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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 

—Llega el momento de la verdad en el Psychic Corral —anunció Wyatt Repp.

P. J. Farmer, Mundo de día.

 

 

1. UN MES ANTES

 

Ilustración: Pedro Belushi

El conductor del otro coche tenía el volumen de la radio demasiado alto, tanto que no dejó oír el exabrupto que él mismo les soltó cuando su SEAT cruzó rozando el semáforo. Con ese gitano enorme armado con una guitarra que embestía desde los altavoces, no habría oído ni siquiera el estrépito de su propia colisión si Rafael no hubiese dado el volantazo final y se hubiese apartado de su camino.

El Volvo tembló como un carromato viejo y volvió al centro del carril. La crisis apenas había durado medio segundo, pero logró silenciar a sus dos ocupantes, que llevaban un buen rato inmersos en una discusión. Rafael mordió lo que podía haber salido de sus labios y dedicó un gesto obsceno al otro conductor. Le clavó una mirada fría y neutral, de las que sentencian «No voy a rebajarme a tu nivel, capullo», y aceleró por su propia vía.

Ángeles todavía estaba a media frase de su discurso final, con el que pretendía zanjar de una vez por todas el tema que los había mantenido al borde de los gritos desde que llegaron a Barcelona. Vio alejarse al cretino del SEAT y expulsó lo que quedaba de aire en sus pulmones, pero sin palabras. Su marido lo agradeció.

—Sigo pensando que es una mala idea —dijo al rato, el épico desenlace final del discurso. Rafael se preguntó si ella era consciente de que lo que había desarrollado no era una explicación, sino un circunloquio. Con esa misma frase había empezado la tormenta, cinco kilómetros atrás.

—El editor quiere conocerte —insistió Rafael, como si fuera la piedra angular sobre la que se apoyaba todo el razonamiento—. Vamos a entrar en nómina de la empresa, y eso no se consigue sin una entrevista cara a cara con el jefe.

—No. Quiere conocerte a ti —puntualizó ella, el codo doblado en una posición incómoda contra la ventanilla—. Yo sólo soy una comparsa. Tu firma es la que aparece al final de los relatos.

—Ya hemos hablado de eso. Tienes que confesarle que en realidad eres tú quien escribe, Ángeles. Dar ese paso.

La mujer soltó una de sus risas arteras, esas que él había aprendido a odiar con el paso de los años, haciéndola rebotar contra la ventanilla y la estampa del McDonalds (una nueva franquicia que acababa de llegar a España, con la venia de Suárez) que había detrás. ¿Cómo era posible que un sonidito tan timorato, tan poco estridente, lograse sacarlo de quicio?

—Si le decimos eso nos va a echar a la calle. A los dos. Nadie compra literatura de terror si una mujer empuña la pluma.

—Díselo a la tía aquella que escribió Frankenstein.

—La excepción que etcétera etcétera.

—Pero aún así, publicamos bajo un alias. ¿Qué más da que detrás de él me esconda yo o te escondas tú?

—Da, porque Joseph tiene pinta de ser un elemento muy conservador para ciertas cosas, a pesar de publicar fantasía. Dudo que lea con los mismos ojos un texto si lo escribo yo que si lo escribe un hombre. Prefiero seguir con la pantomima.

—Vaya por Dios. Estamos en los setenta, por si no te habías enterado —le recordó su marido—. Y los ochenta se estrenan el año que viene con una traca de petardos. España ya no es un país atrasado. Ahora la Ley permite incluso que las mujeres escriban terror.

—Será en tu mundo de sueños, donde las chicas hacen de todo menos ponerse la parte de arriba del bikini.

Ahí estaba, perfectamente sintetizada, la razón por la que su matrimonio se iba con tanta rapidez al cuerno. Tú también puedes opinar, pero tus argumentos no valen nada. Yo soy la que conoce realmente cómo funciona el mundo, y tú no eres más que la mano que firma mi prosa para que disfrute de una paupérrima salida comercial. ¿Enterado?

Rafael llevó la mano a la radio, en un gesto demasiado brusco. Vio por el rabillo del ojo cómo su esposa se contraía ante aquel ademán. Luego trató de disimular el hecho, de enterrarlo bajo una losa de incomodidad y ademanes triviales, como si nunca hubiese ocurrido.

Rafael sintió un placer culpable ante aquella reacción. Era allí, en el reino de las pequeñas cosas, donde se notaba cuándo una pareja estaba bien avenida o no. El feudo de los detalles era el campo de batalla donde se libraba el amor, con técnicas similares a las que los rusos emplearon para no dejar tierras fértiles a los nazis. Quemándolo todo, hasta lo que más importaba. Y por mucho que le costara admitirlo, las banderas de sus adarves ya ondeaban a media asta. No tendría que haber experimentado ningún placer al ver encogerse a Ángeles, porque conocía los motivos. Ella aún veía manos de hombre saliendo disparadas de la nada, para estrellarse de frente contra su mentón de antigua aspirante a monja. Una dirección mal tomada en la carretera de la vida, como aquel semáforo de hacía un minuto y su amenaza SEAT oculta. Si la relación entre los dos había llegado a un punto en el que los antiguos miedos de ella, producto de los maltratos de su anterior pareja, llegaban a provocarle cierto regocijo…

… significaba que el fin estaba próximo. Ojalá se aprobara pronto la ley del divorcio rápido, o un día se levantarían descubriendo que habían dejado de tratarse el uno al otro como seres humanos.

—Malditas dos palabras… —dijo con los labios exangües mientras giraba por la Diagonal en sentido Braus. Frente a ellos, a mano derecha, se elevaba un viejo edificio al que la luz del sol ya había sentenciado hasta el día siguiente (lo que quedaba del día, de un amarillo bilioso, hacía juego con su agrio talante). Rafael miró la hora en el reloj del salpicadero: las ocho menos cuarto. Habían tardado mucho en llegar, y aún más en aclararse con el laberinto de callejuelas de la ciudad. Rafael rezó porque la reunión todavía no se hubiera disuelto, y entró en un estado de frenesí del aparcamiento escurridizo.

Su esposa, callada, observaba a través de la ventanilla la farola de sodio vaporizado que coloreaba la fronda de un datilero plantado en la acera.

¡Dátiles! ¿Qué hacía ese árbol en medio de tanto modernismo y tanta gárgola furiosa? ¿De qué desierto se había escapado aquel exabrupto floral?

Ángeles resopló, harta de que la realidad se empeñara en poner en ridículo sus conclusiones. Rafael adoraba Barcelona, pero a ella le parecía una ciudad demasiado ominosa, dependiente de un pasado tétrico que habría hecho las delicias de una tribu de vampiros arquitectos si hubiesen echado raíces junto a las rondas.

El propio edificio de la editorial exhibía sin apocamiento ese tenebrismo gaudiano: cuatro plantas, estuco color marrón, balconadas retorcidas como labios leporinos y lujuriosas buganvillas rojas que se derramaban de los maceteros, dejando colgar sus luminosos capullos. Un exceso. Como las ideas de Rafael sobre las mujeres escritoras.

El gran cazador blanco dio al fin con su presa: un hueco tan estrecho que apenas permitía abrir las puertas del conductor y el acompañante al mismo tiempo, entre una furgoneta y un viejo coche de la Europa del Este. Era un Voyd soviético, que tan de moda se había puesto en todo el país. Aquello fue, claro, antes de que los españolitos de a pie se diesen cuenta de que la gasolina en Rusia era casi un regalo del Estado, mientras que aquí había que pagarla religiosamente.

Al ver aquel tanque soviético, Rafael sonrió de oreja a oreja.

—Bien, todavía están aquí. Deben andar por los cafés. ¡Vamos, date prisa!

Se bajaron como pudieron, forzando sus michelines a fluir como gelatina entre la puerta y los coches, y entraron en el recibidor. Un ascensor de caja descubierta los llevó al último piso, donde había una puerta con un cartel que proclamaba

 

EDICIONES LEMET, 1973

HIC ET NUNC

 

en caracteres linotype. Ese «aquí y ahora» del lema le gustó a Rafael; le excitaba artísticamente. Desde luego, si había un momento para que el arte hiciera historia, cuál mejor que el presente.

Sus nudillos percutieron en la madera. Un segundo después, la puerta se abrió para dejar ver un rostro orondo y medio enterrado bajo cuatro o cinco papadas. Unos ojos sesgados y negros, como de gacela, se posaron en los de Rafael y se sumaron a la sonrisa que apareció un poco más abajo.

—¡Rafa, por fin! ¡Bienvenido, hombre!

La definición del «abrazo del oso» parecía haberla escrito Joseph Lemet, el editor en jefe de aquel pequeño santuario del terror y la fantasía escondido entre bufetes de abogados y oficinas de prestamistas. Era un hombre tan inmenso como sus bravuconerías sobre el cambio que estaba a punto de experimentar el mundo editorial de España, e iba tan acicalado como las cartas que le había dirigido a Edgard Allan (el pseudónimo que compartía la pareja cuando redactaba sus historias), invitándole a venir en persona a la Ciudad Condal.

Por encima del estrato del sudor que despedían sus axilas había otro aroma más agradable, una colonia que hablaba de una vida bien planificada y que no incluía necesariamente la presencia de mujeres.

—Encantado de verte, Joseph —correspondió Rafael, con su mejor sonrisa estampada por toda la cara, tanto que apenas dejaba espacio para la nariz.

