«Espíritus y marionetas», Carlos Pérez Jara
Agregado en 9 diciembre 2012 por dany in 237, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Esta mañana, asomado a la ventana de nuestra pensión, descubrí una libélula inmóvil sobre el alféizar. Entonces no me fijé mucho en ella, pero después de lo que ha ocurrido hace un momento, no puedo dejar de sentir ese temor oculto, irracional, que tantas veces me ha martirizado desde el exilio: veo una sombra que se acerca sigilosamente y me arrebata todo lo que quiero. Una taza de té humea silenciosa sobre la mesa al aire libre, junto a este mismo cuaderno, el mismo que me regaló Inés por mi cumpleaños. Me acabo de guardar el objeto en mi bolsillo para revisarlo luego, con más calma. Sobre todo, no debo perder los nervios.
Si tuviera que comenzar con alguna reflexión, diría que mi padre fue un visionario, y nuestra casa el origen de muchas maravillas insólitas. Pero antes de que los mercenarios entraran en su residencia de la costa y redujesen el viejo hogar de los Debién a cenizas, su sala de máquinas era un espacio prodigioso a los ojos de un niño, un sitio donde todo era o podía ser posible. Iluminados por las cristaleras que daban a la playa, los objetos de hierro y cobre relucían como insectos inertes antes de que su dueño les diese vida con sus técnicas. Hoy recuerdo en particular la criatura metálica que construyó para mi hermana cuando ella apenas tenía seis años. De hecho, es como si la viera ahora: un artefacto ruidoso y humeante que se movía gracias a las articulaciones de sus extremidades de corcho y cuyo líquido combustible burbujeaba en el interior de un pequeño depósito de lata; los engranajes hacían mover al ser cuadrúpedo como a un perro desfigurado que se desplaza por la hierba en medio de temblores continuos.
Ciertos hombres del gobierno de la reina habían contratado al señor Debién durante su juventud, según parece con el único propósito de unirse a un grupo científico secreto. Así prestó colaboración a la causa nacional durante los seis años en los que vivió en Madrid junto a otros colegas suyos, en especial con un compañero eslavo de gran porvenir en el campo de la ingeniería de vehículos de guerra. Pero con la República el inventor viudo abandonó el proyecto y regresó a casa, donde sus hijos crecimos durante una época más apacible, hasta la invasión de aquellas tropas que irrumpieron una noche; llegaron como una plaga de langostas, convirtiendo la sala de maquinarias en polvo oscuro, blando por la lluvia del amanecer que pude contemplar entre unos matorrales. A lo lejos vi la sombra de un hombre, y a unos individuos con fusiles que le apuntaban hasta que se iluminaron unos fogonazos en el aire y el cuerpo cayó sin resistencia. Luego solo recuerdo la carrera, por entre los robles ancianos, con un bosque que no dejaba de herirme y sujetarme como si quisiera retenerme allí para siempre.
Hablar hoy de la gente que me dio cobijo sería poner en peligro a sus familias de forma innecesaria. En el pueblo cerca del que vivíamos, el señor Debién había sido siempre poco menos que un héroe local (dio trabajo a muchas personas que le ayudaron con sus invenciones), pero en el gobierno nunca pudieron perdonarle su abandono del proyecto ni sus ideas solitarias. Caballeros muy influyentes le acusaron de haber traicionado a la Madre Patria, de negarse a facilitar las mejoras de su fórmula y sus secretos, una invención que podría cambiar el signo de las guerras europeas en los siguientes doscientos años. Sospecho que fue por eso por lo que al final quedamos aislados, sin la protección de unos ni de otros, y hubiera dado lo mismo que fuesen tropas de Carlos VI o del mismo rey de Madrid las que hubiesen entrado en la casa como venganza.
Aún muy joven, me trasladé a un piso de Valladolid donde vivía con un liberal llamado Setubal, que fumaba mucho y hacía poco, y que se pasaba casi todas las tardes en los cafés hablando de la inminencia de una nueva contienda con las colonias. Setubal era un escuálido portugués de nacimiento, y se dedicaba a escribir para un diario de provincias. Nunca había comentado nada de mi vida anterior a mis amigos de aquel entonces, como no fuera un conjunto de mentiras y medias verdades a menudo recurrentes: yo no era más que un Claudio Debién cualquiera, el hijo de un dueño de imprenta que había muerto trece años antes por un infarto. Trabajaba en un estudio de fotografía de la ciudad a las órdenes de un individuo grueso y moreno llamado Luis, que había heredado el negocio de su familia.
Por aquella época, entre los cafés de revolucionarios, algunos romances breves y los estudios de fotografía, el Debién antiguo, el único real posible, se había difuminado hasta ser solo el reflejo de un sueño. De tanto repetir un pasado irreal, la infancia se había disuelto en una bruma que parecía proceder de las fantasías de un niño que perdió a sus padres. Pero una tarde proclamaron que el conflicto bélico de Cuba había concluido: el ejército de Alfonso Doce había enviado allí a quince mil soldados además de unos ciertos ingenios que los reporteros clasificaron como monstruos de la razón y la industria.
—Máquinas —resumió Setubal, sentado a una mesa y con su diario en la mano.
—Las probaron en la costa —confirmó uno de los amigos de mi compañero.
En realidad, y según he podido saber más tarde, las maquinarias de guerra eran algo así como fusiles de ráfaga móviles que se desplazaban por medio de ruedas y articulaciones, como artrópodos con varias patas; muchas quedaron inutilizadas en la selva, al desamparo de la lluvia y el aire. El experimento funcionó solo en parte, y en realidad fue más una exhibición técnica que un verdadero apoyo de campo.
—Son todas españolas —proclamó Setubal, pero yo no dije nada en absoluto. Tan solo me extrañaba que hubieran podido construir cosas tan parecidas a las de mi padre. De Francia llegaron innumerables científicos y espías con el único objeto de apropiarse de los planos de semejantes máquinas, pero incluso aunque se robaron partidas de mil unidades en la frontera, su uso quedó seriamente restringido durante al menos tres años: muchos no entendían que el secreto de los artefactos no estaba en la complejidad de sus estructuras, sino en sus motores de vapor condensado y en los combustibles de propulsión. Estas fueron, sin duda, las primeras bestias metálicas que emergieron de golpe tantos años después del asesinato del señor Debién a manos de supuestos carlistas. Y como ya sabemos todos, no fueron las únicas, desde luego.
Al cumplir los veinticinco años, me acabé trasladando a Madrid. No tenía mucho dinero precisamente, aunque me sobraba la esperanza de abrir un negocio que diera sus frutos. Conocí a Clara durante un congreso de fotos y máquinas novedosas para la vida doméstica, poco antes de la Exposición Universal del año 88; el caso es que al año nos casamos a pesar de la oposición de una parte de la familia: ¿quién era yo, qué había hecho? El nacimiento de mi hija y mi nuevo estudio de fotografía aliviaron algo las tensiones, que tampoco fueron muchas ni demasiado duraderas.
