Revista Axxón » «La noche de Tempoal», Pé de J. Pauner - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

 

Atardecía cuando llegamos a Tempoal. Rick estacionó la camioneta en una calle cercana al centro del pueblo, caminamos unos metros hasta llegar a la Plaza que tradicionalmente hacían la víspera del día primero de noviembre. Algunas artesanías de barro eran hermosas, el resto eran baratijas chinas.

—Dentro de unos años no quedará nada de la vieja cultura indígena —señalé los collares y los supuestos cuarzos curativos.

—Es que en este país los tratados comerciales no previeron esto. No se preocuparon por proteger su cultura, en Canadá…

«Va a empezar de nuevo» pensé, «siempre saca a relucir su país.» Sin embargo, él tenía razón. En mis viajes por territorios inuit podía ver cómo ellos estaban orgullosos de sus costumbres, a pesar de lo occidentalizado de las regiones, ya que entre la gente existía un cierto optimismo.

En México no noté nada de esto, la gente pensaba sólo en migrar.

—Estos recipientes de barro… ¿hay mucha gente que las compra? —pregunté a la mujer que las vendía en mi español con acento.

—Casi no se vende, marchantito, sólo gente como ustedes se las lleva como artesanías…

Sí, pensé, eso es, o mexicanos que decoran sus casas de manera «rústica» como la denominan; estilos híbridos en los cuales llenan de objetos indígenas y muebles mazacotes, sin pintar, una casa que recuerda vagamente una hacienda mexicana del siglo XIX, pero que son sólo ideas imprecisas de arquitectos formados en Europa de cómo debió ser una hacienda.

Caminamos debajo de toldos, mirando envoltorios pequeños en hojas de maíz (copal, me dijeron, ya sabía yo que era una resina aromática del árbol de la especie Protium copale que desde tiempos prehispánicos se quemaba en incensarios), barras de chocolate, más objetos de barro y más baratijas chinas entre naranjas y hojas de plátano para envolver tamales colocados sobre mesas alineadas.

El edificio municipal había sido construido con un estilo que recordaba los castillos de las ferias de pueblo, en blanco con contornos negros. De la fachada colgaban máscaras gigantes: un diablo y otra que recordaba a ciertas máscaras africanas, lado a lado, en los extremos.

Una sensación de salvajismo largamente olvidada se recreó en mi mente y me envolvió.

El calor de África envolvía como un sudario húmedo. Había caído una vez más entre las hierbas espinosas. A lo lejos se escuchaban rugidos.

—Nos perdimos —dijo Janeth.

—No hace falta que me lo recuerdes, nena, hace media hora que lo sé.

—¿Dónde está el GPS?

—Debes traerlo en la mochila.

Ella me miró, asustada. No traía mochila.

—Debí darme cuenta antes de que me sentía extrañamente ligera…

—¡Diablos —grité—, diablos!

El calor malsano del otoño en Tempoal me cubría con un sudario de sudor frío. Estaba saliendo de la sensación hipnótica que me produjera la máscara de diablo colgada del edificio.

—Rick —dije—, creo que me enfermaré.

—¿Qué?

Había mucha gente. Habían colocado gradas entre las columnas de la fachada del edificio de la alcaldía y la música sonaba alta. Al otro lado, sobre la acera del parquecito, la gente se arremolinaba. En medio, en la calle, se levantaba una plataforma de madera.

—Ahí están los danzantes —comentó Rick, en voz baja, como no queriendo interrumpir una iniciación.

La iniciación. El páramo. Éramos tres parejas y el chamán con pinta de charlatán novaerista.

—No le creo nada —me incliné sobre el oído de Janeth y volví a decirle—: me parece improvisado el tipo.

—Más experiencia que tú y yo en esto sí tiene. Ha hecho varios viajes.

—Mejor hubiéramos ido a Grecia.

El chamán se acercó a Rick y Katia y les tocó la frente, luego les ofreció el recipiente. Ellos cogieron con los dedos cuantos hongos quisieron.

—Observa las máscaras —dijo Rick—, me dijeron que las tallan en madera ellos mismos.

Miré, pero me di cuenta que la gente nos observaba a nosotros, algunos no disimulaban su interés en nuestras personas. Tal vez las chaquetas cubiertas de bolsillos, tal vez la pinta de «gringos», tal vez todos se conocían y nosotros éramos los extraños.