Al descubrir la pequeña y pizpireta figura de Ángeles detrás, como queriendo pasar desapercibida, el editor exageró una expresión de sorpresa.

—¡Vaya, vaya, a quién tenemos aquí! Recojan ahora mismo la basura, caballeros, hay una dama presente.

—Es mi mujer —dijo Rafael, y la participó—: Éste es nuestro sublime editor, patrono de casi cualquier cosa que sale a la calle con el rótulo CF y Horror.

—Quita el casi, que ofende.

La teatralidad epifánica que era Joseph se apartó y dejó ver una oficina pequeña, no pensada para albergar a seres expansivos como él, abarrotada hasta lo imposible de cajas, libros amontonados, manuscritos formando una pila que no dejaba ver la papelera que había debajo, cortadoras, alineadoras, maquetadoras de cilindros de hierro y varias máquinas de escribir con aspecto de monstruos antediluvianos con colmillos de linotipia. Era un espacio de trabajo, no cabía la menor duda, pero la presencia de botellas de vino vacías aquí y allá modificaba sutilmente esa impresión, insuflándole una atmósfera más distendida.

«Puede que los hombres de aspecto desaliñado que hay allí dentro contribuyan a reafirmar esa distensión», pensó Ángeles. Además del editor, otras tres personas (que se afanaban en limpiar un poco el desastre y dejar libre una de las sillas) ocupaban los huecos. Eran hombres de mediana edad, cómicamente parecidos unos a otros, por encima de los cuarenta y por debajo del metro setenta. Delgados y enjutos, ofrecían el aspecto de anacoretas de la literatura, de ésos que solo comen una vez al día y cuando su situación económica lo permite.

Al ver a Ángeles, apartaron una pila de resmas de papel de una silla con respaldo y se la cedieron. Su marido tuvo que conformarse con la esquina polvorienta de una maquetadora.

—¿Os ha costado llegar? —preguntó Joseph, dejando caer su humanidad en un sofá. Éste gimió como un instrumento de tortura atormentado por el humano que le tocaba en suerte.

—Ya ves la hora. —Rafael exhibió su reloj de pulsera, uno de ésos de genuina imitación—. Barcelona es una ciudad complicada para el coche.

—Y para los vulgares peatones, muchachito. Si vas a pie corres el peligro de que en cualquier momento te muerda una gárgola. O que se te caiga encima uno de los carteles de esas franquicias que están creciendo como setas.

—Las hemos visto. Menuda plaga. ¿Literaria, también?

Joseph hizo una cruz con dos dedos, ahuyentando espectros.

—Dios quiera que no. Por ahora los franceses se limitan a enviarnos material, sin montar mucho barullo, y a los americanos la Hispania les queda muy lejos para establecerse. Eso sí, los malditos fotolitos van a precio de oro.

Rafael arqueó las cejas.

—¿También andas metido en tebeos?

Uno de los hombres clónicos intervino, meneando el bigote sobre un vaso de licor del que parecía interesado sólo en el aroma. Era el único de los presentes (incluyendo a la misma Ángeles) que no tenía los dientes amarillos.

—Actualmente no se llaman tebeos, sino cómics —precisó—. Franco abrió tanto su trasero a los americanos que por el hueco se coló toda su cultura, además de su dinero.

—Vaya, has tenido que decirlo, ¿verdad? No has podido contenerte —protestó Joseph, dándose dos sonoras palmadas en los muslos. La grasa vibró por debajo del pantalón en ondas concéntricas—. ¿Sabes que eso me obliga a presentarte?

—No te reprimas.

—Dama, caballero, tienen ante ustedes a la flor y nata de la ciencia-ficción y el terror escritos en castellano, si es que eso significa algo… —comenzó, aunque uno de los hombres intercaló una acotación:

—¡Pero firmada con nombre extranjero!

—… encarnada en las singulares plumas de Alonso Bernet, Domingo Carvajal y Tony Truffaut. Respectivamente, John Rocket, Diderot Galax y Alan Sunset.

Al oír aquellos nombres de guerra, Ángeles fue la primera en reaccionar. Miró a Bernet asombrada y le preguntó:

—¿Usted… es John Rocket?

—El mismo que viste y calza, se pone la escafandra y se catapulta en el bólido —sonrió, haciendo un aspaviento con la copa que a punto estuvo de colorear la linotipia de rosa Sadurní—. Pero para mi nueva faceta de escritor de westerns estoy ponderando otro alias menos, digamos, estratosférico. —Barrió el aire con una mano, como un productor de cine limpiando el horizonte para su siguiente gran proyecto—. «Johnny Quick». Suena a revólver, ¿verdad? ¡De siete balas!

Otro de los clones, el que Joseph había asociado al rimbombante alias de Diderot Galax, se atragantó con su propia risa.

—Cof, cof, perdón… —Se dio a sí mismo unos golpecitos en el pecho—. Sí que suena a revólver, sí, y a boñiga de res, si me permites. Huele como todas las boñigas de todas las estúpidas reses del Oeste juntas.

—No le haga caso, señora, es un amargado —le explicó Rocket a Ángeles—. Lo que pasa es que tiene celos de que mis historias sean más valoradas por los lectores que las suyas.

—Oh, sí, celos —rió el otro hombre, y sacudió en el aire su vaso como si en lugar de vino barato estuviese lleno de grandes razonamientos—. Celos de un tipo que escribió el grotesco cuento «Los mares de metano de Venus«, en el que un bólido espacial lleno de científicos llegaba al astro para estudiar su fauna y, cuando aterrizaba, los cohetes prendían fuego a la atmósfera y calcinaban toda la vida del planeta. Porque en Venus nunca ha habido ni una chispa de calor, en toda su historia —se burló—. Una idea fascinantemente idiota, Rocket, desde luego digna de ti.

—Al menos no insulté a mis lectores con un esperpento como «El terror de los Ameboides«, en el que se afirma sin ningún rubor por parte del autor, ¿o debería decir perpetrador? —respondió Rocket, como si su garganta guardase unas cuantas respuestas mordaces para contrarrestar las salidas de tono de su compañero—, que las amebas van a ser las protagonistas del siguiente gran salto evolutivo, y van a crecer y a comerse a los humanos con salsa turca.

—¡Mis cuentos están basados en hechos científicos! —estalló Galax, pero fue la inmensa mano del editor quien puso freno a la discusión, obligándole a sentarse.

—Es suficiente. No os peleéis, niños —dijo Joseph—. ¿Qué va a pensar la dama de nosotros si sacudís los trapos en público?

—Si le sirve de algo… —murmuró Ángeles, sonrojada— a mí me gustó bastante «Los mares de metano«. Me pareció un cuento muy… sugerente.

Rocket hizo una genuflexión para celebrar su victoria, al tiempo que dejaba su trasero a la altura de la cara de Galax.

—No hace falta que exhiban sus plumas ante Rafael y su señora —dijo el editor—. No olviden que el aquí presente —colocó un brazo sobre los hombros de Rafael—, es uno de los máximos exponentes del terror hispano, ese que tan bien se venderá en la próxima década. Aunque a veces nos carga las tintas un poquitito en el tema de la sangre, ¿verdad?

Casi no se notó la mirada acusatoria que Rafael lanzó de reojo a su mujer.

—Este… sí, bueno —carraspeó—, es que pretendíamos ser impactantes no sólo en la trama, sino tratando de reflejar la angustia real de las víctimas que…

—No, no. Para. Al chaval prototipo que compra nuestra revista le importan un carajo los detalles médicos del organismo humano; lo único que quiere es que el engendro en cuestión tenga garras y hable con frases grandilocuentes, y que las chicas anden ligeras de ropa. Pero no te preocupes, en nuestras páginas hay cabida para todo. Estoy pensando, además, en ampliar la revista e incluir unas páginas azules o verdes donde los lectores dejarían su opinión, mes tras mes.

—¿Vas a publicar cartas? —se sorprendió Rocket—. ¿Y opiniones? —Escupió la palabra como un esputo—. ¿Para qué?

—Porque los fans, amigo mío, son el combustible que necesita este cohete para seguir ascendiendo. Y de esta manera se sentirán más protagonistas, buscándose unos a otros mes tras mes en el correo. ¡Bien! —Se frotó las manos—. ¿Queréis empezar a trabajar ya, o necesitáis un tiempo de adaptación?

—Cuanto antes mejor —dijo Ángeles, pisándole la frase a su marido—. Quiero decir —se excusó—, si a usted no le importa. Los alquileres aquí son caros, y…

—Lo comprendo, lo comprendo. —Joseph cogió una carpeta de grandes dimensiones que descansaba en lo alto de una pila de libros y la abrió, sacando unas láminas pintadas a acuarela—. Procedamos, si les parece, caballeros, a distribuir los encargos para el mes que viene. Rafael —le miró a los ojos—, aunque tus cuentos son buenos, tendrás que acostumbrarte a la forma que tenemos de producir en esta santa casa. Hasta ahora he dejado que improvises temas y argumentos para ver cómo te desenvolvías, pero nuestra forma de operar es otra. La imaginación al servicio del material gráfico es nuestro lema.

—¿Del material gráfico? —se extrañó—. No te entiendo.

Joseph eligió una de las láminas pintadas y se la enseñó, sujetándola pulcramente por las esquinas. El dibujo mostraba la avenida de una gran ciudad, flanqueada por rascacielos y llena de coches calcinados. Unas figuras demacradas andaban por en medio de la calle, los rostros deformados por las cicatrices y las manos extendidas hacia el público, como si quisieran apresarlo para comérselo. Alguien había recortado el dibujo justo por debajo de unas enormes letras, de las que únicamente asomaban dos o tres esquinas mal borradas para atestiguar que la ilustración un día tuvo un rótulo. Era la clásica composición de portada que Rafael había visto en las revistas que llegaban del extranjero.