Un otoño, durante el desfile del orgullo nacional y conmemorando el aniversario del fin del carlismo, el rey pasó por la Castellana en lo alto de un monstruo con la forma de una oruga de seis patas acolchadas por gruesas cubiertas de caucho. Detrás de la infantería y sus fusiles, pasaron los ingenios más atrevidos y que, según se decía a grandes voces, habían sido comprados a las industrias del centro del Imperio Austro-húngaro; por aquellos días media Europa estaba en guerra con la otra media, y las maquinarias autómatas combatían entre ellas como colosos de juguete; las derrotadas caían envueltas en llamas sobre los tejados de las ciudades vencidas.
—¡Mía, papá! —dijo mi hija, de cuatro años, y desde el escaparate de una tienda pude ver a los gigantes que se movían encorvados, grandes cuerpos de hierro humeando sin una cabeza ni unos ojos visibles. Cada uno llevaba en la coraza dos hermosas iniciales de bronce: L.L., algo que atribuí a la marca nacional de las industrias de Guipúzcoa donde habían sido ensamblados. Algunos iban bastante deprisa para su tamaño, y casi amenazaban con desplomarse sobre las multitudes que los vitoreaban en las aceras, entusiastas.
Como había hecho en el pasado, no quise hacerme más preguntas sobre aquello. Para mí, era como si los sucesos en la casa de la costa jamás hubiesen ocurrido realmente, y cuanto más lo pensaba más llegaba a creerlo: las máquinas no serían más que inofensivos artificios sin ninguna utilidad bélica concreta, y las técnicas «mágicas» un conjunto de resortes y émbolos movidos por vapor caliente. Ni siquiera creía en los gigantes de propaganda que pasaban por las avenidas haciendo temblar los vasos de cristal de los cafés: seres tan enormes como inútiles, acaso manejados mediante poleas por operarios competentes desde el interior de sus armaduras. Y así, Europa había caído en el corazón de una ilusión enferma, y cada gobierno mostraba sus monstruos metálicos como medios de propaganda y exhibición de un poder desconocido para las potencias enemigas. Un día, en el desván de la casa materna donde habitaba con Clara y mi hija Inés, encontré a propósito un diario italiano con un relato infantil titulado «Historia de una marioneta», de un tal Collodi. Lo que más me asombraba del cuento no eran tanto las similitudes que podía encontrar con los nuevos títeres de la guerra, sino el verdadero núcleo de una cuestión que siempre había dejado casi ignorada: que en el interior de las carcasas de aquellos seres no hubiese, en el fondo, ningún espíritu que los iluminase desde dentro.
Durante varios años fuimos testigos de hechos asombrosos: la breve guerra con Francia, el rebrote de un movimiento carlista finalmente destruido en Asturias, la guerra con la Argentina, el caso de los espías ingleses, el asesinato del hijo de nuestro rey en extrañas circunstancias. Durante la primavera de 1899, los gigantes de hierro envejecían oxidados en los talleres de Alicante y Burgos, donde fueron traslados una vez que desapareció la fiebre de los autómatas. Sin embargo, los artificios de gran tamaño habían sido reemplazados por prodigios de bronce mucho más pequeños que salpicaban la existencia de tantos teatros, cafés y paradas de metro. El general Montellano gobernaba con puño de acero en toda España, dispuesto a embarcarse en mil y una guerras y, de paso, llevarnos a todos a una nueva bancarrota. A finales de esa estación, Clara murió por las complicaciones de su segundo parto, y me dejó en la soledad de una casa de dos plantas que había heredado tras la muerte de sus antiguos dueños.
La pena y la desidia me volvieron entonces un perfecto desconocido, y ni siquiera mis amistades y la poca familia de mi difunta mujer podían ayudarme a salir al mundo. Me pasaba las horas y los días encerrado en casa, recordando, sin querer recordarlo, aquellas épocas que existieron una vez en mi memoria: volvía a ver a mi padre viudo en su sala de maquinarias, donde los compuestos se calentaban en las probetas como sortilegios líquidos, dando vida a lo inanimado. A veces recordaba momentos ocasionales, como la visita de un hombre rubio y robusto envuelto en un abrigo gris, con las manos a la espalda, atento a las invenciones caseras que le enseñaba mi padre. Para muchos no hubo ninguna duda: me había vuelto loco por algún síndrome o enfermedad del cerebro. Ahora me pasaba muchas horas dibujando en grandes papeles las formas de las máquinas que mi padre había inventado, al menos como yo las recordaba en su estudio: mascotas, pequeños muñecos temblorosos que caminaban por el piso sin que nadie les ayudara, serpientes de cobre que relucían con sus escamas metálicas por la hierba. Mi negocio cerró, y las deudas empezaron a acosarme como centinelas sin descanso.
Un día, el hermano de mi difunto suegro, el señor Rocamora, apareció en la casa sosteniendo un paraguas y un sombrero de copa: se llevaban a Inés a un colegio lejos de mi influencia; era obvio que había perdido cualquier facultad sobre mi hija, y si no deseaba ser internado en un manicomio, al menos le permitiría que se marchase con ella sin ningún escándalo público. Todo por la reputación de los Rocamora. Aquel hombre, con una quijada como un sapo y unos ojos de hielo, esperó mi respuesta. Recuerdo que apenas dije nada, sentado en una butaca en la oscuridad mientras oía, o creía oír, el llanto de mi hija.
—Claudio, recapacita sobre tu estado —me dijo el señor Rocamora antes de ponerse el sombrero e irse. Ni siquiera tuve el impulso de asomarme por la ventana para verlos. Pensaba en Clara, y luego en la guerra, y en la huida por el bosque después de ver cómo mataban a mi padre. Había caído en una obsesión sin fin, destructiva y absurda: ¿cómo pudieron aparecer aquellas maquinarias de propaganda si la casa y sus planos fueron víctimas del incendio? Quizá algún hombre de las tropas carlistas rescató ciertos secretos que permitían la movilidad de los artificios, y algún plano fue a parar a las manos equivocadas. Era posible, pero en aquel abandono, no dejaba de darle vueltas a aquello.
El señor Debién, que había decidido refugiarse en una casa de campo aislada de la civilización, habría sido entonces el mensajero involuntario de las fórmulas y técnicas básicas que revolucionaron el mundo y lo cambiaron para siempre: el desarrollo de sus invenciones en Francia, Inglaterra, en el Imperio Austro-Húngaro, habría hecho brotar máquinas que reptaban, se sumergían solas en los mares o volaban como globos estáticos. De ese modo, yo era el hijo del hombre que había transformado la tierra sin pretenderlo. Con el paso de las décadas, los inocentes juguetes de vapor que construyó para mi hermana tuvieron una misteriosa descendencia en forma de costosos titanes hidráulicos que recorrían las calles de las ciudades de media España, un nuevo ejército invencible.
