Revista Axxón » «El final de la historia», Juan Manuel Valitutti - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

Contábamos cuentos de aparecidos a la luz del fuego. Era una noche terrible, de vientos y de rayos, y de fuertes premoniciones. De vez en cuando, oíamos el chirrido que producía el cartel sobre la puerta de «El trueno azul», la posada del viejo Ruth, a esas horas castigada por el recio vendaval.

La risotada del desdentado Timms se encargó de ponerle punto final a la historia del amigo Maggons.

—¡Váyanse al cuerno! —escupió el malogrado narrador—. ¡Les dije que no era bueno para estas niñerías!

Unas palmadas en la encorvada espalda bastaron para distender la velada.

—¡Lo sentimos mucho, claro que sí! —rió Verns, alzando su vaso coronado de espuma—. ¿Y bien? ¿Quién sigue? ¿O deberé torturarlos de nuevo con mis historias de puertas batientes?

Apenas alcanzó a terminar la frase, y antes de que su jarro tocara la mesa, un estruendo desvió nuestra atención del fuego de la chimenea.


Ilustración: Pedro Belushi

Nos volvimos, y clavamos la vista en la puerta de entrada a la posada… La figura de un hombre se recortaba en el lluvioso umbral. Segundos después, la puerta se había cerrado a espaldas del desconocido, y éste se había acercado tambaleante a una mesa situada cerca del atado de leña.

Semejaba un cuervo de negro plumaje aceitoso cuando nos miró desde sus harapos empapados.

El viejo Ruth lo abordó con su paso desmañado. Pasó un trapo por la mesa, al tiempo que le decía:

—Supongo que la tormenta lo ha tomado por sorpresa, amigo… ¡Pues, qué diablos! ¡Si el azote de todos los infiernos lo condujo hasta mi hostal que sea lo que los dioses quieran!

El desconocido espió al posadero desde la oscuridad de su sombrero de ala ancha.

—Agradecido —carraspeó, y repasó el lugar con un fugaz vistazo—: ¿Tiene algo… fuerte?

—¿Fuerte? —Ruth posó unos dedos bajo su barbilla—. Bueno, tenemos al amigo Maggons, ¡que puede ofrecerle algo que realmente lo hará entrar en calor!

—¡Creo haberles dicho ya que pueden irse todos al cuerno! —bramó, indignado, el aludido.

La risotada de Timms se elevó hasta despertar a unas palomas que dormían entre los travesaños del techo.

—Aquí tiene, amigo —dijo Ruth—: el mejor vino de Payos. ¡Cortesía de la casa!

—¿Cortesía de la casa? —La queja provino de un hombre que se mantenía al margen. A decir verdad, nadie lo había visto llegar —ni siquiera el posadero—, por lo que pensamos que Binttu, el peón de Ruth, le había franqueado el paso, destinándole la mesa más oscura de la estancia—. ¡Yo pagué mi porción de techo sobre mi cabeza, caballeros, no veo por qué se deba proceder de otra manera con el resto de la clientela!

A Ruth le hubiera bastado muy poco para aclararle al intruso que en su propiedad se reservaba el derecho a hacer lo que le viniera en gana, incluso podría haber echado a puntapiés al impertinente —no hubiera sido la primera vez que ayudáramos al viejo Ruth a deshacerse de algún molesto borracho—; pero algo en el tono de voz del sujeto hizo que el paso desmañado del posadero se detuviera justo a tiempo, con la ventaja de la sonrisa benévola en el rostro curtido.

—Estoy seguro de que ese bribonzuelo de Binttu lo ha atendido como corresponde —dijo, no tanto por defender la pericia del muchachito, sino por averiguar su paradero—, y de que usted le ha pagado en consecuencia.

—¡Pues le he pagado con creces! —aseveró el anónimo huésped—. Le he referido al muchacho una historia que le ha puesto los pelos de punta. Tan pronto la terminé, salió disparado de miedo por esa puerta.

Señalaba la salida trasera de la posada. Ruth me mandó a que echara un vistazo. Volví con la negativa sobre el paradero de Binttu y el azote de la tormenta cerrándose detrás de mí.

