«Soporta poco la penumbra», Daniel Flores
Agregado en 3 junio 2012 por dany in 231, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Nos decÃa mamá: cuÃdense de andar por el patio de noche que si viene el hombre de la bolsa se los va a llevar a alguno de los dos, y creo que a Fede primero porque es el más miedosito, luego se reÃa, medio en broma, medio en serio, y yo la tranquilizaba con alguna excusa —algo que en esos tiempos habÃa aprendido a hacer casi como un reflejo—, le recordaba que sabÃa cuidar de Fede y que entendÃa que la oscuridad podrÃa vulnerarlo, que era grande ya. Mamá entonces me sonreÃa cómplice y me daba una palmadita en el hombro para que fuera a jugar con él; una vez más insistÃa en que no descuidara el crepúsculo y se metÃa en la casa, subÃa a su cuarto. Yo corrÃa al patio trasero y mi hermano me seguÃa. Afuera la luz aún era plena; el dÃa se desparramaba como una cebra entre el plantÃo. Cerca de los malvones, nos echábamos en el pasto a hablar sobre chicas (sÃ, generalmente era sobre chicas), a veces sobre autos, nos divertÃamos. También, en ocasiones, intentaba enrumbar las charlas hacia otros temas, como la muerte de papá, por ejemplo, lo que recordábamos de él y de nuestra primera infancia, pero Fede era reacio a la intimidad y se ofuscaba enseguida; no lo culpo, era más chico: si le hablaba de Los caballeros del ZodÃaco no se iba a quejar demasiado. A mà me engañaba una esperanza.
HabÃan pasado tan solo dos meses desde que nos habÃamos mudado a aquel caserón de pretensiones victorianas. A Fede y a mà nos habÃa generado desconfianza de entrada: el aire era malo, la luz era inestable, los pasillos muy cerrados y las habitaciones olÃan a palomas. Lo cierto es que no habÃa lugar para quejas, la casa nos la habÃa dado una tÃa de mamá después de que nos echaran de la nuestra por una morosidad en los pagos que venÃamos arrastrando de años. Nos mudamos de dÃa para transportar a mi hermano sin correr riesgos; no podÃamos perderlo. Mamá temÃa que las sombras lo vencieran y acabaran con él; y ella, que era una creyente aguerrida, ponÃa su alma en la empresa protectora. Desde que habÃa ocurrido el accidente que se habÃa llevado a papá y habÃa enfermado a Fede, tomamos precauciones para con todo. Mamá insistÃa en que era peligroso andar arrastrándolo como un banderÃn en el viento y que ni se me ocurriera sacarlo de noche a ningún lado, no vaya a ser cosa que, solÃa decir.
Recuerdo aquella vez (todavÃa no nos habÃamos mudado) en que fue el oficial Jiménez a la casa; llevaba con él una gran bolsa hermética que contenÃa algunas de las pertenencias de papá. Aún puedo verlo todo con injusta nitidez; era un dÃa claro y frÃo. El hombre fue sin rodeos y de inmediato nos contó que Fede estaba en el hospital y que, por fortuna, aún vivÃa; pero que, en lo que respectaba a mi viejo: lo siento mucho, señora, muchachito, pero deberán reconocer el cadáver.
Salimos en la patrulla minutos después.
Mamá habló poco durante el viaje. Sobre sus piernas llevaba la bolsa que le habÃa dado el oficial y la observaba como si pudiera saltarle al cuello y morderle. Pese a todo, en un momento logró reunir el coraje suficiente, la abrió y entre las pertenencias de papá encontró la birome Sabonis que usaba en el estudio y de la cual nunca se desprendÃa, el reloj pulsera que solÃa llevar cuando viajaba, y una medallita roma y azulada que —me contó mamá ahà mismo— se la habÃa regalado su tatarabuelo y, según decÃa la leyenda familiar, habÃa sido tallada por un druida, siglos atrás. Esas cosas que inventa tu padre, vos viste, agregó en presente. Era una bonita piedra, es cierto, y a mamá también pareció gustarle mucho en aquel entonces. Vi que, asà como en la más trivial de las tragedias un objeto se hace puente entre los vivos y los muertos, de pronto comenzó a manosear el amuleto con ahÃnco al tiempo que alzaba una plegaria tras otra; lo sopesaba, hablaba para sà con él, lo envolvÃa con ardor. Llevaba ahora la frente pegada contra la ventanilla derecha, los ojos cerrados. Rezaba stofavrnotmuersnofavrdios, un mantra ininteligible que se repetÃa como un sistema. La oà pedir un deseo.
—Ma… ¿estás bien? —le toqué un hombro.
No parecÃa haber captado nada. Se incorporó en el asiento y, como una revelación, deseó que Fede no se nos fuera junto con papá. Hasta aquel momento yo me habÃa dejado llevar por el paisaje urbano, pero la escuché y no pude evitar echarle un ojo: parecÃa como poseÃda, reÃa y, a la vez, caÃan lágrimas de sus ojos; tenÃa los párpados apretados en una lÃnea negra y el amuleto entre las manos (stofavrnotmuersnofavrdios). ¡Mi hijo, mi hijo tiene que vivir! ¡Debe ser asÃ! Si acaso existiera la magia…, suplicaba. El oficial al volante la miraba por el retrovisor y no decÃa nada, sólo gesticulaba con pena, y parecÃa que también rezaba. A veces pienso que aquel amuleto tuvo algo que ver con todo, con que papá se haya ido a su «noche larga», como denominaba mamá a la muerte, y con lo que pasó después.