El asesinato del hijo de Su Majestad Alfonso Doce había cambiado el panorama de las tensas relaciones con otras potencias, todas culpables o sospechosas de su maquinación. Por su parte, los ingleses habían ideado las bombas aéreas definitivas, ingenios autónomos que cruzaban los cielos en busca del territorio enemigo; en Francia diversas revoluciones científicas habían dado paso a los llamados «soldados diminutos» (petit soldats), máquinas de vapor del tamaño de mi mano habilitadas con fantásticos reproductores del sonido y que se infiltraban en el interior de las casas como espías. Pero en el fondo, en la mayoría de los casos estas invenciones no tuvieron el propósito de originar nuevas guerras sino mantener el control y el poder de un gobierno sobre la propia población nativa.
Desgreñado, con una barba que había dejado crecer a mi antojo y con ropas sucias, era como un fantasma recluido en su propio caparazón. A veces salía de noche, y paseaba por las calles de los arrabales con unas pocas monedas en los pantalones. Pronto estaría en la ruina, sin ayuda ni apoyos externos; la familia Rocamora se haría con la casa y yo acabaría mi existencia en una celda de manicomio: ese era mi futuro y no otro. Bebía en una taberna a la que frecuentaba y cuyo dueño, un francés avinagrado de cutis sanguíneo, me contaba historias absurdas sobre su árbol genealógico y sus improbables vínculos con la propia familia Napoleón.
—Con las máquinas Napoleón hubiera barrido a los rebeldes esos de Cádiz —proclamaba, sin temor a que alguien se enfadase por sus bravatas.
También me marchaba a algunos tugurios de juego y mala muerte. En una ocasión me dieron una paliza en una calleja, un grupo de estudiantes borrachos o de anarquistas aburridos, y me dejaron dentro de un charco sucio, de donde fui rescatado por varios rateros que se encargaron de desvalijarme lo poco que me quedaba. Pero sobre el invierno de 1900, cuando casi agonizaba de fiebre en la cama de mi dormitorio, asistido por un médico anciano que me conocía de mis años en Valladolid, tuve la impresión de que, de algún modo, había deseado olvidar a mi antigua familia. Ya no era un Debién ni un Rocamora, sino un pobre infeliz que se casó con una burguesa de cierto prestigio y que había desaprovechado la juventud en un negocio de fotografías. La desidia y ciertos trastornos mentales habían reducido aquella casa a un nido de polvo con muebles cubiertos por sábanas y lámparas que apenas relucían en la luz exigua de las cortinas casi echadas.
Pero entonces ocurrió: a una hora imprecisa en la que podría haber estado amaneciendo o bajo el aplomo de cualquier tarde, un día dormitaba en la cama, febril, viendo a gente que ya estaba muerta. Estaba solo, arruinado, en una casa grande y sin vida, y de pronto la vi: una maquinaria del tamaño de un dedal, un insecto de plata de patitas minúsculas que me observaba desde lo alto de la cómoda. Levanté la cabeza y la criatura se desplazó con lentitud por la superficie del mueble hasta dar un salto y desaparecer del todo. Me erguí con esfuerzo de la cama, apoyando el codo sobre el colchón hasta que sentí la presencia de un hombre enfundado en un traje oscuro, con una barba negra y unos ojos protegidos por gafas redondas. Estaba sentado en una silla, junto al tocador de Clara, con las piernas cruzadas y cierto aire solemne.
—Tiene que vestirse y acompañarme —dijo con un acento extranjero. Acto seguido, extendió un poco el brazo, mostrando un objeto alargado que identifiqué enseguida: una pistola.
—¿Quién es usted? —pregunté, indeciso, y apenas conseguía distinguirle entre las sombras de la habitación.
—No mucho tiempo. Vestirse y acompañarme, por favor.
Tuve que levantarme trabajosamente, con la conciencia nítida de tener a un intruso con un arma en mi propio cuarto. Algún rato después, vestido con una chaqueta con manchas y un sombrero algo anticuado, parecía más bien un mozo pobre que hubiera habitado en una casa ajena que su propio dueño. De pie, el caballero moreno era de una altura extraordinaria, y casi tenía que agacharse al pasar debajo del marco de las puertas. Mientras bajaba por las escaleras pensé, o supuse, que aquello podría ser algún complot de los Rocamora para desalojarme de la casa antes de que me volviera loco. De cualquier modo, me había vuelto un estorbo para algunos miembros de la familia que anhelaban ciertas pertenencias a toda costa. Frente a la puerta, junto a la acera, esperaba un vehículo moderno con un volante largo y muy grande al frente del cual había un hombre pequeño con un sombrero y unas gafas protectoras. El hombre gigante abrió la puerta trasera.
—Siéntese aquí, por favor.
Aturdido y en silencio, me dejé llevar por las calles de Madrid mientras el hombre barbudo, sentado a mi lado, permanecía con las manos peludas sobre sus rodillas. En una ocasión en la que el vehículo dio un salto sobre un bache, vi un objeto brillante que sobresalía del bolsillo de mi compañero de viaje y que, enseguida, volvió a meterse solo en su interior: era el pequeño espía que me había vigilado en mi dormitorio. Al fin, después de sortear los obstáculos de la calzada y casi haber atropellado a un perro cojo, llegamos a la estación de trenes.
—¿Adónde vamos? —dije.
—Sígame, no haga tonterías —dijo, y supuse que su acento procedía de algún origen báltico. La familia Rocamora quería meterme en algún vagón de tren con destino incierto: nunca volvería a saberse de mí. Influido por una cortina de fiebre que velaba mis pensamientos, incluso me imaginé siendo lanzado en un saco desde una locomotora, a toda velocidad. Lo extraño es que, habiendo podido huir, no lo hice; era el prisionero de una desidia que me había acompañado desde la muerte de Clara, y casi me dejaba arrastrar adonde me llevasen. El gigante barbudo me condujo de cerca al interior de la estación, donde encontramos a otro hombre que, al parecer, nos esperaba con un diario en las manos. Era un individuo más bajo, de hombros anchos y cabeza cuadrada, con una mata escasa de pelo peinada hacia un lado intentando ocultar una calvicie inevitable. Cuando me vio, su rostro de pan se iluminó con una sonrisa.
—El señor Debién —dijo, y me alargó una mano blanda y húmeda, casi como un molusco; la estreché y miré a todos lados: a los kioscos de prensa, a las personas que iban y venían por la estación.
—Claudio —dije, y en ese momento estuve seguro de que iban a matarme: no sabía cuándo iba a ocurrir, quizá después de que hubieran averiguado ciertas cosas y patrimonios de la familia Rocamora. Pero ocurriría, sin duda.
—Venga conmigo, por favor —solicitó con rostro amable, y enseguida dirigió sus ojos almendrados al gigante de la barba—. Klaus, quédate en la casa con los otros.
