Revista Axxón » «Noches de Bantian», Pé de J. Pauner - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

En aquellos tiempos fueron muchos los que vieron prodigios. Se hablaba de lo sucedido a Ezrú, el camellero, que había visto venir hacia él una como gran antorcha flotando sobre las dunas. Se contaba de Hasaf e Ismael, hijos de Onás, a quienes se les había aparecido en un sueño —el mismo para los dos—, un gran pájaro del color del rubí y que arrojaba fuego por la cola.

De eso hablaban los sabios y decían: «los signos de los tiempos están manifestándose…»

Seguí escuchando prodigios y los profetas se multiplicaron. Todos hablaban del fin. Pero yo fui muy cauto, no creí, mientras tanto seguí habitando las tierras de Harán, al sur de donde estuviera Edén, entre los dos ríos que allí llaman Tigris y Éufrates. Eran tiempos de guerra, tuvimos que morar en cuevas, mi pueblo y yo, escondiéndonos como uno solo, en los desiertos, echados de nuestros territorios, mientras grandes ejércitos se despedazaban ante nuestros ojos, volaban por los aires fragmentos de lanzas y espadas empapadas en sangre. Se decía que un nuevo pueblo estaba edificando a orillas de estos ríos grandes ciudades de ladrillos hechos con barro y paja. Y se hablaba de Erec, que crecía fundamentada en el barro y la paja, como una ruta de comerciantes.

Entre las treguas, que a veces eran largas, puse a mi pueblo a edificar Bantian, la ciudad de ónice y jade en medio del desierto. La edifiqué como aquel pueblo, con ladrillo cocido pero que recubrí con ónice, jade y piedra traídos desde lejos. Mi ciudad creció bajo el sol y su fama se esparció. Entonces me puse a tomar esposas de entre los quemnitas, el pueblo que lleva los ojos delineados de rojo. Y tomé dos esposas, el nombre de la primera es Queriá y el nombre de la segunda es Venán. Yo les pedí dar a luz solo hijas, porque yo quería descendencia pacífica para que reinaran en concordia, no hijos varones para no perderlos en guerras. Pero el Señor de la Existencia provee y me proveyó con tres hijos.

Queriá parió dos niños a quienes llamé Elá y Mabzelá, porque nacieron mientras yo estaba afligido, haciendo sacrificios delante de las cuevas en un ara de piedra, pero Venán parió una niña a quien puse por nombre Viná porque en medio de mi aflicción vino a ser como un oasis en el desierto de mi vida. Elá y Mabzelá nacieron juntos pero no tenían parecido entre sí y Viná nació dos días después. Los tres crecieron felices entre las dunas y jugando en las calles de piedra y, al cumplir trece años, seguían siendo niños pero Viná era como una mujer atrapada en el cuerpo de una niña.

Yo les veía jugar desde el Templo de los Ciento Treinta y Tres Escalones [1], que era todo negro y brillante como el espejo. Y me encontraba sentado en el trono en lo alto de la Explanada, al final de la Escalinata, cuando llamé a Viná que era tan alta y fuerte como sus hermanos, vestía con pieles ceñidas que le llegaban arriba de las rodillas y cuyo cabello era rojo como el atardecer pero a sus hermanos no llamé y siguieron jugando entre la arena, abajo, en el principio de la Escalinata del Templo.

Era de noche, una antorcha alumbraba sobre cada escalón, Viná subió a mí y tocó con sus rodillas el suelo, a mis pies, yo coloqué mi mano diestra sobre su cabeza, ella bajó la mirada y tocó con sus manos el ónice veteado. Entonces la amé más que a sus hermanos y amé a Venán, su madre, aún sobre la otra. Cuando el viento agitó el fuego de las antorchas abrí mi corazón a mi hija, mi amada, que era como un pozo de agua clara en medio de la sed de mi existir.

—Viná de Bantian, hija mía, ¿me amas?

Y ella dijo:

—Moulec, creador de Bantian, la ciudad bella que resplandece como espejo, padre mío, sabes que te amo con todo mi corazón.

Yo volví a preguntar:

—Viná, hija de Venán, mi amada, ¿en verdad me quieres?

Y ella respondió:

—Moulec de Bantian, su Rey y Constructor, progenitor, padre mío, el Justo, cuyo reino es un pozo y un granero para los viajeros, sabes que te amo en realidad.

Pero yo volví a tentarla:

—Hija mía, ¿me quieres más que tus hermanos?

A lo que ella contestó:

—Padre mío, sabes que así es.

Viná creció como cazadora y su fama se extendió y por esto nació un dicho: «Mujer fuerte y valiente como Viná, la cazadora» y la llamaron «Princesa Cazadora». A los quince años ella subía la Escalinata del Templo y me traía la caza, ayudada por sus hermanos, y la ponía a mis pies, lo cual me llenaba de gozo.

Por este tiempo, una noche, yo llamé aparte a sus hermanos y les comuniqué en secreto:

—Varones nobles de Bantian, hijos míos que serán como peñascos donde apoyaré mi vejez; reconozco la actitud que han tenido con su hermana, cómo le han protegido al igual que se protege un recipiente frágil y valioso, pero veo que sus ojos ya se fijan en las hijas de los hombres y en la belleza de su propia hermana por lo que les daré a escoger entre las doncellas de la ciudad a cuantas quieran y les edificaré a cada uno un reino y una ciudad. Pero a su hermana daré esta, la Ciudad de Jade y Ónice. —Así hablé en la Explanada, ante el Gran Altar, rodeado de las antorchas del Templo, al aire libre. Esa noche fue conocida como «la Noche de las Promesas» porque en esa noche hicieron un pacto el padre y los hijos.

