, de entre ellos, surgieron dos colmillos superiores tan grandes y afilados como yo nunca hubiera visto o imaginado. Aquellos dientes, que parecían una alucinación sacada de un sueño increíble, se hundieron en la garganta del joven, la cual expulsó por ambos agujeros regueros de sangre, que se deslizaban por su piel hacia la cama. Por su mirada, mi madre parecía en éxtasis mientras sorbía la sangre del chico. Bebió y bebió, y el yaciente cuerpo se secaba y vaciaba, perdía su color natural y se volvía gris a una velocidad asombrosa, mientras un tenue rubor aparecía en las mejillas de su asesina, a la que yo tanto amaba.
A continuación, ante mi atónita mirada, mi querida progenitora tomó entre sus manos una enorme olla de barro, y, con un rugido, regurgitó en su interior gran parte de la sangre consumida. El olor de esta sangre llegó a mí, y lo reconocí de inmediato. Un aroma exquisito, que parecía devolverme las fuerzas a cada bocanada. Y es que no era otro que el olor del maravilloso puré que mi madre cocinaba, y que, mezclado con gachas y pan, yo tan felizmente devoraba tres veces cada noche.
Luis Carbajales reside en Asturias, España, y ha escrito juegos de rol («Hijo Rata», «Bakemono», para la editorial Nosolorol) y artículos sobre temas de su interés, como el cine de terror y gore (para el fanzine «2000 Maníacos») y el crimen real (para la publicación «Serial Killer Magazine»). Sin embargo, su verdadera pasión es el relato corto. Recientemente su relato «Hank Bloodwalker: Cazarrecompensas Sobrenatural» fue publicado en el número 5 de la revista pulp online «Los zombis no saben leer», con la que sigue colaborando. Su relato «Carta de un Viajero» resultó finalista en el concurso «Monstruos de la Razón III».
Esta es su primera participación en la revista.
Este cuento se vincula temáticamente con ROJO FEDERAL, de Alejandro Alonso; EL BAILE DE LAS VÍCTIMAS, de Carlos Gardini; EL VAMPIRO, de John William Polidori y EN DEUDA CON EL BARROCO, de Ricardo Acevedo E.
Axxón 222 – septiembre de 2011
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Terror : Vampiros : España : Español).