Bajamos a las zonas de vías y allí tomamos un tren de pocos vagones con unas iniciales grabadas en oro en sus costados: L.L. Era una locomotora formidable, con un anillo de plata en su chimenea y una insignia de bronce en sus puertas semejante a un escudo heráldico. El hombre se sentó frente a mí en un compartimento pequeño con las cortinas despejadas.
—Van a matarme —dije al fin, poco antes de que la locomotora empezara su marcha.
—No sea tan optimista, señor —observó el hombre y miró por la ventanilla. Luego volvió a mirarme con aire conciliador—. No intente nada absurdo, se lo ruego. Este tren pertenece al marqués y no nos gustarían los escándalos. Lo único que tiene que hacer es lo mismo que ha hecho hasta ahora, en los últimos tiempos. Es decir, nada en absoluto. Si eso ocurre, déjeme que le diga que todo irá bien para usted, no se preocupe.
El tren comenzó su marcha al comienzo de la tarde y durante largo rato mi compañero de viaje no dijo una sola palabra. Esperaba la llegada de algún supervisor, algún mozo o alguien responsable que acudiera en algún momento, pero nadie llegaba. En su lugar, la locomotora se alejaba de Madrid con lentitud, mientras el humo iba acariciando el cristal de la ventanilla. Hacia el anochecer una lamparita redonda del vagón se iluminó reflejando los sutiles dibujos del papel de las paredes, el artesonado de los soportes para las maletas, el propio reloj de cadena del individuo que me acompañaba. Entonces apareció por la puerta un objeto ruidoso que se desplazaba con cuatro extremidades y que pronto desapareció por el pasillo.
—¿Qué ha sido eso? —dije, asustado.
—Una mascota del marqués —respondió sin ninguna entonación, casi aburrido, y levantó la tapa redonda de su reloj. Durante las siguientes horas permanecí en silencio, hundido en el asiento, sin poder imaginar nada en absoluto. A veces me imaginaba aún en la cama, enfermo y moribundo, un extraño entre extraños. Al fin apareció por la puerta un caballero joven, vestido con un elegante traje negro y unos zapatos muy lustrosos; llevaba un brazalete con una insignia desconocida para mí.
—Ya casi estamos, señor —avisó. La locomotora fue aminorando la marcha.
Ahora, al salir por la noche al andén de una pequeña estación en medio de una llanura gélida, caminaba como hipnotizado en busca de algún asidero al que sostenerme, una rendija de conciencia que me permitiera comprender lo que estaba pasando. Mi acompañante se dirigió conmigo hasta un vehículo que había aparcado junto a una planicie de tierra prensada. De la cantina de la estación salió de inmediato un joven de piernas largas que nos saludó nervioso para luego sentarse en el asiento del conductor.
—Su excelencia nos espera —aclaró el individuo medio calvo, y nos sentamos en los asientos traseros. El automóvil recorrió estruendosamente una senda polvorienta, iluminada solo por los faros. Al cabo de un buen rato, el sendero alcanzó la ladera de una montaña baja junto a la llanura. A veces se recuerdan los detalles más efímeros en lugar de centrarse en aquello que resulta importante: hoy sigo pensando en el chirrido de los neumáticos, de los engranajes de la máquina, el susurro de las ramas al golpear la carrocería. Cuando llegamos a la cima apenas podía gesticular; sufría la misma impresión del tren, como si estuviera soñando dentro de una nebulosa absorbente. Nunca había oído hablar de ese tal marqués, y no imaginaba qué clase de marquesado podía ostentar aquel individuo con una locomotora propia y artificios mecánicos a su disposición. Pero la gente que le acompañaba parecía dispuesta a todo con tal de protegerle, eso era obvio.
Una casa enorme y blanca y un almacén de madera muy alto coronaban la cima de la montaña. El automóvil se detuvo al fin con un murmullo y, entre el polvo nocturno que se filtraba por la luz de los faros, pude percibir los signos de una residencia habitada. De hecho, varias ventanas estaban iluminadas por luces interiores e incluso aprecié una sombra detrás de unas cortinas. Un perro de carne y hueso, y no un extravagante artificio de vapor como el de la locomotora, ladraba no muy lejos de allí. Pronto aparecieron varias figuras nocturnas, algunas ataviadas con uniformes militares. Un hombre robusto de mentón prominente se detuvo frente al individuo que me había llevado hasta aquella casa.
—Aquí lo traigo —dijo este, y el militar me observó con una generosa mueca de desdén.
—El marqués está cenando. No le gusta que le molesten.
—Bien, yo mismo le diré que usted se negó a dejarnos pasar, no se preocupe.
En ese mismo momento me di cuenta de que era el objeto de un malentendido: sin duda me confundían con otra persona, estaba claro. Ese marqués debía ser alguien muy poderoso, pero había errado sus maniobras reteniendo y secuestrando a un viudo de una familia algo acomodada, un hombre que había perdido parte del juicio en la soledad de su abandono. La idea de que los Rocamora quisieran eliminarme había sido otro delirio de mi imaginación.
—Y si molestamos con esto a Su Excelencia —dijo al fin el militar enseñando un poco los colmillos—, será usted el responsable de lo que hace.
Se giró en redondo, y seguimos al grupo hasta un pequeño jardín que llevaba hasta la amplia entrada de la casa. En el vestíbulo, el militar se alejó por un pasillo mientras esperábamos junto a un sombrerero con varios sombreros colgando.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —dije en voz baja, y el hombre medio calvo miró con indiferencia a su reloj de cadena para luego volver a meterlo en su bolsillo.
—Tenga paciencia —comentó, y sonrió con desgana, como en la estación. Al fin acudió una doncella de rasgos exóticos con uniforme oscuro.
—Pueden pasar. El marqués les espera.
Así entramos en un salón enorme con una mesa alargada con candelabros y luz eléctrica en la que un anciano de pelo color platino estaba sentado con una servilleta blanca sobre la solapa. A su lado había un hombre regordete que sujetaba un cuadernillo abierto sobre el mantel y que apuntaba algo con una pluma estilográfica. El militar se encontraba de pie en un rincón, casi en penumbras, junto a una mujer vestida de malva que observaba el espacio con ojos perdidos. El anciano levantó la mirada miope, protegida por unas lentes redondas, y me miró como si fuese un verdadero espectro.
—Acércate, por favor —dijo con una voz rota y un extraño acento extranjero, más bien nórdico. El marqués dejó la cuchara que sostenía y la puso sobre el plato medio vacío. Luego, levantó un brazo y la muchacha de las sombras se acercó bajo un silencio dócil.
—Te llamas…
—Claudio, señor —dije, y me fijé en los rasgos hermosos de la mujer, que ahora me miraba con un brillo enigmático en los ojos.
—Claudio —repitió el anciano con expresión satisfecha, y se quitó despacio la servilleta para dejarla sobre el mantel—. Te pareces bastante, ¿lo sabías?
En ese momento observé que la mujer estaba llorando, conteniendo las lágrimas como podía, y bajó la mirada con lentitud hacia un rincón oscuro.