Extrañas. Sí, miré las máscaras. Un danzante representaba a un ejecutivo pero su traje estaba hecho jirones y su máscara era rosada y sonriente, tenía que representar las fuerzas del capitalismo; una mujer llevaba una máscara de labios pintados excesivamente, de mejillas con colorete y usaba liguero, otro era claramente un sacerdote de máscara austera y el que la usaba se movía con parsimonia…

—Leí que esa máscara representa el rostro del sacerdote más querido del lugar. La copiaron de fotografías de cuando él vivía aún.

Volví a poner atención: una mujer con vestidos imprecisos que recordaban, por la máscara y la sombrilla, a una mujer china o japonesa. Un indígena vestido de blanco, un campesino, con sombrero de paja y pantalón de manta. Máscaras. Máscaras. Pero había algo extraño en todo eso, algo que no encajaba.

—¡Bailarán ahora la danza del zopilote…! —la voz avanzó en el aire y se la llevó el viento. Los altavoces temblaron.

Más y más personajes, incluidos niños enmascarados. Detrás, muy cerca, con una guadaña que goteaba sangre artificial, se acercaba la muerte.

—¡Sangra! —grité—. ¿Puedes verlo? ¡Janeth!

Ella miraba el cielo.

Caminé unos metros, cada paso que daba sobre el césped, sobre la hierba, en ese potrero en algún lugar cercano a la ciudad veracruzana de Jalapa, era una huella profunda de sangre que dejaba detrás.

—¡Contempla a Gaia… está viva! ¡Sangra! No quiero lastimarte, planeta de agua, planeta verde azul… ¡perdona mis pecados, tú, la del ancho seno…!

Katia se acercó a mí y me cubrió el rostro con las manos, luego me besó largamente los labios. Mi perorata pseudo mística la había atraído.

—Sabes como a miel silvestre… ¿ya viste cómo respira la hierba? Mira, mira. —Con la mano me sujetó el mentón y me obligó a mirar hacia un riachuelo que estaba evaporándose, pronto no quedaría más que un lecho seco.

Respiraba agitado, bañado en sudor. Sus ropas de manta estaban sucias, como si se hubiera caído sobre la plataforma y hubiera rodado por el polvo que dejaran tantos danzantes. De repente parecía mirarme, sus ojos debajo de la máscara se clavaban en los míos cuando su cuerpo giraba hacia la derecha.

—¡Dios mío! —exclamó Rick—. ¡Ya sé qué sucede!

Me miró de frente con ojos desorbitados.

—Los miserables, los que no son agricultores sino campesinos, los que no son jefes sino subordinados, las que son las putas y no las mujeres encumbradas pero que se acuestan con quien quieren, los obreros, los artesanos, no los artistas… la muerte se los lleva a todos. Pobres y ricos. Míralos, mira sus deformidades…

Algo se revolvió en mi estómago. Algo me hizo estremecer. Detrás de los cristales la vasija parecía mirar sin verme, tenía esa boca en un rictus de dolor, dientes agudos y sus ojos estaban entrecerrados, como sufriendo. Una especie de recipiente cuadrado con figurillas de hombres en actitud de danzar, en cada esquina, aferrados a sus penes gigantescos como si danzaran alrededor de troncos de árboles gruesos. Había jorobados y criaturas mitad humanas y mitad animales.

—Los mochicas amaban la deformidad —dijo el guía del museo—, constituían una de las culturas más sangrientas de la América precolombina; Frazer en su célebre La Rama Dorada, cita a los aztecas como los peores. No es así…

Se movió una vez más, sus brazos simulaban alas de algún ave de rapiña y se inclinaba como si esas aves descendieran sobre la presa. Me di cuenta de que en el lugar donde debían estar los codos tenía las manos, unas manos pequeñas, con dedos encogidos.

—¿Lo ves?

—Sí —dije—, eso era lo que me parecía fuera de lugar. ¿Quiénes son, eh, por qué bailan aquí?

—Mira los niños, uno de ellos… ése niño de ahí, el que se quitó la máscara.

Un rostro estúpido nos contempló, su lengua, abultada, asomaba entre sus dientes. Apenas se movía de un lado a otro, con el cuerpo vuelto hacia nosotros, descomponiendo la formación.

Quien mejor bailaba era el hombre vestido de campesino y se movía con cierta gracia malsana, como divertido pero sin saber por qué. Volví a mirar esos brazos imposibles, el color demasiado oscuro de la piel, incluso para un indígena quemado por el sol.

