«La música de las esferas», Juan Carlos Garrido
Agregado en 14 octubre 2012 por dany in 235, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
«Caballeros, esto es sin duda cierto, es absolutamente paradójico, no podemos comprenderlo y no sabemos lo que significa, pero lo hemos demostrado y, por lo tanto, sabemos que debe ser verdad.» (Charles Sanders Peirce)
«Y así pasa que los matemáticos de este tiempo actúan como hombres de ciencia, empleando mucho más esfuerzo en aplicar sus principios que en comprenderlos.» (George Berkeley)
«Cuando las leyes de la matemática se refieren a la realidad, no son ciertas; cuando son ciertas, no se refieren a la realidad» (Albert Einstein)
Por más que los pitagóricos adorasen la armonía de las estrellas, el doctor Fritz Steiner sabe que la esencia del universo es el caos, así como que el cúmulo de coincidencias que ha permitido el surgimiento de vida inteligente en nuestro planeta no es más que una aberración. El universo tiende al desorden: ésa es la única verdad inmutable. Por ello, a veces tenemos la impresión de que un demiurgo perverso maneja nuestros destinos y encadena los infortunios del modo más desfavorable hasta causar la tragedia, si bien no se trata más que de la entropía que aflora, mostrando la tendencia del cosmos a retornar a su natural estado de anarquía.
No deja de encerrar una cierta ironía (algunos la adjetivarían como macabra) que un matemático, cuya mente acostumbra a ser considerada por todos como el paradigma de la precisión y el orden, consagre todos sus esfuerzos al estudio del caos y la incertidumbre. Su aproximación a la teoría del caos fue inducida más por la curiosidad (por ver de qué clase de farsa podía tratarse) que por verdadero interés, pero se quedó atrapado en ella y no se ha dedicado a otra cosa durante los últimos doce años. Es el creador de la teoría de tensores caóticos, una metodología matemática de inusitada complejidad, y, tal como confesarían sus colegas más cercanos y a los estudiantes que se aventuran a sufrirla, el único que alcanza a comprenderla por completo, en especial sus conclusiones, más próximas, conforme afirman sus detractores, a la filosofía que a la matemática.
El hecho de que la disciplina que imparte resulte tan dura y árida ahuyenta a los estudiantes de su departamento, hasta el punto de convertirlo en el más impopular de las tres universidades por las que ha pasado; por ende, determina que los administradores y decanos no lo contemplen con demasiada simpatía, y su cabeza parezca estar de continuo pendiendo de un hilo, a pesar de la unánime e incomparable reputación que se ha ganado entre los más prestigiosos matemáticos del mundo.
Fritz es consciente de que es un apestado: todos sus compañeros, que envidian su renombre, disfrutan con fruición de la vista de sus aulas vacías, y la circunstancia de que nadie comprenda de veras su trabajo no contribuye a granjearle amistades en el campus. Tras ser discretamente purgado de dos universidades menores, ha conseguido este codiciado puesto en el MIT gracias a los insuperables contactos de la familia de su esposa, una de las más rancias e influyentes de Nueva Inglaterra, y está decidido a esforzarse cuanto sea posible por asentarse en él. Por esta causa, se decidió a aplicar sus métodos para analizar la famosa III (Iniciativa Interestelar Internacional) y así demostrar a sus colegas, en especial al administrador, que cada vez que lo veía le brindaba una mirada displicente, que su disciplina no se limita a ser un «entretenimiento exótico» (así la había definido de un modo burlón y despectivo Junus Weitz, el jefe del Departamento de Análisis Numérico), sino algo de lo que se podían extraer útiles y valiosas conclusiones prácticas, como se ofuscaba en explicar, con no demasiado éxito, a sus escasos y despistados alumnos.