—Con todos los respetos, señor… estoy enfermo… creo que se han equivocado. Entraron en mi casa, me sacaron de la cama… y no sé por qué estoy aquí.
El viejo cerró un puño mientras reclinaba su espalda sobre el asiento.
—Yo te diré por qué estás aquí, hijo. Estás aquí porque lo quiere mi ángel. Fue como… como un vaticinio. ¿Es así como se dice, señor Camba? ¿Vaticinio?
—Así es, excelencia —corroboró el secretario que estaba sentado a su lado.
—Bueno, mi hechicera… ella tuvo la idea. Tampoco quería ponerla triste si no te traía con nosotros.
La mujer era morena, de rasgos suaves, con una nariz algo alargada y una barbilla que pronto descubrí en las luces difusas de los candelabros del entorno. Pero al mirarme con sus profundos ojos negros algo me golpeó como una descarga eléctrica. De pronto me vi en otra sala ancha, rodeado de piezas de todo tipo, bajo un techo alto y curvo, y junto a una niña con falda rosa que contemplaba a mi lado las maravillas de nuestro padre.
—Laura —balbuceé, y por un momento el suelo perdió consistencia, se volvió una materia blanda e insegura. Aquella mujer no podía ser mi hermana Laura, imposible. Pero la niña que había muerto, seguramente asesinada antes de que la violasen unos soldados crueles y salvajes de las montañas, me miraba ahora seria, casi impávida, trasformada en una mujer joven, vestida con un rico traje de lino y un collar de diamantes que centelleaba bajo la lámpara. El marqués sonrió, afable.
—Conmovedor, sí señor, y otra prueba más de que el amor es una fuerza poderosa. La verdad es que yo mismo soy un ejemplo, para mi desgracia.
—Laura —dije, ignorando al anciano, y ella me miró con expresión casi temerosa—, ¿eres tú?
Me temblaban las piernas, pero no hubiera podido sentarme de haberlo intentado. Estaba a pocos metros de la mujer, y no obstante no podía reconocerla del todo; había cambiado tanto. Ella me sonrió con ojos vidriosos.
—Hola, Claudio —respondió con voz baja, como si temiera hablarme.
—Pero… no entiendo —dije y miré a un lado y a otro en busca de respuestas.
—Esta es mi residencia de campo, hijo —intervino de golpe el marqués frunciendo el ceño—. Donde proyecto los planes de España. Nací fuera de este país, pero soy tan español como tú o mi esposa, o como estos señores. Aquí pongo y quito al general que me convenga, y sobre todo promuevo las máquinas del futuro. Es muy fácil. Por cierto, me han dicho que encontraron planos tuyos con dibujos toscos de maquinarias. En la casa donde vivías, digo. ¿Eres inventor?
—Bocetos —murmuré, sin dejar de mirar a mi hermana, que rehuía mi mirada. Era obvio que me habían vigilado antes de decidirse a sacarme de mi casa. El viejo arqueó una ceja en un gesto impaciente.
—Bien, Claudio. Pienso que es necesario que trabajes con nosotros. Creo entendido que tienes una hija, pero tampoco vamos a meterla en nuestros asuntos y negocios, ¿no te parece? Mi ángel… está convencida de que contigo encontraremos la victoria de lo que nos queda por hacer, que es mucho. Pero ya es un poco tarde para la cháchara. Señor Camba, lleve a este invitado a su cuarto y dígale a la cocinera que le lleve algo de comida.
Casi paralizado, me condujeron en silencio a una habitación de la planta superior. Laura apenas me había mirado mientras me alejaba, algo que me sobrecogió más que los misterios de mi estancia en aquella mansión de la colina, a manos de un aristócrata anciano de origen desconocido. En el cuarto donde me recluyeron había una ventana que daba a la llanura, con las vías del tren reluciendo apenas en la noche como dos hilos de plata; sobre una mesa encontré varios libros de mecánica, pero ningún indicio que me permitiera descubrir la identidad del señor de aquellos dominios. Me trastornaba recordar el silencio de Laura de pie junto al asiento de aquel caballero orgulloso. Un hombre sin duda muy rico que me había sacado de mi casa para llevarme hasta aquellos páramos solitarios; el misterioso benefactor que me había acogido para reunirme con mi hermana, pero que al mismo tiempo me dejaba sin ninguna respuesta. Al cabo de un rato, llegó una mujer madura y baja con una bandeja con comida que puso sobre la mesa; sin decir una palabra, la señora se marchó. Esperé varios minutos, y luego abrí la puerta oteando un corredor vacío. Descubrir que no estaba encerrado en una celda me produjo una cierta sensación de alivio. Pero estaba dispuesto a ver a Laura aunque fuese a escondidas.
Recorrí una sala vacía, con el murmullo de una conversación en la parte baja, y solo entonces vi que algo me observaba desde una esquina: era una especie de autómata bípedo con una esfera de cristal en su parte superior que brillaba débilmente en las sombras como una bola mágica. Al moverme en dirección a las escaleras, el artificio movió una pierna hidráulica emitiendo un sonido agudo.
—Como verá, hemos hecho grandes progresos en este campo. Podemos verle con los ojos de nuestras máquinas. Lo único que no sabíamos es el tiempo que iba a esperar para salir de su habitación. No mucho, por lo que veo.
Bajé a toda prisa los escalones pero al final de la balaustrada estaba ella, Laura, junto a un militar sonriente con un aparato negro en la mano.
—Claudio —dijo con voz temblorosa—. Por favor…
—¿Qué está pasando aquí? —dije, y observé la sonrisa salvaje del militar. La fiebre había vuelto a apoderarse de mis pensamientos.
—Sube, por favor. Nadie quiere hacerte daño.
Estaba débil, confuso, pero también sentía algo desde dentro, como olas ardientes de rabia contenida. Aún no sé cómo golpeé al hombre, desde un escalón superior y con la rodilla, pero durante varios segundos la víctima estuvo hecha un ovillo, casi sin respirar. Le arrebaté la pistola de la funda y miré a Laura.
—Nos matarán —suplicó con ojos acuosos—. Tú no lo entiendes. Ha sido idea suya, sabía que saldrías. Es su forma de divertirse. Te he traído… te he traído hasta aquí…
Como supuse mucho después, ciertas dosis de opio le habían debilitado el sistema nervioso, pero entonces no tenía una idea clara de lo que le había sucedido realmente. Nunca fui un hombre de acción ni tampoco quise serlo, pero en ese instante tuve una certidumbre de lo que había pasado, una sospecha que ella misma me confirmó más tarde. Cuando vio que estaba resuelto a salir como fuese me indicó la salida del pasillo, pero en la entrada del vestíbulo algo me golpeó en la nuca hasta dejarme inmóvil.