Atrás, la muerte se abría paso en medio de los danzantes, la guadaña subía y bajaba a cada paso, muy por encima de las cabezas de los que bailaban. La muerte se colocó delante de todos y los enfrentó. Tenía tumores que sobresalían de entre los ropajes oscuros y pesados.

—Déjame sentir tu mano entre mis manos —sus labios estaban secos, cenicientos.

Su belleza se había opacado, pero aún había brillo en sus ojos cafés. Un olor a muerte se extendía por el cuarto cada vez que hablaba.

—¡Janeth! —lloré sobre sus senos marchitos y levantó mi rostro con sus manos temblorosas para mirarme.

—¡Cuánto viajamos, amor, cuánto vimos y aprendimos! Nadie me arrebatará eso, mi niño…

Rick posó una mano sobre mi hombro.

Una enfermera entró y cambió el suero, luego inyectó algo a través de la vena.

—¡Quema como fuego líquido! —exclamó Janeth.

Yo me toqué la muñeca, solidarizándome con su dolor.

Las ojeras estaban hinchadas, la piel parecía delgada y a punto de romperse encima del líquido que abultaba debajo de los ojos.

—¡Por favor, salgan un momento!

Rick me condujo hacia la cafetería, yo no hubiera sabido cómo llegar allá en ese momento, estaba perdido dentro de mí, recordando su rostro y recordando las radiografías…

—El tumor —dije—, ¿por qué?… Sus pulmones parecían alas y esa cosa en medio, como un ácaro gigantesco irradiando patas y patas hacia esas alas…

Un rumor de alas, luego el olor de la ropa empapada de orina y mugre desde hacía mucho.

—¡Cuidado! —Rick me tomó de los hombros y me echó hacía atrás.

La capa negra, como alas de cuervo, pasó cerca de mi cara.

La danza había terminado con ese movimiento de la muerte encapuchada, blandiendo la guadaña hacia los danzantes. Comenzaron a bajar por una escalinata de madera en el extremo. El suelo estaba húmedo por el agua que escurría del hielo de los carros de madera de los vendedores de raspados. Los danzantes pasaron a mi lado. Olían a sudor, algunos a vejez, a olvido. El danzante vestido de campesino se quitó la máscara.

Abrí los ojos. Su cara estúpida volteó hacia mí. Parecía un anciano, la caricatura de un anciano, con las facciones fruncidas como cuero negro retorcido al fuego, la nariz abultada y cubierta de granos, los ojos diminutos.

—Vámonos, es demasiado.

Rick estaba fascinado. La gente aplaudía. Una niña con síndrome de Down lloraba, sobre su rostro se formaban huellas de lágrimas mugrientas.

 

 


Ilustración: Duende

Deambulamos entre los puestos de la plaza de la víspera del Día de Muertos. Estaba oscureciendo, al final de la calle había un hemiciclo sencillo levantado en honor a algún héroe. El tenderete de un vendedor de objetos novaeristas se iluminó al encenderse los focos que colgaban de un cable que pasaba sobre la calle.

Rick se acercó. Collares hippies de otras décadas, cuarzos, playeras con los rostros de rockeros estampados y redes para atrapar los malos sueños agitaban sus plumas coloreadas al viento.

—Tengo frío.

Sentada entre mis piernas, en la cuesta inclinada hacia el mar y los riscos, la abracé. El viento sopló salado y frío.

—Soñé que moría al resbalar desde aquí.

Reí. Miré el mar y los destellos del sol ocultándose, parecía que le arrebataba la luz al agua y la hacía morir en el viento, como cuchillos deshaciéndose en el crepúsculo.

—No volveré a traerte en mis viajes, nena.

Giró el rostro hacía mí.

—Cualquier viaje contigo es fuente de calor, bebé.

Sonreí.

Nos levantamos y entramos en la cabaña. El fuego estaba encendido. El cuidador del faro nos sirvió café.

—Debo volver al faro —dijo—, disfruten su estancia. Espero que encuentren algo entre esas ruinas polvorientas, yo no creo, pero en fin… han sido saqueadas una y otra vez.

Echó a andar hacia la puerta.

—¡Ah, no naden entre los riscos! A veces se quedan atrapados algunos tiburones entre las rocas y no pueden volver a mar abierto y se ponen furiosos. Pueden perder unos dedos de los pies o el pie completo.

—Bien.