Al otro día convoqué a todas las jóvenes que no hubieran conocido hombre al pie del Templo y de trece a diecisiete años las llamé. Ocurrió, entonces, que Elá tomó para sí tres esposas y se llamaron Errá, Joná y Beliáh pero Mabzelá tomó para sí seis esposas y fueron más bellas y más jóvenes y se llamaron Diá, Doná, Metzel, Detzer, Yía y Oura.

Y edifiqué al Norte de Bantian una ciudad para Elá y se llamó Zama- Betuel porque era de oro y plata y al sur de Bantian le construí a Mabzelá a Jodue- le- Parian porque era de plata con rubíes y piedra negra y brillante y las construí así para que defendieran el reino de en medio, el de su hermana, y las tres ciudades crecieron en fama.

Ahora bien, mientras los hermanos de Viná, mis hijos, reinaban en sus propias ciudades y las gobernaban justamente, yo reinaría en Bantian hasta mi muerte y entonces Viná sería reina.

En aquellos tiempos era muy común que la Voz y la Presencia del Señor de la Existencia se dejara sentir y escuchar por toda la Tierra habitada y que los hombres fuéramos sus testigos pero son y han sido más los que lo escuchamos y sentimos ante nosotros que los que han dejado testimonio de ello. Yo fui testigo una mañana en que subía la Escalinata del Templo. Sin saber por qué levanté la mirada al cielo y el Sol, que brillaba con toda su gloriosa fuerza, pareció disminuir de tamaño y volverse blanco y ya no arrojaba rayos luminosos. Me detuve conmovido y me aterroricé después, pues el Sol entonces creció al doble de su tamaño y brilló como nunca lo había hecho y me cegó. Mis rodillas se doblaron, caí sobre el séptimo escalón y me cubrí los ojos con las manos. El cielo pareció abrirse y un vientecillo ni cálido ni frío me golpeó suavemente el rostro e hizo ondear mis vestiduras.

Pude ver los campos brillar con el rocío, las flores abrirse en súbitos estallidos de color y sonido aquí y allá, y cómo las cabras caían al suelo y parían crías vivas, a los pájaros cantar todos juntos, los árboles florecer de repente y como a un gran ejército de diez veces mil voces inundarlo todo con un suave campo de coros y perfume.

Oculté mi rostro sobre el suelo y cubrí mi cabeza con mis manos. Y me puse a adorar ese poder que emanaba de todas las nubes del cielo, que las recorría en forma de rayos y truenos mientras una cálida lluvia fina me acariciaba y una voz que no era voz sino una como fuente de gozo, alegría y al mismo tiempo de paz y temor, pronunciaba mi nombre:

—Moulec…

—Estoy aquí, mi Señor, tu humilde siervo aguarda —y no me atreví a levantar la vista otra vez.

—Moulec de Bantian… —y la tierra se estremeció.

—Ordena a este temeroso siervo, Gran Causa de Existencia, y haré lo que me mandes.

—Mira que he enviado a los Vigilantes a espiar los montes, las cumbres, los pueblos y las ciudades y de entre los Patriarcas he encontrado un hombre que espera en mí y no lo he encontrado con tacha alguna y su nombre es el tuyo. A Moulec he otorgado la facultad de construir una ciudad a la que llamó Bantian y a sus hijos construyó dos. A él he dado una hija que será causa de orgullo y amor pero a quien he escogido como objeto de mi pacto. Por esto tendrá que permanecer a mis ojos pura de cuerpo, mente y corazón y será tentada para probarla y mira que estoy buscando una simiente de promesa por lo que, si tu hija falla, mi corazón se sentirá herido.

Cuando el cielo se cerró, las vibrantes voces se acallaron, cesó la lluvia y yo subí al templo a ofrecer ovejas como ofrendas quemadas al Señor de la Existencia, a Ialdabaoth, mediante el cual todo existe aún cuando el Padre de lo Alto está sobre Él y por quien las promesas se cumplen con el tiempo.

Sucedió que me encontraba una noche clara de luna sobre el trono sentado, cuando algo me hizo levantar el rostro al cielo, vi que la luna perdía brillo, un gran viento corría hacía abajo como si algo invisible estuviese descendiendo del cielo y mi ropa y cabellera se agitaron y tuve que aferrarme al trono para no caer. Todas las antorchas se apagaron, la hoguera del Gran Altar aumentó de intensidad y una voz se escuchó:

—Moulec…

Y las plantas que cuelgan desde lo alto del Templo escurrieron agua y perfumaron la noche. Mis rodillas se doblaron y me postré ante las llamas:

—Mi Señor de la Vida y la Muerte…

A lo cual la Gran Voz respondió:

—Levántate pues tu dios también es mi dios y yo soy solo un Mensajero y he sido enviado para eso.

Miré la hoguera que reverberaba pero no calentaba y se volvía azul y verde con la voz que surgía de ella.