Miró al editor sin comprender.

—¿Qué es esto?

—Rafa, ¿algún día te preguntaste cuánto cobra un dibujante profesional por hacer una portada? —sonrió Joseph, y se contestó a sí mismo—: Una burrada. Si tuviésemos que ilustrar nosotros mismos nuestra revista, saldría tan cara que ni los abogados que trabajan en este edificio podrían comprarla. Hay que abaratar costes como sea, o no habrá libertad para soñar ni espacio en el kiosco, ¿me sigues?

—Pues…

—Creo que sé por dónde va —murmuró Ángeles. Aquellas ilustraciones eran las mismas que la revista de Lemet usaba como portadas, llenas de colores vivos y chicas ligeras de ropa, para atraer la mirada un tanto enfermiza de los lectores—. Qué curioso. Yo pensaba que el dibujo siempre se ajustaba al texto y no al revés.

—En América quizás —admitió Joseph—, pero esto es España, y tenemos que hacer las cosas de otra manera. El sindicato que distribuye Astounding nos cede a un precio irrisorio estos dibujos siempre que tengan una antigüedad superior a quince años y tenemos que adaptarnos a ellos. Si en la portada de este número se ve una invasión zombi, quiero una historia sobre… —examinó a contraluz el contenido del dibujo—… eso es, chicas que se desgañitan y huyen del engendro llegado de ultratumba y bla bla bla. Y la amenaza siempre tiene que estar presente, por encima de las descripciones médicas de las puñaladas. Los zombis del infierno o las criaturas pepinoides de Venus infectan el maíz que les damos a nuestros hijos, ¿está claro?

—Diáfano.

—»Diáfano», eso es bueno. «El diafanoide venido de Marte» —dijo Galax en tono tétrico, vampirizando la expresión de Rafael—. Creo que lo estoy viendo venir.

—Y yo también… —barruntó Ángeles.

—Como regalo de primer día de trabajo, la portada del mes que viene es para Edgard Allan —anunció Joseph, entregándole la lámina. Las protestas de los demás encontraron, como siempre, el vacío más absoluto en los oídos del editor—. Ésta del interior, Rocket, es para ti. A ver qué te dice. Quiero que la cuadres a la página siete. —Le entregó otra lámina, en dos colores, donde una máquina que parecía un cruce entre una sepia y una moderna Superset de cocina abría sus tentáculos para tragarse a dos colegialas. Otra ilustración, con impactos cometarios de cigarrillo en las esquinas, fue a parar a las manos de Alan Sunset, quien recibió a los murciélagos gigantes de ojos cibernéticos con cara de asco—. Recordad que la imprenta va a un céntimo por palabra, así que al que se pase con los adverbios le encasqueto una indemnización por despido, ¿estamos?

Rafael enrolló pulcramente la lámina, para que no se estropeara, y entendió de golpe muchos de los secretos oscuros de la industria, de ésos que ninguno de los profesionales que trabajaban en ella querían hablar. No, si querían continuar cobrando.

—Sé rápido, ¿vale? —le pidió Joseph, acompañándolo a la salida. La fiesta había terminado—. Tener una portada dedicada a tu cuento es un privilegio, así que no lo desperdicies. Y no nos hagas esperar. El ritmo de trabajo aquí es muy rápido, o no llegamos a la cita con la imprenta. ¡Nunca dejes que la sangre se enfríe en el cuchillo!

 

 

2. TRES MESES DESPUÉS

 

Ángeles se levantó de la cama a oscuras para no despertar a su marido. La luz era un tipo de frío, o de calor, cuya algodonosa caricia bastaba para arrancar a Rafael del sueño más profundo, pero él se negaba a dormir con antifaz. Le molestaba la presión del elástico en las sienes. Todo un caso.

Su mujer tanteó con el pie descalzo, encontró una zapatilla (que resultó ser la equivocada, y encima estaba boca abajo, así que renunció a buscar la otra) y salió del dormitorio intentando hacer el menor ruido posible. La colisión de la cadera con un aparador le confirmó que no estaba en su viejo apartamento, sino en una casa alquilada, totalmente nueva y desconocida, con un mapa de la oscuridad que su mente aún no había asimilado como propio.

Algo en el interior del aparador sonó a objeto con ganas de romperse. Castañeteó, bailó sobre su eje al filo del desastre, y decidió en el último momento seguir viviendo. La mujer soltó una imprecación. Esas figuritas de horrible porcelana gris ni siquiera eran suyas; las había dejado allí el anterior inquilino con la promesa del «pronto volveré a recogerlas», cuya semilla cayó en tierra de nadie y no encontró agua. Ángeles había alargado en varias ocasiones la mano hacia el mueble para sacar todos aquellos trastos y lanzarlos a la basura, pero en el último momento le había parecido mejor ser prudente y esperar un día más.

Llevaba así tres meses.

En el salón se permitió el lujo de encender la luz, y si algún minúsculo fotón llegaba rebotando hasta su marido y le perturbaba los dulces sueños, pues que se fastidiara.

La nueva lámina que les había entregado Joseph estaba colgada de la pared, justo enfrente de la mesa de la máquina de escribir, un viejo modelo Ruber con teclas de fondo cóncavo. Era una ilustración distinta a la anterior (la cual al final dio pie a un cuento llamado «Hambre primordial» que el editor había aceptado con no pocos reparos), en la que se veía una especie de laboratorio con humanos encerrados en jaulas. Un trasunto del doctor Frankenstein los empujaba hacia una máquina que les lavaba el cerebro, o algo así. Era risible, pero en el fondo guardaba ciertos paralelismos con la historia reciente de Ángeles. Un lavado de cerebro era lo que había necesitado su anterior yo para olvidar la vida que llevaba hasta que denunció a su marido por malos tratos.

¿O aquello nunca ocurrió? ¿Llegó a denunciarlo a las autoridades, de verdad, o era parte del recuerdo ficticio que…?

Se frotó los ojos. Ahí estaba otra vez esa sensación, picando como salsa agridulce detrás de su lóbulo parietal. Era como una alarma, o más bien una contusión vertical que inflamaba su frente como un nubarrón. Significaba que él estaba viniendo, otra vez, para hacerle otra visita. Y que estaba muy próximo.

—No, no, por favor —suplicó Ángeles, en voz baja—, esta noche no. Me duele horrores la cabeza.

Pero sabía que era inútil quejarse. Cuando él venía, nada en este mundo (ni en los otros cuya existencia tácita ahora conocía) podía detenerlo. Ángeles se sentó frente a la máquina de escribir, cogió un lápiz y un papel en blanco y dejó reposar la mano, laxa, sobre la hoja. Ésa era la manera como ellos se comunicaban, mediante la escritura automática, aunque, por supuesto, él nunca se rebajaría a llamarla de esa manera. Le gustaba la terminología sofisticada.

Hola, Ángeles —dijo la voz, en cuanto ella notó su presencia en la habitación. La temperatura había disminuido dos grados.

Ángeles respondió:

—Hola, J.

Tenía que hacer un gran esfuerzo para hablar, empujar físicamente las palabras. Cuando entraba en trance, su propio cuerpo se convertía en el estado remoto de algo que no era ella, un apéndice distinto que costaba manejar. J (lo había bautizado así como decisión arbitraria, por tener una forma de dirigirse a él como a un «algo» o a un «alguien» ) secuestraba su percepción y la transportaba a otro lugar que ocupaba el mismo espacio al mismo tiempo que su cerebro, pero que era un lugar distinto.

Un lugar sobrecogedor.

Su mano empezó a moverse, escribiendo líneas que ella luego leería, cuando J se marchase. Las palabras estaban fusionadas unas a otras, sin espacios intermedios.

Él se liberará pronto —dijo el eco en su mente, respondiendo a unas frases que nunca fueron emitidas—. El estado de control revertirá. No podrás evitarlo.

—¿No se le puede… someter, otra vez? —preguntó ella, con miedo.

El alma se doblega con facilidad, pero la firma emocional que deja en tu realidad no. Tarde o temprano se abrirán espontáneamente los pozos de recuerdos, y él sabrá quién fue. Antes de mí. Antes del pacto.

—Quiero que me cuentes más cosas, entonces. Que me hables de lo que nos espera cuando crucemos. Buscaremos juntos una solución.

Cuando crucéis todo habrá dejado de importar. Tú, él, tu mísero mundo. Todo.

—No —negó tajantemente—. Tiene que haber otra manera.

Ángeles miró la ilustración de la pared, con los humanos encerrados como perros en la jaula y el científico loco examinándolos con ojo clínico. Mirándolos no como a seres humanos, sino como a montones de carne, simple material de laboratorio que él podría manejar a su antojo.

Le gustaba usar los dibujos como guía para controlar el flujo de imágenes devastadoras que penetraba con fuerza en su cabeza, y estaba convencida de que a J también. A veces se divertía tratando de imaginar a los dibujantes de aquellas láminas siendo visitados por J. Si él les enseñara qué distintos eran los paisajes del Otro Lado de lo que ellos dibujaban, y qué aberrantes parecían sus máquinas en comparación con la concepción humana de la tecnología, estaba convencida de que muchos de ellos abandonarían para siempre la profesión. Acabarían encerrados en un convento, rezando para que las monstruosidades que habían visto en aquellos sueños tan reales, tan inmediatos, jamás se hicieran realidad.