Segundos después empezamos a desvestirnos al calor del fuego mientras reíamos.

—¡Te adoro, Giselle!

Ella rió mientras se movía como serpiente entre las sábanas y me miraba con lascivia.

—¡Te voy a comer! No necesitas de tiburones para que te devoren.

Se colocó sobre mí y su collar colgó hasta mi pecho. Representaba una red para atrapar los malos sueños, de plata.

—Esta cosa… —se llevó las manos a la nuca, tiró del collar hacia atrás y lo extendió sobre su espalda.

Abrí los ojos, me incorporé sobre el codo en la cama. La puerta estaba abierta y entraba el aire helado desde el mar, me levanté y la busqué. El hogar estaba frío, cubierto de cenizas. Una rara oscuridad teñida de rojo inundaba la atmósfera. Pronto amanecería. El rumor de las olas me llenaba los oídos, deshaciéndose en agua pulverizada entre las rocas.

—¡Giselle…Giselle…! ¿Dónde estás… dónde…?

No contestó.

Busqué en el baño, la cocina, el ático… Salí, el sol empezaba a reventar por el otro lado, entre los árboles oscuros, la luz ya se filtraba como entre vidrieras.

Un objeto brilló en la hierba, un collar, una red atrapa sueños, entre las piedras puntiagudas que daban a la ladera de los riscos.

—¡Giselle!

Amaneció. Pero la oscuridad había caído otra vez sobre mí.

—Quiero ver qué de interesante puede tener esa iglesia, entremos.

Entramos al patio. Estaba cansado. El reloj de la torre dio las ocho de la noche. Me senté en una banca sobre el muro del edificio de las oficinas de la parroquia. El olor a copal llegaba en olas y así como olas se perdía a lo lejos, a merced del aire.

La oscuridad cayó literalmente sobre todo. Como la capa oscura aquélla sobre mi cara. La luz había escapado en un parpadear.

—En estos momentos cualquiera aprovecha para robar los puestos —dijo un muchacho, a mi lado.

Se movían presencias a mi alrededor. Hombres, mujeres.

—¿Perdón? —dije en español—. ¿Qué ha dicho usted?

—Le decía a ella…

Rick emergió de las sombras del pórtico principal, como aturdido.

—¡Oye, que me he dado un golpe contra una estatua de un santo!

Sonreí.

—¿Qué santo era? Quizá le has molestado.

—Era un santo desnudo, cubierto de flechas y su piel estaba sangrando… —bajo el tenue resplandor lunar me miró—. Quiero decir que estaba pintado con llagas y todo eso. Lo miraba y entonces ocurrió el apagón y alguien me empujó.

—La luna permite ver un poco, pero cualquiera puede robar los puestos…

El aire se enrarecía. El olor a copal me asqueó.

—San Sebastián —dije.

—¿Cómo?

—San Sebastián, el santo es San Sebastián…

La luz volvió, pálida, amarilla.

—¡Por mi madre!

—¿Qué?

—¡Rick…! ¿Cómo te hiciste eso?

—Debo ir a un médico… me duele…

Se formó una pequeña multitud. El sacerdote salió y nos invitó a pasar a la casa parroquial. Minutos después apareció un médico y suturó la herida sin anestesia, sin guantes y de pie, con Rick sentado en una silla.

—¿De qué país provienen ustedes? —preguntó el sacerdote.

Algunas personas señalaban con el dedo y murmuraban en voz baja. El olor acre del sudor me indicó que algunos eran danzantes y que recién habían vuelto del baile. Tal vez el apagón había dado al traste con el evento. La atmósfera se entibió. Mareado, salí al patio.

Entré a la iglesia que un hombre estaba trapeando en ese momento. El hombre me miró con curiosidad y luego continuó trapeando. Dentro olía a rosas y a la cera de las velas derretidas.

La pila bautismal estaba llena y bebí largamente el agua helada.

Temí que me echaran por hacer eso, pero no había nadie. El hombre que aseaba había desaparecido.

Varias estatuas de santos con la mirada baja se alineaban en los muros. De repente me encontré con la estatua asaeteada. De tamaño natural, asqueante, impresionante. Debajo de las llagas provocadas por las flechas se había formado un charco de sangre que el hombre de la limpieza no había notado.