—Ha sido este el mandato de Ialdabaoth: construirás en la explanada, al Norte, al Este y al Oeste del Ara Hoguera central, encerrándola, pero no al Sur, por donde se asciende y desciende, unas habitaciones abiertas hacia el altar. Y estarán sostenidos sus techos por columnas de oro de un palmo menor de gruesas y media caña de alto. Y serán doce las columnas. Cuatro serán por habitación y estarán cerradas con cortinas de lana y ahí dormirán tu hija y tú, en cada habitación, pero la del Norte, esa, dejarás vacía y preparada. Así ha dicho El Que Existe…

Las antorchas se encendieron de nuevo y la hoguera disminuyó y el viento ascendió muy arriba, a los cielos.

Temeroso de la ira de Ialdabaoth, no había preguntado al Mensajero de dónde provendría el oro para las columnas y, mientras vigilaba en el trono, oraba yo por una respuesta. Un día un anciano tembloroso, muy asombrado, subió hasta mí, se arrodilló pero yo le dije:

—Levántate, santo varón, tú que cargas con tantos años; solo deberás arrodillarte ante el Altísimo, jamás ante los hombres aunque estos sean Santos, Sacerdotes o Profetas. Dime, ¿a qué has subido al Templo de Jade y Ónice?

—¡Oh, Señor de Bantian, la Bella, algo muy grande ha ocurrido en tus tierras! ¡Mientras predicaba en el desierto hemos encontrado oro, oro en grandes cantidades en los muros de las cuevas, y brilla como el Sol y su olor es como de flores y miel, y las rocas han convertido sus guijarros en jade y ónice… ya no tendrás que transportarlos desde países extraños!

Yo me arrodillé y alabé a Ialdabaoth y dije, entre lágrimas de alegría:

—¡Está escrito: Un Eón llamado Providencia descendió para auxiliar a la humanidad y así el Señor provee y proveerá!

He aquí que las tres habitaciones largas estuvieron en poco tiempo terminadas. Tomé para mí la habitación del Oeste pero di la del Este a Viná y desde mi lecho podía ver la hoguera ardiendo, mientras el viento agitaba los cortinajes y los de la habitación de enfrente.

Y pude ver a mi querida hija cómo dormía desnuda y se agitaba en sueños y mi corazón se conmovió.

Esa noche tuve yo también un sueño. Me encontraba sentado en el trono y Viná estaba de pie ante su Rey; entonces señalé con la mano abierta su sexo y le dije: «Ese es tu reino, tómalo, porque a tus hermanos daré yo como reinos tu cabeza y tus pies.» Y he aquí que veía cómo una gran cantidad de sangre fluía por la escalinata de jade y ónice y cómo descendía a través de los varios escalones, lenta y pesada como la congoja y me acercaba al borde de la explanada y podía ver mi trono, hecho pedazos al pie de la escalinata después de haber caído desde arriba.

Miré, parecía encontrarme en un sitio muy alto, desde el cual miraba los Tres Reinos, Bantian estaba destellando en medio, Zama-Betuel brillaba al Norte, al Sur Jodue-le-Parian, y con horror contemplé la visión pues las Tres Ciudades formaban la silueta de una mujer. La ciudad de Elá, al Norte, formaba la cabeza y los hombros y la del Sur formaba los pies y las piernas pero Bantian, en medio, tenía la forma del vientre, el bajo vientre y el sexo de una mujer y de las paredes de Bantian fluía sangre, se dijera agua, tal era la cantidad que escurría por los muros y estos se volvían rojos. Desperté y me encontré bañado en el sudor que había vuelto frías las telas de mi lecho.

Ahora bien, aconteció que cuando el Sol hubo salido de detrás de las colinas mandé llamar a aquellos que saben interpretar los sueños, hablaron entre sí y mucho cavilaron, las noches pasaron y las antorchas se consumían en la escalinata, pero cuando volvieron, postraron la frente en el suelo y con voces débiles dijeron:

—Señor de Bantian… un como velo de oscuridad ha caído sobre nosotros y no hemos sabido interpretar el sueño que has tenido, oh, Rey y Constructor…

Y los días pasaron y las noches eran frescas y el viento que sopla desde el desierto no lograba levantar el velo de oscuridad de los sabios, y una de esas noches, Viná subió a la Explanada del Templo, la hice sentar a mi lado y dijo:

—Padre y Rey mío, tú sabes que, conforme crece, una mujer necesita de más atenciones y mis esclavas ya no son suficientes… necesito una esclava de quien goce las atenciones y en quien pueda confiar mis secretos…

Así ordené que fuera buscada una esclava entre los quemnitas, el pueblo cuyos ojos están delineados de rojo, y era hermosa y joven como Viná y su nombre fue Belué, porque la sierva había nacido cuando la estrella Alta-Belué se encontraba brillando. Y Viná, acompañada por su esclava, continuó durmiendo en la habitación del Este y yo dormía frente a la de mi hija, al Oeste, pero la del Norte ordené dejarla vacía…

Cuando miraba la garganta del desierto desde el trono, una vez, pude ver una como gran columna de polvo acercarse desde la lejanía y se movía muy rápido, hacia los muros de Bantian. Los centinelas alzaron la voz, dieron gritos de alarma y uno de ellos ascendió hasta el trono, se postró ante mí y dijo:

—¡Caballos, Señor y Constructor… un gran ejército se acerca!