—En ese caso, amigo —comenzó a decir Ruth, cautelosamente, testeando las reacciones del extraño—, supongo que puede referirnos la historia a nosotros. ¿Qué me dice? ¡Estamos algo viejos para salir corriendo como lo hizo el pillo de Binttu!

—Bien, caballeros —asintió el desconocido—. Pero que sea a cuenta y riesgo de ustedes… ¡Nunca es demasiado tarde para huir como los mil demonios!

Con estas palabras a modo de prefacio, nos acercamos al hombre… Es extraño: hoy, pasados los acontecimientos de aquella noche, mientras atravieso los senderos boscosos en busca del joven Binttu, el único testigo capaz de arrojar alguna luz sobre el desenlace de la historia, me pregunto por qué a nadie le llamó la atención que el intruso se mantuviera aparte, celosamente velado por la oscuridad, impenetrable a las miradas escrutadoras… Me percaté de que el que no se había acercado al flamante narrador era el desconocido que había ingresado a «El trueno azul» huyendo de la tormenta que desgarraba la noche. Le hice una seña, pero el hombre se hundió en sus harapos empapados, de manera que se acentuó aún más su aspecto de ave de mal agüero.

Mientras tanto, el ensombrecido narrador comenzó su relato:

—Pues una vez existió un hombre que quiso saber más —o quiso saber mucho más, ¡quién sabe!—, de manera que metió sus narices en donde no debía… ¡y se buscó algún que otro problema!

Un trueno rasgó el cielo de la noche e hizo que las mustias paredes de «El trueno azul» temblaran. Sin embargo, el narrador prosiguió impertérrito:

—Este hombre, un docto hechicero de fatigosas lecturas, hurgó en el seno de los conocimientos velados a los mortales, hasta que dio con la clave que lo llevaría hasta las puertas de un Mausoleo…

La tormenta se abatió con mano pesada sobre la propiedad de Ruth y la puerta de entrada se abrió azotada por el revés de los vientos huracanados.

Corrí a cerrarla y volví a ocupar mi puesto entre los escuchas. En el ínterin, eché un ojo al empapado, que se mantenía al margen: ocultaba su rostro bajo el sombrero de ala ancha, insensible a lo que lo rodeaba, desterrado del mundo de los vivos.

El narrador decía:

—Al hechicero le vedaron el paso, ¿saben?, pero en cambio permitieron que su sombra ocupara su puesto e ingresara en su lugar al macabro recinto…

—¿Su sombra? —Maggons alzó una molesta ceja—. ¿Cómo que su sombra?

—¡Pues eso mismo, caballeros! —continuó el narrador, sin inmutarse—: ¡Imaginen la sorpresa del hechicero al ver que su propia sombra, la misma que se proyectaba sobre la grava a la luz de la luna, se incorporaba y franqueaba las puertas del Mausoleo, especie de antesala del Infierno, morada de la Dama que rechina los dientes bajo la hoz!

Las palomas del techo aletearon inquietas: un nuevo estallido se abatía desde la bóveda celeste, sacudiendo los cimientos de la antigua posada.

El narrador hizo un alto, levantó la inconfundible silueta de un sombrero de ala ancha, y, no sin cierta ceremonia, se lo caló en la cabeza.

—¡Debemos ser precavidos, caballeros! —murmuró, con sorna—. ¡Nunca se sabe cuándo habrá que emprender la retirada, como si una hueste de demonios primigenios nos pisara los talones! —De improviso, se dirigió al empapado avechucho que se mantenía impertérrito en el ovillo silencioso de su autoexilio—. ¡Oiga! ¿Qué le pasa? ¿Acaso no le gusta mi relato?

El ave de mal agüero espió bajo el ala de su sombrero… Temblaba como una hoja arrojada a la tormenta. Negó con la cabeza.