No es fácil modelar matemáticamente un proyecto así, máxime cuando el grueso de las variables implicadas en el proceso constituye materia reservada, de la más alta confidencialidad, y ni siquiera recurriendo a su interés científico y a todos sus contactos académicos logró tener acceso a ellas. Por eso se tuvo que conformar con realizar un análisis de «trazos gruesos», que sólo incluía los datos de dominio público que se podían colegir de la lectura del periódico (el presupuesto, el número de trabajadores, etc.) y debió introducir notables mejoras en sus métodos para trabajar con premisas tan vagas, algo que le supuso más de dos años de arduos trabajos. Aun así, las conclusiones eran tan inequívocas y demoledoras como inconvenientes.
El doctor es consciente de que la divulgación de su estudio puede ser más dañina para su carrera que las aulas vacías y los rumores malintencionados, pero su sentido de la responsabilidad es más fuerte que la prudencia.
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Thomas R. Temple III es el Secretario de Estado; cualquiera que conozca un poco los entresijos de la política americana sabe que, en la práctica, esto significa ser, a muchos efectos, el hombre más poderoso del planeta, por encima del Presidente, quien en teoría debería detentar esa posición. Hoy ha padecido un día de mil demonios y lo que menos le apetece es recibir a un matemático chiflado; no obstante, debe hacerlo porque el doctor Steiner está casado con una sobrina de su mujer. Cuando su esposa le ha pedido que lo hiciese como un favor personal, recalcando perversamente la palabra «personal», le ha quedado del todo claro que, si no lo hace, la vida se tornará mucho más complicada para él durante los próximos días.
Su esposa pertenece a una vieja estirpe que incluye entre sus ancestros a Samuel Adams, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, y, a pesar de que apenas se dedica a inaugurar hospitales y acudir a actos benéficos, porta la política y el mandato infiltrados en los genes, y detenta un poder absoluto y tiránico en su casa, motivo por el cual el Secretario de Estado se lo piensa dos veces antes de llevar a cabo cualquier acto u omisión que pueda contrariarla lo más mínimo.
Por eso ha salido a recibirlo en persona, aunque el Presidente lo espera a él desde hace más de cinco minutos. Tras estrechar con cierta repulsión su mano, un manojo de sarmientos inertes, lo conduce hasta su despacho mientras le pregunta por su familia; una vez sentados cara a cara, decide no perder más tiempo e ir al grano.
—Bien, Fritz, ¿qué puedo hacer por ti?
—Debe detener el lanzamiento; va a ser una catástrofe.
Cuando realiza esta afirmación, el doctor comprueba que la mirada de su interlocutor se tiñe de condescendencia y sabe que no tiene nada que hacer. Acto seguido, el tío Tom (así lo llama su esposa) consulta su reloj de oro y se pasa la mano por la casi desierta cabeza, detalles que revelan su inequívoca falta de interés, por lo que desiste de facilitar más detalles. No es un hombre elocuente y no se siente capaz de explicar a un profano por qué está matemáticamente probado que la cacareada misión espacial terminará en fracaso absoluto. Porta con él una carpeta que incluye más de cincuenta folios de demostraciones que conducen a un resultado inequívoco: una serie de máxima entropía. Cuando enuncia esto, el secretario vuelve a consultar el reloj y no se molesta en ocultar su impaciencia.
—¿Y eso qué significa, que va a explotar un motor o algo así?
—No: que la misión está condenada al desastre.
—Ya, así porque sí.
—No, porque está demostrado paso a paso.
—Estoy seguro de que es una hipótesis muy interesante. Alguna tarde que vengas a cenar, me la explicas con más tranquilidad.
—No hay tiempo, el lanzamiento debe abortarse.
—Es posible que tengas razón, pero el Presidente me aguarda desde hace más de un cuarto de hora y no es una persona a la que le guste esperar. Además, esta administración ha invertido más de ciento cincuenta mil millones de dólares en el proyecto, la Unión Europea, ciento veinte mil, China, setenta mil, y el resto de países del mundo, noventa mil. Prefiero que el maldito trasto me explote en las narices y derramar unas sinceras lágrimas en el funeral de estado a verme obligado a explicar a mis votantes que cancelo la misión y tiro su precioso dinero a la basura porque a un matemático no le cuadran las putas cuentas. Antes me pego un tiro.