La ciudad despertó, los pobladores se movieron y agitaron al pie de la escalinata del Templo y Viná y su sierva subieron hasta mí:

—Está escrito —dije al pueblo congregado ante el Templo—: el hombre se levantará contra el hombre, casa contra casa luchará, pueblo contra pueblo y nación contra nación… esta noche las escrituras caen sobre nuestras cabezas y las piedras sobre las cuales se escribieron se parten a nuestros pies… Ahora, Pueblo de Bantian, es tiempo de la guerra y de enrojecer la noche pues un pueblo extraño viene a traernos la guerra… partamos, pues, a su encuentro, pues aquel que venga en paz a Bantian será recibido en paz pero aquel que venga trayendo las armas con armas será devuelto al desierto. ¡Pueblo de Bantian… hemos de partir a la guerra…!

Y fueron preparados los carros, las templadas espadas, los perros de la guerra fueron soltados y cuando me levanté del trono en lo alto de la explanada este perdió el equilibrio, cayó a un lado y me llené de aprensión, miré a mi hija y la atraje hacia mí, besé su frente, le abracé y lloré porque sabía que todo se consumaba.

—¡Partiremos con dos terceras partes del ejército, formaremos una pared de carne y metal y los arrojaremos a la noche del desierto… pero una tercera parte, a esa, dejaré aquí para defender a la ciudad y a Viná… Reina de Bantian…!

De entre el pueblo surgieron murmullos de alegría pues coroné las sienes de mi hija esa misma noche, mientras los ejércitos de Bantian se movían. Y ceñí las sienes de Viná con las hojas de la acacia empolvadas en oro y sangre de cordero.

Las Puertas de Bantian se abrieron y salí a la cabeza del ejército, hacia el Este, a los vientos que aullaban, levantaban las arenas y desde lejos miré atrás y he aquí que Bantian resplandecía bajo la luna y una sombra se posó en mi corazón:

—¡Que noche tan aciaga, extraña en realidad, pues he aquí que Bantian no podrá celebrar a su nueva Reina pues también es noche de muerte y matanza! —Suspiré pero el viento de la noche era caliente y olía a cuerpos sudorosos, a miedo, a horror y podían olerse los hombres y los caballos…

Y la Señora de Bantian ordenó que todo soldado que quedara en la ciudad y todo hijo varón nacido de mujer fuera puesto a las puertas y techos de las casas y edificaciones, siendo este el primero de sus mandatos como Reina.

Este es el Libro de la Historia de Viná, Reina de Bantian, mientras su padre, Moulec el Constructor, partía hacia la guerra contra un pueblo desconocido que amenazaba invadir la Ciudad de Ónice y Jade.

Eran diecisiete los años de Viná y no había conocido esposo cuando ascendió al trono de Bantian. Era la hija más querida de Moulec, el Rey Constructor, y él había abdicado para que ella pudiera reinar mientras él defendía las fronteras del reino. Y la reina mandó a llamar a sus hermanos como consejeros y ellos acudieron prontos a su llamado, pues eran como los guardianes de su hermana desde que habían nacido de dos esposas de Moulec.

Y los tres hermanos miraron desde la Explanada del Templo, al Oeste, y vieron una como gran nube de polvo que cubría las colinas, se volvía dorada a la luz de la luna, empezaron a ofrendar sacrificios quemados al Padre de lo Alto y a Ialdabaoth, Eón de Eones en el Pleroma. Las casas de Bantian ofrecieron sus ovejas y un olor a carne quemada se esparció por la ciudad, era el olor de las promesas y por los valles y el aire, el aroma de las ofrendas ascendió hasta el Pleroma.

—¡Que nuestras súplicas lleguen a ti!

—¡Que el Eón de la victoria corone a la Casa de Bantian!

He aquí que el viento sopló sobre la hoguera y las llamas se avivaron, una voz como el trueno y el conjunto de muchas voces se escuchó por doquier y no provenía de ningún lugar sino de todos:

—¡Hijos de Bantian! Toda la Casa de Moulec vivirá para ver las profecías cumplidas… las profecías que se cumplen y están cumpliéndose…

Y aunque cayeron postrados ante la hoguera que era la manifestación de un Eón descendido, uno de los Mensajeros, y se llenaron de regocijo, una aprensión inundó sus corazones pues no sabían interpretar las profecías.

El viento se dirigió al Este como una gran nube columnar de polvo, y se confundió con los ejércitos en guerra, y con la primera luz del amanecer pudieron ver el brillo de las espadas en el horizonte, las lluvias de flechas y los fragmentos de metal que caían como el rocío en el frío amanecido.

Sucedió que Mabzelá, Rey de la Ciudad de Jodue-le-Parian, al Sur de Bantian, comenzó a decir a su hermana:

—Quede mi ciudad sin la mitad de mi ejército porque he aquí que estoy trayéndolo a defender a Bantian.

Y un mensajero subió la Escalinata del Templo y dijo:

—¡Señores de los Tres Reinos, la mitad del ejército de Jodue-le-Parian se acerca por el Sur!

Y era verdad, pues la nube de polvo que se acercaba era la multitud de guerreros que a las Puertas de Bantian se dividieron, partiendo unos al Este al apoyo del Señor Moulec, pero la otra mitad se apostó en los alrededores de Bantian, la Ciudad de Jade y Ónice.

Y así volvió a hablar Mabzelá:

—¡Quede mi gente sin la mitad del oro del reino y la tercera parte del grano y la cosecha y el ganado, porque yo lo daré a Bantian para sostener a mi hermana!

Y un mensajero subió la Escalinata del Templo y dijo:

—¡Señores de los Tres Reinos, la mitad del oro y la tercera parte de las cosechas y el ganado de Jodue-le-Parian piden se les dé entrada por las Puertas del Sur!