Lo que pude averiguar después es que me habían llevado en volandas hasta mi habitación, y que durante muchas horas permanecí en la cama con una toalla sobre la frente, en un delirio constante. Cuando estuve más recuperado, logré identificar mejor las sombras de quienes me atendían. Pasaban o se iban, y a veces me veía a mí mismo haciendo mis necesidades en una palangana o un cubo, o siendo afeitado por una mano firme con una cuchilla. Una noche alguien me sacó afuera, creo que fue el secretario del marqués pero no estoy seguro: solo tengo memoria de que corría una brisa, y que me habían dado algo de bebida que ablandaba mis sentidos. Y un día, el marqués apareció de pronto en el dormitorio, acompañado del individuo medio calvo que me trajo hasta allí, ahora con un sombrero de hongo en la cabeza.
—Parece que ya estás mejor.
De hecho lo estaba. Permanecía sentado en una silla en silencio, fumando el tabaco que unos oficiales me habían dejado.
—¿Dónde está mi hermana? —fue lo primero que pude decir.
—Mi señora esposa no está aquí —respondió el marqués con las manos en los bolsillos—. Lo que pasó fue culpa mía, lo reconozco. El general quiso probar el modelo de voz contigo, eso es todo. Mis disculpas, pero la electricidad también da sus frutos sobre mis criaturas. Yo solo sigo la voz de mi ángel, hijo; ella es mi talismán secreto. Solo estás aquí porque me lo pidió ella, nada más. Si quisiera destruirte ya lo habría hecho, claro.
—¿Qué es lo que quiere? Ya deben de estar buscándome en Madrid.
—Mañana —me interrumpió mirando a la ventana con los brazos a la espalda— me dirijo con mi señora esposa a Valencia, puedes quedarte aquí hasta mi regreso. Espero que seas razonable. Si es así podrás verla. Pronto, tu misión será que se recupere de sus males…
Luego se marchó, y durante los siguientes días la casa estuvo casi en silencio, habitada solo por la cocinera, algunos pocos oficiales y el secretario del marqués, el señor Camba, que me dio una versión muy curiosa de ciertos episodios ocurridos en los últimos treinta años: el marqués de Sotogrande había sido el inventor de las mejores maquinarias que reconquistaron la Cuba de los años ochenta, el patrocinador de las invenciones autómatas sumergibles que ahora espiaban por los mares del norte. Cuando supo que el hermano de su esposa estaba vivo puso empeño y fondos para traérselo y poder liberarla de un largo síndrome melancólico; y así había ocurrido después de todo. Aunque no podía darme detalles sobre el asunto, parece que había conocido a mi hermana en un pueblo conquistado por las tropas carlistas, cuando ella apenas era una niña pequeña.
Por las tardes paseaba con el secretario por los alrededores, esperando la llegada del marqués y, sobre todo, la de Laura. A veces pensaba en mi propia hija, y en lo que había dejado perder sumido en la desidia más imperdonable. Un día, el señor Camba me enseñó el almacén de madera donde descansaba uno de los viejos titanes de otra época que tanto fascinaron a los ciudadanos de Madrid durante el reinado de Alfonso Doce. Llevaba grabado el escudo nacional en los hombros, y debajo las iniciales del registro común, la doble ele.
—Un destructor —me dijo. Aquel hombre me inspiraba una curiosa confianza, tal vez porque en el fondo no creía que estuviese completamente convencido de lo que contaba sobre las glorias de su señor. Supongo que por eso le dije que, mucho antes de aquello, mi padre había inventado máquinas más pequeñas pero igualmente prodigiosas que se movían por el campo. No sé cómo pasó, pero en un momento me sentía más liberado, en medio de aquel páramo solitario, entre las vías del tren, la estación, la cantina y los postes de telégrafos que adornaban la planicie. Casi tuve ganas de contarle lo poco que recordaba a mi madre antes de que muriese, y lo brumosa que me resultaba ya mi propia infancia, llena de individuos extraños, sombras anónimas que llegaban y se iban de nuestras vidas, desapareciendo como el humo. Al final, decidí no contarlo.
—Pero sólo eran autómatas —dije para centrarme en aquel momento, y miré hacia arriba con el desprecio de quien recordaba las épocas del auge de aquellos monstruos.
—Me temo que igual que muchos hombres —comentó el secretario, y me señaló un cuadro de botones en el talón del gigante—. ¿Ves eso? Este salvó al marqués de un atentado, hace nueve años. Nuestro dominio de la electricidad y el vapor ha dado vida a lo que antes solo era un pedazo de hierro. Su Excelencia… piensa que incluso algún día podrán hablar.
Retenido en aquellos parajes, a veces se me permitía salir junto al secretario y recorrer un poco los alrededores, más allá del almacén. Alguna tarde llegaban vehículos con militares de alto mando que se reunían en ciertas salas de la casa y que luego se iban. Al fin, el marqués regresó con Laura un día soleado de primavera, unas dos semanas después de haberse ido. Caminaba junto a un oficial con un largo sable que cruzaba su cinturón y que parecía encorvado por un peso invisible sobre sus espaldas. Al verme, sonrió y me puso una mano en el hombro.
—Muchacho, ya veo que te has recuperado. Laura, querida, nuestro hombre ya está mejor, ¿no?
—Claudio —murmuró ella y apenas sonrió un momento. Pero era la sonrisa de una extraña, de alguien a quien no había conocido nunca.
Al fondo, en el cielo, se distinguían grandes máquinas aéreas mitad globos, mitad naves, que cruzaban las nubes rumbo norte.
—¿Ves aquello? —me dijo el anciano con su acento característico—. Vamos a una guerra, hijo. Pronto atacaremos la frontera de Francia, pronto. Tenemos a unos rebeldes que molestan un poco, pero eso va a cambiar. Ya veremos en qué puedes servirme.
Esa noche cené en la mesa comedor principal por primera vez desde mi llegada. Laura comía cerca del marqués, cabizbaja, pero a veces me lanzaba algunas miradas extrañas, indescifrables; no sabía interpretarlas de ninguna forma. Ya no era la niña inocente que había conocido, sino una mujer cuya vida me era casi ajena. Era la marquesa de Sotogrande, la esposa de un magnate con ínfulas de emperador.
—Por lo que me han contado, te has hecho amigo de mi secretario.
—Ha sido usted muy amable recogiéndome en su residencia, señor —le dije poco después de secarme la boca con una servilleta—. Lamento el trastorno que pude causarles con mi… arrebato. Estaba demasiado débil, y no comprendía…
—¡Exacto, no comprendías! —exclamó el marqués con una sonrisa de victoria, y se ajustó la servilleta a la solapa—. La magnitud de lo que llevamos entre manos. Pasaremos dos noches aquí, pero pronto mi esposa y yo nos vamos a Burgos, un acto con la Iglesia, ya me entiendes. A la vuelta podremos hablar más tiempo, seguro. La señora marquesa debe querer hablar contigo, después de tantos años, según parece, ¿no?
—Sí, señor.