Su mano continuó vibrando, traduciendo en palabras nerviosas las imágenes que iban llegando a su cabeza. El editor jamás aceptaría unas visiones tan crudas del Infierno como las que J le regalaba —vallesque parecían un muestrario de hecatombes humanas, un museo de la irracionalidad y la demencia. A través de paredes escarchadas de grietas podían verse cráneos aplastados, tumescentes, con ojos que, aún colgando de los nervios oculares, seguían mirando en silencio a las alturas, preguntándose qué pasó. Qué extraña cadena de circunstancias les había privado de su último viaje, de poder seguir las balizas que horneaban las pistas hasta una tierra prometida. Balizas y ríos de luces y lagos de sangre que pulsaban en campos eléctricos como linternas suspendidas en el horizonte—, ya que serían demasiado terribles, demasiado pavorosas y espeluznantes para los lectores de su revista, pero ella tenía que describirlas. Pasarlas al código que los humanos eran capaces de entender. Formaba parte del trato.

El nuevo dibujo encontró un paralelismo con algo que aquellas cosas sí les hacían a los humanos, formateando la mente, reorganizando la velocidad y posición de las partículas afines a los neurotransmisores, abriendo nuevas fronteras para el dolor puro. Convirtiendo la conciencia en agonía y esta a su vez en datos, y devolviéndola en un entreacto de lluvias de estrellas.

—Lo veo… —susurró Ángeles, notando cómo la frente se le empapaba de sudor. Era miedo, miedo blanco—. Lo… veo… —Y era verdad, aunque no comprendía todo lo que tenía ante ella. Pero el gran angular de su mente captaba un cuadro vasto y enredado, ebrio de detalles—. Oigo los gritos, los aullidos lejanos. El correr de la sangre. Santo Dios…

El tiempo se agota. Debo marcharme. Hoy has sido afortunada.

Ángeles luchó por abrir los ojos. Su cuerpo los había cerrado automáticamente, como hacía siempre que la visión superaba en prioridad e importancia a la física. Le llegó una imagen retardada, una instantánea a medio revelar de la habitación, del empapelado de los tabiques, del ángulo correcto de inclinación de las sombras, de… de la cosa que se filtraba como humo líquido por debajo de la pared, burbujeando y emitiendo pequeños chasquidos parecidos a zumbidos de tábano. Volviéndose algo menos que etéreo, más que irreal.

Y también estaba Rafael.

La silueta de su marido aguardaba en silencio en el umbral. Observaba el papel emborronado de ideas y descripciones apresuradas, de palabras que aún no existían. La expresión de su rostro era de genuina perplejidad.

Porque también había visto a J.

Ángeles se desplomó sobre la alfombra. Su marido acudió torpemente a socorrerla, cogiéndola en brazos. Ella se zafó con un parco «estoy bien», y se masajeó las sienes.

—¿Lo has visto, por fin? —preguntó en cuanto reunió fuerzas.

—Ecks… —dijo Rafa. La aparición le había obturado la garganta con un mazacote de miedo. Todos los movimientos que había hecho, desde cogerla a ella hasta apartarle el pelo enmarañado de la cara, habían sido más un acto reflejo que una decisión consciente. En realidad, Rafael aún seguía de pie en aquel umbral, donde se había asomado para sorprender a su mujer haciendo lo que fuese que montaba tanto jaleo, y viendo a aquella cosa sublimarse bajo la esquina de la pared.

—¿Rafa? ¿Estás bien? —Dos chasquidos de dedos delante de sus ojos.

—Ecks —repitió.

 

 

3. UN MES ANTES

 

—¿Te das cuenta? —preguntó Rafael, ilusionado, mientras conducía de vuelta al apartamento. Justo en ese momento cruzaba por el mismo semáforo donde se habían topado con aquel SEAT al que de repente le habían surgido dientes, garras y ganas de atacarles—. ¡Le gustan tus cuentos! ¡Y nos ha confiado nada menos que el relato de portada del mes que viene! Eso es empezar con buen pie en un trabajo.

Ángeles se sacudió las hombreras del traje, como si todavía cargase con el hedor a tabaco y el aliento a «demasiado arte asistido etílicamente» de los clones a sueldo de Joseph. Llevaba la lámina enrollada en un tubo sobre las piernas.

—Lo que no me ha gustado para nada es el tonito de «te he dejado libertad porque quería probarte» de su filípica —dijo ella—. Lo de tener que inventar las tramas basándonos en esos dibujos idiotas es… idiota. Y su petulancia es idiota. Malditos editores estúpidos e idiotas.

—Vas a gastar la reserva de usos de ese insulto para lo que nos queda de humanidad —le advirtió, muy en serio. Ella se miraba las manos.

Rafael soltó un suspiro lento. El juramento de su mujer le había parecido de una bisoñez inútil. Era evidente que el terror que a ella le gustaba escribir era radicalmente distinto al que parían el resto de sus compañeros, pero si querían vivir de sus cuentos tendrían que pasar por el aro. Fuese honesto o no.

Volvieron a pasar por delante del McDonalds de camino al piso. Rafael se preguntó por qué se había colado tanta y tan penosa cultura americana por el agujero del culo de Franco, como había dicho Rocket. Aunque, al fin y al cabo, pensó, eso también tenía un lado bueno. España estaba hambrienta de futuro. De tecnología y modernidad (que no modernismo), de hamburguesas grasientas y sombreros de vaquero, y todo lo que desprendiera un tufillo aunque fuese lejanamente yanqui caía bien. Eso propiciaba que existieran empresas como la de Joseph, que satisfacían la necesidad de alejarse lo más aprisa posible de un pasado vergonzoso para adentrarse en un futuro del que nadie sabía nada. Durante años, el futuro para los españoles había sido una cuestión más de distancia que de tiempo, porque era una realidad a solo un par de miles de kilómetros, al otro lado del charco. O justo detrás de los Pirineos. La mentalidad escapista de la gente había transmutado los años en kilómetros, y cada día acortaban la escala un poco más. Cada hamburguesa de esa apestosa cadena de restaurantes que se vendía en Barcelona reducía en un metro la distancia hasta el futuro.

Ángeles afirmaba que tenía un amigo invisible que le hablaba de tales cosas. Que le contaba historias de esas realidades distópicas, de los espantosos infiernos que llenaban sus relatos. Rafael mantenía siempre un dedo a medio camino de la combinación de números del sanatorio, pero nunca descolgaba el teléfono. Al fin y al cabo, ella seguía siendo su mujer, y lo único que le faltaría sería acabar su matrimonio teniendo que hacerse responsable de una paciente psiquiátrica.

Pero algún día, cuando se hartase de verdad de sus desvaríos, le exigiría que le mostrase en persona a su amigo invisible. Que le diese una prueba irrefutable de su existencia. A ver cómo se las arreglaba entonces.

Se le ocurrió una frase, de connotación legal, que le hizo mucha gracia: No, su señoría, no fui yo; es a su amigo invisible al que debe interrogar. Él fue quien resbaló sobre ella y le clavó el puñal.

Entraron en los aparcamientos del edificio, una explanada al aire libre. Les habían dicho que su plaza era la número trece. Rafael tuvo que invadir otra que estaba desocupada con el morro del coche y luego recular para encajarlo en tan poco espacio. Al pisar momentáneamente la jardinera, el neumático despidió una andanada de grava.

Ángeles se bajó por su lado y miró arriba, a la hilera de balcones. No le gustó el aspecto sucio del inmueble. Tenía esa mirada en los ojos, la que Rafael recordaba que ponía su abuela cuando vaciaba las vísceras de los pescados del almuerzo.

—Menudo cuchitril —opinó. Rafael hizo como que no la había oído, o la tormenta podría volver a desatarse.

—¿Ya has pensado en algún argumento para esa ilustración de los zombis?

—No. Ni ganas.

—Pues escribe uno de platillos volantes.

Ángeles recordó los únicos platillos que le había mencionado alguna vez J, pero no iban volando por ahí, tripulados por hombrecillos verdes. Eran algo así como repetidores de largo espectro de una raza de seres con un lenguaje estrictamente óptico, cuyos saludos de amistad podían dejar ciegas a otras especies.

Curiosamente, uno de los mejores recuerdos de su matrimonio tenía que ver con el lenguaje. Con su uso lúdico, más bien. Cuando Ángeles repasaba los buenos tiempos, abriendo las bobinas de la película de su relación con Rafael, la primera escena que le venía a la cabeza era una partida de «Scrabble». Sus amigos comunes opinaban que era mejor no jugar a un juego de combinatoria contra un escritor, pero lo cierto era que ella tenía bastantes dificultades para escoger palabras cuando estaba sometida a presión. El diccionario de su cabeza, simplemente, se cerraba. Pero la travesura compensaba la erudición y, cuando jugaban juntos, Ángeles se inventaba usos ignotos para expresiones sin sentido.

—¿»Larvokr»? —solía decir Rafa, con la incredulidad estampada en la cara—. ¿Cómo que Larvokr?

Ella, riendo a carcajadas, alegaba:

—Sí, como lo oyes. ¿Nunca habías oído esa palabra?

—Claro que no; como que no existe, tramposa.

—¡Sí que existe! —insistía ella—. Y te lo puedo demostrar: los larvokrs son los guantes que usan los cocineros franceses cuando preparan ensaimadas. Es un tipo de ropa especial para ensaimadas, no sirve para nada más.