El viejo Timms le dio un codazo cómplice a Verns. Maggons, por su parte, acotó:

—¡Pues a mí tampoco me gusta su relato! ¿Cómo es eso de que la propia sombra del tipo lo condujo hasta un Mausoleo? ¿Se ha vuelto loco? ¡Bah! ¡Váyanse todos al cuerno!

Timms no pudo contener la risotada, y Ruth renovó la ronda de vasos rebalsados de espuma.

—Como sea —continuó el narrador, desestimando las críticas—, nuestro buen hechicero quiso conocer los secretos de la Muerte, de manera que esperó y esperó a que su sombra —sí, caballeros, su propia sombra— resurgiera de las puertas del Mausoleo con noticias del Más Allá…

—¿Y qué pasó? —preguntó Ruth.

—Sí, cuente, cuente: qué diablos pasó —quiso saber Verns.

Timms dejó de reírse para parar la oreja, y otro tanto hizo, aunque con esforzado disimulo, el despechado Maggons.

Podía percibirse que una hoja de afilado acero cortaba el aire cuando el narrador abrió la boca:

—Bien, caballeros —dijo—, pasó que las puertas del Mausoleo se abrieron con el lento carraspeo de las centurias, y la sombra del hechicero emergió por fin de las Sombras Mortuorias… Pero, aparentemente, no estaba feliz, no… —El narrador meneaba teatralmente la cabeza—. Como sea, el hechicero corrió al encuentro de la presencia que remedaba su persona, y la abordó con un sin fin de interrogantes, tendientes a saber una única cosa: cuáles eran los secretos de la Muerte. —El oscurecido relator hizo otro alto, y le dedicó una lánguida mirada al ave de mal agüero que se emperraba en su mutismo, mesa aparte—. ¡Oiga! ¿Está seguro de que no le gusta mi cuento de aparecidos? —Y ante la nueva negativa del empapado comensal, continuó—: ¡Bien! ¿En qué me quedé…? ¡Ah, ya recuerdo! La sombra no despegaba la barbilla del pecho, no, y sólo después de una violenta increpación por parte del hechicero, repleta de amenazas y de juramentos, levantó el pozo ciego del rostro y reconoció a aquel que le dirigía tan caldeadas palabras…

En este punto, aconteció algo que nos obligó a mirar por sobre el hombro: el empapado avechucho se había levantado, tan repentina y violentamente, que la silla en la que estaba sentado cayó al suelo con un golpe atronador.

Fue el turno de Ruth para hablar:

—¿Pasa algo, amigo?

—¡Nada! —El hombre esperaba de pie tras la mesa. Apoyó la mano sobre la empuñadura de una espada que colgaba de su cinto—. Es que… tal vez… debería marcharme.

—¡Oh, vamos! ¿No quiere saber el final del cuento? —El que había hablado era el oscuro narrador de la historia, de pie también tras la mesa que presidía, como si por un acto reflejo hubiera respondido de idéntica forma al gesto del empapado.

Éste pareció pensárselo, y, aunque permaneció de pie, respiró hondo hasta que su pecho se aquietó. Finalmente, apoyó las manos sobre la mesa, adoptando una actitud entre resignada y contemplativa.

Para cuando volvimos la atención al narrador, éste también había apoyado las manos sobre la mesa. Entonces dijo:

—¡Claro que sería una pena perderse el final de la historia! ¿Cómo se cerraría el círculo? ¿Qué sentido tendría todo cuanto nos rodea? —El fuego que nos alumbraba crepitó a causa del viento fuerte que serpenteaba por el cañón de la chimenea. Allá afuera la tormenta se había incrementado, y mis pensamientos volaron hasta el joven Binttu, huyendo a todo correr por un bosque oscuro, dueño de una historia cuyo final se nos presentaba incierto.