—Pero señor…
—Lo siento horrores, pero no dispongo de más tiempo. Martin, mi secretario, te acompañará hasta la salida.
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Ken Tendall es uno de los privilegiados ingenieros que trabaja en Silicon Valley, en concreto uno de los jefes de proyecto de la boyante Down Valley Nanoelectronics. A pesar de que la producción de electrónica de consumo se ha trasladado al sudeste asiático y a China, la verdadera tecnología de punta, la militar, se sigue gestando en California.
Hoy vuelve a casa con una botella de Möet Chandon para bebérsela con su novia, la tercera desde que su mujer le abandonase para mayor desgracia de su profesor de tenis. Su contacto en el Pentágono, el primo de una de las secretarias, les ha informado esa misma tarde que el proyecto CC112 ha pasado al estado de reserva operativa, que viene a significar que acaban de arrojar a la papelera los más de sesenta y siete millones de dólares que se invirtieron en él.
Esto implicaba el desarrollo de un microprocesador, concluido hace casi dos años, que resultó ser el más complicado de su carrera. El plazo se agotaba y parecía imposible cumplir las especificaciones; al final, había encontrado la solución en Internet, en la página de un matemático indio: consistía en una ingeniosa aproximación que simplificaba de manera notable el algoritmo y era precisa hasta el vigésimo decimal, algo que quedaba muy por debajo de los requisitos del Ministerio de Defensa, que exigían treinta decimales, si bien era poco probable que alguien llegase a descubrir la carencia. Con este proyecto, su empresa, y él como responsable, se jugaban el todo por el todo, y lo más probable es que su chip se emplease en alguno de esos exóticos proyectos impulsados por la administración, como la iniciativa de defensa estratégica, que se abortan antes de concluirse o que nunca llegan a entrar en funcionamiento.
Ken jamás había llevado a cabo algo así; su fraude pendía de continuo sobre su cabeza y no había noche en la que no despertase sobresaltado, pasto de la angustia y los remordimientos. Por eso, cuando se enteró de que su microchip dormía el sueño de los justos por fin, logró ser él quien durmiese la noche de un tirón.
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Ramón Lomas es el ingeniero jefe comisionado por la NASA para supervisar la III, el mayor proyecto espacial de todos los tiempos. A decir verdad, debía haberse jubilado dos años atrás, si bien cuando le ofrecieron este trabajo, y para consternación de su esposa que se vio obligada a demorar su retiro a Florida, no fue capaz de resistirse. Era una oferta demasiado tentadora.
Desde niño había soñado con la exploración del cosmos. Su pubertad había estado marcada por la carrera espacial, y Armstrong puso el pie en la Luna cuando cursaba el penúltimo curso de ingeniería. Desde entonces, todo había rodado cuesta abajo, y su carrera se había limitado poco más que a poner en órbita satélites de comunicaciones. ¿Cómo negarse a abrir el camino que permitiría al hombre escapar del sistema solar?
Nadie se puede hacer una idea de la ingente labor que esto supone, de las docenas de subsistemas que hay que integrar, cada uno desarrollado por un país diferente y muchos incompatibles entre sí. Por eso y a su pesar, ha tenido que acabar delegando en otras personas. Una de las parcelas en las que lo ha hecho con más confianza es la de la aviónica, que ha recaído sobre Marc Giraud, un brillante ingeniero suizo al que conoce desde hace más de quince años gracias a un proyecto conjunto en el que la NASA colaboró con la Agencia Espacial Europea.
Marc es solitario y un poco misántropo, y, sin duda, la persona más entregada a su trabajo que ha llegado a conocer Ramón. Su labor, el diseño de los dispositivos que permiten a la nave gobernar su trayectoria, es una de las parcelas más delicadas y críticas del proyecto, y, en opinión del ingeniero jefe, tiene más de arte, a veces incluso juraría que de brujería, que de verdadera ciencia o ingeniería. Los millares de horas de cómputo, que se esfuman en un instante en el túnel de viento, requieren que quien se encuentre al frente de esta locura sea alguien muy frío y templado, y esa persona es Marc Giraud.