Pero entonces Elá, rey de la ciudad de Zama-Betuel, la ciudad de oro y plata al Norte de Bantian, al ver y escuchar esto, comenzó a decir a su hermana:

—¡Quede en verdad Zama-Betuel sin sus mejores generales porque he aquí que les he mandado llamar!

Y un mensajero subió la Escalinata del Templo y dijo:

—Hijos de Moulec, Hacedores y Señores de Ciudades, un grupo de estrategas pide entrar a Bantian en nombre de Elá de Zama-Betuel por las Puertas del Norte!

Y los hijos de Moulec se postraron ante la hoguera para dar gracias por la claridad de pensamiento.

Pero no sabían que ellos estaban cumpliendo las profecías.

Entonces una voz surgió de las llamas y escucharon:

—¡Cuídense del Dragón, porque la guerra no será librada sin el derramamiento de sangre de la Casa de Bantian!

Esta vez tampoco entendieron las palabras. Cuando la hoguera hubo disminuido, Elá y Mabzelá empezaron a decirle a su hermana:

—¡Venga hermana, somos tus guardianes y nos ponemos a tu disposición!

Mabzelá ordenó repartir el trigo entre el pueblo, llenó las arcas de oro para prever los tiempos que pudieran venir, luego salió con Elá y sus generales que aguardaban a las Puertas para dirigir los ejércitos de refuerzo y alcanzar a Moulec, su padre, en la guerra.

Los generales ordenaron a sus fuerzas atacar por el frente, pero habían enviado dos partes a las montañas, a cada flanco, para atacar al enemigo envolviéndolo. Y el pueblo invasor no esperaba esto.

Cuando Moulec creía que El Señor de las Huestes le había olvidado y yacía en el suelo del desierto, cuando un enemigo levantaba la espada para cortar su garganta, escuchó gritar a un soldado:

—¡Los ejércitos… los ejércitos de las Tres Casas se acercan!

La fuerza volvió a sus brazos cansados, giró su cuerpo sobre la arena y la espada enemiga se quebró sobre las rocas. Moulec movió el brazo, alcanzó la espada a su lado, la hoja encontró la carne del invasor y le penetró.

Entonces se levantó, se apoyó sobre la espada clavada en el suelo, como báculo, miró detrás y he aquí que una pared de guerreros se acercaba como la tromba, ante sus caballos los invasores caían aplastados, las espadas se teñían del rojo que fluía y goteaba a chorros sobre una arena de avidez.

Y los hijos se encontraron luchando lado a lado con el padre y sus heridas eran compartidas y sangraron juntos en la garganta del desierto ante las Puertas de Bantian.

Ocurrió que mientras Moulec, sus hijos y sus hombres peleaban en la guerra, Belué, la sierva de Viná, Señora de Bantian, subió la Escalinata de Jade y Ónice y entró a la habitación de la Reina, que, postrada en el lecho, padecía por su padre y hermanos que peleaban la guerra por Bantian. Miró a la esclava y ésta así habló a su Señora:

—¡Oh, Viná, mi Reina y Ama, justa con esta tu sierva, mira cómo la noche ensangrentada me impide dormir…!

Viná se incorporó en el lecho y contestó:

—Belué, más que mi sierva, amiga, hermana… ¿qué te aflige?

—Temo por el futuro de mi Reina —dijo y se postró ante ella—, ¿qué pasaría si Moulec el Justo y sus hijos muriesen en la guerra y el enemigo tomara Bantian y esclavizara a su Señora? ¡En verdad que no habría herederos para reclamar el trono y vengar a las Tres Casas!

Pero Viná habló así:

—¡Ah, tonta Belué, amiga mía! Eres una mujer sin fe… el Señor de la Existencia vela por nosotros esta y todas las noches.

La segunda noche tras la partida de los Señores de las Tres Casas, cuando el polvo levantado por la guerra y el olor de la sangre soplaba con el viento en las calles solitarias de Bantian y alguno de sus habitantes percibía la muerte y lloraba, Belué, la sierva de Viná, subió a la habitación de su Dueña, lloró y dijo:

—¡Oh, mi Ama y Señora!… ¿Qué pasaría si tu dios olvidara a sus siervos y Bantian quedara sin herederos?

Pero el corazón de Viná permanecía firme y así contestó:

—¡Ah, Belué la tentadora que no conoce la fe, así ha dicho el Señor de las Huestes: Yo proveeré y vigilaré tus pasos!

Y sucedió que Belué, preocupada por su Ama a quien mucho amaba, temerosa por el futuro de Bantian, urdió un plan y se dirigió a uno de los Mensajeros Oficiales en estos términos:

—Tú, Lamec, que llevas mensajes de las ciudades a las ciudades y de estas al campo de batalla ¿sabes qué pasaría si la Reina quedara sin heredero y Bantian sin Rey?

El corazón del mensajero se estremeció y dijo:

—¡En verdad creo que la ciudad desaparecería y todos seríamos pasados por las armas!

—Entonces tu pensamiento es como el mío… he cavilado mucho, ¿estarías dispuesto a hacer algo para evitar ese destino?