Después de la cena, me recluyeron una vez más en mi habitación, donde había estado meditando sobre ciertos recuerdos de la infancia. Sentado a mi mesa, pensaba irme a hurtadillas muy pronto, pero no sin antes escribirle a Laura una carta que pudiera darle al señor Camba como intermediario: era obvio que estar conmigo la ponía en peligro ante aquella gente demasiado poderosa. Llovía en la llanura, y la luz lunar iluminaba a rachas las vías del tren a lo lejos. Una guerra en la frontera, pensé, y de inmediato volví a ver las máquinas que habían proliferado durante décadas como si el fantasma de mi padre les hubiese dado vida desde las tinieblas. Recordé luego al gigante del almacén como un trofeo antiguo de ese anciano que coleccionaba tantos otros trofeos de guerras pasadas: los dominios de la ciencia eléctrica habían sido el engranaje necesario de los artificios autómatas. Y de pronto, en lo más profundo de la noche, la puerta se abrió cuando aún la luz de mi lámpara estaba encendida. Yo estaba sentado en la cama, indeciso. Me costó trabajo reaccionar ante un hombre al que reconocí enseguida.
—¡Tiene usted que irse, rápido! —dijo el señor Camba con la cara crispada—. Ahora, antes de que se den cuenta.
—¿Qué ha pasado?
—El marqués —respondió, muy nervioso—. ¡Venga, por favor, ella nos está esperando abajo! Esta vez podemos conseguirlo, pero hágame caso. Por favor.
En una esquina estaba como siempre el chisme de la esfera de cristal, pero el señor Camba me dijo que no me preocupase: lo había inutilizado. Bajamos por las escaleras hasta el vestíbulo en penumbras, y de allí salimos al exterior, donde soplaba una brisa desapacible. Un vehículo con capota oscura esperaba junto al almacén. Cuando entré en la parte trasera encontré a Laura con la mandíbula temblorosa.
—Laura —dije, sorprendido.
—¡Vámonos, venga! —apremió el secretario al conductor, y en ese momento lo vislumbré entre la bruma escasa de la lluvia, avanzando como una fuerza inexorable: el gigante caminaba solo por el campo en dirección a la casa. El vehículo se perdió por la senda de la ladera mientras veía al coloso levantando el tejado como si fuera una casita de juguete y a varios hombres que disparaban desde el suelo con sus fusiles. Miré a Laura y nos abrazamos, casi por un impulso retenido durante demasiado tiempo. Tenerla tan cerca me parecía algo irreal, y sin embargo allí estaba, con aquellos grandes ojos tan semejantes a los de nuestro padre; tan parecidos a los de mi hija Inés.
—Claudio —dijo con voz trémula, insegura.
—¿Q-qué ha pasado? —dije y me volví hacia atrás—. ¿Y el marqués?
—Muerto —respondió mirándome detenidamente, mientras contenía su llanto—. Le he matado, Claudio… por fin he tenido… el valor.
—¿Le has matado? —pregunté, incrédulo.
—Cuando te vi supe… supe que tenía la ocasión de hacerlo. Recordé lo que nos hizo. Recordé…
El vehículo se internó por la planicie entre los traqueteos del motor y la amenaza de ser perseguidos por los hombres del anciano. Pero nadie nos siguió, y cuando al día siguiente aparecieron los titulares de los grandes periódicos se habló de un complot urdido por agentes traidores que habían matado al inventor del siglo, el hombre de las fórmulas y técnicas milagrosas. En los libros de historia oficiales aún pueden seguir hablando de un hermoso pasado imaginario con un marqués excéntrico que, en su juventud, dotó de ingenio y vida a multitud de artificios que ayudaron al mundo a ser más libre. Pero todos esos libros están llenos de mentiras y falsedades, sin excepción alguna.
Muchos años después, mientras escribo esta breve relación de los hechos desde una terraza de Buenos Aires, pongo en pie y en orden los sucesos de mi vida pasada conforme ocurrieron, unos tras otros. Hoy podría empezar, por ejemplo, por la historia de un inventor, el señor Debién, que trabajó junto a su compañero de proyectos, el señor Litevsky, Liev (o León para los españoles) Litevsky, o L.L., como figura en sus cartas secretas, las que pudo sacar Laura del piso de Madrid antes de irnos a la costa en busca de un barco. Litevsky era intrépido y sagaz en sus estudios sobre los mecanismos hidráulicos de transporte, pero las ideas del señor Debién debieron parecerle un mundo nuevo lleno de posibilidades. Trabajaron en Madrid durante cinco años, y luego en temporadas dispersas en varias provincias. La ambición desaforada de Litevsky le llevó a ser consejero especial de la Reina Isabel, y después, un enérgico parlamentario de padre moscovita.
El señor Debién decidió abandonar el círculo de investigadores dejando muchos campos de desarrollo sueltos; demasiada información estratégica para la Nación, sin duda. Primero intentaron convencerle de que volviera a la ciudad con dinero y cargos públicos; cuando eso no funcionó, dieron paso a las amenazas: Debién era un hombre demasiado importante para liberales y conservadores, una pieza decisiva en el tablero de las nuevas alianzas. Sin su apoyo, las máquinas no obedecían al impulso remoto; él era el mago que accionaba las palancas y movía los títeres: le necesitaban, de una forma u otra.
He recordado muchas veces la visita de un hombre ancho de espaldas a la casa de la costa. Un hombre rubio con gafas que sonrió a mi hermana y la acarició en la mejilla. Laura nunca ha dejado de mencionar aquel momento como el preludio de lo que habría de ocurrir más tarde, cuando el fuego arrasaba ya las vigas del edificio. Todo lo que sé es que, envueltos en falsos uniformes carlistas, con fusiles y gorras, varios agentes del gobierno llegaron una noche rodeando la casa. Arrasaron la sala de maquinarias, donde el ingeniero había trabajado junto a varios liberales de la región, pero a cambio su líder, el mismo visitante rubio, se llevó un número incierto de planos, moldes y maquetas. En un cuarto trastero encontraron a una niña asustada; luego, en plena noche, prendieron fuego a la residencia, acabaron con su dueño y se marcharon.
Por la mañana es posible que atravesaran la frontera de ciertas montañas con otras ropas: allí les esperó un ferrocarril para internarse en la meseta, tal como estaba previsto. De ese modo, nuestro hombre había consumado su plan definitivamente: destruidas las pruebas, solo quedaba apropiarse de los logros de su gran competidor, la sombra de su propia gloria. Como agente doble, el señor L.L. debió distribuir los secretos técnicos de los artificios a aliados y enemigos y, de algún modo, fue el artífice de lo que luego algunos historiadores han venido en llamar La guerra de las máquinas. Sé que no tengo pruebas sólidas que avalen esta tesis, pero no hay otra razón que explique la proliferación de autómatas por aquellas épocas en diversos lugares del continente.