Cuando Ramón se puso en contacto con él para comunicarle que quería contar con su colaboración, lejos demostrar emoción o entusiasmo alguno, se limitó a inquirir sobre las condiciones salariales y la fecha de incorporación, pues tenía pendiente la conclusión de otro trabajo para el Eurofighter.
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Stan Wallace y Dick Stein coincidieron en un encuentro de antiguos alumnos. Mientras estudiaron en el South Hill High School, apenas cruzaron palabra alguna, pues Dick era capitán del equipo de baloncesto y uno de los alumnos más populares, mientras que Stan era el típico empollón rarito a quien no convenía acercarse demasiado si no querías ver enturbiada tu reputación. El hecho de que ambos trabajasen en el ámbito de la ingeniería de sistemas, Stan como ingeniero jefe de la NASA y Dick como supervisor administrativo en el Pentágono, así como el de que sus respectivas esposas les hubiesen abandonado recientemente, determinaron que ambos acabasen emborrachándose juntos.
A falta de otro tema mejor, acabaron conversando de trabajo; delante de la duodécima cerveza, Stan confesó que se enfrentaba a un reto imposible de llevar a cabo en los plazos que le habían impuesto y, tras informarse sobre la naturaleza del mismo, Dick vio la ocasión perfecta para lucirse delante el supercerebrito del colegio, y así fue como le propuso que utilizase un chip que se había desarrollado para un proyecto militar abandonado. El lunes siguiente, el jefe de Stan presentó una petición oficial y Dick aprovechó para sanear la cifra de su departamento, circunstancia que le supondría treinta mil dólares extras al cerrar el ejercicio en concepto de pluses de productividad.
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El generador de impulso Chomski fue un desarrollo europeo. De hecho, el descubrimiento del principio que le daba nombre constituyó el motor que impulsó la III. Aunque buena parte de los científicos e ingenieros dudaban sobre la factibilidad de construir un ingenio capaz dominar y reconducir estas colosales fuerzas, las principales potencias del mundo se plantearon el reto como una posibilidad de reactivar sus economías, tristes y maltrechas tras la crisis financiera mundial. Los grandes grupos empresariales, todos con intereses en el sector aeroespacial, vieron el cielo abierto (nunca mejor dicho) y se encargaron de allanar el camino, eliminando a cualquier partido o dirigente que se opusiese, aunque fuese de modo académico, a la iniciativa. Así, la utopía científica se transmutó en una suerte de bálsamo de Fierabrás económico, y el milagro se hizo posible.
El mayor impedimento para los viajes interestelares siempre había consistido en la cantidad ingente de energía que requerían; el generador había solventado este inconveniente gracias a la energía gravitatoria. En vez de dejarse llevar por esta fuerza, a semejanza de una hoja arrastrada por un vendaval, o limitarse a luchar contra ella, como habían actuado los motores precedentes, este ingenio la reconducía de un modo equivalente al que obran las velas de un barco para permitirle navegar casi en cualquier dirección, con independencia de dónde sople el viento. Habían surgido varios detractores que alegaban que la potencia que era capaz de suministrar era muy superior a la requerida; ante esta acusación, sus impulsores siempre respondían que era algo similar a llevar un motor de quinientos caballos bajo el capó de un coche familiar: siempre que no se pise a fondo el acelerador, no supone mayor problema y, en ocasiones, viene bien contar con una reserva extra para imprevistos.
En todo caso, los círculos académicos y científicos no eran ajenos a la todopoderosa influencia del capital, y cualquiera que se atreviese a cuestionar la viabilidad del generador era anatemizado casi al instante y relegado a los puestos más denigrantes, cuando no destituido, por lo que hablar mal del proyecto se convirtió en un peligroso tabú.