—Si estuviera en mis manos… sí, creo que lo haría…

—Ve, pues, donde la Reina e infórmale que su padre y sus hermanos han perecido en la batalla, de esta manera ella tendrá coito con un varón para engendrar un heredero que pueda reclamar el Reino aún en el exilio…

He aquí que el mensajero empapó su cuerpo y sus ropas con la sangre de un cordero, rasgó sus vestiduras, se hirió los brazos en señal de duelo, ascendió la Escalinata del Templo, así parecía que volvía de la batalla, en medio de la noche encontró a la Reina y le dijo:

—¡Tan solo soy un mensajero, mi Señora, pero cuando porto malas noticias pienso en que hubiera sido mejor no haber nacido… por esto, esta noche el alma se me ha partido pues en el desierto los Tres Varones de Bantian han muerto!

La Reina se levantó con la mirada fija en la garganta del desierto, el trono perdió el equilibrio, cayó sobre cada escalón de la escalinata de ónice, haciéndose pedazos, ella caminó lentamente hacia la hoguera, sus ojos se perdieron en la lejanía atrozmente silenciosa y se postró entonces ante las llamas. Ella rasgó sus ropas, se hirió los brazos con una daga en señal de duelo y lloró en silencio:

—Oh, Señor de la Existencia que das y así también arrebatas… bendito sea tu nombre y tus actos…

Y Belué, que había subido en silencio hasta la explanada del Templo comenzó a decirle, por tercera vez, a su Señora:

—¡Oh, mi Ama y Reina, no podría decirte esto en tal hora aciaga si no fuera porque las Tres Casas viven este gran peligro: es hora de que tu cuerpo conozca varón y des a tu Pueblo un heredero porque es probable que el enemigo tome las Ciudades!

Ante esto Viná le miró y asintió en silencio.

He aquí que la Reina convocó ante la escalinata del Templo a todo hombre cuya edad fuera igual a la suya y también supiese de las armas, de los secretos de la construcción y supiera ofrendar al Señor de la Existencia. Cuando hubo escogido a uno de muchos le hizo subir a la Explanada del Templo y entró a la habitación del Norte. El Pueblo de Bantian celebró los esponsales sagrados, bailando, bebiendo, comiendo y cometiendo toda clase de excesos, pues decían:

—Bantian será tomada y las Tres Ciudades caerán… por esto bebemos, comemos y fornicamos… porque no habrá un mañana y tendremos que huir al pecho del desierto donde habita el Demonio del Mediodía y Lilith hace presa de los incautos…

Tres días comieron, bebieron, cometieron fornicación y adulterio, y tres días con sus noches Viná durmió con su esposo en la habitación del Norte. La noche del cuarto día la Reina y su esposo partieron de Bantian, llevaban consigo a Belué y un grupo de soldados les custodiaba. Partieron. Los defensores cerraron las Puertas tras ellos. Con eco se cerraron. Era un sonido nefasto, la Reina volteó sobre su cabalgadura, vio cerrarse las puertas y lloró en silencio. Buscaban las cuevas en el desierto pero en Bantian ella dejó a sus generales, las provisiones, y en la Explanada del Templo, en un trono improvisado, se sentó su madre quien sacrificaría su vida para defender la ciudad.

Pero aconteció que Moulec y Elá y Mabzelá, Señores de las Tres Ciudades, no habían muerto y lo que Belué, sierva de Viná, había urdido, era mentira y ellos llegaron de noche hasta las colinas cercanas a las Puertas y las murallas:

—Elá, hijo mío, envía un mensajero a Bantian para que anuncie la victoria y se prepare una gran fiesta en honor de Aquel que Otorga y Arrebata…

Un caballo con un mensajero como jinete se acercó a las murallas de Bantian, se detuvo ante las Puertas abiertas y en la ciudad reinaba el silencio y el polvo agitado por el viento. El mensajero cabalgó lentamente por las calles pero solo algún perro que se escondía o algún mendigo leproso que se apartaba parecían ser los habitantes de Bantian, la Ciudad que Resplandecía en el Desierto.

El jinete vio a un leproso que yacía sentado ante el brocal de un pozo y se acercó, el mendigo no levantó la vista y el mensajero le dijo, sin apearse:

—Dime, anciano, ¿por qué está Bantian en silencio y no parece haber nadie en las casas y en las calles?

El mendigo levantó el rostro un poco, pero no tenía nariz, solo un ojo nublado miró sin ver y esto fue lo que le dijo:

—Extranjero… ¿qué buscas en esta ciudad de muertos? Mira que Abadón ha visitado esta Ciudad y se ha llevado las vidas y las esperanzas… muchos han escapado al pecho del desierto… pero ahí está Lilith y preferí esperarlo aquí mismo… ¿o acaso eres, tú mismo, ese Ángel Exterminador?

—¿Muertos?… Pero ¿cómo es que la Ciudad ha muerto si el enemigo ha sido reducido a cenizas?

—¡No, no, el enemigo ha ganado y los Señores de las Tres Ciudades han muerto… eso ha dicho el mensajero…!

El enviado comprendió que algo equivocado había sido interpretado como cierto y se dirigió cabalgando velozmente al Templo. Se detuvo ante la Explanada, pudo ver sangre fluyendo por las escalinatas, el trono hecho pedazos, subió lentamente, horrorizado y encontró a Venán, esposa de Moulec, Rey y Constructor, y ella estaba ofreciendo sacrificios quemados, llorando y la Explanada estaba empapada en la sangre y así le dijo a ella:

—¡Venán!… ¡Venán, Señora de Bantian! ¿Qué es lo que haces que no has salido a recibir a los Señores que, victoriosos, ahora vuelven? ¿Cuál es la razón de tu llanto? ¿Por qué llevas los brazos heridos en señal de duelo?