Cada vez más poderoso, en los actos públicos se hacía ver junto a una niña que fue creciendo y que recibió educación en varias escuelas parroquiales. Al principio declaró a un periodista que era su sobrina; varios años después, cuando ya le habían concedido el marquesado, dijo sin tapujos que se trataba de su secretaria; y algún tiempo más tarde, su señora esposa, con la que se casó en la catedral de Oviedo con grandes fastos y la presencia del cardenal Sigüenza. La señora del marqués era muy joven, aficionada a los vaticinios y la magia, y estaba imbuida de cierto esoterismo muy de moda por aquel entonces. Había aprendido a resignarse a las apetencias morbosas de aquel hombre autoritario y envidioso, y a servirle con una astucia que el viejo quizá no intuyese ni en el momento en que fue envenenado.
La venganza de Laura Litevsky, también doble L., fue la de invadir las creencias de su marido hasta supeditar sus obras más colosales a los presagios cambiantes de unos sueños supersticiosos. Segura de que yo no había muerto durante el saqueo y destrucción de nuestra casa costera, durante años la señora marquesa solicitó al viejo aristócrata que me buscasen. No fue fácil, según afirma. Pero un día encontraron mi rastro: yo estaba vivo pero medio arruinado, y vivía en un piso mugriento de Valladolid.
—Decía —me contó luego Laura, ya en América— que te había conseguido un buen partido por medio de algunas influencias. A mí no me dijo nada de eso hasta el final, casi, te lo juro. Solo me dijo que estabas bien, sano, y que pronto nos encontraríamos. Lo contaba cuando ya era viejo, cuando chocheaba. Siempre fue un mentiroso, así que no te creas ni la mitad. Como lo que dice de padre. Yo le amenazaba con suicidarme si te hacía daño.
Por supuesto no iba a creerle, ni entonces ni ahora. Empeñado en ensuciar el nombre de Debién para que quedase limpio el suyo propio, al final también tuvo deseos de que Laura creyera que mi matrimonio con Clara se debió a una orden suya, quizá porque, a pesar de todo, aquel hombre siempre tuvo alguna clase de remordimientos ocultos que no podía confesar a nadie. Según esa hipótesis absurda, no le costó nada mover los hilos para casarme con una Rocamora; quién sabe, quizá algún día me presentara a mi hermana en algún acto público. Mi hija Inés sabe muy bien que no fue así, desde luego: su madre me quería. Pero su desaparición lo trastornó todo.
Mi hermana me ha hablado muchas veces sobre Liev, señor Litevsky o marqués de Sotogrande, como siempre quiso ser recordado. Manipulador y obsesivo, temeroso de las ciencias ocultas y los malos presagios, estaba seguro de su papel en la Historia, y así lo afirmaba con esa soberbia que le acompañó hasta su muerte mientras dormía. De hecho, nunca había dejado de repetirle a Laura su propia versión de lo ocurrido respecto al señor Debién: afirmaba que no fue él quien dio la orden de su ejecución sino ciertos miembros del gobierno radical, pero que de cualquier forma nuestro padre había sido un traidor a la causa patria; que huyó de Madrid con planos estratégicos y que fabricaba inventos de vapor para cederlos a los ejércitos carlistas. Desde esa perspectiva, el marqués había destruido un nido oculto de experimentos al servicio de hombres desleales a la Corona y al reino. Pero ¿quién puede creer algo así? Solo un idiota.
En la terraza aparece ahora un autómata de bronce que lleva las bandejas de un lado para otro con completa independencia: ¿lo guiará un verdadero espíritu en su interior o será solo una pura cáscara hueca? Últimamente, desde que vivo aquí con Inés, no dejo de sentirme agobiado, como si alguien nos estuviera siguiendo la pista, o la sombra del marqués difunto hubiera cruzado el océano para perseguirme, arrastrando a Laura de nuevo a España, e incluso también a mi propia hija a modo de castigo. Pienso, o creo, que esta felicidad no durará mucho.
Hoy no hay una sola lápida que recuerde el nombre del señor Debién, ni sus aportaciones a la ciencia de nuestros días, ahora que Europa sufre una nueva guerra con máquinas formidables que inundan los cielos y los océanos. No me importa: dejo constancia en estas páginas de la verdad más profunda; la gloria de Litevsky fue la de copiar ideas ajenas para apropiarse de las posibles ventajas que suponen esas generaciones nuevas de artificios. Un caballero checo los llamó robotniks; curioso nombre para una obra teatral. De cualquier modo, son los descendientes de los ingenios de mi padre, no hay duda. Desde la distancia no puedo dejar de ver mi primera huida nocturna, la casa en llamas, y luego, en una marcha atrás de la memoria hacia el origen, de nuevo en la sala de montajes, con el vapor absorbido por la gran chimenea y el rostro paciente del señor Debién, mientras me enseñaba con ilusión al último de sus pequeños seres mecánicos.
Acabo de sacar el objeto que centellea a la luz del sol como una minúscula película translúcida. He recordado de nuevo la libélula de esta mañana, que quizá (ahora que lo pienso) sea la misma que vi hace dos años, en otra pensión, sobre el techo del dormitorio de Inés. Lo cierto es que tal vez si no hubiera aparecido en la mesa de la terraza no me habría animado a escribir mi historia. Había dejado enfriar un poco el té del mediodía cuando me di cuenta de que el insecto estaba sobre mi cuaderno, cerrando con lentitud sus alas. El abdomen era entre verde y azul, y sus ojos grandes y huecos brillaban como dos esferas de cristales granulosos. Solo es una libélula, pensé, y extendí el brazo para atraparla, pero la criatura logró zafarse hasta perderse por el aire, más allá de la plaza. Al abrir la mano, he contemplado largo rato el ala desprendida: he tenido que acercar mucho mis ojos para distinguir mejor los resortes diminutos de su estructura perfecta, un verdadero compendio de teselas y engranajes metálicos.
Buenos Aires, 1939.
Carlos Pérez Jara nació en Sevilla (España, 1977) y ha publicado hasta la fecha en diversas revistas electrónicas y de papel como Axxón («Legado», «La decimotercera cláusula», «Hija de Helisurpa»), la revista de ciencia ficción Ngc3660 («Reliquias mágicas»), Bem On Line («La ofrenda») o el fanzine Los zombis no saben leer («El otro No-Do»). Ha publicado también en la revista de ciencia ficción argentina PROXIMA, nº 14 (cuento «El último Protohombre»), de la editorial Ayarmanot, además de participar en antologías colectivas de la revista Calabazas en el trastero: Bosques (cuento seleccionado: «El ciclo») y Calabazas en el trastero: Empresas (cuento seleccionado: «Ascenso») para la editorial Sacodehuesos.
Hemos publicado en Axxón: TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA, LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA, HIJA DE HELISURPA y PURGATORIO
Este cuento se vincula temáticamente con CUENTAN LOS SOLDADOS, de Yoss; ROBOT, de Leonardo Killian y EL INTERRUPTOR, de Carlos Donatucci.
Axxón 237 – diciembre de 2012
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Steampunk : Máquinas maravillosas : España : Español).