El otro gran inconveniente con el que había que lidiar eran las brutales aceleraciones que debían sufrirse para alcanzar velocidades que permitiesen realizar el viaje en un periodo asequible para la vida humana. El campo estático fue un invento chino: en teoría, debía rebajar los efectos de las descomunales fuerzas provocadas por aceleración del motor Chomski hasta dejarlas reducidas a algo semejante a 1G, la atracción gravitatoria terrestre, un valor del todo confortable y mucho mejor que el de cualquier vuelo espacial precedente. Al final, se comprobó que los cálculos iniciales eran demasiado optimistas, por lo que se rebajaron las especificaciones hasta 1.5G y el número de tripulantes desde cinco hasta uno. Aun así, el plazo era demasiado reducido y surgieron numerosas dificultades que no se habían previsto, por lo que no fue posible cumplir con estos límites tan exigentes. En vez de admitir que sólo eran capaces de llegar hasta 1.8G, los chinos, que habían convertido este proyecto en una cuestión de orgullo nacional (querían alejarse de su tradicional imagen de fabricantes de productos baratos de ínfima calidad), prefirieron sobornar a los auditores encargados de verificar el rendimiento del sistema.
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Anatoli Andreiev se encuentra agotado. El hecho de que la misión que comanda tenga carácter internacional ha supuesto que los últimos quince días los haya invertido en una agotadora gira por los principales países contribuyentes. Por la mañana impartía una conferencia en un país, por la tarde en otro y, a menudo, dormía en un tercero, hasta el punto que debía preguntar a cada ocasión a Sophie Matieu, la encargada de relaciones públicas, dónde se encontraban en ese momento.
No se queja por verse sometido a todo este trajín: el hecho de poder ser el único tripulante de la III constituye para él un honor tan gigantesco como insospechado, pues sus cuarenta y cinco años hacen de él poco menos que un «anciano» para el espacio, pero, dado que el campo estático iba a convertir el viaje en algo mucho menos agitado que arrojarse por una montaña rusa, su experiencia fue un activo primordial a la hora de que se decantaran por él.
Incluso así, Rusia era sólo el cuarto contribuyente económico a la misión, por lo que parecía lo más lógico que hubiesen elegido a un americano, pero su país había movido cuantos engranajes estuvieron a su alcance, algunos del todo inconfesables, para poder ostentar ese privilegio.
Para su sorpresa, los nervios le han impedido dormir durante la última noche. ¡Quién se lo iba a decir! Él, que ha pilotado con éxito más de treinta misiones, incapaz de conciliar el sueño, como un escolar que sale de excursión por primera vez.
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Cuando uno tiene la impresión de que ha agarrado a la vida por el rabo, el destino siempre se revuelve y te asesta una cornada. Marc Giraud gozaba de un empleo magnífico y una vida ordenada, pero su único hijo enfermó de leucemia y su matrimonio no pudo soportar la sacudida. A pesar de que el intelecto sabe que nadie es responsable de que ocurra algo así, uno no puede dejar de culparse, de un modo indefinido, irracional y obcecado. Aunque no llegaron a dirigirse reproche alguno, la mutua presencia suponía una prueba demasiado rigurosa para la pareja, un recordatorio inclemente y doloroso de lo que quedaba atrás. En cuanto enterraron al niño, cada cual siguió su camino y no le quedó nada más que el trabajo, al que se entregó con renovado ahínco.
Ahora ha conocido a María Sousa, una ingeniera brasileña a sus órdenes, y ella ha logrado que la vida cobre un nuevo sentido. Hacía muchos años que se suponía incapaz de interesar a las mujeres, por lo que se sintió casi tan extrañado como halagado porque esa mujer, felina y atractiva, no demostrase rechazo por él. A cada momento, se sorprendía observándola a escondidas y, en alguna ocasión, en la que ella había descubierto su acechanza furtiva, lejos de contemplarle con frialdad o con coqueta suficiencia, parecía haberse ruborizado. Nadie puede imaginar el esfuerzo que le supuso el acopiar el valor para invitarla a cenar, pero después todo vino rodado, con una naturalidad e ímpetu desconocidos para él.