—¡Cruel eres en verdad, mensajero! ¿Por qué engañas a esta mujer con esas palabras? ¿A qué has venido ante un trono destrozado y sin Reina… a atormentar a su madre sola?

—¡Tu Esposo y Señor se acerca y pide pasar!

—¿Es esto verdad? ¿Mis Señores viven?

Ella se levantó, se acercó al borde de la Explanada y miró que el ejército de Bantian y de las Tres Ciudades volvía victorioso. Clavada en la punta de una lanza llevaba un hombre, que seguía al estandarte, la cabeza de un enemigo que debía ser la del rey invasor. De esta manera ella se llenó de alegría, comenzó a descender la Escalinata de Ónice, pero esta se encontraba empapada por la sangre de las ofrendas y resbaló.

Abajo cayó Venán. A través de todos los escalones.

Y su cuerpo se detuvo donde comenzaba la escalinata del Templo y así la encontró Moulec, empapada en sangre y en agonía, pues sus huesos se habían roto, él se arrodilló a su lado, posó su cabeza en su regazo y le besó la frente. Y Venán, esposa de Moulec, Señor de Bantian, dijo:

—Eres mi Esposo… mi Señor que en verdad vive… ¡Te pido perdón por creer en las palabras falsas que anunciaban tu muerte, mi Rey!… Mi Señor… Viná, nuestra hija, escapa por el Oeste al desierto, busca la protección de las cuevas, cual la vuelta al útero de una madre se tratara… manda por ella… manda por ella, pues el frío está llegando como llega la noche… Tengo frío, mi amado, abrázame…

Pero Moulec abrazó a su Señora cuando ella había cerrado ya los ojos. Así murió Venán, él le lloró en silencio, ordenó que fueran por su hija y buscaran a los que habían traicionado las Tres Casas.

Y Moulec dejó el cuerpo de su esposa al cuidado de sus hijos y ascendió a la Explanada del Templo, vio la sangre, la cortina de la Habitación del Norte rasgada, las telas del lecho deshechas, manchadas por un acto de sexo y se estremeció de horror. Ante la Hoguera que aún ardía cayó Moulec y levantó los brazos al cielo donde las nubes desgarradas se agitaban.

—¡Señor de las Huestes… no me ocultes la verdad!

Y yo, Moulec de Bantian, levanté los brazos al cielo y mis manos, como garras, mi corazón lleno de horror, mis ojos como brasas, caí sobre el suelo. El sonido del trueno se oyó, el rayo cayó sobre la faz del desierto, levanté la cabeza, miré a lo lejos, me incorporé después y me acerqué al borde de la Explanada.

Vi el pecho del desierto, vi el campo de batalla y, sobre este, los millares de cadáveres retorcidos, las espadas rotas y las lanzas clavadas, los carros volcados, las cabalgaduras abiertas en canal y desmembradas y la tierra que bebía la sangre que fluía como el agua en los cauces de los ríos. Un murmullo de dolor y quejidos recorría el campo de batalla. Y yo empecé a cantar, inspirado por el dolor y la compasión:

«¡El desierto parece dos veces desierto,

Pues sobre su pecho han muerto miles…!»

Entonces la tierra se abrió, tembló, algunos muros de Bantian se agrietaron y cayeron en pedazos. Pero he aquí que en medio de esta desolación y temblores de tierra pude ver a un hombre calzado con sandalias limpias, vestido con ropas blanquísimas, cuyo rostro no podía verse pues su cabeza estaba cubierta con parte de la tela con la cual vestía, y caminaba en medio de los cuerpos en el campo de batalla pero parecía no mancharse con la inmundicia, la sangre y los excrementos.

Cerré los ojos en un parpadeo y el hombre había caminado la distancia que ningún hombre podía haber caminado hasta las Puertas de la Ciudad en tan breve tiempo y empecé a comprender, pues he aquí que Él había salvado la gran distancia como si el tiempo se hubiera detenido.

Y de pronto estaba subiendo por las Escalinatas de Ónice. Hasta mí ascendía, me llené de horror, miré hacia la Habitación del Norte, sus cortinas rasgadas y el lecho mancillado. Y Él subía las Escalinatas de Ónice, a su paso las antorchas reverberaban con una luz vacilante y la tierra no cesaba de temblar. Entonces comencé a descender hasta alcanzarle, me encontré a su lado y comencé a decirle:

—¡Mensajero del Pleroma, no asciendas más, pasa de largo… no somos dignos de esta tu visita, las cortinas de la Habitación que te había sido preparada están desgarradas y mancillado está el lecho…!

Pero Él parecía no escucharme, mientras tanto seguía subiendo, yo subía con él y a cada escalón que ascendía le decía:

—¡No somos dignos de tu visita!

Yo tenía que subir a su lado y entre mis manos apretaba mis vestiduras pues quería rasgarlas para demostrarle que el Templo había sido mancillado. Pero Él seguía subiendo… así continuó subiendo hasta que nos encontramos en la Explanada del Templo, corrí hasta la Hoguera y caí postrado ante las llamas. En ese momento sentí que alguien me tocaba el hombro, la tierra cesó de temblar, alguien estaba posando su mano sobre mí y ayudándome a levantarme.