Él se deshacía entonces en una risa cómplice.

—Mentirosa. Eres una embustera. Los cocineros franceses no se quitan el… —miró de reojo su propia combinación de letras, tras el panel—… spakstoplicik ni siquiera para hacer ensaimadas. Lo llevan siempre puesto, y les cubre todo el cuerpo.

—¿Todo-todo?

—¡Todo!

Eso solía desembocar en una guerra de almohadas, cojines de sofá o lo que tuvieran a mano. Casi siempre ganaba él, porque ella se rendía instantáneamente cuando el conflicto entraba en la fase de las cosquillas.

Eran buenos tiempos. Eso había sido mucho después, claro, de la denuncia contra su ex marido.

—Entremos —sugirió—, tengo frío.

—Yo te podría escribir un argumento, sólo las líneas generales, si quieres. ¿Qué te parece… —dijo Rafael, mientras sacaba los bártulos del maletero del coche—… una invasión de androides de Plutón con estómagos vivos, que necesitan hamburguesas terrestres para sobrevivir? No me digas que no es original.

—Los habitantes de Plutón no comen. Al menos, no ingieren alimentos sólidos como los interpretamos nosotros. Eso los mataría.

—Vaya, eres una verdadera enciclopedia de lo imposible. ¿Cómo lo haces?

A ella se le escapó una sonrisita.

—Es que soy un poco Larvokr.

 

 

4. TRES MESES DESPUÉS

 

—Ecks —repitió Rafael, dejándose caer en la alfombra.

Ángeles tenía los dedos agarrotados alrededor del lápiz, como si éste se hubiera convertido en una prótesis de la que su mano no podía prescindir. Ayudándose con la otra, abrió poco a poco los dedos, que cosquillearon, y dejó caer el lápiz sobre la mesa.

Rafael la miraba.

—¿Qué… q…?

—No preguntes —dijo ella—. Por favor, no lo hagas. Todavía no estoy preparada para…

¿¡Qué coño era eso!?

Ángeles se frotó los ojos. Maldición.

Ya no había forma de corregir el error. Le había dicho muchas veces a J que le enviase una advertencia antes de llegar y agarrar su cuerpo de aquella manera insolente, como si fuese una muñeca que pudiera manipular a su antojo. Pero J no quería o no podía hacerlo. Durante los meses anteriores, desde que firmó el pacto, J se las había arreglado para acceder a ella cuando nadie más miraba, en momentos de soledad en los que Ángeles estaba encerrada en el lavabo (experiencia de la que solía quedarse con unos cuantos metros de papel higiénico escritos con barra de labios), o cuando estaba sola en casa y su marido había salido a trabajar o a comprar al mercado. Pero esta vez había cometido un error.

Ángeles llevaba tiempo notando un cambio en la actitud de J. No podía precisar si era un detalle imperceptible en la voz, o en su forma de expresarse, o en la intensidad del calor que desprendía… pero parecía distinto. Como si tuviera prisa. Como si aquellas visitas estuviesen cercanas a acabarse, y aún quedase mucho por hacer.

—Eso que viste… era mi amigo invisible —confesó. No había por qué continuar con la pantomima—. Alguna vez te hablé de él, ¿verdad?

Rafael asintió lentamente. Su mandíbula inferior aún colgaba fláccida, arrugada por el asombro.

—Era verdad… —murmuró—. Esa cosa… e… existe…

Ángeles se incorporó dolorosamente. Echó un vistazo al galimatías que J la había obligado a escribir en la hoja.

Nuevos conceptos increíbles. Nuevas palabras jamás pronunciadas con anterioridad en su idioma. Una página más para aquel insensato evangelio del más allá.

Y había muchísima información. Sensiblemente más que de costumbre. J no sólo había eliminado los espacios entre las palabras para ahorrar tiempo, encadenándolas unas con otras aprovechando la pequeñez de la escritura de Ángeles, sino que había aprovechado las letras de palabras ya escritas para elevar desde ellas frases verticales, a modo de crucigramas, hasta crear una densa red de ideas entrelazadas unas con otras. Ángeles adivinó que le costaría un esfuerzo infinito descifrar en esta ocasión lo que su interlocutor quería contarle.

Rafael se puso también en pie. Un brillo cruzó de izquierda a derecha sus pupilas de una manera que no le gustó nada a Ángeles. Era una manera de mirar que ella sólo había hallado en los ojos de su anterior marido.

—Necesito una explicación, Ángeles —exigió—. La quiero. Ahora.

Su tono de voz se había ido oscureciendo a medida que las palabras salían de la boca. Ángeles sintió un escalofrío: la voz, también, junto con la mirada, pertenecían a un pasado terrible.

Se alejó de él, aparentando que aún estaba mareada, hasta situar la mesa entre ambos. No, le dijo su vocecita interior, la misma que se había vuelto adulta y rebelde cuando tomó la decisión de hacer algo con su mala suerte; él no es un hombre violento. No te pegará. De todos modos no podría hacerlo, aunque quisiese. Ya no.

—Rafael —comenzó—, necesitas, antes que nada, tomar una copa. En el mueble hay una botella de…

—¡No quiero una maldita copa! —explotó, propinándole un sonoro puñetazo a la mesa. La caoba resonó como una campana. Ángeles comenzó a preguntarse si su vocecilla interior estaría en lo cierto, o era verdad lo que le advirtió aquel párroco, hacía tanto tiempo, cuando ella era una jovencísima aspirante a monja: Careces de buena estrella para llevar una vida normal. Si no te entregas a Cristo, ningún otro hombre te dará lo que anhelas.

Durante años se estuvo riendo de aquella estúpida profecía. Negando que tuviese una mala suerte absoluta e injustificada con los hombres. Ahora temió que fuera cierto.

Elevó las manos, pidiendo paz.

—Está bien, vale. Como quieras. Pero tranquilízate, por favor. —Tomó aliento. Aquello iba a ser sumamente difícil—. Todo empezó hace un año, cuando te conocí. O más bien, Rafa… —se mordió el labio—… cuando te resucité.

Él parpadeó.

—¿Cómo?

 

 

5. AHORA

 

La cristalera del supermercado, plateada por la diferencia de temperatura entre el interior y la calle, parecía una pantalla en la que Ángeles vio proyectadas imágenes de locuras vanguardistas, ideas atrevidas que habían conseguido escapar de la sala de diseño a la realidad. Prodigios eléctricos y magnéticos, cuánticos y nanométricos, indistinguibles de la magia para cualquier profano. Aquellas sombras chinescas la sobrecogían y fascinaban a la vez, mientras pensaba en todas las posibilidades, tanto buenas como malas, que semejantes prodigios podían traer consigo.

Cuando era niña había aclamado un mundo mucho más sencillo, con furgonetas y coches semejantes a embarcaciones con aletas caudales (escualos de asfalto, los llamaba su abuelo, y ballenas sin géiser) que recorrían la ciudad luciendo su elegancia. Existían los bares, claro, y ya por aquel entonces tenían rincones de especial encanto ocupados por filósofos de trastienda y sabios de cerveza. Éstos analizaban con criterio pausado los males que le sobrevendrían al mundo, de seguir las cosas como estaban. Tal país acabará bombardeando a tal otro por una simple cuestión de petróleos, o la pornografía acabará lavándoles el cerebro a todos esos jovencitos que ya no saben lo que significa ser pudoroso, y sus hijos tendrán siete brazos producto de la radiación. Cosas así. Lo que semejantes lumbreras jamás imaginaron era que las cosas estaban condenadas a no seguir como estaban. Ni mucho menos. Aún no lo sabían, pero el mundo iba a cambiar tan rápido y de una manera tan radical, se iba a lanzar tan vertiginosamente de cabeza por el tobogán, que ponderarlo con un simple axioma de barillo era tan ingenuo como sintetizar los misterios de la gravedad en una expresión matemática.

Porque ella sabía que el Infierno, el de verdad, existía. Y estaba a solo unos pasos de distancia.

Tal vez, en otra vida donde J no existiera o no se hubiese puesto en contacto, Ángeles podría haber engrosado las huestes de los filósofos de vino barato y anteojos de alcance universal. Ahora que lo pensaba, tenía madera. Y puede que las cosas cambiasen tanto, así de repente, como para que algún día tuviese necesidad de ir a reservar su trocito de canción triste en el Bar Melancolía. La vida tenía la mala costumbre de sorprender al más pintado con algo nunca visto, algo morrocotudo, como si asestara un bate de béisbol contra una ventana y desbaratase la presa del pasado.

Aunque si vas a tirar de la alfombra bajo mis pies, pensó, ten al menos la decencia de hacerme caer en blando.

Contempló con mirada fija el cristal empapado, como si estuviera leyendo algo de notable interés en los arabescos de la condensación, mientras la cajera le pasaba la compra. Hacía la suma a mano, martilleando los precios en los gordos y desgastados botones de la máquina, casi tan romos como sus propios dedos. Ese arcaísmo funcional tranquilizó de alguna manera mística a la escritora. Varios de los artículos que había comprado no quería tenerlos cerca, en realidad; eran por si se producía el milagro de que su metabolismo cambiase de nuevo, como después de su embarazo, y a la ingestión de determinados alimentos dejara de seguirle una enojosa indigestión ácida.

Absorta como estaba en la maquinal danza de aquellos dedos, no se dio cuenta de que el hombre que esperaba su turno dos puestos por detrás, en la fila de caja, llevaba cinco minutos sin apartar la vista de ella.