Al lado de este fuego devastador, los sentimientos que le han inspirado las otras mujeres que ha conocido se le antojan unas brasas mortecinas. Como si fuese un adolescente, no alcanza a pensar en otra cosa que no sea su cuerpo moreno. Además, el desarrollo de la aviónica del III parece fluir con la misma y plácida facilidad que su vida privada. Por eso no se molestó en seguir el farragoso y exhaustivo protocolo de pruebas requerido para verificar el funcionamiento de los microprocesadores: los ensayos con el simulador fueron excelentes, y había trabajado otras dos ocasiones con los productos de ese laboratorio sin que hubiese experimentado el más mínimo problema, algo de veras notable en el sector.
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La misión no era nada espectacular; tan sólo consistía en alcanzar la órbita del sistema de Alfa Centauri, efectuar unas observaciones rutinarias y regresar. El cosmonauta apenas invertiría unos ocho meses de su vida, mientras que para el resto de los humanos, anclados al planeta, habrían transcurrido algo más de cinco años. Lo importante en sí era el hecho de alcanzar otro sistema estelar, hazaña que apenas un lustro antes estaba reservada al ámbito de la ciencia ficción.
La deficiente precisión de los microprocesadores encargados de controlar la nave causó que ésta acelerase mucho más deprisa que lo previsto y, en lugar de trazar la trayectoria adecuada, se quedase orbitando entre Neptuno y Plutón, como una barquichuela atrapada en un remolino que girase cada vez más y más deprisa. Algunos expertos opinan que este hecho también pudo deberse al incremento de la curvatura del espacio inducido por la focalización del campo gravitatorio, no hay una posición unánime al respecto.
La carencia de rendimiento del campo estático determinó que la aceleración aparente fuese de 3.5G, algo similar a la de los lanzamientos convencionales y muy inferior a los 5G que había soportado en los entrenamientos, pero la falta de descanso del cosmonauta provocó que éste perdiese el conocimiento y no fuese capaz de reaccionar ante todas las alarmas que surgieron en el panel de control. La onda de choque gravitatoria, que no se había previsto y sólo llegó a comprenderse varios meses después, inhabilitó las comunicaciones con la nave y, por tanto, impidió que se pudiese actuar sobre ella a través de control remoto.
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En cuanto se difundió que el viaje interestelar había sido un fracaso rotundo, el doctor Steiner, cargado con su fajo de demostraciones, comenzó a frecuentar los programas televisivos de madrugada y acabó por convertirse en un personaje bastante popular. Por una parte, quería que el mundo entero conociese la potencialidad y la utilidad práctica de la teoría del caos; también, para qué negarlo, era una forma de vengarse de su ex- esposa, que lo había abandonado dos días antes del lanzamiento, cuando su obsesión alcanzaba cotas máximas. La tarde previa le había advertido que, si no deponía su actitud, se marcharía, si bien de un modo no demasiado enérgico ni convincente. La mañana siguiente desapareció, sin tan siguiera despedirse o dejarle una última nota. El doctor llegó a pensar que, en el fondo, ella no deseaba que él desistiese, pues pretendía expulsarlo de su vida y su oposición a la III no fue más que la excusa perfecta.
Varios matemáticos de prestigio corroboraron la escrupulosa corrección de sus ecuaciones y, si bien muchos otros hicieron hincapié en que éstas tenían más carácter metafísico que netamente científico, nadie llegó a refutarlas ni a plantear ninguna objeción seria que las hiciera tambalear. Por otra parte, la estela de la nave, que casi llegó a alcanzar la velocidad de la luz y trazaba una línea visible en el firmamento cuando anochecía, era interpretada por la mayoría como la demostración fehaciente de que la razón estaba de parte del excéntrico doctor.