—Moulec —dijo Él—, mira que en verdad necesito descansar pues larga ha sido la jornada y el trabajo en el desierto… largo el viaje y muchos los convocados al caer…

—¿Qué me pides, Señor, que yo pueda hacer por ti?

—Que me des alojamiento por esta noche en la Habitación del Norte…

Entonces las palabras murieron en mis labios. El silencio pareció acrecentarse por un instante, pero el viento sopló de repente y los gemidos de agonía del campo de batalla no cesaron pues parecieron aumentar cuando el viento los trajo hasta mí.

—Mi Señor, nada puedo yo ocultarte pues el Señor de la Existencia conoce mis riñones y mi hígado… no puedo, entonces, mentir ante el fallo grave en el que hemos incurrido, pues no hemos sabido preservar la Habitación del Norte…, no la tomes para dormir, pues otros la han tomado ya…

—Grande será el perdón para los arrepentidos… las profecías se han cumplido… el Pleroma está satisfecho… ¿no ves acaso que has demostrado entereza a pesar de los errores? Dame una Habitación esta noche, esta noche en la cual la tierra clama y Bantian yace en silencio como una herida sagrada abierta en la garganta del desierto… como una mujer fértil que sangra… tal es el secreto de Bantian.

Bajé la mirada y esto dije:

—Sí, mi Señor…

Él pasó de largo, a un lado de la hoguera y antes de entrar a la Habitación del Norte me atreví a preguntarle:

—¿Cuál es tu nombre para que podamos recordarlo y ofrecerte ofrendas en nombre del Padre de lo Alto?

Él, deteniéndose, girando un poco el rostro pero sin voltear, dijo:

—Abadón.

Y corriendo las cortinas tras de sí entró a la Habitación del Norte.

Este es el Libro de las Noches de Bantian. Así finaliza. En esa noche en la cual Viná, Elá y Mabzelá, y Belué, sierva de Viná y por quien había acontecido la tragedia y el mensajero que había mentido por ella, comenzaron a ascender la Escalinata de Ónice.

Llegaron hasta mí, Moulec de Bantian y en las calles vi la multitud que regresaba desde el desierto y se detenían ante la Escalinata del Templo. Y abracé a mi hija y a mis hijos y posé mi mano sobre la cabeza de la sierva que se había postrado ante mí, bañada en llanto y arrepentida:

—Todo lo perdona el Padre de lo Alto… ¿por qué no yo que soy su siervo?

Sucedió que amaneció un día radiante y el pueblo se dispuso a sepultar a los muertos propios y ajenos, a reconstruir las partes dañadas por los temblores de tierra de toda la Ciudad. Todas las Casas se dispusieron a estas tareas y aún yo mismo, Moulec de Bantian, ayudé en la reconstrucción.

Y Queriá, madre de los Varones de las Casas surgidas de Bantian, comenzó a señalarme y a decirme:

—Mira, mi Señor… esas figuras vestidas de blanco que se mueven a lo largo del desierto sembrado de cadáveres… parece que no se fatigan… y ayudan en la recogida de los muertos sin mancillar siquiera sus ropas…

Y exclamé al verles moviéndose en silencio entre los muertos y los animales destrozados:

—En verdad la Presencia está aquí…


Ilustración: Duende

El pueblo les miraba y trabajaba a su lado, temeroso, pero encendiendo los ánimos. Así, por la noche, en la Explanada del Templo, la Familia de Bantian y sus Casas miraron hacia el desierto, la noche era cerrada y había estrellas en el firmamento. Pero entonces comenzaron a descender, provenientes de entre las estrellas, cientos de columnas de luz y eran estas columnas como estelas que no se apagaban hasta alcanzar las colinas y las montañas.

Así en el aire se podía percibir una sensación extraña que se sentía también en la piel y provocaba estremecimientos continuos. Y los vellos de la piel se erizaban.

—¿Qué sucede, mi Señor? —Y Viná me abrazó—. ¿Se cae el cielo?

—Los Hijos del Pleroma se han fijado en las Hijas de los Hombres y ahora se les ha dado el poder de descender y tomarlas… Ellos habitarán la Tierra y se cubrirán de fama… por su causa la Gran Inundación vendrá sobre la Tierra… Pero tu hijo, Viná de Bantian, será el principio de la estirpe de la Nueva Humanidad, porque a través de Bantian se cumplen las Promesas.

—Ahora sabemos que esta no es una noche común, pues a través de Moulec el Pleroma ha hablado —dijo Viná, Señora y Reina.

Los Señores de las Tres Casas permanecieron en la Explanada del Templo y contemplaron cómo el Pleroma arrojaba a los Caídos y, en cuanto tocaban tierra, se transformaban en hombres y se confundían con las multitudes…

NOTA

[1] De ahora en adelante transcribo con mayúsculas los diversos nombres que el autor da al templo y a sus diversas partes. Al parecer, por tratarse de un lugar sagrado, las diferentes zonas de su arquitectura, reciben el trato de nombres propios.[VOLVER]

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL OTRO MESÍAS, EL HOMBRE EQUIVOCADO y EL UMBRAL EN LA PLAYA.


Este cuento se vincula temáticamente con LOS OLVIDADOS DE DIOS, de Antonio Cebrián; BLUE, de Pablo Dobrinin y ÉRAMOS UN MILLÓN DE ANIMALITOS CIEGOS, de Daniel Frini.


Axxón 234 – septiembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Religión : Mitos : México : Mexicano).

Deja una Respuesta