Cuando la máquina hubo dictado el castigo para su cartera, el hombre se acercó y la tocó en el hombro.

—¿Disculpe?

La mujer se volvió, con un sobresalto. Sonrió al reconocer a Rocket (¿en serio se había olvidado de su nombre real?) cargado con varias bolsas.

—¡Ah, hola! ¿Vienes a comprar aquí?

—Me queda un poco más lejos que otro súper que tengo en el barrio, pero éste es más barato. —Compuso una expresión de estar colgado del techo por una soga. Era sorprendente lo contagioso que era su buen humor—. Dime, ¿cómo le va a tu marido?

No captó el trasfondo de la pregunta.

—¿Cómo le va… en qué sentido?

Rocket hizo como que tecleaba en una máquina invisible.

—Ah, eso —comprendió Ángeles—. Bien, bien, la cosa marcha. Aunque a veces se queda trabado en alguna idea que… buf. Ya sabes.

—Te comprendo, bufs de ésos me salen al paso muy a menudo. Más de lo que te piensas.

Salieron juntos del supermercado y pasearon calle arriba hacia una parada de autobús. No había ningún coche a la vista, pero una moto tocó una especie de claxon sofocado cuando pasó cerca. Ese sonido frío quedó flotando en la tarde como un tintinear de carámbanos.

—¿Y cómo de grandes son? —preguntó Ángeles.

—¿Los bufs?

—Sí.

—Verás, el truco está en no dejarse asustar. Ni por los plazos de entrega, ni por la imposición de temáticas, ni por las críticas sin sentido que nos hace Joseph… nada. Tú, como un titán de la literatura, te cargas la mochila al hombro y usas el piolet.

—¿El piolet? ¿Para qué?

—Para qué va a ser. —Se encogió de hombros mientras se resguardaba bajo la marquesina de la parada. Había comenzado a llover—: Para destrozar el gran Buf y convertirlo en una serie de Pifs chiquitos y más manejables. Esos sí que los puedes sortear fácilmente, sin un gasto innecesario de neuronas.

Un taxi pasó, con el cartel de LIBRE pero con una cabecita ocupando el asiento de atrás. No se detuvo cuando Ángeles lo llamó. La lluvia formó una constelación de chispas sobre el asfalto.

—¿Sabías que casi todos mis primeros cuentos los escribí mientras hacía de chico de los recados para una parroquia? —comentó Rocket—. Aprendí a parabrisear un aparcamiento entero en veinte minutos con El Fin está cerca y La Salvación será para unos pocos elegidos. La fe explicada a los borregos a base de fuego y miedo.

—Supongo que crear historias nunca es fácil —opinó ella—. Sobre todo cuando tienes que mirar al futuro para intentar adivinar lo que vendrá.

—Yo nunca adivino. Sería inútil. Mis relatos no tienen lugar en el futuro de verdad, que no tengo ni idea de cómo será, sino en el futurismo de los años que nos ha tocado vivir. A eso se le llama menstruación del ego.

Ángeles captó la tremenda sabiduría que encerraba aquella frase.

—Nunca intentas mirar hacia delante, entonces.

—No. Sólo el futuro sabe cómo será el futuro. Lo que yo redacto son aventuras de gente que se encuentra con lo que nos gustaría que fuese una realidad, pero que hoy en día no pasa de utópico, como las naves repulsoras, las máquinas pensantes o los arcos de teletransporte. Eso no es predecir, es lamentarse porque no somos tan listos como creemos. Tú lo tienes más fácil haciendo terror. No tienes que evadirte de la realidad.

Ella bajó la vista al suelo.

—No, normalmente es la realidad la que viene a mí. Incluso la más espantosa.

Rocket se rascó un grano de la frente. Ángeles recordaba haberle visto recurrir a ese mismo tic cuando estaban en la editorial, e imaginó que sería una especie de efecto secundario del acto de pensar. Un daño colateral de la imaginación sobre la epidermis.

—Piensa en esto: cuando los lectores de dentro de… quién sabe, veinte o treinta años, si es que nuestras paridas mentales llegan a perdurar tanto, lean nuestros cuentos, no dirán: «Mira, qué malos eran esos capullos prediciendo tal o cual cosa, o cómo no supieron ver llegar tal otra». Más bien dirán: «Están soñando con el futurismo de los setenta, con sus pantalones de campana y sus fásers y sus ordenadores con cintas perforadas. Con la estética y los problemas de aquella época, solo que proyectados a un mundo de fantasía.» Confío en que sean así de listos, y no nos juzguen por delitos de lesa invidentidad.

—Invidentidad. Me gusta esa palabra. —Ángelesmeditó en silencio—. No, el horror que escribe mi marido es más… —dudó— más realista. Se basa en cosas que él cree que pueden existir en realidad. De hecho, está convencido de ello.

—¿Sí? ¿Como qué?

—Pues como… eh…

como los cadáveres triturados de los valles de la Desdicha, demasiado molidos como para remedar la vida, cruzados sobre extensiones de piedras como una hemorragia al sol; detalles de matanzas ensamblados como las ilustraciones de un vademécum de cirugía plástica. Y su ex marido allí sentado, entre dinosaurios de acero con costillas retorcidas que aún resultaban amenazantes, espolones cromados y granizadas de vidrio que se escarchaban sobre las caras de los muertos, preguntándose por qué, por qué, por qué…

—… como el lavado de cerebro en los hospitales —concluyó, en voz alta—. Todos los gobiernos lo usarán en el futuro. Vas al médico a que te mire un catarro y ¡zas!, te conectan a la máquina aborregadora.

Rocket se dejó caer sobre el asiento, a pesar de que estaba un poco mojado. Se le notaba que estaba disfrutando con aquella conversación, como un infante entusiasmado ante un adulto que por fin comprende su lenguaje. Casi parecía que estuviese hablando con otro escritor loco de la ciencia ficción, igualito a él.

—¡Fabuloso! ¿Y cómo vais a disimular la máquina para que…? No, déjalo, no quiero saberlo. —Hizo un aspaviento. A Ángeles, aquella forma tan afectada de expresarse que tenía Rocket le parecía entrañable—. Tranquila, que aunque me reveles los secretos más recónditos de tu marido, son suyos. Jamás los usaré para mis cuentos.

—Le alegrará saberlo.

—Tu marido es un visionario, un verdadero profeta de lo macabro. No te lo había dicho, pero sus cuentos me cuesta terminarlos, del miedo que me dan. Jamás había leído ideas tan radicales como las suyas. Ideas tan… extremas.

—¿De veras?

Rocket se besó los dedos pulgar e índice. Sólo le habría faltado la pañoleta y los pantalones cortos para acabar de parecerse a un boy scout.

—Te lo juro por mi gata siamesa, Lisa, que en paz descanse. Ojalá que un talento así no se desperdicie en una editorialucha como la nuestra. —Se tocó el pecho—. Te lo digo con la mano en el corazón.

En un arranque de estupidez, como una reacción natural tras la dificultad de abordar una cuestión tan ardua como la del proceso de escribir, Rocket dijo:

—¿Sabes? En una ocasión vi una nave alienígena. Una de verdad, sobrevolando a baja altura la carretera por la que yo circulaba. Me pasó justo por encima, ziuuuu —su mano voló por delante de su cara.

—¿En serio? ¿Y qué hiciste?

—Lo de siempre: le endosé el cartel de «alucinación» y dejé de beber aquel maldito whisky.

Ella soltó una risita.

—¿Y por qué lo catalogaste como alucinación, de esa forma tan tajante?

—Porque cuando el condenado disco metálico pasó sobre mi cabeza, todo lleno de luces y destellos de esos que se suponen que hacen esos trastos, escuché lo que llevaba puesto en la radio el piloto. Era una canción que provenía del OVNI, porque de mi coche desde luego que no.

—¿Del OVNI? Estás de coña.

—Te lo juro. Ahora pregúntame qué canción era.

—¿Qué canción era?

Rocket arrugó el entrecejo.

—»Tres cascabeles para mi carro», aquella copla que cantaba Lolita Sevilla en la película «Bienvenido Mister Marshall». —La miró de reojo, muy serio, como esperando su reacción—.Te juro por lo más sagrado que salía a todo volumen por las ranuras del fuselaje.

Ángeles se lo quedó mirando unos segundos, sin parpadear, y luego estalló en la carcajada más sincera que había salido de su boca desde hacía años. Incluso tuvo que apoyarse en las paredes de la marquesina para no irse al suelo.

—Sí —dijo, secándose las lágrimas con cuidado para no estropear el rímel—. Los aliens son los mayores fans de Lolita Sevilla. ¡Tienen una estatua holográfica de ella en su planeta!

—Claro, sobre un caballo con cascabeles. ¿No lo sabías?

—¡Que se mueve y lanza flores a todo el que pasa cerca, mientras le canta una copla!

Estuvieron así un rato, hasta que el primer taxi libre de la noche hizo su aparición entre las cortinas de agua. Ángeles se volvió hacia Rocket, suplicante.

—Cógelo tú —dijo el escritor, antes de que se lo pidiera formalmente—. Creo que voy a ir caminando hasta mi casa, porque mi autobús ya no pasa.

—¿Con la que está cayendo? Podríamos compartirlo.

—No, no, en serio. Tengo que pensar seriamente en todas esas ideas increíbles que tiene tu marido, a ver si pongo orden en mi cerebro. Nada me gustaría más en este mundo que tener ideas así por mí mismo.