Me precipité a la salida y como un pez que se ahoga en la arena, abrí la boca y tragué aire con sabor a copal…

Tenía la boca abierta y sus ojos miraban, vidriosos, la última escena: la cuesta arriba, alejándose cada vez más, cada vez más, hasta que su cráneo golpeó la roca, se quebró —como nuestros sueños y mis ansias de segundas oportunidades— y me hundí, como su cuerpo se hundiera en el agua enrojecida y entre algas como dedos que lamían, en sus ojos muertos, y vi la escena una y otra vez: huía de algo que en mí había intuido apenas, que había adivinado…

 

 

El sacerdote había hecho salir a todos los curiosos y nos quedamos con él a cenar. Resultó ser un hombre amable y de gran cultura. Le pareció fascinante que dos antropólogos hubieran llegado hasta ahí para estudiar las máscaras. Nos habló de los distintos barrios del pueblo, cuyos vecinos se unían para confeccionar los vestidos, ensayar durante meses y presentarse en esa competición extraña.

—Si quieren, posteriormente podemos visitar a los ganadores para que les entrevisten ustedes.

Hablaba nuestro idioma perfectamente, había vivido en París, haciendo una maestría en psicología aplicada a los distintos tipos de pensamiento religioso y un doctorado en Inglaterra donde se interesó en la demonología y la angelología.

—¿Cómo es que llegó a este lugar, Padre? —preguntó Rick.

—El Obispo —y bajó la voz y suspiró—, pidió que regresara pues, según él, me necesitaba aquí, en la diócesis.

Hablamos de muchas cosas, pero sobre todo del mito de la caída que él interpretaba como un plan oscuro o un intento literario, tomado de fuentes caldeas, de un grupo sacerdotal para ocultar un hecho funesto ocurrido en el jardín cerrado en el tiempo que era Edén.

—¿Qué dice? —casi grité, Rick me miró como queriendo que callara mis comentarios—. ¿Cómo es posible que crea eso, usted que tiene tantos estudios?

—Precisamente, por eso lo creo, he tenido acceso a ciertas fuentes…

«El mismo cuento de siempre», pensé, «el elegido que encuentra la fuente, el hipotético Evangelio Q…»

—¡Santo es Dios en las alturas! —exclamó—. Siempre quise verlo, pero esto… tan cerca…

Me arrastré hasta el lugar en la hierba donde ella estaba tendida bocabajo, como un soldado a punto de disparar.

—Somos un par de elegidos, mira, mira…

El calor me había quemado la piel, había sobrepasado el punto en el cual la sed provoca alucinaciones. Recordé la muerte por frío. En el ártico habíamos estado a punto de morir en una escueta tienda de campaña que parecía meter toda la tormenta mientras fuera el cielo se limpiaba. Las alucinaciones tenían que ver con lugares soleados y leones…

Las hienas habían echado a los leones, varios de ellos escapaban por la derecha, mientras por la izquierda más hienas se acercaban con cautela. Una leona terca estaba sentada sobre los cuartos traseros y tiraba zarpazos perdidos, luego tres hienas la embistieron y escapó de las mordidas fatales huyendo y resbalando, humillada.

Las hienas mordieron, desgarraron, trozaron y el sonido era demencial, el crujir de dientes, el sonido de los huesos quebrados y las astillas volando en una lluvia aguda y blanca.

El pelaje lodoso y pestilente se teñía de rojo. El cielo, ajeno, incapaz de llorar dramas terrestres, quemaba como una lente de aumento sobre un hormiguero.

Ya no tenían ojos, ni narices, ni hocicos, eran máscaras rojas y el olor a carnicería me invadió pero no pude vomitar. Estábamos demasiado cerca, demasiado cerca. No podía entender cómo era que no nos olfateaban, debía ser el estado que los biólogos denominan «frenesí alimenticio», el que invade a los tiburones al oler la sangre, el que los obliga a morder ciegamente lo que sea, incluidos ellos mismos y destriparse, y abrirse los vientres henchidos de sangre y vísceras, estallando en un mar de tripas reptantes…

Temblaba por la fiebre y el horror que me invadía y sentimos cómo éramos rociados por esa lluvia fina, pulverizada, roja, fresca, con olor a hierro…

El agua pulverizada me bañaba, helada. Y ese frío en los ojos, como ajenos, ausentes. Un paramédico me echó una frazada sobre los hombros y me retiraron como a un zombi que se dejó guiar lenta y ciegamente hasta la ambulancia. Izaron su cuerpo como quien iza un delfín para cambiarlo de acuario. Me preguntaron muchas cosas pero el farero dijo la última palabra: la había visto salir por la noche, la había visto detenerse al borde del risco, la había visto perder la mirada en la noche, en el horizonte, en la distancia humedecida… la había visto, sí, la había visto porque él mismo tuvo que levantarse para ir al baño y escuchó ladrar a su perro.