El narrador continuó:

—Sí, caballeros, tan pronto la sombra del hechicero reconoció a su amo, levantó unos dígitos descarnados como garras infernales y se abalanzó sobre el espantado mortal, que esperaba con sus ansias prohibidas de saber. El hombre, descorazonado, atinó a desenvainar su espada y a blandirla, aunque el aterrado abanico de violencia no logró resultados: el estoque no producía mella alguna en la inasible forma que avanzaba con su sed de devoradora venganza…

El inconfundible sonido del acero deslizándose en una vaina atrajo nuestra atención. Nos volvimos. El empapado comensal de la mesa vecina, espada en mano, aguardaba con la mirada torva y artera del cazador. Todo lo que siguió, hasta el momento en que me encontré a mí mismo abriéndome paso a través de los árboles de un bosque, se sucedió de forma imprevista. Empezó con un destello, en respuesta al desafío del solitario comensal: el narrador había adelantado su propia espada, de un indescriptible brillo azulado. Los dos contrincantes se sostuvieron la mirada por unos segundos, hasta que el narrador abrió la boca:

—¡Y bien, Nar-hi-torek! —pronunció, enfatizando cada sílaba—. ¿Entiendes ahora por qué en la Lengua de los Padres tu nombre significa Aquel-sin-sombra?

Volteó la mesa. El narrador creció, se expandió… Miramos aterrorizados a la forma sin forma que se recortaba ante nosotros, esgrimiendo un entramado de negras y abismales extensiones, que se enroscaban y se distendían, como tentáculos ávidos de carne humana.

Verns, Maggons y Timms se arrojaron a un lado, cayendo sobre unos fardos; este último reía a mandíbula batiente, presa de un paroxismo rayano en la locura, mientras sus dos compañeros luchaban por apartarlo de la batalla. Ruth y yo nos lanzamos tras la barra, en medio de un escándalo de botellas y de vasos rotos. Desde nuestra precaria posición, atisbamos la evolución de los contendientes: El ave de mal agüero saltó sobre su contraparte, como un hombre estrellándose sobre la pared en la que se proyecta su propia sombra. Ésta lo esquivó para luego atajar su estoque interponiendo la misteriosa hoja de llama azul. No vimos más. La tormenta explotó, como si un tajo se hubiera abierto en el Orbe en respuesta a la contienda blasfema que se desarrollaba en el mundo de los mortales. Abrimos la puerta posterior, azotada violentamente por las ráfagas de vientos cruzados, y nos alejamos a todo correr de «El trueno azul». Recuerdo que Verns y Maggons tomaron por el Camino de los Pozos, aún luchando contra la fuerza maníaca del idiota de Timms; el posadero y yo nos arriesgamos por los senderos que se internaban en el Bosque Milenario, aunque mi compañero cambió de parecer tan pronto tomó distancia de su belicoso hostal:

—¡Pues qué diablos! —me espetó—. ¡Ni el azote de todos los infiernos hará que yo penetre en ese maldito bosque embrujado! —Y se alejó vociferando en dirección a los llanos ensombrecidos.

El chicotazo de una rama me abrió una herida en el hombro. Corro o camino. Voy más o menos rápido. Obedezco a mi respiración… Rastreo las huellas, las huellas del joven Binttu, el peón del posadero Ruth. ¿Por qué? ¡Porque quiero saber, claro! ¿Acaso no sería una pena perderse el final de la historia? ¿Cómo se cerraría el círculo? ¿Qué sentido tendría todo cuanto nos rodea? El choque entre el acero humano y el cósmico quedó atrás, embebido en un infierno de llamas azules, pero la sed de saber no ha acabado… ¡Y alguien, alguien en este mundo de mortales sedientos de saber, conoce el final de la historia!

 

 

Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso “Mundos en tinieblas” en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado en el contexto de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción organizada por Exégesis/Nocte. Sus cuentos han sido traducidos al catalán para su aparición en la revista Catarsi. Pueden consultar su blog Crónicas del Caminante.

Ya publicamos en Axxón sus cuentos EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE y LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR y DEMONIO BLANCO.

 


Este cuento se vincula temáticamente con NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR y DEMONIO BLANCO, de Juan Manuel Valitutti.


Axxón 236 – noviembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Fantasía : Magia : Doble : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«El final de la historia», Juan Manuel Valitutti”
  1. Philip dice:

    Linda narración, pero me sigo quedando con el Demonio Blanco!

  2.  
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