—¿Más que la paz universal?

—Que le jodan a la paz universal. Yo quiero ser buen escritor, no buen pacifista.

—Algún día las tendrás. Sólo hay que dejarlas venir. —Le guiñó un ojo—. Y tener una mente abierta.

—¡Abierta! Sí, claro, y algo más. —Miró arriba, al cielo lleno de lluvia. A la lluvia llena de cielo—. El agua me despejará. Dile a Rafael que muchas gracias por condenarnos a los demás a tomar pastillas.

—¿Pastillas para qué?

—Para protegernos de la onda expansiva de su cerebro —dijo el escritor, haciéndole una señal al vehículo para que se detuviera—. Adiós. Ha sido un verdadero placer charlar contigo. No sé cómo lo has hecho, pero no lograba dejarme llevar intelectualmente de esta manera desde que estaba en la facultad.

—Gracias. Lo mismo te digo —aseguró Ángeles—. Ojalá fuese tan fácil hablar con todo el mundo sobre estos temas.

—Bueno, tienes a Rafa para eso, ¿no?

 

 

6. DENTRO DE TRES MESES

 

—Veo que no te ríes —le espetó Rafael—. Esto tiene que ser un jodido chiste, y siendo así, ¿por qué no te ríes?

El salón del apartamento seguía en silencio, tal como lo había dejado la bruma luminosa de J al desaparecer bajo el ángulo de la pared, arrastrando con ella todos los sonidos. Rafael seguía con la misma cara de estatua que cuando la vio esfumarse.

Ángeles contestó glacialmente:

—Sé que es muy duro de aceptar, pero a veces tenemos que ser lo suficientemente abiertos de mente como para admitir que algunas de las cosas sobre las que escribimos, esas cosas imposibles, estúpidas hasta la locura, pueden hacerse realidad. J es una prueba de ello.

—¡J! ¡Encima tiene nombre! —La risa de su marido tenía una cualidad estridente, innegablemente nerviosa, que indicaba que su escepticismo iba a la deriva.

—Entre él y yo… funciona algo sobrenatural, una especie de pacto —explicó Ángeles, lo más cabalmente que pudo—. Yo le pedí que hiciera una cosa por mí. Él cumplió y ahora me usa como su herramienta, para que escriba una especie de evangelio de otra…

Enmudeció. Iba a decir «realidad», pero sabía cómo de absurdo estaba sonando ya aquello, cómo de cerca estaban los dos del límite del espera-aquí-un-segundo-que-voy-a-llamar-a-unos-señores-con-bata, y prefirió no forzar la situación.

Rafael la miró con un semblante pálido que pertenecía a una persona mucho mayor que él. Parecía estar a punto de añadir o me lo cuentas o le voy al justiciero del barrio con el cuento, como en una película de Sam Peckinpah.

—De verdad te crees lo que estás diciendo, ¿no?

—Lo has visto con tus propios ojos.

El puño de Rafael se cerró, no del todo, sino dejándolo medio abierto en una especie de tenaza. Su mujer tembló. Conocía de sobras aquel gesto. Significaba que el cuerpo de Rafael estaba llamando de regreso a su alma, a la que realmente le pertenecía, tratando de rescatarla del Infierno.

J, por favor, necesito tu ayuda, pensó a la desesperada. Pero la cosa a la que ella trataba de manera tan familiar no apareció. Estaría oculta al otro lado de la pared, a un paso de la realidad, en los oscuros laberintos cuyas puertas sólo se abrían para los realmente desesperados.

—J es nuestro mejor amigo —explicó, nerviosa. Otra posibilidad era llamar a la policía antes de que él estallase. Localizó el teléfono con el rabillo del ojo; estaba a una eternidad de distancia, casi al otro lado del salón—. Ya te lo he contado. Es él quien me habla de todas esas cosas sobre el mundo en el que vive, para que nosotros lo transcribamos para esta época.

—¿Y por qué iba a querer hacer algo así? —preguntó Rafael, desanclado totalmente de la realidad. Los procesos que estaban teniendo lugar en su cabeza en aquel momento acentuarían, sin duda, la sensación de irrealidad. ¿Quién era, y dónde estaba? ¿Por qué su yo actual se le antojaba ilusorio, tan etéreo y bidimensional como la tramoya de un teatro?

—J es un mensajero, el heraldo de un poder superior. Vino con la misión de comunicar al mundo la verdad sobre la vida tras la muerte, sobre los paisajes de desolación que nos esperan si no tomamos las decisiones adecuadas. Pero necesitaba unas manos que hicieran de herramienta, un amanuense que copiase sus páginas. Y me encontró a mí.

—No… no lo entiendo. —El dolor de cabeza aumentaba. Por el amor de Cristo, suplicó Ángeles; no te derrumbes todavía, aguanta sólo un poquito más. ¿Dónde demonios estás, J?—. ¿Por qué un ser así iba a hacer de musa para nosotros? ¿Por qué ayudar a dos escritores fracasados a ejercer de evangelistas en una revista cutre de provincias?

—Porque es justo aquí, y justo ahora, donde esas ideas calarán más hondo en la humanidad. No lo sé, Rafael, yo no ideé su plan. Puede que haya niños que lean ahora mis cuentos y que, el día de mañana, sean líderes que los hagan realidad. Nadie puede estar seguro de lo que va a pasar.

—¿Y yo qué tengo que ver en esto, por qué…? —Sus ojos se posaron en algo que no estaba allí, un objeto o una situación de su pasado—. Por Dios bendito… vosotros… ¿qué me habéis hecho?

Alzó los brazos para protegerse, como si alguien hubiese lanzado un objeto directamente a su frente. Era el mismo gesto que había hecho cuando J rescató su alma de los Campos de la Desdicha y la alojó en el cuerpo del ex marido de Ángeles.

No lo estaba recordando. Lo estaba viviendo.

—¡No! —gritó Rafael, cayendo sobre el aparador que tenía encima el teléfono y una vetusta guía de colores amarillentos, que acabaron rodando por el suelo.

—¡Rafael! —Ángeles corrió a socorrerle, pero algo salió de la nada. Era un puño. Se estrelló contra su mandíbula y la lanzó hacia atrás, contra la esquina del sofá, con un sonido hueco. La mujer se desplomó sin sentir nada, ni dolor ni frío ni ninguna de las otras sensaciones que seguían a las palizas de su antigua vida.

Te dije que no podríamos mantenerlo así para siempre, oyó en su cabeza mientras luchaba por levantarse de nuevo. Era J. Había regresado. La cosa añadió a sus frases, como hebras decorativas, las que ellos mismos habían intercambiado aquel día en que Ángeles le suplicó que enviase a su marido al Infierno:

Quiero que sufra, que su agonía sea eterna e insoportable. Quiero que te lo lleves a ese lugar que sólo tú conoces, a esas planicies de tormento infinito, y que lo encadenes a la roca más grande que puedas encontrar.

Pero había un «pero», claro. Siempre lo hay cuando se juega con la vida y la muerte. La condenación de un alma exige que otra se salve, que un reo salga del Infierno para que otro ocupe su lugar. Y ahí es donde entraba la persona que ocupaba ahora el cuerpo de Rafael. Él no recordaba nada de su anterior existencia, ni a Ángeles le importaba quién había sido o qué había hecho para acabar en el Infierno. Lo único que sabía era que había aprovechado la segunda oportunidad que ella le había concedido, y que eso le hacía mucho mejor persona que el cabrón al que había condenado al sufrimiento eterno.

Ángeles se apoyó en la mesa. Un hilillo de sangre le manaba de la comisura del labio. El tiempo parecía haberse detenido a su alrededor como si Dios hubiese tirado del freno de mano del universo.

La pintura roja de la percha de la esquina era sangre. El aire cargado, una sensación de tormenta contenida por una red de electricidad. Las sombras baldadas de la persiana, cuchillos curvos. El lejano zumbido de la lavadora del vecino, un ronroneo bajo, soñoliento, como el revoloteo de las moscas al posarse sobre un cadáver y luego alejarse bordoneando.

Rafael se irguió en toda su estatura, y por primera vez en mucho tiempo no pareció un marido afable y respetuoso, sino un depredador callejero. Una persona que no habría tolerado que el imbécil del SEAT le saliese al paso como el mismísimo Messala con su cuadriga de circo romano, sino que le habría embestido con el coche como un ariete hasta empotrarlo en el escaparate de una tienda.

Aquel Rafa al que su mujer odiaba, el mismo al que le profesaba tanto amor y tanto miedo, miró hacia la neblina eléctrica del demonio, que se había vuelto a deslizar por debajo de la pared. Y tembló.

—No eres real —sentenció, como una declaración de principios. Como un exorcismo conceptual. Pero cuando terminó la frase, la cosa seguía allí. Uno de sus zarcillos acarició la herida en la boca de Ángeles.

—Has vuelto —dijo ella.

El demonio miró a Rafael. Era más alto que un humano y con unas proporciones equívocas en su anatomía, como si en tiempos ancestrales hubiese sido un hombre al que las horribles torturas hubiesen deformado al extremo de la locura.

—¡Lo has conseguido! —estalló Rafael, sintiéndose como un pasajero (o más bien un intruso) en su propio cuerpo—. ¡Me has vuelto loco, loco de remate! ¡Maldita zorra embustera! —Se clavó los dedos en la sien. Los tendones de su antebrazo estaban lo bastante tensos como para proyectar sombras rectas sobre la piel.