—¡Perros salvajes —su mano, como garra, hundió sus uñas en mi hombro y vi y vimos—, llegan los perros salvajes!

El perro me lamió la mano y me sobresalté.

—¡Oh, disculpe a Capitán! ¡Vamos, chico, sal de aquí!

—¿Estás bien?

—Sí, claro, claro —el dorso de la mano me escocía, el lugar justo donde el perro me había lamido.

—Oye, colega, el que se golpeó la cabeza fui yo… —el sacerdote y Rick rieron un poco—. Perdón, pero es que de repente parece que tu mente no está aquí, te ausentas, tú comprendes, como que te hundes en ti mismo…

—La vi hundirse y corrí. No sé, ella miraba el mar, luego gritó y resbaló y se hundió y… entonces el doctor salió de la cabaña, gritando el nombre de ella, y yo llegué tarde, lo vi, perdido, desolado, volví al faro y llamé por teléfono…

—¿Sabe usted qué podía estar buscando en el mar? —dijo el agente.

—Sí —dije—, bueno, creo saberlo, no estoy seguro.

—¿Qué?

—Respuestas… algo vio en mí mientras yo dormía. Ella me contemplaba a mi lado. Le gustaba eso, ¿sabe?, se ponía a verme dormir, decía que era en ese momento cuando se contempla el alma verdadera de los seres. Hay una tribu en África que concede al sueño demasiada importancia. Una vez una mujer y yo supimos…

—Ahora lo sé todo…

—¿Qué?

—He visto la muerte en los ojos de la presa y el temor que escapa como la vida a través de la retina… los perros se acercan… mira, mira…

—No, no… nos olerán, no podemos escapar… son más peligrosos que las hienas y hasta los leones les temen… ¡los veo, los veo, regresan con la carroña en el estómago a sus cubiles, comienzan a dar arcadas y vomitan, vomitan carne podrida al sol, agusanada, que apesta a mil años de putrefacción y los cachorros se abalanzan, ávidos, a comer!

—¡Cállate, cállate, nos han oído!

Movieron las orejas enhiestas hacia nosotros e hicieron ruidos que confundí con las carcajadas de las hienas y los rugidos derrotados de los leones. Entonces el viento…

Zumbido ajeno al mundo, a la sabana, a las especies que matan y mueren. Girar de aspas y metal brillando.

—¡Aaaahhhh!

Me cubrí la cara con las manos y me retorcí en el suelo ensangrentado de África mientras descendían y un torbellino de viento seco y caliente nos terminaba de cocer dentro de la pesadilla de un cazador cazado…

—¡Cálmate, es sólo el perro!

El sacerdote se lanzó sobre su perro y lo separó de mí. Los intentos amistosos de Capitán murieron fuera, en el patio de la iglesia, después de levantarse sobre los cuartos traseros para lamerme la cara.

—Está usted demasiado nervioso…

—Sí, Padre, creo que necesito descansar.

—Vengan, les enseñaré dónde dormirán.

Miré a Rick de manera inquisitiva.

—¿En qué momento me perdí?

—Eso, que mientras tú alucinabas, el Padre, amablemente, nos invitó a quedarnos en las habitaciones para huéspedes de la casa parroquial.

El sonido del helicóptero lo llenó todo, como la luz, cegadores destellos que murieron en el fondo de mi retina, antes de que quedara tendido de espaldas, sobre el césped, y mirara esa cosa que se alejaba como una libélula enorme o un caballito del diablo. El chamán se movió hasta mi campo visual y dijo, en una revelación:

—Síguelo, hermano, te has convertido en águila; sigue el ave de metal… atrápala y poséela. Destrózala entre tus garras, hazla tuya.

El chamán dominaba mi idioma, dominaba todos los idiomas y su lengua de fuego no necesitó moverse ni su garganta articular sonidos. Su mente estaba en mi mente y me di cuenta de TODO.

Había traspuesto las Puertas, descorrido el velo.