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Se especuló mucho sobre lo que estaría sintiendo Anatoli Andreiev, para el cual, según los cálculos más optimistas, el tiempo prácticamente se habría detenido unas horas después del lanzamiento. En realidad, cuando se extinga la humanidad, dentro de miles o millones de años, para el cosmonauta apenas habrán trascurrido treinta y ocho minutos y todavía permanecerá inconsciente.
Los científicos afirman que la nave genera una vibración de unos quince hercios, por debajo del límite audible, aunque algunas personas aseguran que son capaces de percibirla en las noches de invierno. Su trazo en el cielo se ha convertido ya en una presencia rutinaria, y en las noches serenas los muchachos y las parejas de enamorados la contemplan como hace años se hacía con la Vía Láctea.
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Fritz Steiner comenzó a dejarse ver en compañía de una famosa ex actriz porno, y solicitaban sus servicios para aparecer en los talk- show de más audiencia; incluso llegó a formar parte del jurado para la elección de Miss Universo, y eran del dominio público sus costumbres licenciosas y disipadas.
Las demostraciones del extravagante matemático, que falleció a causa de un misterioso atropello acaecido apenas un año después de la catástrofe, se estudian ahora en todas las universidades del mundo, si bien se rumorea que nadie ha logrado comprenderlas por completo. De momento, se han descartado nuevas expediciones interestelares: a pesar de que se desconocen las verdaderas causas del desastre, las ecuaciones parecen probar que una empresa de esas características, de modo ineludible, ha de estar destinada al fracaso.
Aunque también es posible que el doctor se equivocase y todo esto no haya consistido más que en una condenada racha de mala suerte.
Dice Juan Carlos Garrido:
«Un servidor vio la luz en Ávila, una ciudad pequeña y fría, pero a la que no logra dejar de añorar, justo en la mitad de la década prodigiosa. A la tierna edad de diez años, dejé el hogar gracias a ese invento del antiguo régimen conocido como universidades laborales, que me enseñó que Golding podía haber ido mucho más lejos con El señor de las moscas.
Tras azarosos años, en los que asistí a la desintegración del sistema y pateé media España, acabé cursando estudios de ingeniería de telecomunicación, que casi me sirvieron de algo para la ocupación que me da de comer: la automatización industrial. Hace unos ocho años, más por curiosidad que por otra causa, apenas por comprobar si era capaz de acometer tamaña tarea, me decidí a enfrentarme al desafío de emborronar folios y que, con suma sorpresa, encontré incluso más adictivo que el tabaco negro o pellizcar el papel de burbujas.
Para mi desgracia, mi primera novela, Sombras chinescas, resulto elegida finalista del premio Planeta, donde la había enviado en un alarde de candidez y estulticia. Este pírrico y efímero triunfo me bastó para convencerme de que quizá no lo hiciese tan mal, y me animó a dirigirme a cuantos editores y agentes se pusieron a mi alcance, y que me rechazaron con idéntico desdén.
Reconozco ser un escritor diletante y autodidacta, y que los premios literarios, que he frecuentado con afición y suerte dispar, han constituido mi única y putativa escuela. La experiencia me ha bastado para alcanzar el convencimiento de que mi relación con la literatura solo ha servido para dejarme la vida y nunca lo hará para ganármela.
Escribo como quien construye barcos dentro de una botella, dedicado a una labor tan bella como inútil, y en ocasiones concurso, como quien juega a la lotería, sabedor de que las posibilidades son ínfimas y, además, siempre le toca a otros».
Hemos publicado en Axxón LA VELOCIDAD DE LOS NEUTRINOS.
Este cuento se vincula temáticamente con LA VELOCIDAD DE LOS NEUTRINOS, de Juan Carlos Garrido; DIOSES EN EL EXILIO, de Iván Molina Jiménez y LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS, de Ricardo Giorno.
Axxón 235 – octubre de 2012
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial : Experimentos : España : Español).