Una lágrima golpeó la alfombra. Era de Ángeles.

—Lo siento… —sollozó—. Lo intenté, traté por todos los medios que esto no pasara, pero…

—¡Cállate, zorra mentirosa, cállate! ¡Todas las mujeres sois iguales, unas putas! ¡Todas queréis hacerme daño! —gritó él, girando en medio de la habitación como una peonza descontrolada. Su cuerpo y su mente parecían haberse dividido en dos, o en tres; las costuras de su alma se estaban abriendo, y por ellas se colaban no una, sino varias realidades.

Rafa tropezó con un mueble y cayó al suelo. Sus pupilas estaban clavadas en los tonos pastel de la pared, viendo quién sabía qué cosas en sus profundidades. Descubriendo secretos sólo por ella susurrados, y sólo por Rafael entendidos. Podría haber escrito algo mágico sobre ellos, si hubiese tenido papel y lápiz en las manos. Podría haber compuesto algo hermoso, como una canción. Siguió hablando sin solución de continuidad:

—¿Alguna vez quisiste pagar aquella multa de aparcamiento? Nuestro karma no se habría dejado afectar tanto por la pulsión negativa si lo hubiésemos hecho. Como el karma de las ranas azules de Marte. Sí, a partir de ahora haré voto de pagar todas las multas de aparcamiento…

—Él sigue en el Infierno, aunque haya vuelto a su cuerpo —comprendió Ángeles.

El pacto no puede romperse —dijo J—. A menos que tú misma derrames sangre para revocarlo. ¿Es eso lo que deseas? ¿Estás dispuesta a perdonarle para evitar que sufra las pléyades de agonía que le aguardan, los infinitos tormentos, la soledad indescriptible de los condenados?

Ángeles no tuvo que pensarse mucho la respuesta:

—No.

La cosa dejó escapar algo que podría haberse parecido a una risa.

 

 

7. EL FUTURO QUE FUE AYER

 

Joseph apartó la pila de cartas de encima de la maquetadora. Maldita la hora en que se le había ocurrido la idea de crear las páginas azules. Su genial método de acercamiento al lector se había convertido en una especie de consultorio sentimental, con los lectores opinando estúpidamente sobre los temas más absurdos, como por qué las solapas de la revista eran amarillas en lugar de color crema, por qué había sólo dos grapas en lugar de tres, o sintiéndose ofendidísimos porque el traductor de los cuentos americanos hubiese elegido tal o cuál término en lugar de tal otro. ¡Incluso había recibido una carta donde un tipo le proponía la venta de su coche!

Aquello parecía un rebaño de viejas cotilleando sin tener la menor idea de lo que hablaban. Y como le siguieran tocando las narices, las páginas azules iban a desaparecer ya mismo. Las iba a sustituir por anuncios de ¡Hágase dibujante profesional y entre por la puerta grande en una profesión con futuro!, unos talleres que la propia editorial ofertaba entre los suscriptores.

Debajo de las cartas de los pelmazos de los lectores estaban las carpetas con los cuentos que los chicos habían parido para el número de diciembre. Joseph las cogió con desgana. Normalmente sólo leía los tres primeros párrafos, alguno al azar de la mitad y los tres últimos. Si éstos funcionaban y lo mantenían enganchado, significaba que el cuento era bueno. Todo lo demás era paja.

Abrió la carpeta de Diderot Galax y leyó la sinopsis: «¡Los diafanoides de Venus atacan la Tierra! En un mundo donde las telecomunicaciones y los transportes aéreos no se han desarrollado —imaginar este párrafo leído con voz profunda—, todo funciona a base de enormes y kilométricas tuberías. Un constructor de tubos se enamora de una reparadora que viaja por el interior de una de estas tuberías, pero cuando ella desaparece raptada por los malvados diafanoides, el protagonista se vuelve loco buscando el final del enorme circuito de tubos, hasta descubrir que el más extenso y lejano desemboca en una planicie infinitamente vacía.»

No estaba mal. Joseph contó las páginas, haciendo un cálculo mental de las palabras que tenía el cuento. El maldito Galax se había vuelto a exceder otra vez en quinientas o seiscientas, apostaría el cuello. Malditos escritores avaros, ávidos de dinero, dinero, ¡dinero! ¿No se suponía que para ellos bastaba el hecho artístico?

Dejó aquella carpeta sobre la maquetadora y abrió la siguiente. Era la de Alan Sunset. La sinopsis: «EL FANTASMA DE LOS GRAND BANKS: Una compañía naviera descubre los restos de un barco desguazado en una nave industrial. Los restos corresponden al Titanic. Pero si este famoso trasatlántico llegó a puerto, ¿a qué barco pertenecen los restos que reposan en el fondo de los Grand Banks?»

No estaba mal, tenía gancho. El pobre Sunset escribía fatal; era con diferencia el peor de todos, pero sus puntos de partida eran geniales. Se le ocurrió que podrían hacer un trabajo en equipo, Galax y él, uno aportando los conceptos y el otro la prosa, pero primero habría que tantear cómo caería semejante bomba en sus egos. Rocket tampoco lo hacía mal; su cuento «¿Caerán las últimas lluvias en Venus?» era bueno y sugestivo, pero parecía que el tío escribiera novela rosa, porque en sus relatos apenas había acción y sí mucho tira y afloja emocional. Eso funcionaba de cara a las lectoras, pero éstas eran minoría. Los «Te quiero, Linda» y sus correspondientes «John, te amo» venían bien en la parte del final, donde los protagonistas acababan irremediablemente pasando por el altar, pero antes de eso resultaban cansinos. Tendría que imponerle al bueno de Rocket un número mínimo de disparos de protón por página, o acabaría echándolo de la revista.

Por último, cogió la carpeta del nuevo fichaje, Rafael. Al menos, éste había respetado los límites de espacio que le había impuesto, aunque Joseph sospechaba que no tardaría en dejarse contagiar por las malas costumbres de sus compañeros. Por eso prefería tratar con los escritores por correo, teniéndolos a cada uno en su propia ciudad, sin contacto posible entre ellos. Tendría que regresar a ese sistema. La incomunicación favorecía la ignorancia, y esta a los sindicatos verticales.

Se apoltronó en el sofá, quitando de debajo de su trasero un clip que se le estaba clavando en la nalga, y se puso a leer. Poco a poco, sus ojos se fueron abriendo más y más, y su mandíbula cayendo presa de la gravedad. ¿Qué cuernos era aquello? Le costaba mucho entenderlo. Parecía uno de esos cuentos estrambóticos, demenciales, terribles, como diría Marañón, para leer en una noche en que la Luna no es más que un espectro ejecutando una danza enloquecida. Un cuento para ser asimilado por mentes muy preparadas y con mucha proyección.

No le gustaba.

Rafael había partido de la ilustración que tenía asignada, eso no podía reprochárselo, pero luego dejaba que el cuento tomase unos derroteros demasiado adultos, demasiado filosóficos, muy alejados del estilo habitual de aquellos cuentos. Los paisajes que describía eran de auténtica pesadilla, y el relato puntual de los tormentos que sufrían los personajes, algo impublicable, como la descripción puntillosa de las torturas de la Inquisición.

Tenía que admitir que, en el fondo, disfrutó del relato de Rafael hasta el último punto. Él era el único de sus escritores que incluía una moraleja final, pero ésta era demasiado herética como para que fuera posible publicarla. Las historias de Rafa eran metáforas sobre el uso de dos conceptos antagónicos, el Mal Absoluto frente al Bien Incondicional, de forma que uno no anulase al otro, sino que fuesen complementarios. Como el relato aquel que le había mostrado una vez (y que por supuesto desechó), sobre un ama de casa maltratada que hacía un pacto con el demonio para enviar a su marido a la condenación eterna. No es que el relato estuviera mal escrito, sino que la presentaba a ella como a un personaje bueno, positivo, capaz de hacer una monstruosidad como esa como única salida para su sufrimiento, ¡y de forma que pareciera la mejor opción!

Ay, como los censores del Obispado leyeran aquello, ya podía despedirse del negocio…

Cuando terminó el cuento de Rafael, hizo un ovillo con las páginas y las tiró al cubo de la basura. Iba a tener que despedirlo, cada vez lo tenía más claro. En la siguiente reunión lo pondría de patitas en la calle. Si lo que el tipo quería era fardar de imaginativo y de alta literatura, que se buscase un empleo en la Sociedad de Amigos de Lorca. No le había contratado para que revolucionara la prosa universal, sino para que le escribiese aventuras de hombres lobo de colmillos largos, al estilo de Paul Naschy, y chicas ligeras de ropa.

Al fin y al cabo, lo que ellos publicaban sólo era ciencia ficción.

 

 

Víctor Conde nació en 1974: es natural de Tenerife (Islas Canarias, España).

Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte

Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 «Hija de lobos», un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los «Heraldos» con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica. Ahora está preparando la continuación de la saga del Metaverso y otros proyectos que prefiere guardar en secreto.

En Axxón ha publicado: LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS, EL ARCHIVISTA, EFECTO CAMPO, EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS, YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS, EL ÁGUILA TATUADA y LA HABITACIÓN OSCURA


Este cuento se vincula temáticamente con DE ESPALDAS LA OSCURIDAD, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y FAIRLANE y DETRÁS DE LA PUERTA, de Sergio Bonomo.


Axxón 228 – Marzo de 2012

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Terror : Abuso, maltrato : España : Español).

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