—Pronto no necesitarás alas… acude al sueño, recrea el sueño y podrás viajar sin necesidad de la carne de los dioses…

—La hostia —dijo el Padre—, es el cuerpo de Cristo, es el misterio de la Eucaristía, pero estoy consciente de que ustedes, como antropólogos, saben que este acto de teofagia se ha repetido a lo largo de diversas culturas y edades de la historia humana para acceder a la revelación y la comunión con los dioses de turno.

Me interesé en sus palabras y, sacudiendo de mi cabeza los restos de imágenes rotas, enfoqué mi mirada y dije:

—Sí, me sigo sintiendo un poco mal, pero creí notar algo de agnosticismo en sus palabras…

—Doctor, usted sabe que como sacerdote y racionalista tengo varias fuerzas encontradas luchando dentro de mí…

La fuerza pugnaba por abrirse paso a través de mi garganta y me retorcí en la hierba y el césped tibio, húmedo, grité. Entonces las alas se abrieron y comenzó a volar.

Al principio pensé que se trataba de mí mismo, pero pronto supe que veía a través de los ojos de la paloma y que sentía que podía volar en y como la paloma.

El horror irracional, envolvente, me cubrió como el agua de las nubes donde se había dirigido y que ahora casi la ocultaban. El horror venía detrás. El águila era más rápida que el viento, más mortal que el relámpago, más…

Sentí la carne de mis alas desgarrarse y una tibieza fluyendo rápida, como la vida, abriéndose paso por heridas candentes…

Luché y morí en las garras del águila y mi carne mortal sirvió para alimentar a los polluelos que abrían los picos ávidos en el nido tambaleante en la rama más alta, pero mi espíritu inmortal se abrió paso hasta el sol, volviéndose uno con el espíritu del mundo, del cielo, del cosmos y esa certeza agobiante me hizo perder el sentido y no supe más…

Desperté. La cama tibia. Las imágenes religiosas sobre un ropero antiguo, pequeño, las veladoras encendidas. Fuera ladraba un perro. África. Me dije que era África, pero recordé Tempoal, luego las máscaras…

Pronto conjugarás el Verbo y todos los verbos hechos carne, el tiempo se dobla y sus extremos se tocan, acuden los recuerdos y los conjuras… la carne de los dioses se ha vuelto tu carne…

La voz del chamán llenó la habitación.

Fuera, el ladrido del perro del sacerdote se volvió otra cosa. Luego vinieron los gritos.

Me levanté y corrí hasta la ventana. Las personas que levantaban sus puestos de la Plaza del Día de Muertos corrían en confusa desbandada. Un rugido atravesó gargantas, se convirtió en gritos, en lloriqueos sangrientos, en desgarraduras de carne y ropas. La muerte —la mujer disfrazada como la muerte—, corría volcando puestos, copal y vasijas.

Yo también corrí, por corredores que olían a rezos y oraciones alejadas de los muros, con ruidos de cera y rosas, rosas… rosas de pétalos que fluían sangre tibia evaporada.

Porque vi a Rick, abierto en canal en el patio de la iglesia y, con ojos desorbitados y pasos enloquecidos, me dirigí a la reja que separaba la iglesia de la calle. Algo no concordaba, el tiempo, los danzantes de la tarde, la noche, el apagón, todo estaba ahí, en ese momento: el hombre de los brazos demasiado cortos, disfrazado de campesino, estaba tirado más allá, como un muñeco de trapo, así, como un muñeco sin columna vertebral, doblado y su cara de cuero fruncido sobre el ombligo que perdía sangre, mucha sangre.

La calle había quedado vacía.

Un zumbido se oía en la noche, el sonido de aspas lejanas.

Mis pasos me llevaron a través de los despojos hasta el puesto de venta de objetos novaeristas. Los cuarzos estaban volcados, las redes atrapa sueños desgarradas, las plumas flotaban en el viento de la noche.

La muerte estaba ahí. Sí, por supuesto, y reinaba. Pero la mujer vestida de muerte también estaba tirada en el suelo mojado y me arrodillé ante ella y le quité la máscara…

—¡No, Janeth, no!

Un rugido aterrador me hizo voltear.

El león se arrojó sobre mí, todo garras y dientes.

Y grité.

 

 

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antologado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS y NOCHES DE BANTIAN


Este cuento se vincula temáticamente con LA VARIANTE BIOLÓGICA, de Ramiro Sanchiz; DUENDES, de Ramiro F. Sanchiz y PAISAJE PERDIDO, de Sergio Gaut vel Hartman.


Axxón 235 – octubre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Visiones, Rituales : México : Mexicano).

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