Transcurrieron cuatro duras semanas y Fede, tras haber superado una brutal recaÃda en el hospital, volvió con nosotros. Mamá lloraba de la felicidad y pregonaba agradecida se cumplió, se cumplió; pero, por las noches, cuando la penumbra era intensa en la soledad del caserón, mamá hablaba con el amuleto celta y pedÃa cosas… Nunca supe qué ni quiero saberlo, pero estoy seguro de que eso mismo fue lo que hizo que ella quitara todas las cruces y las imágenes cristianas de la vista y luego las quemara en el patio. Tampoco quiso hablar más acerca de la «noche larga» de papá, y me lo tenÃa prohibido. Ahora ella creÃa en otra cosa. Sus hábitos se reducÃan a vivir encerrada y tararear extrañas liturgias que Dios sabe dónde habrá aprendido. El sufrimiento la habÃa oscurecido. Además, como si eso fuera poco, tomaba sus pastillas para dormir. Siempre era silencio, siempre soledad; empecé a verla con menos frecuencia. En sus despertares solÃa gritarnos desde la habitación de arriba que no jugásemos en el patio de noche y que prendiéramos todas las luces, no vaya a ser cosa que, y su voz resonaba como un espÃritu vago por la casa, que luego se esfumaba lentamente.
Y yo tenÃa que ir a jugar con Fede.
En diversas ocasiones me habÃa parecido oÃr, en la profundidad de la casa, como si ésta fuera una honda caverna, voces, siseos, pasos, golpes a modo de sombrÃos reclamos o como recordatorios casuales, pero vanos, crÃpticos. Supe deducir entonces dos cosas: que mamá no escuchaba ni veÃa nada de lo que pasaba en la casa, y que el amuleto habÃa traÃdo todo aquello. No lo lleves a la sombra, hijo, es la única condición, suplicaba, no vaya a ser que… Eso parecÃa ser lo único que era capaz de emitir.
Pero la casa era vieja y la instalación eléctrica fallaba seguido. Mamá temblaba con cada intermitencia de los focos, con cada chispazo que brotaba de la caja como una garra amarilla. La armónica comunión de los deseos pedidos a la piedra y sus condiciones se quebraron por fin una noche lluviosa de junio: yo estaba con Fede en la cocina cuando, de súbito, oà a mamá bajar las escaleras como un bólido frenético.
—¡Se corta la luz, se corta, se corta! ¡Agarralo, hijo, agarralo, que no lo tape la negrura! —bramó.
Atravesó la casa como una demente y (me pedÃa que lo atrapara, que no permitiera que cayera, pero…) antes de que cruzara el arco de la cocina la luz se cortó definitivamente y no pude llegar a alcanzar lo que habÃa de Fede delante de mÃ. Mamá gritaba en la oscuridad: ¡Hijo! ¡Hijito mÃo, respondeme! En vano, claro: él no hablaba, no decÃa nada. Nunca dijo nada más desde aquella gran recaÃda que tuvo en el hospital, antes de que volviera de las sombras por el pedido de mamá.
Pero lógico —le dije a ella unos dÃas después—, si Fede era apenas una imagen trémula que sonreÃa por los rincones de la casa, o entre los objetos, y que luego se desvanecÃa como un fruto viejo delante de nuestros ojos. Una cosa que iba y venÃa por los espejos del pasillo o entre los rayos de claridad que se filtraban por los agujeros del techo al mediodÃa, como una estela de humo. Fede era su propia sombra. En ocasiones, incluso, no era más que un presentimiento fuerte, era sólo saber que estaba ahÃ, quizá a nuestra espalda; otras veces era una mitad de su rostro deambulando por las habitaciones, o era su brazo o un mechón de pelo, como cuando estábamos en la cocina.
Yo trataba de pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa, ma, porque, no querÃa decÃrtelo, me helaba la sangre saber que podÃa abrir la puerta del baño y ver una pierna junto al lavadero o escuchar esa risa grave e impropia propagándose en ecos, ese sonido que era capaz de atravesarnos la piel. Y vos sabés a qué me refiero. Además —le dije mientras ella se lamentaba y yo intentaba disimular el alivio—, además ya se nos fue por segunda vez, mami, ¿te das cuenta de lo que significa segunda vez? Hay que ser realistas: a la cosa esa la habÃa traÃdo el amuleto…, y si lo tiré por el desagüe fue para evitar que esta locura se repitiera. Nadie tiene derecho a contradecir la muerte. Es hora de aceptarlo y dejar que Fede vuelva a donde pertenece, al otro lado, ma, allà donde papá y otros, en la noche larga.
Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesÃ, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.
Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS y HIDDEN PARADISE.
Este cuento se vincula temáticamente con LA ESCRITORA, de VÃctor Conde; MUJER NO RESIGNADA, de Daniel Avechuco Cabrera; LOS LOCOS, de Daniel Avechuco Cabrera; LA PATA DE MONO, de W.W. Jacobs y LOS FUNES, de Jorge Durán.
Axxón 231 – junio de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : FantasÃa : Magia : Argentina : Argentino).
La conjunción de climas tenebrosos y niños protagonistas es un cóctel que siempre genera grandes expectativas en los cuentos de horror y en «Soporta poco la penumbra» no desilusiona para nada. Estupenda la forma de narrar el apego a la muerte desde lo más comprensible, el amor de madre, pero a su vez dejando claro las consecuencias que esto arrastra. Bien manejados y dibujados los diálogos para que los desencadenantes se den justo cuando es preciso. ¡Muy bueno!
Excelente historia, muy buena narración! Terrible el efecto que causa en el lector! Muy bueno, Daniel!